"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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El rodaballo - Gunter Grass

þÿUn libro que es también o quizá no  una sátira del feminismo, una sabrosa historia de la cocina, un constante homenaje a Dánzig, una parábola de la condición humana & En la desembocadura del Vístula, un pescador neolítico captura un rodaballo malencarado y estrábico. A cambio de la libertad, el extraño pez plano le promete ser su consejero y mentor, a través de los siglos, en su eterna lucha contra la Mujer. Günter Grass El rodaballo ePub r1.0 Titivillus 18.02.2019 Título original: Der Butt Günter Grass, 1977 Traducción: Miguel Sáenz Ilustración de portada: Günter Grass Editor digital: Titivillus ePub base r2.0 Para Helene Grass En el primer mes El tercer pecho Ilsebill rectificó de sal. Antes de procrear, hubo espaldilla de cordero con guarnición de judías y peras, porque era principios de octubre. Mientras comíamos aún, dijo con la boca llena: «¿Nos vamos enseguida a la cama o quieres contarme antes cómo-cuándo-dónde empezó nuestra historia?». Yo, soy siempre yo. Y también Ilsebill estuvo desde el principio. Recuerdo nuestra primera pelea hacia finales del neolítico: unos dos mil años antes de la Encarnación del Señor, cuando en los mitos se separó lo crudo de lo cocido. Y lo mismo que hoy, antes del cordero con judías y peras, habíamos discutido por sus hijos y mis hijos con palabras cada vez más breves, reñimos en los pantanos de la desembocadura del Vístula, con vocabulario neolítico, a causa de mis pretensiones sobre tres, por lo menos, de sus nueve chavales. Sin embargo, perdí. Por mucho que mi lengua se esforzara en articular sonidos primitivos, no conseguí formar la hermosa palabra de padre; sólo madre era posible. Entonces Ilsebill se llamaba Aya y también yo me llamaba de otro modo. Sin embargo, Ilsebill pretende no haber sido Aya. Yo había mechado la espaldilla de cordero con medios dientes de ajo y puesto las peras, rehogadas con mantequilla, entre las judías verdes hervidas. Aunque Ilsebill dijo, todavía con la boca llena, que la cosa podía funcionar o dar resultado a la primera, porque, siguiendo el consejo del médico, había tirado las píldoras por el retrete, entendí que primero había que hacer honor a la cama y luego a la cocinera neolítica. De manera que nos acostamos, abrazándonos y apiernándonos como siempre. A veces yo encima, a veces ella. Con igualdad de derechos, aunque Ilsebill sostenga que el privilegio de penetración masculino difícilmente puede compensarse con el miserable derecho femenino a negar la entrada. Sin embargo, como procreábamos con amor, nuestros sentimientos eran tan universales que logramos una etérea procreación paralela en un espacio más amplio, fuera del tiempo y su tic-tac y, por lo tanto, sustraída a toda servidumbre terrenal de la cama; como para equilibrarse, sus sentimientos arremetían contra los míos: nos mostrábamos doblemente activos. Desde luego, antes del cordero con peras y judías, la sopa de pescado de Ilsebill, hecha hirviendo cabezas de merluza hasta el desmenuzamiento, había tenido la fuerza estimulante con que las cocineras que hay en mí, siempre que tempotransitaban, me invitaban al puerperio; porque dio resultado, funcionó, por casualidad, adrede y sin más ingredientes. Apenas estuve como expulsado otra vez fuera, Ilsebill dijo, sin dudas esenciales: «Esta vez será un chico». No hay que olvidar la ajedrea. Con papas cocidas o, históricamente, con mijo. Como siempre cuando se trata de carne de cordero, es aconsejable comer en platos calientes. Con todo, nuestro beso, permítaseme decirlo, fue un tanto seboso. En la sopa de pescado, a la que Ilsebill había dado color verde con alcaparras e hinojo, nadaban blancos los ojos de merluza, que significaban felicidad. Después de que podía haber funcionado, nos fumamos cada uno en la cama, bajo una misma manta, nuestra idea de un cigarrillo. (Yo me fui, bajando por las escaleras del tiempo.) Ilsebill dijo: «Por cierto, necesitamos de una vez el lavavajillas». Antes de que ella pudiera empezar a hacer más especulaciones sobre cambios de papeles «¡me gustaría verte a ti embarazado!»  le hablé de Aya y de sus tres pechos. Créeme, Ilsebill: tenía tres. La Naturaleza puede hacer cualquier cosa. Palabra de honor: tres pechos. Sin embargo, no era la única. Todas tenían tres. Y, si no recuerdo mal, todas se llamaban neolíticamente así: Aya-Aya-Aya. Y nosotros nos llamábamos Edek como un solo hombre. Intercambiables. Y también todas las Ayas eran iguales. Uno-dos-tres. Al principio no sabíamos contar más. No, ni más arriba ni más abajo: colocado en medio. Y los tres eran igual de grandes y se alzaban panorámicamente. Con tres empieza el plural. Comienza lo múltiple, la serie, la cadena, el mito. Con todo, no debes tener complejos ahora. Nosotros los tuvimos luego. En nuestra vecindad, al este del río, Potrimpo, que con Picolo y Percuno se convirtió en dios de los pruzzos, tenía al parecer tres testículos. Sí, tienes razón: tres pechos son más, o parecen más, siempre más, indican superabundancia, proclaman prodigalidad, garantizan saciedad eterna, pero, mirándolo bien, son anormales &, aunque no inconcebibles. Claro, tú dirás: ¡fantasía masculina! Puede ser que no sean anatómicamente posibles. En aquel tiempo, sin embargo, cuando los mitos proyectaban todavía su sombra, Aya tenía tres pechos. Y la verdad es que hoy se echa en falta a menudo el tercero. Quiero decir que falta algo. Eso, el tercero. No te sulfures. Síseñor, sí. Desde luego, no voy a idealizarlo. Dos bastan, naturalmente. Puedes creerme, Ilsebill: en principio me bastan. No soy tan idiota como para preocuparme del número. Ahora que, sin la píldora y gracias a tu sopa de pescado, seguramente ha funcionado la cosa, ahora que estás embarazada y que tus dos pesarán pronto más que los tres de Aya, me siento satisfecho y no deseo nada. El tercero sobraba siempre. En el fondo, era sólo un capricho de la caprichosa Naturaleza. Inútil como el apéndice. Y no puedo dejar de preguntarme qué significa realmente esa dependencia del pecho. Esa tetomanía típicamente masculina. Ese clamar por la supernodriza primitiva. De acuerdo, Aya fue luego diosa y dejó constancia de sus tres tetas en idolillos de arcilla. Pero otras diosas por ejemplo, la india Kali  tenían cuatro brazos o más. Eso, por lo menos, resultaba práctico. En cambio, las diosas-madres griegas Deméter, Hera  estaban normalmente dotadas y, a pesar de ello, conservaron durante milenios su tinglado. De todas formas, he visto dioses representados con un tercer ojo, concretamente en la frente. No lo querría ni regalado. La verdad es que el número tres promete más de lo que da. Con sus tres cosas, Aya resultaba tan recargada como descargadas las amazonas con su único pecho. Por eso las feministas caen hoy siempre en el otro extremo. Pero no te enfurruñes. Yo estoy a favor de las Ibis. Y créeme, Ilsebill, dos son ampliamente suficientes. Te lo puede decir cualquier médico. Y no hay duda de que nuestra hijita si es que no es un niño  se conformará con dos. ¿A qué viene ese ¡ajajá!? Lo que pasa es que los hombres están chalados y quieren siempre más tetas. Sin embargo, todas las cocineras con las que he tempotransitado sólo tenían, como tú, algo a derecha-izquierda: Mestuina, dos; Agnes, dos; Amanda Woyke, dos; Sophie Rotzoll, dos conmovedoras tacitas de café. Y Margareta Rusch, la abadesa cocinera, asfixió en la cama con sus dos tetas, desde luego enormes, al rico patricio Eberhard Ferber. De manera que pongamos los pies en el suelo. Se trata más bien de un sueño. ¡No de un ideal! No busques siempre pelea. Se puede soñar un poco, ¿no? Esos celos por cualquier cosa son ridículos. ¡Qué sería de nosotros, qué pobres seríamos sin proyectos ni utopías! Ni siquiera podría trazar con el lápiz una triple curva sobre el blanco papel. El Arte sólo podría decir sí y sí señor. Por favor, Ilsebill, ten un poco de sentido común. Considéralo como una idea de cuya antítesis debe nacer la dimensión que le falta al busto femenino, algo así como un superpecho. Tienes que entenderlo dialécticamente. Piensa en la loba del Capitolio. En expresiones como «el seno de la Naturaleza». Y, en lo que al número se refiere, en la Santísima Trinidad. O en los tres deseos de los cuentos de hadas. ¿Cómo que me has cogido? ¿Que en el fondo es eso lo que deseo? ¿Tú crees? Bueno. ¿Tú crees? Está bien. De acuerdo: cuando tanteo en el aire busco ese tercer pecho. Seguro que no soy el único. Tiene que haber alguna razón para que los hombres estemos tan obsesionados por los pechos, como si nos hubieran destetado demasiado pronto. Tiene que ser culpa vuestra. Podría ser culpa vuestra. Porque le dais importancia, demasiada importancia, al hecho de que cuelguen cada día más. ¡Dejadlos que cuelguen, maldita sea! No. Los tuyos no. Pero colgarán con el tiempo, seguro. Los de Amanda colgaban. Los pechos de Lena colgaron muy pronto. Y, sin embargo, la quise, la quise tanto. No siempre es un poco más o menos de pecho lo que importa. Por ejemplo, podría encontrar igualmente bonito tu pompis con sus hoyuelos. Y no lo querría partido en tres. O cualquier otra cosa redondita. Ahora que tu vientre se hará pronto una esfera y simbolizará todo lo que es espacioso. Quizá sólo hemos olvidado que hay algo más. Un tercero. También en otros aspectos, también en política, como posibilidad. En cualquier caso, Aya tenía tres. Mi Aya, la de los tres pechos. Y también tú tenías uno más en el neolítico. Recuerda, Ilsebill, recuerda cómo empezamos. Aunque vendría a mano suponer que todas ellas, las cocineras que hay en mí (nueve u once) no son más que un hermoso complejo y un caso corriente de fijación materna exagerada, maduro para el diván y poco adecuado para absorber el tiempo en consejas junto al fuego, tengo que insistir en los derechos de mis realquiladas: las nueve u once quieren salir y aparecer con su nombre desde el principio: porque durante demasiado tiempo han sido sólo inveteradas veteranas o complejos sin nombres y sin historia; porque con demasiada frecuencia se han limitado a aguantar en silencio y, rara vez elocuentes yo digo: dominantes, sin embargo & Ilsebill dice: explotadas y oprimidas , han cocinado y hecho de todo para gordos especieros y Caballeros Teutónicos, para abades e inspectores, siempre para hombres con armadura o cogulla, con pantalones bombachos, envueltos en polainas, para hombres con botas o restallantes tirantes; y porque quieren vengarse, vengarse de todos: fuera de mí por fin & o, como dice Ilsebill: liberadas. ¡Que lo hagan! ¡Que nos conviertan a todos en monigotes!, incluido ése soy yo  al cocinero que hay en ellas. Con los papás usados se podría proyectar un hombre sin rastro de privilegios ni poderes, flamantemente nuevo; porque no se puede prescindir del hombre. «¡No se puede, por desgracia!», dijo Ilsebill mientras nos comíamos a cucharadas su sopa de pescado. Y después de la espaldilla de cordero con judías y peras me dio nueve meses para gestar a mis cocineras. Con igualdad de derechos, se nos fijan los mismos plazos. Cocine yo lo que cocine; la cocinera que hay en mí rectifica de sal. Sobre qué escribo Sobre el comer, el regusto. Después, sobre huéspedes no invitados o llegados con un siglo de retraso. Sobre la sed de limón exprimido de la caballa. Más que sobre cualquier otro pez, escribo sobre el rodaballo. Escribo sobre la abundancia. Sobre el ayuno y por qué lo inventaron los comilones. Sobre el valor nutritivo de las migajas de la mesa del rico. Sobre la grasa y las heces y la escasez y la sal. Describiré doctamente en medio de una montaña de mijo  cómo la mente se volvió biliosa y el estómago demente. Escribo sobre los pechos. Escribiré, mientras dure, sobre Ilsebill embarazada (su antojo de pepinillos). Sobre el último bocado compartido, la hora pasada con el amigo comiendo pan, queso, vino y nueces. (Hablamos con delectación de lo divino y lo humano y también del engullir, que no es más que miedo.) Escribo sobre el hambre, sobre la forma en que fue descrita y por escrito propagada. Escribiré, mientras voy a Calcuta sobre las especias (cuando Vasco y yo hicimos bajar el precio de la pimienta). Carne: cruda y cocida, se ablanda, se deshilacha, se contrae o deshace. Las gachas nuestras de cada día y demás cosas premasticadas: fechas históricas, las carnicerías de Tannenberg-Wittstock-Kolin y todo lo que queda luego: huesos, pellejos, tripas, salchichas. Sobre el asco ante el plato lleno, sobre el buen sabor, sobre la leche (y cómo se cuaja), sobre el nabo, la col y el triunfo de la patata escribiré mañana o cuando los restos de ayer sean fósiles de hoy. Sobre qué escribo: sobre el huevo. Frustraciones y grasas, amor que devora, soga y clavo, disputas por un pelo y por la palabra caída en la sopa. Sobre el congelador y lo que pasó cuando se fue la corriente. Escribiré sobre todos nosotros sentados ante platos ya vacíos; y también sobre ti y sobre mí, y sobre la espina en la garganta. Nueve cocineras y más La primera cocinera que hay en mí porque sólo puedo hablar de las cocineras que hay en mí acurrucadas, luchando por salir  se llamaba Aya y tenía tres pechos. Era en la edad de piedra. Los hombres no pintábamos gran cosa, porque Aya había robado el fuego al Lobo del Cielo para nosotros, tres pedacitos de carbón al rojo, escondiéndolos en algún lado, quizá bajo la lengua. Luego, como sin darle importancia, había inventado el asador y nos había enseñado a distinguir lo crudo de lo cocido. El yugo de Aya era suave: las mujeres de la edad de piedra, después de haber amamantado a sus pequeños, daban el pecho a sus hombres de la edad de piedra hasta que éstos dejaban de patalear y de exudar ideas fijas y se quedaban tranquilos-amodorrados: útiles para toda clase de usos. Y así nos hartábamos como un solo hombre. Nunca más, cuando luego empezó el futuro, hemos estado tan satisfechos. Siempre había mamoncetes y recibíamos continuamente las sobras. Nunca se nos decía: bueno está lo bueno o más sería abusar. No se nos ofrecía como sustitutivo ningún chupete tranquilizador. Siempre era hora de mamar. Aya imponía a todas las madres una dieta de papilla de bellotas machacadas, huevos de esturión y glándulas especiales de anta hembra, y por eso a las mujeres de la edad de piedra les subía leche aunque no tuvieran bebés. Eso aseguraba la calma y ayudaba a pasar el tiempo. Alimentados tan puntualmente, aun desdentados seguíamos arremetiendo, lo que produjo cierto exceso de hombres; las mujeres morían antes porque se gastaban más rápidamente. Entre las horas de mamar teníamos poco que hacer: cazar, pescar y fabricar hachas de mano; y, cuando nos tocaba, según normas rigurosas, cubrir a las mujeres, que nos dominaban con su tutela. Por lo demás, ya en la edad de piedra las madres decían a sus hijos: «Gogo» & y los hombres, cuando se ponían a ello, les decían: «Nene». Padres no había. Sólo imperaba el matriarcado. Era una época agradablemente sin historia. Lástima que alguien, un hombre naturalmente, decidiera de pronto fundir el metal de las piedras y verterlo en moldes de arena. Para eso, bien lo sabe Dios, no había robado Aya el fuego. Sin embargo, por mucho que amenazó con quitarnos el pecho, no fue posible evitar la edad del bronce ni todas las recias cosas de hombres que vinieron luego, aunque sí retrasarlas un poco. La segunda cocinera que hay en mí y que quiere salir con su nombre se llamaba Vigga y ya no tenía tres pechos. Era en la edad del hierro, pero Vigga, que nos prohibió dejar las marismas llenas de peces y hacer Historia con las hordas germanas que pasaban, seguía manteniéndonos en un estado de inmadurez. Sólo pudimos copiarles a los germanos su cerámica de bandas. Y tuvimos que recoger los cacharros de hierro que abandonaron en su prisa, porque Vigga reinaba cocinando, y quería ollas resistentes al fuego. Para todos los hombres, que eran todos pescadores porque los antas y los búfalos se habían hecho raros , Vigga cocía merluzas, esturiones, luciopercas y salmones, y colocaba brecas, lampreas, albures de un dedo de largo y los pequeños y sabrosos arenques del Báltico en parrillas que ahora éramos suficientemente listos para forjar con la chatarra germánica. Al hervir las cabezas de merluza de ojos saltones hasta que se deshacían, obteniendo así un caldo espeso, Vigga inventó la sopa de pescado, en la que, como no conocíamos aún el mijo, echaba las semillas trituradas de las gramíneas de los pantanos. Probablemente en recuerdo de Aya que, por tradición, se había convertido en la diosa de los tres pechos, Vigga, que siempre estaba amamantando niños, lacteaba sus sopas de pescado con su propia leche. Los hombres, destetados, estábamos bastante inquietos y como contagiados por la agitación germánica. Nos entró el deseo de aventuras. Trepábamos a los árboles altos, nos subíamos a las dunas, entornábamos los ojos y oteábamos el horizonte para ver si venía algo, alguna cosa nueva. Por eso y porque no quería ser siempre el carbonero y buscador de turba de Vigga  me largué de allí con los godescos germánicos, como llamábamos a los godos. Sin embargo, no fui muy lejos. Se me hincharon los pies. O quizá di la vuelta a tiempo porque echaba de menos la sopa de pescado lacteada de Vigga. Vigga me perdonó. Sabía que la Historia se olvida a las horas de comer. «Los germanos», dijo, «no quisieron hacer caso a sus mujeres y por eso acabaron mal en todas partes». A propósito: para Vigga pulí un peine de espina de pez, porque un rodaballo parlante me dio ese inteligente consejo. Yo había pescado al pez plano en aguas poco profundas, todavía en tiempos de Aya, y lo había soltado otra vez. El rodaballo parlante es otra historia. Desde que me aconseja, la causa masculina ha hecho grandes progresos. La tercera de las cocineras que hay en mí se llamaba Mestuina y seguía reinando allí donde Aya y Vigga nos habían mantenido en la infancia con su madreterna tutela, entre las marismas de la desembocadura del Vístula, al pie de los hayedos de las lomas bálticas, detrás de las dunas fijas o movedizas. Po morze tierra situada ante el mar  y por eso sus vecinos los pruzzos llamaban al pueblo de pescadores de Mestuina, que ya plantaba raíces, «pomorscos». Vivían en la Empalizada, llamada así por la cerca de mimbres trenzados que rodeaba el asentamiento y que lo defendía de las incursiones de los pruzzos. Mestuina, como cocinera, era también sacerdotisa. Llevó a su apogeo el culto de Aya. Y cuando quisieron bautizarnos, hizo que lo pagano cociera con lo cristiano hasta que se convirtió en católico. Para Mestuina fui al mismo tiempo pastor, que le proporcionaba faldas de cordero, y obispo al que ella ponía la mesa. El collar de ámbar que se le rompió sobre el caldo de pescado mientras cocinaba lo había recogido yo trozo a trozo en la playa, perforado con un alambre al rojo y ensartado mientras recitaba encantamientos apropiados, y aquella sopa, hecha con cabezas de merluza, en la que se cocieron por completo unos siete pedazos de ámbar al romperse el collar, me la comí como obispo Adalberto, con lo que me puse arremetedor como un macho cabrío del establo de Asmodeo. Luego canonizaron al obispo Adalberto de Praga que fui yo durante mi tempotránsito. Sin embargo, ahora hay que hablar de Mestuina, que, al asesinarme sin vacilar, realizó un trabajo típicamente masculino. Y el rodaballo me riñó cuando le conté el caso ocurrido en abril del 994: «¡Eso es una usurpación de funciones! Al fin y al cabo, os habéis convertido ya en medio guerreros. Ese homicidio era cosa de hombres. Claramente. No debéis dejaros arrebatar las soluciones finales. Por favor, nada de recaídas en la edad de piedra. Las mujeres deben ocuparse de la religión con más recogimiento. La cocina es suficiente dominio». La cuarta cocinera que hay en mí es temible, por lo que deshacerse de ella resulta un placer. No era ya una mujer de pescador pomorsco blandamente reinante en la Empalizada, sino, desde que se fundó la ciudad, la mujer de un artesano: Dorotea, llamada de Montovia porque nació en Montovia, un pueblo del Vístula. No quiero hablar mal de ella, aunque el consejo del rodaballo parlante de que, después de tanta tutela femenina sin historia, me ocupase en lo sucesivo de la causa masculina con sobrepresión viril y dejase a las mujeres, como privilegio secundario después de la cocina, no la Iglesia, sino la religión, tuvo en mi Dorotea un éxito goticoflamígero. Si digo que, aunque venerada por el pueblo como santa, fue más bien bruja y súcubo de Satán, no es mucho decir para una época en que, mientras la peste campaba por sus respetos, brujas y santas se consideraban una misma cosa. Por muy típica que haya podido ser Dorotea para el siglo XIV, sólo contribuyó parcialmente a la cocina de aquellos tiempos tan dados a comer hasta reventar, pues el dominio de Dorotea consistió en extender a todo el año la cocina cuaresmal; sin excluir San Martín y San Juan, la Candelaria ni las grandes solemnidades. En sus pucheros no veía la grasa cereal alguno. El mijo lo remojaba siempre con agua y jamás con leche. Cuando cocía lentejas y arvejos, ningún huesecillo debía deparar su poquitín de tuétano. Sólo admitía el pescado, que hervía con nabos, puerros, acederas y tusilago. De sus condimentos se hablará más adelante. De cómo tenía apariciones e hizo un Corazón de Jesús de pasta de pan. De la penitencia que le gustaba y de cómo ablandaba los guisantes con sus rodillas penitenciales. De lo que ansiaba y de lo que aumentó su belleza. De lo que me aconsejó el rodaballo, aunque yo no tenía remedio ya: me arruinó la muy bruja. Margareta Rusch, también llamada Greta la Gorda, es la quinta cocinera acurrucada en mí. Como ella no se ha reído ninguna: de una forma tan total. Mientras desplumaba entre sus gruesas rodillas un ganso caliente aún del sacrificio, todavía chorreante, hasta quedar sentada en una nube de plumas, ahogaba con sus risotadas al Papa y a Lutero. Se reía del Sacro Imperio Romano y de la nación teutónica, de la Corona polaca y los gremios en discordia, de los señores hanseáticos y el abad de Oliva, de los palurdos locales y los caballeros piojosos, de todos los que, encalzonados, ajubonados, acogullados o enlatados, levantaban el estandarte de la verdadera fe; se reía de su siglo. Mientras ella reía desde las profundidades de su estómago y desplumaba uno por uno los once gansos, yo, su pinche de cocina y blanco de sus cucharas, hacía flotar el plumón soplando; eso supe hacerlo siempre: soplar plumas y mantener flotando las flotantes plumas. La desplumadora cocinera era, como abadesa de Santa Brígida, una de esas monjas correteadoras que cogían todo lo que les venía bien para su camastro. A mí, frailecillo franciscano, me había recogido durante el oficio de vísperas en la Santísima Trinidad. Greta la Gorda era una mujer tan espaciosa que muchos señores se perdían en ella. Los hijos de los patricios le servían de entremés: tiernas puntas de espárrago. Al abad de Oliva lo cebó hasta matarlo. Al predicador Hegge, al parecer, le arrancó de un mordisco el cojón izquierdo. Fue entonces cuando nos fuimos con el patricio Ferber, que quería seguir siendo católico y no renunciar a las lenguas de cordero picantes con pochas de Margret. Luego nos dedicamos otra vez a servir a los protestantes y, los días de fiesta, cocinábamos por turno para los gremios. Cuando el rey Batory sitió la ciudad, nos sentimos más seguros fuera de las murallas, cocinando a la polaca. Con Greta la Gorda dormí caliente. Con ella encontré la paz. Ella me tuvo bajo llave. Fue la grasa protectora. Greta la Gorda, me dijo el rodaballo, era una mujer que a él, que tenía la boca ancha, le gustaba: ella dejaba que los hombres se ocupasen de sus importantísimas querellas sobre el trigo, los derechos portuarios, los gremios y la fe y mientras ellos, de forma cada vez más complicada, se entredegollaban, se entrefusilaban o interpretaban las Escrituras cortando pelos en cuatro, se reía sanamente de tanto entretenimiento asesino. «Si ella hubiese querido», dijo el rodaballo, «hubiera podido recuperar el trono de Aya en cualquier momento». La sexta cocinera que hay en mí se empujan y son, con sus nombres, nueve y más  desplumaba también gansos, pero sin reírse. Un ganso cebado con avena cuando los suecos, con la pólvora en los talones, se largaron. Cuando volvieron los suecos (puntualmente para San Martín), del resto de los gansos sólo quedaba un cuenco de sangre revuelta para ligar, en salsa negra picante, los menudillos cocidos pescuezo, corazón, estómago, las alas  con apio, perejil, zanahoria y nabo y pedacitos de pera. Detrás mismo del establo, bajo el manzano en el que luego se columpiaban las cabezas con los picos apuntando al cielo, Agnes desplumaba los gansos cantando sus cancioncillas: palabras dispersas para adormecer, que rimaban la desgracia de la ocupación sueca y que, como el plumón de los gansos, flotaban en el aire todo un día de noviembre. ¡Oh, valle de lágrimas! Esto ocurría cuando Agnes era todavía infantil y cachuba. Para cuando se convirtió en ciudadana y cocinó para Möller, el pintor municipal, los suecos se habían ido con su Gustavo Adolfo a otra parte. En cambio, cuatro años después de Lützen, agriado por la larga guerra, llegó a Danzig el poeta y diplomático Martin Opitz. «Agnes», dijo el rodaballo parlante aunque no estoy seguro de si interrogué al sabihondo pez en calidad de pintor Möller o de poeta Opitz , «vuestra Agnes», dijo, «es una de esas mujeres que sólo pueden amar de una forma total: ama a aquel para quien cocina; y como cocina para los dos, mimando alternativamente el hígado hinchado del uno y la vesícula acibarada del otro, tenéis que sentaros a su mesa y oír rechinar su cama en un amor compartido como decís vosotros, o duplicado, como digo yo». Al pintor Möller le dio una niña, a mí, sin embargo, cuando yo estaba en los sudores de la peste, me rellenó mullidamente de pluma de ganso la almohada mortuoria. Así de buena era ella. Con todo, nunca logré dedicar un poema a su bondad. Sólo adulaciones principescas y lacrimosas alegorías. Ninguna rima sonora para los caldos de gallina, mollejas de ternera, sémolas de esteba y otros platos de régimen de Agnes. Eso habrá que remediarlo. La séptima cocinera que hay en mí se llamaba Amanda Woyke y, cuando las oigo cotorrear a todas ellas y a sus hijas, comparando los precios entre las distintas épocas, la distingo con especial claridad. Nunca podría decir rotundamente: así, así era exactamente Agnes, porque Agnes era siempre de una melancolía distinta y, en cualquier caso, se la veía dividida entre Möller y Opitz, sin embargo, me resulta fácil describir el aspecto de Amanda: tenía cara de patata. Mejor dicho: la hermosura de la patata era en su rostro una fiesta diaria. No era sólo el aspecto bulboso de Amanda; también toda su piel tenía ese lustre y resplandor terroso de felicidad al alcance de la mano, que se observa amortiguadamente en la patata almacenada. Y como la patata es, ante todo, una gran forma redonda, los ojos de Amanda se hacían pequeños y, al no estar realzados por cejas frondosas, quedaban rodeados de abultada carne. Y también su boca, no teñida por ningún rojo carnoso sino por la arenosa tierra cachuba, era una humorada de la Naturaleza: dos belfos siempre dispuestos a pronunciar palabras como bulbo, nabo y rutabaga. Ser besado por Amanda era recibir un sonoro beso de la tierra, quiero decir de ese suelo patatero que ha hecho famosa a la Cachubia; un beso que no era fugaz sino que llenaba, lo mismo que llenan las patatas cocidas con piel. Cuando Mestuina sonreía, brillaban las ramas de los sauces en marzo; la sonrisa de Dorotea de Montovia hacía que los mocos de los chavales se convirtieran en carámbanos; la sonrisa de mi Agnes estaba llena de nostalgia de muerte y me hizo agradable morir; sin embargo, cuando Amanda me sonreía, se podía seguir contando la historia de la victoria de la patata sobre el mijo, enroscada como sus mondas de patata: porque, cuando sus historias se hacían frondosas, pelaba siempre patatas como si devanase. Al ser cocinera de la servidumbre de Zuckau, dominio público de la Corona prusiana, tenía que cocinar a diario para unos setenta criados y criadas, jornaleros, siervos y ancianos. «Habría que levantarle un monumento», dijo el rodaballo, «porque la introducción de la patata en Prusia después de la segunda partición de Polonia, cuando el hambre reinaba por doquier y la bellota se cotizaba en el mercado, no sería imaginable sin Amanda. Aunque sólo era una mujer, hizo Historia. Asombroso, ¿no? ¡Asombroso!». La octava cocinera en mí quería a toda costa ser hombre y, de acuerdo con su tiempo revolucionario, luchar en las barricadas con pecho esforzado; sin embargo, Sophie Rotzoll fue durante toda su vida una doncella cerrada bajo siete llaves, aunque los hombres (y por tanto yo) la abordaron. Sólo amó al estudiante tartamudo Friedrich Bartholdy, condenado a muerte por sus actividades jacobinas. Diecisiete años tenía él y Sophie catorce: por ello, la gracia de la reina Luisa de Prusia rebajó su dura pena a cadena perpetua. Sólo cuarenta años más tarde, cuando ya era vieja dama o, mejor, señorita de edad, volvió a ver Sophie a su Fritz, puesto en libertad por enfermo en la fortaleza de Graudenz. Cabeza de ternera en vinagre de hierbas, tripa de cerdo con cantarelas, liebre a la pimienta en vino tinto: cuántas cosas le cocinó, cómo procuró estimularlo, qué fines más altos se propuso para él y para la Humanidad; Bartholdy no quería saber nada, sólo quería fumar con fruición su pequeña pipa. Yo la conocí bien. Ya de joven, en todos los bosques que rodeaban Zuckau, fui a buscar setas con Sophie. Ella sabía los nombres de todas: la armilaria, el patullardo venenoso, los agáricos, que en los suelos de agujas de pino suelen formar círculos mágicos. El robellón crecía aislado. El falo impúdico cobraba un sentido. Aunque Sophie se había atiborrado de libros revolucionarios hasta adquirir una irreparable miopía, a las setas las conocía a primera vista. Más tarde, cuando cocinaba para el pastor Blech, párroco de Santa María, y más tarde aún, cuando, primero entusiasmada y luego conspirando, se ocupó de la cocina del general Rapp, gobernador de Napoleón, fui sucesivamente Blech, el pastor al que abandonó, y Rapp, el gobernador al que quiso destituir mediante un plato de setas especiales. Sophie arrastraba a la gente. En el sótano, en todas las escaleras y en la cocina cantaba: «Trois jeunes tambours!». Su voz iba siempre en vanguardia: sablazo-latigazo-sed de libertad-beso mortal. Era como si Dorotea de Montovia quisiera descargar terrenalmente su celestial sobrecarga. «Desde Sophie», dijo el rodaballo parlante, «la cocina anda desquiciada. La Revolución sigue». (Y también mi Ilsebill tiene la misma mirada desafiante.) La novena cocinera que hay en mí nació cuando Sophie Rotzoll, la octava, murió en el otoño del 49. Casi podría pensarse que Sophie quiso entregar a Lena Stubbe la bandera de la Revolución; y tampoco puede descartarse que Lena, casada joven con un forjador de anclas que cayó ante París en la guerra del 70-71, de joven viuda, mientras repartía en silencio la sopa boba al frente de una cocina popular, alimentase para su cuchara esperanzas socialistas. Sin embargo, la voz de Lena no arrastraba. Lena no era una agitadora. Nunca podía entusiasmarse realmente. Por mucha cultura bélica que tuviera, siempre estuvo envuelta en una praxis gris. Cuando Lena Stubbe contrajo matrimonio por segunda vez era ya mujer madura, y yo (forjador de anclas como su primer marido), aunque diez añitos más joven que ella, tampoco era ya ningún niño, aunque sí, lo confieso, un borracho. Ella administraba el fondo de huelgas y procuraba protegerlo de mis garras. Soportaba mis golpes y me consolaba cuando, después de haberle sacudido estopa otra vez, me agarraba contrito a los tirantes de mi propio pantalón. Lena me sobrevivió, porque en 1914, cuando fui enviado a la Prusia oriental con el último llamamiento a filas, se encontró viuda por segunda vez. Desde entonces sólo repartió sopas: de cebada, de col, de guisante o de patata. En cocinas populares, casas de beneficencia, en cocinas de campaña durante la gripe del 17 y después en el Socorro Obrero y, cuando llegaron los nazis con su auxilio de invierno y sus domingos de plato único, siguió, ya vetusta, manejando activamente el cucharón. De muchacho otra vez presente y curioso  pude ver a Lena. Su cabello blanco, partido por la mitad. Su estilo especial de repartir la sopa. Una mujer seria, casi una profesional de la compasión. El rodaballo opina que, en realidad, Lena Stubbe fue apolítica, si se prescinde de su Libro de cocina proletaria que, después de derogada la legislación antisocialista de Bismarck, existía en manuscrito, pero no encontró editor. «Ve usted», dijo el rodaballo, «eso hubiera podido mentalizar a la gente y crear algo nuevo. Es verdad que había entonces innumerables libros de cocina casera burguesa, pero faltaba el proletario. Por eso la clase obrera tuvo que cocinar sin medios y, sin embargo, a la burguesa. Antes de inventar una décima y hasta una undécima cocinera, tendría usted que citar los papeles póstumos de Lena Stubbe. Al fin y al cabo, es usted socialdemócrata». La décima y la undécima cocinera en mí son todavía borrosas, porque las he conocido demasiado de cerca. Sólo sus nombres figuran en una hoja de papel, por lo demás blanca. A Billy (que en realidad se llamaba Sibylle) la perdí en los años sesenta un día de la Ascensión, que en Berlín y en otros sitios se celebra ruidosamente como Día del Padre; con María, que trabaja en la cantina de los astilleros Lenin de Gdansk (antes astilleros Schichau de Danzig), estoy emparentado. Lo reconozco: Billy y María me apremian. Sin embargo, como el rodaballo me aconseja el orden cronológico y como estoy simultáneamente ocupado por tantas cocineras, permítaseme de momento sobre todo teniendo en cuenta que mi actual Ilsebill me atosiga bastante  ocuparme más, porque los tengo más a mano, de los tres pechos de Aya, la cocinera neolítica, que de aquel Día del Padre que, en junio de 1963, se celebró en el Grunewald y los bosques de Tegel, en Spandau, Britz y a orillas del Wannsee, como cosa exclusivamente de hombres. A quien está estreñido por tanto pasado y quisiera aliviarse de una vez, le corre prisa contar lo del collar de ámbar de Mestuina, aunque le debiera resultar más próxima la rebelión de los trabajadores de los astilleros de los puertos polacos, sobre la que informaron todos los periódicos en diciembre de 1970. Viejas noticias. La historia del mijo. ¿Qué comía el siervo de la gleba de lo que le quedaba? ¿Con qué menús cebaba Greta la Gorda a los abades de los conventos, preparándolos para la matanza? ¿Qué ocurrió cuando cayó el precio de la pimienta? La sopa de beneficencia de Rumford. De cómo la amanita estuvo a punto de entrar en política. De cuándo se inventó el embutido de guisantes y, de esa forma, se robusteció el ejército prusiano. Por qué querían comer los proletarios a la burguesa. Qué quiere decir: morderse los puños de hambre. «Sin embargo», dijo el rodaballo doctamente con su boca torcida, «quizá pudiéramos aprender de la Historia qué papel desempeñaron las mujeres, por ejemplo en el triunfo de la patata». Aya Y si estuviese sentado ante los tres pechos y no supiese que sólo una mama o la otra y no fuese doble, dividido siempre, y no pudiese elegir ya entre y nunca tuviese más que una cosa o la otra y no guardase rencor a mi gemelo y no me quedasen deseos ocultos & Mas sólo tengo otra opción y he de colgar de otra mama. Envidio a mi gemelo. Mi oculto deseo dividido siempre. Y entero soy sólo mitad y mitad. Y siempre me decido por el de en medio. Sólo quedan cerámicas (de fechas inciertas) que muestran que Aya existió: la diosa del manantial uno y trino, en el que uno (el tercero siempre) conoce lo que el primero promete y el segundo niega. ¿Quién te amputó y nos dejó empobrecidos? ¿Quién dijo: basta con dos? Desde entonces la dieta, el racionamiento. De cómo fue capturado el rodaballo ¡Que no, Ilsebill! De verdad que no voy a contar esa patraña. Recordaré en el papel verazmente lo que Philipp Otto Runge anotó como otra verdad; aunque tenga que descifrarlo en las cenizas palabra a palabra. Porque lo que la parlera vieja dictó al pintor adicionalmente en el verano de 1805 fue quemado con luna llena entre el prado de los ciervos y el estanque del bosque. Así quisieron aquellos señores proteger el orden patriarcal. Lo que explica que los hermanos Grimm sólo lanzaran al mercado de cuentos de hadas una de las dos versiones de Rügen de El pescador y su muxer. Desde entonces Ilsebill, la mujer del pescador, se ha hecho proverbial: una mala pécora gruñona que siempre quiere más, tener más, mandar más. Y el rodaballo, que el pescador ha capturado y puesto en libertad otra vez, tiene que dar y que dar: la cabaña más grande, la casa de piedra, el palacio real, el cetro imperial, la tiara papal. Por último, Ilsebill pide el poder divino de hacer salir y ponerse el sol; y la rapaz Ilsebill y el baldragas de su marido son castigados, y tienen que rascarse otra vez mutuamente la roña en su choza, llamada La Bacinilla. Una verdadera arpía insaciable. Sus fauces nunca se hartan. Siempre un capricho más. Así es la Ilsebill del libro. En cambio la mía sería su antítesis viviente, lo que desde aquí proclamo. Y también el rodaballo opinaba que ya era hora de dar a conocer la versión original de su leyenda, rehabilitar a todas las Ilsebills y refutar ese cuento propagandístico y antifeminista que él, astutamente, contribuyó a difundir. Claro que sí, y a conciencia. Nada más que la verdad. Créeme, cariño, no vale la pena empezar una pelea. Tienes razón; como siempre, tienes razón. Antes de que nos peleemos, has ganado ya. Fue hacia finales de la edad de piedra. Un día sin número. Todavía no hacíamos rayas ni muescas. Ver a la luna adelgazar o echar panza sólo nos daba miedo. No había nada previsto que se cumpliera puntualmente. No había fechas. Nunca llegaba nadie ni nada demasiado tarde. Un día fuera del tiempo, de nubosidad variable, capturé al rodaballo. Allí donde el río Vístula, de lecho siempre distinto, se mezclaba al mar abierto, había puesto mis nasas, en espera de anguilas. No conocíamos las redes. Y tampoco era corriente aún pescar con cebo y anzuelo. Hasta donde me acuerdo la última glaciación marca el límite de mi memoria  sólo atravesábamos los peces con palos aguzados y, luego, con arco y flechas: la perca, el lucio, la lucioperca, la anguila y la lamprea en los brazos del río y, cuando bajaba por la corriente, el salmón. Allí donde el Báltico bañaba dunas errantes, alanceábamos los peces planos que, en las aguas cálidas y poco profundas, gustan de enterrarse en la arena: platijas, gallos, el rodaballo. Sólo cuando Aya nos enseñó a tejer cestos de mimbre la casualidad nos ayudó a descubrir el cesto como nasa. A los hombres se nos ocurría pocas veces algo. Fue también Aya la que enterró entre los juncos, a la orilla de un afluente llamado después Raduna y mucho después Radauna, un cesto lleno de huesos de anta roídos, para que el río lavase los últimos restos de fibras y tendones; porque Aya utilizaba los huesos de anta y de reno como utensilios de cocina y para fines rituales. Cuando, pasado un tiempo suficiente, izamos el cesto del río, algunas anguilas se escaparon por pelos, pero quedaron entre el mimbre, además de alevines, cinco buenas piezas del tamaño del brazo, debatiéndose entre los huesos pelados. Repetimos la operación. La técnica de captura podía perfeccionarse. Y así inventó Aya la nasa; lo mismo que, apenas doscientos años más tarde, fabricó el primer anzuelo con la espoleta de un ave zancuda. Y siguiendo sus instrucciones, bajo su vigilancia inexorable como el Destino, tejimos cestos más estrechos por el lado abierto, en los que más tarde, por iniciativa propia y sin que Aya tuviese que ejercer su madreterna tutela, encajamos un segundo cesto estrechado y luego un tercero, a fin de dificultar la huida de las anguilas. Varas de mimbre flexibles y largas, forzadas a adoptar un complicado sistema: una técnica ya. Sin Aya las cosas funcionaban también. Desde entonces, buena pesca. Superabundancia. Primeros intentos de ahumado en sauces huecos. Las palabras nasa y anguila se convirtieron en conceptos inseparables y yo, que me sentía impulsado a poner mis signos por todas partes, los representé gráficamente. Antes de dejar la playa, después de haber colocado las nasas, dibujaba con el borde afilado de una concha en la arena húmeda: por ejemplo, anguilas retorciéndose tras un artístico trenzado de mimbre. Y si nuestra comarca no hubiera sido llana y pantanosa, sino montañosa y apta para la formación de cavernas, yo hubiera dejado sin duda a mis sucesores, como dibujo rupestre, la anguila en su nasa. «Grabados rupestres neolíticos de la cultura piscatoria de la Europa nororiental, emparentados con los dibujos escandinavos meridionales de Maglemose sobre hueso y ámbar», hubiera dicho el rodaballo en su tempotránsito actual; siempre tuvo debilidad por la cultura. Eso no sabía hacerlo Aya: trazar signos, hacer un retrato. Sin duda, encontraba bonitos y utilizables con fines rituales mis dibujos arañados en la arena, sin duda quería verse tangiblemente reproducida con sus tres pechos; sin embargo, cuando, por pura diversión, dibujé en una playa una nasa de cinco cestos, prohibió las nasas quíntuples y su representación gráfica. El valor fundamental, establecido por Aya con sus tres pechos, no debía ser superado. Con igual rudeza me llamó al orden cuando dibujé al rodaballo, cautivo en una nasa de anguilas. Aya montó en su cólera de diosamadre: nunca había visto nada por el estilo. Y como no lo había visto, no podía existir. Era sólo algo inventado y, por lo tanto, mentira. Amenazándome con sanciones, Aya y todo el consejo de mujeres me prohibieron dibujar nunca más rodaballos cautivos en nasas de anguilas. Sin embargo, seguí haciéndolo a escondidas. Porque, por mucho que hubiera aprendido a temer el castigo matriarcal de la denegación del pecho que me amamantaba tres veces diarias, el rodaballo podía más, sobre todo desde que sólo tenía que llamar «¡rodaballete!» para que me hablase en cualquier momento. Me dijo: «Sólo quiere sentirse segura, segura siempre. Lo que no está en su mano lo prohíbe. No obstante, el arte, hijo, no puede prohibirse». Hacia finales del tercer milenio antes de la Encarnación del Señor o, como ha calculado una computadora, el 3 de mayo del año 2211 antes de nuestra era & al parecer era viernes , un día neolítico con viento del este y nubes en formación abierta, sucedió lo que, por razones de autojustificación patriarcal, se ha tergiversado luego en un cuento de hadas; lo cual sigue enfureciendo a mi Ilsebill todavía hoy. Yo era joven, pero ya barbudo. A última hora de la tarde fui a recoger mi nasa triplemente estrechada, que había colocado por la mañana temprano, antes aún de la primera mamada. (Mi lugar de pesca favorito se encontraba aproximadamente donde más tarde, con el tranvía de la línea 9, se podía llegar cómodamente al popular balneario de Heubude.) A causa de mi talento artístico, Aya me favorecía tutelarmente con una mamada suplementaria fuera de turno. Por eso mi primer pensamiento cuando vi al rodaballo en la nasa de anguilas fue: se lo llevaré a Aya. Ella, a su estilo, lo envolverá en húmedas hojas de tusilago y lo asará entre cenizas calientes. Entonces habló el rodaballo. No estoy seguro de si me asombró más el discurso de su boca torcida o el hecho liso y plano de haber capturado en una nasa de anguilas un planchado rodaballo. En cualquier caso, a sus palabras «hola, hijo» no respondí con una pregunta sobre su sorprendente capacidad de hablar. Me interesaba mucho más saber qué había impulsado a un pez plano como él a meterse por los tres estrechamientos de una nasa. El rodaballo me informó. Didáctico desde el principio, con superioridad omnisciente y por ello, a pesar de sus afirmaciones categóricas, nasalmente locuaz, doctoral, poniéndole paño al púlpito y a la gente de vuelta y media, o molestamente paternal: quería conversar conmigo. Lo que le había impulsado no había sido una curiosidad tonta o (como dijo ya entonces) femenina, sino una decisión bien meditada de su voluntad viril. Al fin y al cabo, había algunos conocimientos que escapaban al horizonte neolítico y que él, rodaballo sabio, quería transmitirme a mí, hombre y pescador obtuso, mantenido en la infancia por la total tutela femenina. Previsoramente, había aprendido a hablar el dialecto de la costa del Báltico. En este país, dijo, no éramos de muchas palabras. Un farfulleo lastimoso, que sólo nombraba lo más necesario. En un tiempo relativamente breve, dijo, había conseguido dominar aquella lengua que lo achataba todo. Ya era capaz de pronunciar palabras como «abadeho» y «shapuza». El diálogo, desde luego, no fracasaría por dificultades idiomáticas. Sin embargo, a la larga, también a él le resultaba estrecho aquel entramado de mimbre. Apenas lo hube liberado de la triple nasa y puesto a salvo sobre la arena, dijo ante todo: «Gracias, hijo», y luego: «Naturalmente, sé muy bien a qué peligros me expone mi decisión. Sé que sé bien. Se ha corrido la voz de las distintas formas en que vuestras mujeres, que os gobiernan mediante su tutela, tuestan brecas en espetones de mimbre, asan la anguila, el lucio, la perca y las platijas del tamaño de la mano sobre piedras al rojo, o envuelven en hojas y entierran en ceniza ardiente a mis semejantes, lo mismo que a todos los peces gordos, hasta que estamos bien hechos y, sin embargo, jugosos. ¡Que os aproveche! Siempre gusta tener buen gusto. Sin embargo, estoy seguro de que mi oferta de ser siempre tu asesor, es decir, asesor de la causa masculina, supera mi valor culinario. En suma: tú, hijo mío, me dejas en libertad; yo vuelvo en cuanto me llames. A cambio de tu magnanimidad, me comprometo a suministrarte información recogida a escala mundial. Al fin y al cabo, mis semejantes de la misma especie y de otras afines  se encuentran en todos los mares y en todas las costas. Sé cómo habría que aconsejarte. Privados de derechos como estáis los hombres del Báltico, mis buenos consejos os serán necesarios. Tú, un artista que en su desamparo sabe trazar signos, que busca la forma permanente y significativa, sabrás anteponer a la ventaja pasajera del botín mi promesa intemporal. Y en lo que se refiere a mi credibilidad, sea este lema, hijo mío, mi primera lección para ti: Un hombre no tiene más que una palabra ». Es verdad. Me dejé embaucar por él. Me tocó las fibras sensibles. Me daba categoría. Superarme a mí mismo. Tomar conciencia. Empecé a sentirme importante. Sin embargo ¡créeme, Ilsebill! , todavía me quedaban dudas. Quise poner a prueba a aquel rodaballo que tantas palabras pronunciaba bajo palabra. Apenas lo hube echado al agua poco profunda, lo llamé otra vez: «¡Rodaballo! ¡Vuelve! Tengo que preguntarte una cosa». Y, en el sitio mismo en que lo había dejado, saltó desde el Báltico a las abiertas palmas de mis manos: «¿Qué pasa, hijo? Siempre a tus órdenes. También, por cierto, con tormenta o marejada». «Pero», le dije al rodaballo, «¿y si no lo pasamos mal bajo la tutela de nuestra Aya? ¿Y si no echamos en falta nada porque las cosas nos van bien? ¡De verdad! Porque lo cierto es que tenemos cuanto necesitamos. No nos privamos de nada. Sólo rara vez, cuando nos andamos con tiquismiquis, nos quitan el pecho. Tres veces al día nos amamantan. Hasta los viejos carracos tienen segura su leche. Siempre ha sido así. Incluso en el paleolítico. En cualquier caso, desde el fin de la última glaciación. El pecho nos sienta bien. Estamos contentos, satisfechos, seguros. Siempre calentitos. Nunca tenemos que decidir en favor o en contra. Vivimos sin responsabilidades, como nos da la gana. Claro que, a veces, nos entra la inquietud. Cuando queremos saber de dónde viene el río. O si detrás del río, donde sale el sol, está pasando algo. También me gustaría saber si se puede contar más de lo que nos dejan. Y también está la cuestión del sentido de las cosas. Quiero decir, saber si lo que hacemos, que es siempre lo mismo, podría ser, además de lo que es, algo distinto. Aya dice: sólo hay lo que hay. En cuanto empezamos a rebullir y a sentir dudas, nos da el pecho. Eso ayuda a calmar &, bueno, las inquietudes y las preguntas. Tú en cambio, rodaballo, me pones nervioso. Hablas de una forma tan ambigua. ¿Qué es eso de la información? Dime entonces: ¿de dónde viene el río? ¿Hay algún sitio en que se puedan meter más de tres nasas una dentro de otra? Y lo que existe, ¿tiene algún otro sentido? Por ejemplo el fuego. Sólo sabemos que Aya nos trajo, inmediatamente después de la última glaciación, tres brasas del cielo. Dice que el fuego es bueno para cocer carne, pescado, raíces y setas, y también para acuclillarse a su alrededor charlando, por el calorcito. Y yo te pregunto, rodaballo: ¿qué más puede hacer el fuego?». Entonces el rodaballo me respondió. Me habló de hordas de las dos orillas del río, que también tenían su Aya, aunque se hiciera llamar Eua o Eya. Me habló de otros ríos y del mar, que era mucho mayor. Como un periódico flotante me dio noticias, me informó de chismes heroicos y mitológicos. Comentó citas de Zeus, comentadas por un dios llamado Poseidón. Glosó divinidades femeninas: una se llamaba Hera. Sin embargo, no me enteré de mucho, aunque él me informaba de un modo técnico y objetivo. Así me habló por primera vez del metal, que podía fundirse en las piedras con ayuda del fuego y, vertiéndolo en moldes de arena, ser enfriado y endurecido de nuevo. «¡Date cuenta, hijo mío! Con metal se pueden forjar hachas y puntas de lanza.» Después de haber anunciado con su boca torcida «el fin de la edad del hacha de mano neolítica», me describió el camino de unas colinas próximas del interior, más tarde llamadas las lomas bálticas, en donde, aunque poco abundantes, podían encontrarse rocas metalíferas. Y tres días más tarde, cuando, como habíamos convenido, lo llamé de nuevo «¡Rodaballete, asoma el morrete!»  me trajo, probablemente de Suecia, una muestra de mineral: escondida en su bolsa branquial superior. «¡Ánimo!», dijo el rodaballo. «Fundid eso y más, y no sólo habréis conseguido el cobre sino que, por añadidura, habréis dado al fuego otro sentido, un sentido progresista, terminante, determinante, un sentido viril. El fuego no es sólo calor y cocina casera. En el fuego se agitan las visiones. El fuego purifica. Del fuego salta la chispa. El fuego es idea y futuro. A orillas de otros ríos, el futuro ha comenzado ya. Los hombres lo dominan resueltos, sin consultar con sus Ayas o Eyas. Sólo vosotros os dejáis todavía dar el pecho y arrullar. Niños de teta hasta la senectud. Tenéis que apoderaros prometeicamente del fuego. ¡No seas sólo pescador, hijo mío! ¡Sé un forjador!» (Ay, Ilsebill, si el metal se hubiera quedado en las montañas.) Con el pretexto de la caza hasta alanceamos una jabalina  buscamos en las colinas luego llamadas montes Zigankos la confirmación del regalo del rodaballo, de su muestra de mineral. Pronto tuvimos un hacha de cobre, unas cuantas hojas y algunas puntas de lanza de metal, que mostramos con ostentación. Las mujeres se estremecieron con risitas nerviosas cuando tocaron el nuevo material. Me empezaron a encargar adornos. Entonces intervino Aya. Llena de ira, amenazó enseguida con denegarnos el pecho. Los Edeks tuvimos que sufrir penosos interrogatorios. ¿De dónde venían aquellos conocimientos repentinos? Normalmente no se nos ocurría nada útil. Los servicios que había que reclamar del fuego los decidía sólo ella, la Superaya. Nada había que objetar al valor en uso de los objetos de metal entre ellos, el primer cuchillo de cocina, forjado por mí , pero aquella independencia súbita iba demasiado lejos. Todas las sospechas recayeron sobre mí, porque los otros Edeks, en sus confesiones, me acusaron. Yo inventé una coincidencia tras otra, pero no traicioné al rodaballo. En castigo, todas las mujeres me negaron pecho y calor de hogar durante un duro invierno. Se proscribió terminantemente el metal. Prohibido utilizar el fuego para fines extraños. El hacha de cobre, las hojas y las puntas de lanza fueron arrojadas al Raduna después de una danza circular y apisonante en torno a los tres pechos de Aya, que yo había dibujado en la arena y decorado con conchas: en medio de gritos de abjuración. (Créeme, Ilsebill, no fue fácil volver a utilizar las hachas de piedra.) Sin embargo, cuando, desesperado, llamé al rodaballo en el mar, su voz dominó el estruendo del oleaje tempestuoso y revuelto: «No es para tanto. ¿No te has dado cuenta, hijo mío, de que vuestra tiránica Aya que condena todo metal, ese prototipo tripectoral de una feminidad sin historia, vuestra gran vulva omnívora, la santa madre primitiva &, de que vuestra Aya ha escondido entre sus huesos de anta culinarios el cuchillo de cobre que tú, para darle una alegría, forjaste, endureciste y afilaste? En secreto lo utiliza. Lo mismo que tú, a pesar de la prohibición, dibujas secretamente mi imagen en la arena. ¡Una furcia redomada es tu Aya tutelar! Tenéis que cortaros el cordón umbilical. Y precisamente con el cuchillo de cocina. ¡Mátala, hijo. Mátala!». (No, Ilsebill, no utilicé la violencia. No fui yo quien luego golpeó. Siempre, hasta hoy, he creído en el más Ayá.) Ella detuvo el tiempo. Era, para nosotros, el único concepto. Inventaba incansablemente nuevos pretextos rituales para reafirmar lo existente en procesiones solemnes, y sus dimensiones carnales determinaban la forma de nuestra religión neolítica. Porque, además de a Aya, sólo ofrecíamos sacrificios al Lobo del Cielo, al que una mujer de nuestra horda primitiva la Aya primitiva  robó tres brasas ardientes. De ella procedía todo, no sólo la nasa y el anzuelo. Ya fuera para apartarnos a los Edeks de nuevos abusos del fuego, o bien para perfeccionar su cocina casera: Aya, en el ámbito de nuestra horda, convirtió en oficio la cocción de la arcilla y el barro. Empezó cubriendo de una espesa capa de barro aves zancudas con sus plumas y también erizos con su capa de espinas, y enterrándolos, así cubiertos, en brasas y cenizas calientes. Quizá las envolturas rotas, en las que quedaron aprisionados plumaje y púas, se concibieran luego como posibles cacharros. En cualquier caso, Aya me enseñó a amasar el barro y la arcilla y a formar, con guijarros de morrena, un espacio de cocción que acumulaba el calor y quedaba libre de brasas, y en el que, además de cacharros y cuencos, adquirió dureza cerámica mi pequeña artesanía primitiva; así surgieron esos ídolos de tres pechos que hoy son piezas de museo. Cuando se lo conté al rodaballo, debió de darse cuenta del placer con que yo reproducía en barro la carne de Aya, sus rollitos y sus hoyuelos. Su pregunta fue: «¿Cuántos hoyuelos tiene?». Así me enseñó a contar. No días, semanas, meses, ni brecas, becadas, antas o renos: conté los hoyuelos de Aya hasta el ciento once. Hice un ídolo de arcilla de tres pechos con ciento once hoyuelos que le gustó mucho a nuestra Aya, la cual aprendió también a contar hasta ciento once, sobre todo porque las demás mujeres el contarlos se convirtió en pasatiempo de la horda  tenían todas muchos menos de cien. La mayoría de los hoyuelos los tenía Aya (como tú, Ilsebill) en el acolchado invernal de sus nalgas: treinta y tres. El rodaballo exultaba: «Espléndido, hijo. Aunque de momento no hayamos podido introducir más que ya era hora  la edad del cobre, como preparación de la edad del bronce, ha sonado la hora del álgebra. En adelante se contará. Y quien cuenta pronto hará cuentas. Y quien hace cuentas calcula. Como en el imperio minoico, en donde, recientemente, se hace la cuenta de la compra en tablillas de arcilla. Vosotros, los hombres, aprended en secreto el arte de calcular, a fin de que no sean las mujeres las que os ajusten un día las cuentas. Pronto sabréis medir el tiempo y fijar las fechas. Pronto cambiaréis cosas contadas por cosas que contéis. Si no os pagan mañana os pagarán pasado mañana, y desembolsaréis y reembolsaréis de la misma forma. Al principio con conchas, pero luego vendrá, a pesar de Aya aunque quizá mucho después de Aya, la moneda de metal. Aquí tienes una. Plata ática, todavía en circulación. Encontré esa moneda en un barco que se hundió frente a las costas de Creta en un maremoto. Pero ¿qué te cuento de Creta y de barcos de vela? ¿Qué sabes tú del rey Minos? Burros: os colgáis de la teta como alelados y dejáis que vuestra Aya, con sus ciento once hoyuelos, os tome por tontos». Debe de haber sido siglos después de mis primeras hazañas de cálculo cuando el rodaballo me regaló la moneda. Tampoco estoy seguro de si era un dracma. Probablemente alguna moneda votiva del Asia Menor, sin ningún valor de intercambio. Se podría fechar unos mil años antes de la era cristiana. Sin embargo, qué importaba un milenio más o menos para nuestro desarrollo mínimo en los pantanos de la desembocadura del Vístula. En cualquier caso, en algún momento el rodaballo me trajo en su bolsa branquial una moneda metálica, lo mismo que más tarde y que antes me trajo objetos artísticos minoicos, arcaicos, áticos y egipcios: gemas, sellos, figurillas y adornos de filigrana. Naturalmente, como yo era imbécil, le regalé a Aya el dracma griego. Aunque le gustó también aquella plata agradable al tacto, no quiso saber nada más de juegos numéricos, valores de compra ni medios de pago. Declaró que ciento once era el número más alto, el número absoluto, el valor final Aya. Se podía contar y comprobar en ella. Mientras no se pudiera palpar en alguna de las mujeres de la horda más de ciento once hoyuelos, la cifra seguiría siendo ciento once. Todo cálculo que pasase de ahí era antinatural y, por consiguiente, contrario al sentido común. Castigaría toda especulación. Había que combatir el irracionalismo en sus comienzos. Luego me ordenó que, antes de la llegada del invierno, colocase ciento once cráneos de anta sobre ciento once postes en un círculo de ciento once pasos, señalando de ese modo el nuevo lugar de sacrificios. Reconocerás, Ilsebill, que tanta tutela paleomaterna aunque me mantuviera abrigado e inocente, se convirtió poco a poco en coacción. Porque las cosas quedaron así. Durante un sinnúmero de siglos sólo pudimos contar hasta ciento once. Es verdad que, en algún momento del último milenio antes de la Encarnación del Señor, comenzó el comercio del ámbar con los fenicios, que llegaron con sus barcos de vela como si el rodaballo los hubiera guiado hasta nuestras remotas costas, pero a aquellos caballeros les dábamos trozos del tamaño del puño y sólo con dificultad aprendimos el arte del regateo. Nos timaban siempre. El rodaballo refunfuñó cuando lo saqué del mar. Me hizo la cuenta de nuestras pérdidas: «¡Seguís siendo unos mentecatos neolíticos! ¿Es que os van a tomar siempre el pelo? Con vuestro ámbar podríais adquirir pertrechos de bronce completos para ciento once hordas tan grandes y tan huérfanas de padre como la vuestra. Y por si fuera poco, joyas de plata y tejidos de púrpura para las mujeres. Aunque no sepáis acuñar moneda, tenéis que meteros en la cabeza que vuestro ámbar vale tanto como el oro en Sidón y Tiro. Me estáis hartando. Nunca seréis hombres de veras. ¡Maricas!». Lo mismo que en el cuento del pescador y su mujer Ilsebill se habla siempre, sin más detalles del rodaballo «Díxole el rodaballo & Llegóse el rodaballo nadando y díxole &» , así hablo yo también del rodaballo, como si sólo existiera el omnisciente, el que, siempre que yo tempotransitaba, me aconsejó, instruyó y adoctrinó, me educó en la virilidad y me aleccionó categóricamente sobre cómo mantener a las mujeres dóciles en la tibieza del lecho y enseñarles a practicar, con ánimo apacible, una tranquila resignación. Sin embargo, existen la platija, el rombo, la pelaya y el gallo. El mío era y es el llamado rodaballo, que se parece a la platija, pero tiene la piel accidentada por osificaciones como guijarros. El rodaballo se extiende por todo el Mediterráneo, por el mar del Norte hasta la costa noruega y por el Báltico, mi mar Báltico. Como en todos los peces planos, el eje de sus ojos está inclinado en relación con la boca torcida, lo que le da un aspecto sabihondo y, al mismo tiempo, maligno o, mejor dicho, atravesado: bizquea desconsideradamente. (Al parecer, el dios ático Poseidón lo empleó en su lucha contra Hera, la Atenea pelásgica, y otras defensoras del matriarcado: en calidad de agitador.) Su familia todos los pleuronéctidos  tiene muy buen sabor. La Aya neolítica cocía lentamente a sus congéneres en hojas húmedas. Hacia finales de la edad del bronce, Vigga lo frotaba por ambos lados con ceniza blanca y, por su lado ciego, lo acostaba sobre ceniza bajo la que se consumía la brasa. Después de darle la vuelta lo lacteaba según la receta neolítica, con un chorro de su pecho siempre rebosante, o bien, según la nueva moda, con leche de yegua fermentada. Mestuina, que cocinaba ya sobre una parrilla de hierro en cacharros refractarios, cocía el rodaballo a fuego lento con acederas o hidromiel. Antes de servirlo, espolvoreaba eneldo silvestre sobre el pez de ojos blancos. Él, el auténtico rodaballo parlante que me soliviantaba desde hacía siglos, conocía todas las recetas utilizadas para preparar paganamente a sus iguales y con las que más tarde, durante la cuaresma cristiana (no sólo los viernes), se servían a la mesa. Con cierto despego hacia sí mismo, de una forma torcidamente irónica, era capaz de elogiar su propio sabor: «La realidad, hijo, es que el rodaballo es uno de los peces nobles. Más adelante, cuando vosotros, hombres menores de edad y seniles desde la infancia, os liberéis por fin del pecho materno, acuñando monedas, fechando la Historia e imponiendo el patriarcado, cuando ¡por fin!  os hayáis emancipado de una tutela femenina de seis mil años, estofaréis en vino blanco a mis semejantes, rodaballos y también platijas, les añadiréis alcaparras, los rodearéis de gelatina, los disfrazaréis sabrosamente con salsas y los serviréis en porcelana de Sajonia. Brasearéis, glasearéis, escalfaréis, rebozaréis y filetearéis a mis iguales, los ennobleceréis con trufas, los espiritualizaréis con coñac y los bautizaréis con nombres de mariscales, duques, el Príncipe de Gales o el Hotel Bristol. ¡Campañas militares, conquistas, invasiones! Oriente negociará con Occidente. El Sur enriquecerá al Norte. ¡Os anuncio y me anuncio las aceitunas, el refinamiento, el buen paladar, el limón!». Sin embargo, eso había de tardar. (Tú sabes lo difícil que os resulta a vosotras desacostumbrar a los hombres de su padreterna tutela.) Mucho tiempo después de Aya y sus ciento once hoyuelos y tres pechos seguían dominando todavía las mujeres, aunque con mayor dificultad. Los hombres habíamos probado el gusto del metal. Y el rodaballo nos tenía al día. Sólo con llamar llegaba mi periódico flotante. Supe de avanzadas culturas lejanas, de los sumerios y de la doble hacha minoica, de Micenas y la invención de la espada, de guerras en que luchaban hombres contra hombres porque por todas partes había quebrado el dominio de las mujeres, poco dadas a la Historia, y por fin podían señalarse fechas. El rodaballo me daba pesadas conferencias: sobre la arquitectura de los templos de Mesopotamia y el primer palacio de Cnosos. Sobre el cultivo de los cereales escanda almidonera-cebada-escanda común-mijo  en la región del Danubio. Sobre la cría de rebaños de animales domésticos en el Asia Menor y la posible cría de rebaños de renos en la región del Báltico. Sobre la covadera y la azada, sobre el revolucionario arado. Todas sus conferencias las terminaba con palabras de exhortación: «¡Ha llegado la hora, hijo mío! El neolítico, como llamamos a la edad de piedra más reciente, ha entrado en su fase final. Desde Mesopotamia, por el delta del Nilo y hasta la isla de Creta, fomentada por la energía masculina, se extiende una alta cultura. Allí se ve a las mujeres cultivar los campos y moler en morteros de piedra el grano recogido. Allí no son irremediables las hambres. No, cerdos y vacas se multiplican en rebaños. Siempre hay reservas. Se construyen viviendas duraderas. De las hordas y los clanes surgen las tribus. Reinan los reyes Horus. Los imperios limitan con imperios. Y los hombres se alzan en armas. Saben por qué luchan: por la heredad heredada. Sin embargo, vosotros seguís cenagados en la lujuria y no sabéis lo que quiere decir procrear. La madre fornica con el hijo. La hermana no sabe que es su hermano quien la contenta. Sin sospechar cubre el padre a la hija. ¡Todo inocentemente! ¡Lo sé! Síseñor, dependéis de esas tetas. Nunca tenéis bastante. Eternamente mamones. Pero, ahí fuera, el futuro ha plantado ya sus banderolas. La Naturaleza no quiere ser mujerilmente padecida, sino virilmente doblegada. Abrid canales. Desecad marismas. Repartid, labrad y poseed la tierra. Engendrad el hijo. Dejad una herencia. Habéis mamado dos mil años de más, pero los mamados habéis sido vosotros. Os lo aconsejo: quitáos del pecho. Tenéis que destetaros. Hijo mío, ¡deja de mamarla de una vez!». Al rodaballo le era fácil decirlo, muy fácil. Nosotros, de todos modos, necesitamos aún un milenio cumplido para virilizarnos en el sentido rodaballesco. Sin embargo, entonces nos hicimos hombres, como puede comprobarse en los libros: hombres de mirada penetrante bajo capuces de cuero y cascos. Hombres de ojos que escrutaban y recorrían horizontes. Hombres furiosos por engendrar, que sublimaron sus falos hediondos en torres nobiliarias, torpedos y cohetes espaciales. Hombres sistemáticos, agrupados en órdenes viriles. Hombres de palabra formidable capaces de cortar palabras en cuatro. Descubridores que no se conocían a sí mismos. Héroes que no querían, nunca y por ningún concepto, morir en la cama. Hombres que con boca dura decretaban la libertad. Hombres con objetivos finales, tenaces, que sabían vencerse a sí mismos, resueltos, indómitos, crecidos siempre ante la adversidad, inventores de sus propios enemigos, grandiosamente pretenciosos, defensores del honor por el honor, hombres de principios, que iban al grano, irónicamente autocontemplativos, trágicos, destrozados, capaces de ver más allá. Hasta el rodaballo, que nos había aconsejado esa evolución, se asustó cada vez más y finalmente se refugió en la época de Napoleón  en cuentos de hadas planamente contados en bajo alemán. Sólo seguía asesorándonos en cosas pequeñas. Luego calló durante mucho tiempo. Desde hace poco se le puede hablar otra vez y ahora me aconseja que ayude a Ilsebill a lavar los platos y que como está embarazada  haga un curso de puericultura. «Muchas mujeres», dice, «valen tanto como cualquier hombre. Como, por ejemplo, tu eficiente Ilsebill. Hay que reconocerlo, hijo, como siempre fue nuestra benovolente intención desde que, por mi propia voluntad, me metí en tu nasa de anguilas». Y figúrate, Ilsebill, el otro día me dijo el rodaballo que en breve responderá a las mujeres y a sus acusaciones. Maldiciendo la falsificación de su leyenda por los hermanos Grimm, exclamó: «¡Hay que acabar de una vez con ese cuento!». Trabajo dividido Nosotros & somos papeles. Yo y tú conservamos, tú la sopa caliente & yo el espíritu de la botella en frío. En algún momento, mucho antes de Carlomagno, cobré conciencia de mí mismo, mientras que tú sólo te has continuado. Tú eres & yo llego a ser. A ti te falta aún & yo necesito otra vez. Tu pequeño lugar seguro & mi gran empresa arriesgada. Cuida tú de la paz doméstica & yo tengo prisa en salir. Trabajo dividido. Sujeta la escalera mientras subo. Tus gimoteos no sirven de nada, prefiero poner champán a enfriar. Sólo tienes que aguantar mientras te entro por detrás. Mi pequeña y valiente Ilsebill, en quien puedo confiar por completo, de la que quisiera estar orgulloso, la que con manos hábiles todo lo cura-cura-sana, la que yo adoro-adoro, mientras ella, interiormente reciclada, se vuelve distinta, extrañamente distinta y autoconsciente. ¿Me permites darte fuego aún? De cómo fue capturado el rodaballo por segunda vez Ya lo he contado: se metió en mi nasa un día del neolítico. En todo lo que podía ser controvertido, eran entonces las mujeres las que mangoneaban. Sabido es el pacto que hicimos: yo lo puse en libertad y él me ha guiado a través de los tiempos con sus consejos rodaballescos. A través de la edad del bronce, de la edad del hierro. Tanto si eran primitivocristianos, goticoflamígeros, reformistas o barrocos, como si eran absolutistas ilustrados, socialistas o capitalistas, el rodaballo se anticipaba a todas las transiciones históricas, a todos los cambios de moda, a las revoluciones y sus retrocesos, a la última verdad revelada, al progreso. Así, con toda premeditación, me ayudó a promover la causa masculina. Nosotros, por fin nosotros, éramos los que cortábamos el bacalao. Hasta ayer. Ahora no me habla. Aunque lo llame suplicante una y otra vez «¡rodaballete!», ningún «¿qué pasa, hijo?» familiar me responde. Unas mujeres sentadas a una larga mesa lo juzgan. Ya está confesando, con muchos rodeos. (Y también yo confieso por qué el rodaballo se ha hartado hace tiempo de mí y de la causa masculina.) Cuando, pocos meses antes de la crisis del petróleo, fui al mar a llamarlo otra vez (para que me aconsejara en la declaración de la renta), me dijo que denunciaba el contrato: «De vosotros, los papadas, no se puede sacar ya ni chispa. Sólo trucos y artimañas. Ahora», dijo como despedida, «tendré que ocuparme un poco de las Ilsebills». Naturalmente, mordió el anzuelo en las turbias aguas del Báltico. Es un tradicionalista. Si no en la bahía de Danzig, fue en la de Lübeck, en esa especie de caldo que baña la costa oriental de Holstein, entre los faros de Cismar y de Scharbeutz, a una milla marina del borde alquitranado de las playas; se prestó a ello conscientemente y como reconoció luego ante el tribunal  les dio «a tres señoras que se aburrían la ilusión de haber pescado algo». Sieglinde Huntscha, que durante algún tiempo sólo atendió por «Siggi»; Susanne Maxen, alias «el Maxi», y Franziska Ludkowiak, llamada «Fränki», habían alquilado por unas horas un barco de vela en el pueblecito marinero de Cismar y, con más calma que brisa, se daban mutuamente la tabarra en su jerga. Tres chicas duras de pelar que (como tú, Ilsebill) pertenecen al grupo de las treintañeras Maxi al principio, Fränki al final de los treinta  y que, cuando hablan, escupen despectivamente cada dos frases y dicen de casi todo que es una mierda, o lo encuentran mierdoso o cagado. Quizá porque Siggi, el Maxi y Fränki, por vagos motivos, se consideraban lesbianas y pertenecían por ello a un círculo feminista cuyo primer mandamiento era el rechazo radical de la penetración masculina, Siggi se había llevado al barco su bastón de paseo: un bastón ordinariamente viril, con adornos metálicos de recuerdo. El bastón servía de caña. De él colgaba una cuerda corriente. El anzuelo eran unas asexuadas tijeras de uñas. Fränki hacía barquitos de papel de periódico. También los barquitos iban a la deriva. Ni una pizca de brisa quería soplar. Si por lo menos Siggi hubiera contado chistes de pescadores. Estaban al pairo sin ninguna habilidad marinera. Se pinchaban mutuamente con las extravagantes muletillas del hacía tiempo amainado movimiento estudiantil. Lo encontraban todo incluida la pesca de Siggi  bastante cagado. «Lo que nos haría falta», dijo Fränki haciendo dobleces en un barquito, «es una base ideológicamente limpia para nuestro superego». Fue entonces cuando el rodaballo mordió. ¡Créeme, Ilsebill! En el momento exacto y con premeditación. (Luego, ante el tribunal, declaró que no había sido fácil aferrarse a una de las hojas de las tijeras de uñas, puntiagudas pero inestables. Se había perforado dos veces el labio superior.) Fue el Maxi quien lanzó el consabido grito: «¡Ha picado! ¡Tira Siggi! ¡Sácalo! ¡Machomacho!». Lo mismo desde hacía milenios: el gran ¡ah! Y la misma expectación. ¿Será esta vez el pez insólito, muy raro, mejor dicho, el ejemplar único, el pez viejísimo y legendario, o será otra vez un zapato viejo? La suerte del pescador. Sólo tienes que aguardar pacientemente en silencio, marmullarte la lengua por tiempo indefinido. No pensar o pensar en lo contrario. Absorberte a ti mismo hasta que puedas ser cualquiera. O pronunciar la palabra exacta como cebo. O ser tú mismo cebo y anzuelo. El gusanillo que se retuerce. Las tijeras peladas eran el único anzuelo y, sin embargo, habían despertado el apetito del rodaballo. Ahora yacía plano en el fondo del barco. Su labio superior sólo sangró cuando Siggi, cautelosamente pero con valor que podría calificarse de varonil, le sacó las tijeritas del belfo. Sorprendente tamaño el del pez. Nunca (salvo en aquella otra ocasión) se había capturado en el Báltico un ejemplar de tal peso. Casi podría pensar que mi pesca neolítica fue menos espectacular. Desde entonces ha acabado de crecer. Más protuberancias abultan y arrugan su piel. ¿Envejecía con el tiempo, era mortal? A pesar del tamaño: lo que las tres chicas admiraban seguía siendo un pez ordinario. Fränki dijo que era un rodaballo de primera y propuso estofarlo en vino blanco con alcaparras. En una de las muchas tiendas de comestibles que han convertido el balneario de Scharbeutz en centro comercial, había visto, dijo, eneldo fresco. Siggi quería aceitar al rodaballo por ambos lados, espolvorearlo con albahaca y dejar que se hiciera en horno moderado durante media hora. Las tres vivían en una caseta de peón agrícola, alquilada para las vacaciones. El Maxi era incapaz de comer cualquier pescado que fuera reconocible como tal: ¡Puahhh! Por eso Fränki propuso filetear al rodaballo, bañarlo en huevo una vez cortado en trozos y, friéndolo en abundante aceite, dejarlo irreconocible como pez. Siggi dijo: «¡Maldita sea! Esto le hubiera gustado a nuestra Billy. Nos hubiera rehogado el rodaballo en mantequilla con estragón o quizá lo hubiera flambeado con coñac». Y Fränki remachó: «¿Y entonces qué, Maxi? Si nuestra Billy te lo hubiera servido con todos los aditamentos, ¿qué? ¿Habrías dicho también puahhh?». Sin embargo, el Maxi no lo quería de una forma ni de otra, ni tampoco al estilo de Billy. Lo que quiso hacer con el rodaballo, en cuanto Siggi le hubo quitado las tijeras del abultado labio superior, fue echarlo otra vez a las turbias aguas del Báltico: dijo que miraba de una forma muy torcida. Seguro que traía mala suerte. Su sangre era de un rojo tan humano. A un pez así no se le pesca para divertirse. Sólo aparentemente era un pez. Entonces habló el rodaballo. No muy fuerte, sino en tono casual, dijo: «¡Qué coincidencia!». Igual hubiera podido decir: «A todo esto, ¿qué hora es?». O: «¿Quién va en cabeza en la Liga?». Siggi, Fränki y el Maxi se quedaron, como suele decirse, sin habla. Sólo después, cuando el rodaballo charlaba ya por los codos, logró el Maxi soltar a media voz exclamaciones como: «¡Qué cachondo! Me deja patidifusa. ¡Machomacho! Si nuestra Billy estuviera aquí». Fränki y Siggi, sin embargo, siguieron mudas. Sus dos cabezas intentaban reconstruir lo ocurrido aquella tarde de domingo, rechazar la supuesta casualidad, introducir alguna sensatez en aquel suceso irracional y, por debajo de la lógica inocente de los cuentos de hadas el rodaballo se había presentado diciendo: «Sin duda conocen ustedes, señoras, el cuento de El pescador y su muxer» , descubrir el sentido oculto de todo aquello: ¿Quién hablaba y con qué fin? ¿Qué era lo que había que racionalizar primero (antes de cualquier verbalización): la capacidad de hablar o el mensaje? ¿Quizá una escolástica medieval tardía y reaccionaria pretendía demostrar que el Mal era capaz de asumir figura de pez? ¿Tenía algo que ver con la personificación del Capitalismo? O, de forma aún más antinómica: ¿se manifestaba así en la actualidad el Espíritu del Mundo hegeliano? «¿Quién eres?», gritó en medio de una intrincada frase rodaballesca Franziska Ludkowiak que, en calidad de Fränki, se había apoderado del bastón chapado la caña de pescar ahora ociosa de Siggi , y parecía dispuesta a desinvitar a aquel huésped no invitado: debía de proceder de estratos intermedios del subconsciente; inducía a la esquizofrenia y recordaba esas películas en que la locura, ligeramente deformada, nos contempla desde espejos agrietados. (Fränki odiaba las mixtificaciones, aunque le gustaba que el Maxi le echase las cartas.) Ahora bien, la pregunta «¿quién eres?» se ha formulado con frecuencia en ocasiones igualmente sorprendentes. La mayoría de las veces no hay respuesta o se recibe sólo una información oscuramente mascullada. El rodaballo, sin embargo, no era partidario de los secretitos. Ante todo, rogó que de vez en cuando lo rociaran con agua de lo que se ocupó Siggi, con una lata de conservas vacía , luego pidió que le limpiaran con un kleenex el labio superior, que todavía sangraba lo que hizo también Siggi , y por último habló sin ambages. Después de hacer una breve descripción de la situación neolítica y una presentación objetiva del matriarcado huérfano de padre, me introdujo a mí, pescador ignorante, y explicó las razones que le habían movido a meterse en mi nasa de anguilas y ofrecerse a ser mi asesor por contrata. Me llamó zoquete neolítico de nivel medio. Dijo que, mantenido en un estado de minoría de edad, había sido incapaz de darme cuenta del sistema de tutela absoluta del dominio femenino y, mucho más, de escapar de él. Sólo mis dotes artísticas, mi irresistible tendencia a trazar en la arena dibujos, adornos y figuras le habían hecho concebir la esperanza de que yo pudiera, siguiendo sus consejos, crear las condiciones para una sustitución gradual él dijo «evolucionaria»  del dominio de las mujeres. Lo cual se había conseguido, por cierto, aunque con dos siglos de retraso en la región de la desembocadura del Vístula. Pero también después le había planteado problemas. En todos mis tempotránsitos, lo mismo en la época goticoflamígera que en el Siglo de las Luces, yo había sido un incapaz. Dijo que, aunque se había ocupado de ella de una forma apasionadamente partidista, ahora había perdido todo interés por la causa masculina. Él era así: siempre tenía que probar cosas nuevas. No había que considerar la Creación como acabada. Estaba de acuerdo con Bloch, el viejo herético. (Y citó al filósofo: «Soy. Pero no me poseo. Por eso sólo devenimos».) En consecuencia quería y rogaba a las señoras que le llamasen simplemente rodaballo  iniciar una nueva fase del desarrollo de la Humanidad. La causa masculina no daba más de sí. Muy pronto, una crisis a escala mundial señalaría el fin del dominio masculino. Los caballeros estaban en bancarrota. Su abuso del poder había agotado su potencia. Incapaces de nuevos impulsos, pretendían ahora salvar al capitalismo mediante el socialismo. De risa. Él, el rodaballo, quería ofrecerse a ayudar en lo sucesivo únicamente al sexo femenino. No, desde luego, quedándose en tierra. Tenían que comprender que necesitaba su elemento. Y como disfrutaba de la hospitalidad de tres señoras para las que la podrida relación hombre-mujer sólo significaba una fastidiosa monotonía, confiaba en encontrar comprensión para su necesidad elemental. «En suma», dijo el rodaballo para terminar, «ustedes, señoras, me ponen otra vez en libertad; y yo las asesoraré en todas las situaciones de la vida, aunque también en las cuestiones de principio. Aquí, en este día, hay que fijar el comienzo de una nueva era. Mi idea es que el poder cambie de sexo. Ha llegado la hora de la mujer. Sólo así podremos dar al mundo, a nuestro pobre mundo porque ha perdido toda esperanza , a ese juguete de una virilidad hoy desfallecida, un sentido nuevo &, digámoslo con franqueza, un sentido femenino. No todo se ha perdido». Naturalmente, Siggi, Fränki y el Maxi no se limitaron a decir: «¡Vale! De acuerdo. Trato hecho. Ni de encargo». Porque si las tres hubieran aceptado sin más la propuesta del rodaballo, lo hubieran devuelto al Báltico y se hubieran asegurado así sus consejos con un apretón de manos, el largo proceso de mis tempotránsitos milenarios habría quedado oculto; sin embargo, como el rodaballo no fue liberado, sino diligentemente rociado con agua, curado con kleenex hemostáticos y, finalmente, llevado a tierra, todo ha salido a la luz, el desembocante Vístula se ha convertido en lugar ejemplar, y yo también me he vuelto un ejemplo y tengo que descargarme, me confieso con Ilsebill, lo anoto todo, aquí queda escrito. Sieglinde Huntscha, doctora en Derecho, manifestó objetivamente su opinión: la oferta del rodaballo era interesante pero, sin consultar con la junta directiva electa de la Federación Feminista, no se podía aceptar ni rechazar. Al fin y al cabo, el propio rodaballo había reconocido que la época de las decisiones viriles, es decir, de las decisiones en solitario, había pasado. Tenía que comprender que su confesión parcial suscitaba cuestiones que no podían discutirse a bordo de un barcucho alquilado. Se levantaría acta enseguida de todo lo declarado hasta entonces. Él, el rodaballo, debía considerarse en prisión preventiva. Ella, Sieglinde Huntscha, le garantizaba un buen trato. Fränki dijo: «¿Es que no se siente a gusto con nosotras?». El rodaballo respondió primero fríamente y luego con acentos amenazadores: «¡Señoras mías! Me he entregado a ustedes libremente. Mi honrada oferta de no favorecer en lo sucesivo la causa masculina y ayudar al movimiento femenino, a las muchas Ilsebills totalmente resueltas, pero también desorientadas y todavía con mentalidad de señora gorda &, esa protección que ofrezco sigue estando en pie. Sin embargo, si ustedes pretenden airear públicamente, con fines de ejemplaridad, mi existencia rodaballesca que se pierde en la noche de los tiempos, sabré defenderme con una dureza que podría llamarse masculina. Sabré replicar sin miramientos. No soy buen enemigo. Ni tema apropiado para estudios sociológicos. Ninguna sutileza jurídica en el caso de que quisieran juzgarme  podría comprometerme. Ninguna ley humana puede aplicárseme. En cambio, hay muchas razones para temerme». El Maxi tuvo un poco de miedo: «Habla en serio». Sin embargo, Siggi y Fränki permanecieron firmes como es debido: no se dejaban intimidar por amenazas. Conocían el paño. Dios padre y toda la pesca. La habitual arrogancia masculina. Entonces, naturalmente, se levantó una fresca brisa. Navegaron con ligereza hacia Cismar, pueblo del Holstein oriental cuyo monasterio bien merece una visita. En su caseta de peón para turistas, de techo de paja, Fränki instaló al rodaballo en una bañera de cinc. Luego trajo agua del mar en bidones. El Maxi compró en Eutin un libro sobre el cuidado de peces de mar en acuarios. Entretanto, Siggi, después de haber levantado acta de todo, hablaba desde la oficina de correos local con Berlín, Estocolmo, Tokio, Amsterdam y Nueva York. Le resultó bastante caro, aunque, para la conversación principal, hizo que la Federación la llamase a su vez. Las feministas de todo el mundo se sintieron naturalmente entusiasmadas cuando supieron del rodaballo parlante y su sensacional confesión, sobre todo porque el misógino cuento El pescador y su muxer tenía su equivalente en todas partes, hasta en África y la India. «¿Te apuestas algo?», le dijo Siggi a Fränki. «Ésas convocan un tribunal y además de eso me encargo yo  en Berlín. Es un caso que pasará a la Historia.» El Maxi leyó en su manual: «Es un rodaballo corriente. Se encuentra en el Atlántico, el Mediterráneo, en el Mar del Norte y rara vez en el Báltico. Come algas, insectos y cosas así». El labio superior del rodaballo no sangraba ya. El pez yacía plano en el fondo de la bañera. Siggi tenía preparado junto a ella un magnetófono. Sin embargo, el rodaballo guardó absoluto silencio. ¿Y tú qué, Ilsebill? ¿Hubieras sido también partidaria del tribunal, de un arreglo público de cuentas? Ilsebill dijo: «Claro que no, querido. Para que te quedes contento: habría echado al rodaballo al agua y, lo mismo que en el cuento, habría pedido ante todo algo estupendo. Por ejemplo, un lavavajillas superautomático, y después muchas cosas más, siempre más». Presoñado ¡Cuidado!, digo, cuidado. Como el tiempo cambia el escaso sentido común. Ya es posible tener sentimientos que son de algún modo: de algún modo extraños, siniestros de algún modo. Palabras que cumplían finalmente su cometido llevan del revés los forros. El tiempo quiebra. Augures ambulantes. Signos en el cielo rúnicos, cirílicos  vistos al parecer por alguien en algún lado. Rotuladores individuales o colectivos  proclaman en garrapateadas paredes de las estaciones de metro: ¡Creedme, creedme! Alguien puede ser también un colectivo  tiene una voluntad en la que nadie ha pensado. Y los que la temen la empapuzan con miedo. Y los que todavía protegen su adarme de buen sentido bajan la luz de sus lámparas. Estallidos de afabilidad. Tentativas de dinámica de grupos. Nos apiñamos: suponemos que somos nosotros aún. Algo, una fuerza todavía sin nombre porque no hay palabra que valga  mueve y remueve. La opinión general pretende haber presoñado el deslizamiento (hay que reconocerlo: nos deslizamos) varias veces y agradablemente: ¡Subimos! Otra vez subimos. Sólo un niño puede haber niños en un colectivo  grita: No quiero bajar. No quiero. Pero tiene que hacerlo. Y todos lo animan: razonablemente. De cómo fue acusado el rodaballo por las Ilsebills Fue en agosto cuando lo pescaron en la bahía de Lübeck. Lo trasladaron a Berlín en avión con la British Airways. A principios de septiembre alquilaron un cine vacío de Steglitz que se había llamado Stella y fue luego bautizado por la prensa, maliciosamente, como «La Bacinilla». Necesitaron cinco semanas de disputas para elegir finalmente, entre siete (después de varias escisiones, nueve) grupos feministas, a la presidenta del tribunal y a sus ocho vocales: todas ellas salvo Elisabeth Güllen, ama de casa  con una profesión, por lo que el tribunal sólo podía reunirse por las tardes y, ocasionalmente, los fines de semana. Se pusieron de acuerdo rápidamente sobre la fiscal. Y como el rodaballo renunció a elegir defensor, designaron por unanimidad una defensora de oficio siempre atildadamente vestida. Durante la pugna entre los distintos grupos, Siggi, Fränki y el Maxi se pelearon; sólo Sieglinde Huntscha, la pescadora, intervino en el proceso. En sus butacas abatibles de color burdeos, el antiguo cine podía acoger trescientos once espectadores. No había balcón. Como hubo que instalar muchos dispositivos técnicos, faltó dinero para renovar la sala, empapelada de un verde alga; por eso el cine siguió siendo acogedor y conservó un poco de su olor a cine. Es verdad que, al principio, la organización no funcionó muy bien; sin embargo, créeme, Ilsebill, no insistiré en las menudencias tampoco entre hombres funciona bien siempre  e iré rápidamente al grano: a mediados de octubre, poco después de haber procreado nosotros tras el cordero con judías y peras, se formalizó la acusación; sin embargo, no esperes de mí un informe exacto sobre el proceso: por un lado, no soy jurista; por otro (aunque con vacilaciones), soy parte interesada; al fin y al cabo, me metieron a mí, metieron mi caso en el asunto, aunque no acaparase los titulares de los periódicos. Había una vez un rodaballo. Era como el rodaballo de los cuentos. Cuando un día fue llevado ante un tribunal por las mujeres que lo habían pescado, no quiso decir esta boca es mía y se limitó a permanecer plano, mudo, arrugadísimo y vetusto en su bañera de cinc. Sin embargo, como, a la larga, le aburrió su atronador silencio, comenzó a juguetear con sus aletas laterales. Y cuando la fiscal, Sra. Sieglinde Huntscha, le preguntó sin ceremonias si era verdad que, deliberadamente, había puesto en circulación el cuento bajo alemán El pescador y su muxer para, de esa forma, minimizar su probada actividad asesora, desarrollada desde el neolítico, y si era verdad también que había vuelto el cuento del revés, es decir, que lo había falsificado dolosa y tendenciosamente deformado, a costa de Ilsebill, la mujer del pescador, su torcida boca no pudo contenerse. El rodaballo dijo que sólo había puesto en palabras sencillas y entregado al pueblo la parte narrativa de un proceso complicado porque había durado milenios  que, a pesar de algún exceso ocasional, había sido beneficioso para la Humanidad. Precisamente ese texto y también su versión primitiva, cargada de Historia, era el que había anotado el pintor romántico Philipp Otto Runge, basándose en la narración que le hizo una viejecita. Él, el rodaballo, no tenía la culpa de que el relato históricamente exacto del pintor hubiera sido quemado, por pura pusilanimidad, por los hermanos Jacobo y Guillermo Grimm, en presencia de los poetas Arnim y Brentano. Por eso, sólo su leyenda había sido recogida en la popular recopilación Cuentos de la infancia y del hogar. De todas formas, el cuento popular podía citarse todavía hoy. El rodaballo puso inmediatamente un ejemplo: «Ilsebill, que es mi muxer / es de otro parecer». Sin embargo, cuando el rodaballo, con gran aparato filológico, comenzó a sacar a relucir variantes hesienses, flamencas, alsacianas y silesias del cuento «interesantísima una variante letona» , la fiscal le interrumpió: «¿Por qué, acusado rodaballo, dio un giro tan antifeminista a la versión popular? ¿Por qué permitió que la calumnia hecha a la mujer Ilsebill favoreciese constantemente el triunfo de los propagandistas del patriarcado? Sólo hace falta citar el estribillo difamador. Desde entonces estamos hartas del tópico de la mujer eternamente insatisfecha, que siempre quiere algo nuevo. El monstruo consumidor. Sus ansias de abrigos de piel. Su única pasión verdadera: ese lavavajillas supuestamente silencioso. La mujer de carrera, calculadora, siempre ansiosa de trepar. La vampiresa devoradora de hombres. La envenenadora. En los libros, en las películas, en el teatro nos presentan a las mujeres como muñecas de lujo elegantemente vestidas que ponen a buen recaudo sus gordos diamantes mientras los pobres hombres, prematuramente agotados, se matan a trabajar: chupados, acabados. ¡Papeles que nos imponen a las Ilsebills! ¿Y por quién?». «¡Alto tribunal femenino!», dijo el rodaballo. «Cuando, en la última fase del neolítico, un pescador parecido al del cuento me capturó en una nasa de anguilas y me dio otra vez la libertad, me sentí obligado, por la generosidad de aquel joven, a actuar como consejero suyo. ¡Dios santo y qué estúpido era el pobre! Y, en general, la ignorancia de los hombres de la edad de piedra debe calificarse de aterradora. Sólo actuaban, cuando actuaban, movidos por vagos sentimientos. Quejicas, comodones, mimosos, lo que les preocupaba era sobre todo su seguridad. A las mujeres les fue fácil mantener en la idiocia a sus hombrecitos neolíticos. Por ejemplo, las señoras sabían, en el peor de los casos al comienzo de la época pastoril, que la preñez y el parto de terneras de anta, jabatos y, por consiguiente, también de niños, no era asunto exclusivo de los antas hembras, jabalinas y mujeres, sino que exigía la inseminación fecundadora del hombre, el anta macho, el verraco, etcétera. Sin embargo, las señoras se guardaron astutamente sus conocimientos, no dijeron ni mu, hicieron caso omiso del derecho de paternidad y no quisieron abrirles los ojos a los hombres, según ellas por el propio bien de éstos. De manera que los hombres siguieron siendo durante milenios menores de edad mantenidos en un estado de engañosa seguridad. Utilizando la jerga de hoy, podría decirse que las señoras gobernaron gracias a su ventaja informativa». Como durante el juicio oral se permitía la entrada al público, el rodaballo esperó a que terminase la carcajada breve, como asustada de sí misma, que sofocaron algunas espectadoras, y siguió diciendo: «Entre las dominantes mujeres destacaba una tal Aya, que tenía tres pechos y fue objeto de culto. Esa Aya declaró tabú todos los impulsos que, más tarde, posiblemente fomentados por mis consejos, dieron lugar a todo lo que, un tanto a la ligera, llamamos cultura. Precisamente usted, mi respetada-distinguida acusadora, debería comprender que esa situación de dependencia total tenía que ser superada por la emancipación. Yo tenía que ayudar, al menos, a mi generoso pescador». «¿Sustituyendo el dominio femenino por el masculino?» El rodaballo calificó la objeción de capciosa. La fiscal no soltó presa: «Entonces, ¿la ventaja informativa de la mujer debía ser reemplazada, según las reglas rodaballescas, por la ventaja del hombre?». El rodaballo respondió irritado: «La pérdida de poder de la mujer, históricamente necesaria, suele ser, por lo general, exagerada. Al fin y al cabo, desde la Alta Edad Media estuvieron reservados al sexo femenino la cocina y las llaves, el lecho y, por lo tanto, los sueños, la moral dominical cristiana, el importante dinero de bolsillo y la educación de los hijos, confiada a la madre. Más aún, la intuición, los caprichos tiránicos, la dulce intimidad, el decir sí cuando se dice que no, la mentira piadosa, el juego de moda, el parpadeo que lo significa todo y no significa nada, los deseos súbitos renovados con cada estación del año, todas las extravagancias encantadoras, pero también costosas. A menudo se ha pagado con cadena perpetua una sola sonrisa que nunca volvió a repetirse. En suma: quedó dominio femenino más que de sobra». Entonces le retiraron el uso de la palabra. Haciendo un chiste con su aspecto físico, la presidenta, Dra. Schönherr, dijo que el tribunal femenino se negaba, de plano, a seguir escuchándolo. Ahí estaba la Historia, bien clara, tal como la habían hecho los hombres y tal como, bajo el lema «Los hombres hacen la Historia», había sido interpretada. Bastaba echar una rápida ojeada a la política cotidiana para darse cuenta de que todos los puestos de mando estaban ocupados por hombres. Eso era cosa sabida. Cuando el rodaballo, visiblemente excitado, la interrumpió: «¿Y Cleopatra? ¿Lucrecia Borgia? ¿La Papisa Juana? ¿La Doncella de Orleans? ¿María Curie? ¿Rosa Luxemburgo? ¿Golda Meir? O, ahora, ¿la Presidenta del Bundestag?» &, la fiscal, Sra. Huntscha, cortó secamente su enumeración: «Todas excepciones que confirman las ansias de poder masculinas. Mujeres aceptadas siempre como concesión. Responda, acusado rodaballo: ¿aconsejó usted a los hombres que se dedicasen a la Historia y, por tanto, a la política, como cosa exclusivamente de hombres?». «En cierto modo, por razones de división del trabajo, se confió a los hombres todo eso, quiero decir, las menudencias políticas el llamado trabajo sucio , pero también la peligrosa milicia, en tanto que las mujeres &» «¡Al grano, acusado! Se le ha hecho una pregunta.» «Está bien, lo admito: siguiendo mis consejos, el hombre oprimido acabó con la fase multimilenaria del dominio femenino sin historia, al empezar a enfrentarse con las fuerzas de la Naturaleza, sentar los principios del orden, sustituir el caótico por incestuoso  matriarcado por la disciplina responsable del derecho patriarcal, dar vigencia a la razón apolínea, pensar utópicamente y hacer Historia en la práctica. A menudo, debo confesarlo, de un modo demasiado autoritario. Asegurándose la propiedad de forma cada vez más mezquina. Osando lo nuevo con excesiva timidez. Y siempre en contra de mis consejos de ponderación. Porque, en principio, yo defiendo la igualdad de los sexos. Desde siempre. Todavía hoy. Sin embargo, como me capturaron en la última fase del neolítico, no tuve otra opción. Porque, si me hubiera cogido una mujer y no un pescador, no habría sido puesto en libertad, sino que, según las reglas de la cocina neolítica, me habrían cocido al fuego. ¿No es verdad? ¿Con acederas y sémola de esteba? Pues entonces & Las consecuencias pueden imaginarse fácilmente. En el fondo, me hubiera dejado persuadir para continuar la eternotutela. Hubiera prestado también mi consejo. Es una lástima que me cogiera un hombre. Supongámoslo: ¿y si usted, mi distinguida acusadora, no me hubiese capturado como hace poco por suerte  en la bahía de Lübeck, sino ya entonces, en las aguas poco profundas de la desembocadura del Vístula? ¡Cuántas posibilidades! ¡Quién sabe, quién sabe! La Historia hubiera tomado otros rumbos. Posiblemente no habría fechas. Nuestro mundo sería, por así decirlo, más paradisíaco. Yo no tendría que soportar en una bañera de cinc el aire viciado y lleno de nicotina de una asamblea que se llama a sí misma tribunal. Todas las Ilsebills me estarían agradecidas. Sin embargo, por desgracia, me capturó un joven tonto, aunque no carente de talento, que no supo comprender a quién había capturado.» Entonces el tribunal feminista suspendió la sesión, porque la Sra. Von Carnow, defensora de oficio, presentó una moción en el sentido de que debía estudiarse en qué condiciones una mujer neolítica habría puesto en libertad al pez plano y lo habría contratado, quizá, en función asesora. También pidió un estudio, aunque fuera esquemático, de cuál hubiera sido la evolución humana hasta nuestros días, de haber subsistido el matriarcado. La Sra. Von Carnow dijo: «Si el tribunal feminista quiere garantizar un proceso justo, tiene que estar en condiciones de analizar otras posibilidades fehacientes». La verdad sea dicha, Ilsebill: no se sacó mucho en limpio. Es cierto que los nueve grupos femeninos de Berlín se reunieron a puerta cerrada. Es cierto que esbozaron sobre el papel utopías retrospectivas. Es cierto que se describieron, desde el punto de vista femenino, nueve situaciones paradisíacas. Pero cuando se compararon entre sí los borradores y se quiso hacer una síntesis, estalló entre los grupos una guerra en toda regla. ¡Qué desastre! La Liga de Mujeres Socialistas se negó a tomar en serio la que llamó «ley del más fuerte» de la Acción Lésbica, mientras que las chicas del grupo Pan y Rosas, calificadas de «caóticas liberales», desecharon el papel elaborado por los que llamaban «grupos de cotilleo», como «romanticismo social». Al Colectivo de Mujeres Ilsebill se le reprochó que aspiraba a «una puñetera colmena, con reina, obreras y zánganos». El Grupo de Iniciativas Feministas 7 de Agosto el día en que el rodaballo fue capturado por segunda vez  se puso en ridículo con una teoría según la cual, mediante manipulaciones genéticas, sería posible hacer que los hombres menstruasen, concibiesen, gestasen, pariesen y amamantasen. Y cuando la agrupación Bacinilla Roja, supuestamente maoísta y escindida de la Liga de Mujeres Socialistas, desarrolló su utopía del retorno radical al estado neolítico, se sospechó que sus miembros eran agentes de la CIA o algo peor. Naturalmente, para la prensa fue un festín. Comentarios sardónicos en todas las columnas de chismorreo. En calidad de presidenta, a la Dra. Schönherr le fue difícil lograr que el asunto no se desmadrase y que prosiguiera el proceso. Por fin, su texto de transacción fue aprobado por todos los grupos y colectivos en discordia. Ursula Schönherr leyó esta fórmula concisa: «El Tribunal Feminista estima que la pregunta del rodaballo sobre cómo habría evolucionado la sociedad humana si el matriarcado no hubiera sido suplantado por el patriarcado sólo puede contestarse, naturalmente, de forma hipotética: indudablemente, hoy serían las cosas más apacibles, más sensibles, sin tantas pretensiones individualistas, pero, sin embargo, más creativas; en general, más delicadas, más justas a pesar de la abundancia y, al no existir la ambición masculina, no tan encarnizadas y sí más serenas; tampoco habría Estado». En cualquier caso, se siguió adelante. El rodaballo continuó preso. Sin embargo, cada vez más, se limitaba a dejar constancia en las actas de la palabra «indispuesto». Para cuidarle la voz se dictó, a petición de la defensa, una prohibición de fumar para todos los que se encontraban en el antiguo cine. El proceso se desarrolló luego apaciblemente durante tres o cuatro días. El rodaballo dio gustoso información sobre mi tempotránsito neolítico: pequeñas anécdotas jocosas. El público estaba ansioso por conocer los trucos tutelares con que Aya nos había mantenido en conserva durante milenios. Cuando el rodaballo describió platos neolíticos cuajada sobre tortas de harina de bellota y granos de esteba, ánsar cocido en el barro  el público tomó apuntes diligentemente. Las recetas de Aya se publicaron también en los diarios, en la página del ama de casa: «Setas de Burdeos a la Aya, hechas en la ceniza». Sólo cuando el rodaballo se refirió una y otra vez a los tres pechos de Aya, a la Aya tritetuda, al mito del tercer pecho, surgió la inquietud y la cuestión se discutió en las pausas del proceso: «¿Será posible que sólo pueda alcanzarse el dominio femenino mediante un tercer pecho? ¿Nos falta algo a las mujeres?». En las paredes de los aseos del antiguo cine aparecieron las primeras evocaciones gráficas del principio del dominio tripectoral. (Más tarde, los tres pechos llenaron las superficies publicitarias vacías de las estaciones de metro. En muros y vallas de construcción se expresó con la brocha un antiquísimo deseo del hombre.) Cuando el rodaballo manifestó que no fueron sus bien intencionados consejos los que acabaron con la totalitaria tutela matriarcal, sino la súbita desaparición del tercer pecho, inexplicable también para él, el tribunal feminista tuvo que suspender la sesión otra vez. La Sra. Huntscha dijo que el período neolítico había terminado y la culpabilidad del rodaballo, en opinión de la acusación, había quedado probada, no obstante, antes de dictar sentencia, debía verificarse el material aportado, en especial las siguientes afirmaciones del rodaballo. Primera: que en el neolítico había mujeres con tres pechos; segunda: que sólo con ayuda de ese tercer pecho fue posible rechazar las aspiraciones de poder patriarcales; y tercera: que únicamente mediante tres pechos podría restablecerse el derecho femenino. También debía comprobar el tribunal si, después de la supuesta desaparición del supuesto tercer pecho, la continuación del culto de Aya durante la edad del bronce y la del hierro pudo proteger los derechos del matriarcado subsistentes. Por último, no se podía pasar por alto la tesis del rodaballo de que el culto de Aya, encubierto como culto a la Virgen María, siguió vigente hasta los primeros siglos cristianos. Por el contrario, el movimiento feminista tenía que comprobar o hacer comprobar por una comisión especial si debía reconocerse el tercer pecho como símbolo de un primitivo dominio femenino. Si llegara el caso, habría que asumir el propio pasado y renovar la tripectoralidad neolítica. Había que solicitar dictámenes. Se podía pedir ya a artistas con conciencia de sexo que dieran expresión artística apropiada, en forma moderna, al culto de Aya. Evidentemente, se corría también el peligro de crear una leyenda falaz. La fiscal advirtió: «Al reproducir el mito de los tres pechos, quizá sólo demos satisfacción a la proyección de los deseos del hombre, al trauma mamario masculino. Porque a los hombres eso debería saberse  nunca les bastó con dos pechos». Para abreviar: después de muchas vacilaciones se produjeron las habituales luchas entre los grupos  el tribunal feminista decidió, con un voto en contra, desechar el tercer pecho como posibilidad práctica o teórica. La Dra. Schönherr (quien, por cierto, como tipo se parece muchísimo a mi Aya) fue la que emitió su impotente voto contrario. Se blanquearon las paredes emborronadas de los aseos del cine. Inútilmente, desde luego. Una y otra vez se ejercitaron gráficamente bolígrafos y rotuladores. Se pusieron a la venta carteles pop. Al parecer, hasta los niños, estimulados por sus maestros, pintarrajearon ampliamente y en colores las opulencias de Aya. Y un panadero de Tempelhof aumentó sus ventas al cocer una Aya de pan. Naturalmente, después de tanto escándalo público, la sentencia que la presidenta del tribunal leyó sólo podía ser severa: «El rodaballo ha sido hallado culpable. Su consejo parcial sólo favoreció la causa masculina. Se esforzó sin escrúpulos por implantar el patriarcado. Aunque durante mucho tiempo no lo consiguiera, su intención antifeminista agrava su culpa. En los considerandos de la presente sentencia no se ha tenido en cuenta la supuesta multiplicidad de pechos de la mujer neolítica». ¿Te hubieras pronunciado tú así? ¡Ay Ilsebill! En realidad, todo fue muy distinto. Por importantes que sean o fueran los pechos, dos o tres; por absorto que yo dibujara una Aya tripectoral en la arena mojada, la modelara en arcilla, la tallara en madera o la rascara en un pedazo de ámbar, lo verdaderamente decisivo era sólo esta pregunta: cuando nos helábamos de frío y lo comíamos todo crudo, ¿quién trajo el fuego del cielo? ¿Y tú, rodaballo? ¿Por qué no dijiste ante el tribunal que no fue ningún hombre, sino nuestra Aya, quien robó el fuego al viejo Lobo del Cielo? No quieres acordarte de cuántas veces, cuando sosteníamos nuestras conversaciones en la arena movediza, me burlé de tu historia prometeica. ¿Cómo decías? «El fuego es a un tiempo acto e idea viril.» Tu impostura debía reforzar nuestra confianza en nosotros mismos. No, rodaballo. Tú lo sabes. No fue ningún hombre; Aya se dirigió al Lobo del Cielo, que guardaba el fuego y yació con él. Nunca has querido creerlo. Ahora las feministas te acusan. Todas las Ilsebills te señalan con el dedo. Confiésales quién trajo el fuego a la Tierra. Revélales no lo saben  dónde escondió Aya aquellas tres brasas. Eso tuvo consecuencias. Díselo todo, rodaballo. Las Ilsebills tienen que saberlo. Hasta en sus detalles más íntimos. Carne Cruda-podrida-congelada-cocida. Dicen que fue el lobo (en otros sitios el buitre) quien custodiaba el fuego al principio. En todos los mitos fue astuta la cocinera: escondió las tres brasas en su bolsa húmeda mientras los lobos dormían (o los buitres en las nubes estaban). Así robó el fuego del cielo. Basta de afilados dientes contra las fibras. Basta de pregustar regustos de carroña. Suavemente la madera muerta llamaba, queriendo arder. Por primera vez reunidos (porque el fuego reúne), ardieron los planes, crepitaron las ideas, saltaron chispas y nombres para crudo y cocido. Cuando el hígado se contrajo sobre las brasas, la cabeza de jabalí se coció en el barro, cuando el pescado se ensartó en ramas verdes o la tripa rellena se enterró en la ceniza, cuando el tocino chirrió sobre piedras al rojo y la sangre revuelta se hizo pastel, venció el fuego a lo crudo, hablamos, como hombres, del gusto, nos traicionó el humo, soñamos metales y comenzó (como un presentimiento sólo) la Historia. De dónde fue escondido, por corto tiempo, el fuego robado En nuestros antiguos mitos no existía el fuego: caían rayos, se incendiaban espontáneamente los pantanos, pero nunca lográbamos conservar la lumbre; se nos moría siempre. Por eso nos comíamos el tejón, el anta o la perdiz blanca crudos o desecados sobre piedras. Y, muertos de frío, nos acurrucábamos en la oscuridad. Entonces nos dijo la madera podrida: «Aquel cuya carne es también bolsa debe subir hasta el Lobo del Cielo. El Lobo custodia el fuego original del que proceden todos los fuegos, incluso el rayo». Tuvo que ir una mujer, porque el cuerpo del hombre no tiene bolsillos. Así pues, una mujer trepó por el arco iris y encontró al Lobo del Cielo echado junto al fuego original. Acababa de comerse un crujiente asado. Le dio a la mujer un resto. Ella masticaba todavía cuando él dijo con tristeza: «Sé que vienes a buscar el fuego. ¿Tienes una bolsa?». Cuando la mujer le enseñó su bolsa, él dijo: «Soy viejo y ya no veo. Échate a mi lado para que pueda probarte». La mujer se echó junto al lobo. Y él probó su bolsa con su miembro de lobo hasta que, agotado, se quedó dormido sobre ella. Después de aguardar un rato y otro rato más, la mujer hizo que su probador resbalase fuera de su bolsa, lo echó a un lado apartándolo de sí porque seguía sobre ella , se levantó de un salto, se sacudió un poco, cogió tres brasas del fuego original y las escondió en su bolsa, donde inmediatamente devoraron, chirriando, la esperma del lobo. Entonces despertó el lobo, que debía de haber oído o sentido cómo el fuego consumía su semilla en la bolsa de la mujer. Dijo: «Estoy demasiado exhausto para quitarte lo que me has robado. Pero óyeme bien: el fuego original dejará una marca donde tu bolsa se abre. Te quedará una cicatriz. Esa cicatriz te picará siempre. Y como te picará, desearás que alguien venga y haga desaparecer el picor. Y cuando no te pique, desearás que alguien venga y haga que te pique». La mujer rió; las brasas no le hacían daño porque su bolsa estaba húmeda aún. Tanto se rió que tuvo que cruzar las piernas. Y, todavía riendo, le dijo al cansado lobo: «Viejo carcamal. No te metas con mi bolsa. Te voy a demostrar lo que puedo hacer. Te vas a asombrar». Se situó con las piernas abiertas sobre el fuego original, poniéndose dos dedos ante la bolsa para que no cayera nada, y orinó sobre el fuego hasta que lo apagó. Entonces el viejo Lobo del Cielo se echó a llorar, porque ya no podría comer asados crujientes y tendría que engullirlo todo crudo. Al parecer, eso fue lo que hizo a los lobos de la Tierra asesinos y enemigos del hombre. Justo a tiempo bajó la mujer a la Tierra por el arco iris, que ya palidecía. Volvió a su horda gritando, porque ahora tenía la bolsa seca y se quemaba con los carbones. «¡Aya! ¡Aya!», bramaba, y en ese sonido primitivo encontró su nombre. La cicatriz de la entrada de su bolsa, que el viejo Lobo del Cielo había predicho que le picaría, se llamó luego clítoris o pepitilla, pero es todavía objeto de controversia entre los sabios que investigan el origen del orgasmo. Ahora teníamos fuego. Nunca se nos apagaba la lumbre. Siempre había un penacho de humo. Sin embargo, como fue una mujer la que nos trajo el fuego, nosotros, hombres sin bolsas, pasamos a depender de las mujeres. Ya no podíamos sacrificar al Lobo del Cielo, sino sólo al Anta Hembra del Cielo. Durante mucho tiempo nada supimos de la función ni el origen de la picante cicatriz. Porque Aya, cuando volvió y se hubo desfogado, sólo nos contó, como de pasada, que el viejo Lobo había sido amable con ella; que él le había preparado un asado de liebre sobre el fuego; que el asado sabía a gloria celestial; que ahora conocía la cocina; que se había quejado al lobo de lo frío y lo oscuro que era todo aquí abajo; que, entre todos los sacrificios en su honor, el lobo prefería el de las terneras de anta; que ella le había limpiado la zarpa trasera izquierda que supuraba  y se la había curado con hierbas medicinales que siempre llevaba consigo; que el pobre lobo había dejado de cojear; que por ello, agradecido, le había regalado tres brasas del fuego original; y que el Lobo del Cielo a pesar de todas las supersticiones masculinas  era una loba. No nos contó nada más. Y yo tampoco sabría nada si no hubiera meditado mucho sobre la íntima cicatriz y estudiado la pepitilla de Ilsebill a la luz de otros mitos. No obstante, el rodaballo no quiso creérselo. Él sólo cree en su Razón. Lo que nos falta ¿Adelante? Eso ya lo conocemos. Por qué no volver atrás, rápidamente y sin tempotránsitos. Todo el mundo puede llevarse algo, algo. Ya evolucionamos hacia atrás, parpadeando a izquierda-derecha. Algunos se dejan arrastrar por el camino: Wallenstein forma regimientos. Como está de moda, alguien deja la formación gótico-extáticamente y es arrebatado (en paño de Brabante) por un año de peste. Mientras las migraciones bárbaras colean, un grupo (como es sabido) se separa de los godos. Los que habían buscado el futuro como posmarxistas quieren ser ahora paleocristianos o griegos de antes o de después de la purga dórica. Por fin se han borrado todas las fechas. Ya no hay sucesión hereditaria. Hemos llegado limpios a la edad de piedra. Sin embargo tengo mi máquina de escribir y desgarro pliegos Din A4 en grandes hojas de puerro. La tecnología del hacha de mano, los mitos del fuego, la horda como primera comuna (y cómo resolvió sus conflictos) y las leyes no escritas del matriarcado quieren ser descritos; aunque no pase el tiempo, enseguida. Tecleteo sobre hojas de puerro: la edad de piedra es hermosa. Sentarse ante el fuego: agradable. Porque una mujer ha traído el fuego del cielo, reinan las mujeres soportablemente. Lo que nos falta (lo único) es una utopía tangible. Hoy aunque eso no existe: hoy  alguien, un hombre, ha hecho su hacha de bronce. Ahora aunque eso no existe: ahora  la horda discute si el bronce es progreso o qué. Un aficionado, que como yo viene de la actualidad y ha traído consigo su gran angular, quiere entregarnos, porque la Historia ha empezado explosivamente, al tiempo futuro: en colores o en blanco y negro. De horda en horda, hospitalariamente En cualquier caso, nos abrieron los ojos demasiado tarde. Si el rodaballo me hubiera dicho desde el principio cuando lo saqué de la nasa: «¡Hijo! ¿Te gustaría saber de dónde vienen todos esos críos? ¿Y los chotos de anta? ¿Y cómo se fertilizan, se multiplican las abejas y las caltas de los pantanos?» & hubiera dicho «¡sí!». «Cuéntame, rodaballo, cómo ocurre. Aya pretende siempre que ella y los antas hembras lo hacen solitas. Dice que, a lo sumo, la luna gorda ayuda también. Con nosotros, los Edeks, y con los antas machos no tiene nada que ver.» Sin embargo, el rodaballo no nos educó sexualmente a tiempo. Es verdad que nos calentaba las orejas con el inexistente, todavía inexistente patriarcado, pero que nosotros, los antas machos y los Edeks éramos capaces de engendrar, que nuestras arremetidas tenían consecuencias, que ese moco pegajoso que nosotros y los antas expelíamos ciegamente pero no sin tino se llamaba semen, podía fecundar, hacer madurar a mujeres y hembras y llevaba en definitiva al nacimiento de niños y al parto de terneros y, por ello, nos acreditaba a los machos como padres, si no individualmente, al menos como principio: todo eso, esa educación sexual elemental, nos lo negó el rodaballo durante siglos. ¿Se avergonzaba? ¿No lo sabía él? Ni siquiera una vez pronunció una pequeña conferencia ilustrativa sobre las huevas y la lecha de los arenques del Báltico, que los pescadores conocíamos. En lugar de ello, noticias de culturas lejanas y abstractas monsergas sobre reivindicaciones patriarcales, su eterna canción del progreso. Qué lata me dio el rodaballo. «En Creta, hijo mío, donde reinan Minos y sus hermanos» la verdad era que, bajo cuerda, también allí reinaban las mujeres  «se ha inventado el hacha doble de bronce, no se hacen chapuceras chozas de mimbre tejido, sino que se construyen palacios de varios pisos, las cuentas de la casa se anotan en tablillas de arcilla, no hay hordas ni clases, sino un Estado-ciudad organizado, y recientemente un artista e ingeniero llamado Dédalo &». Pero todo eso me decía muy poco. Aquello no se aplicaba a los pantanos de la desembocadura del Vístula. (Tú sabes, Ilsebill, que me gusta comer mi mantequilla con pan.) Únicamente pude enseñarle a Aya la elaboración minoica del queso, que el rodaballo me explicó sin darle importancia, aunque no teníamos vacas, cabras ni ovejas. Éstas sólo llegaron con los andarines escitas, de lo profundo de las estepas rusas, donde ningún rodaballo preconizaba la cultura y la barbarie era incontestable. Nuestro queso lo obtuvimos de los antas y los renos hembras. Como quien no quiere la cosa, le di a Aya el consejo de poner la leche en escudillas que hice de barro, agriarla, coagularla, quitarle el agua, dejarla escurrir bajo peso, prensarla luego, envolverla en hojas de tusilago y, atada, colgarla de sauces doblegados por el viento. Aya lo consideró como producción autóctona. Nada sospechaba del rey Minos ni de la primera gran cultura europea. Y cuando, mucho después, la Vigga de la edad del hierro mezcló nuestra leche de cabra y oveja, antes de que se hiciera queso en requesón , con huevas de bacalao, descubrió, sin influencias de Creta, un plato que todavía se sirve en esa isla como aperitivo por unos dracmas. Hasta los tiempos de Mestuina no se utilizó, además de la leche de yegua, la de oveja y la de vaca. A nuestro queso casero lo llamábamos cuajada. La leche cuajaba, se hacía cuajarones. En mi calidad de pastor, yo fui el cuajador de Mestuina. «¡Qué cuajo tienes!», un reproche cariñoso. Soplase el viento que soplase, el queso casero, conservado en fresco, era siempre bien recibido. Para Dorotea de Montovia, que no podía soportar ni una fibra de carne, el requesón, revuelto con cebada tostada y molida, fue un goticoflamígero plato de ayuno, que ella servía en fiestas como la Candelaria. También desmigajaba requesón en sus sopas de puerro. Y cuando, algo más tarde, los despoteutónicos Caballeros de la Orden tuvieron que ser sitiados por hambre en su castillo, junto a la Empalizada, los burgueses de la ciudad, para expresarles su desprecio, catapultaron requesón en bolas contra la fortaleza sitiada. Aquello desmoralizó a los Caballeros Teutónicos. Se rindieron. La abadesa Margareta Rusch, antes de ensartar las avecillas en un espetón, rellenaba codornices y becadas con requesón bien prensado y arándanos rojos, lo que, al parecer, le granjeaba, tras los banquetes de los gremios, los favores contantes y sonantes de los cerveceros, los toneleros y los ricos fabricantes de paños. Y la fregona Agnes Kurbiella servía al poeta Opitz, al que le chiflaba el comino, requesón con cominos; tenía que cuidar su estómago irritable. (Sin embargo, él nunca llegó a escribir ni un solo versecillo cuajadamente yámbico. No se le ocurrían rimas originales para requesón.) Patatas cocidas con piel y escaso aceite de girasol les preparaba en cuencos Amanda Woyke, cocinera de la servidumbre, a los jornaleros y siervos de Zuckau, dominio público de la Corona prusiana: los domingos, con requesón; durante la semana, con naterón sin grasa hecho de suero. A veces servía además rodajas de cebolla. Cuando Danzig era una república napoleónica y, por ello, fue sitiada por rusos y por prusianos, el gobernador francés supo apreciar la ocurrencia de la cocinera Sophie Rotzoll de rematar el asado de caballo, cortado de los reventados sementales de sus ulanos polacos, con requesón agridulce y pasas. Lena Stubbe adornaba su miserable sopa de berza a la que sólo unos huesos de vaca daban gusto y solitarios ojos de grasa, con migajas de requesón. O hacía sopas de leche agria, en las que echaba pedacitos de pan duro o picaba pepinos, caritativamente regalados a la cocina popular de Ohra. En su Libro de cocina proletaria figuraba la receta «arenque agrio con requesón». Cuando Billy celebró con sus amigas el Día del Padre y el mundo parecía aún sereno, hubo, después de los filetes y los riñones de cordero a la brasa, queso de oveja búlgaro, emparentado con nuestro requesón nacional de influencia minoica. Y también María Kuczorra que, como cocinera de la cantina de los astilleros Lenin de Gdansk, vigila las provisiones y sus precios, come requesón polaco con cuchillo mientras, en silencio, mira fijamente ante sí. De igual modo mi Ilsebill, desde que está embarazada (por mí), pide como una toxicómana naterón, kéfir, leche agria, yogur &, la parentela entera del requesón. Sin embargo, sobre la evolución ulterior de nuestra industria quesera casera, de influjo minoico, el rodaballo no dijo casi nada. Tampoco quiere reconocer que nos abrió los ojos demasiado tarde. En lugar de ello, pretende ante el tribunal que Aya y las demás mujeres sabían o, por lo menos, sospechaban qué y quién las preñaba una y otra vez, y que no eran madres por sí solas, sino mediante cierto ingrediente. Pero Aya, según dice, no consideró oportuno revelar esa sospecha como semicerteza ni confirmar la paternidad, si no individualmente, al menos como principio. ¿Es verdad eso, Ilsebill? ¿Lo sabíais y no dijisteis nada? ¿Fue un método neolítico de mantenernos en la inopia? ¿Os habíais conchabado? ¿Estabais ya entonces unidas las mujeres? No quiero creer al rodaballo. Siempre refunfuña. Todo le parece mal. Dice que los Edeks, pomorscos gandules, estábamos muy poco dispuestos a reclamar paternidades, fundar familias, heredar posesiones y hacer que las dinastías florecieran, proliferaran, degeneraran. Según él, nada nos acreditaba como padres. No se nos ocurrió dar ninguna forma alusiva a las asas de las vasijas de arcilla, ni fabricar falos de piedra como testimonio cultural. En vano nos habló del toro minoico. Es verdad que fuimos arremetedores como conejos, pero como desconocíamos nuestra fuerza procreadora, fuimos también, culturalmente hablando, unos pichaflojas. No es justo, Ilsebill. El rodaballo disimula que la elaboración minoica de la leche nos interesó relativamente pronto. Como si la cuajada no tuviera valor cultural. Como si lo que importase fuese siempre y exclusivamente la paternidad. Como si no hubiéramos extendido de horda en horda, hospitalariamente nuestro requesón. Lo mismo que invitamos gente a cenar mis berenjenas al gratín con queso rallado, tu ensalada jugosa  y luego tememos las contrainvitaciones a insípidos pollos hormonales con salsa de curry, también en la última fase de mi tempotránsito neolítico teníamos invitados. Lo mismo entonces que ahora: a la larga no se puede permanecer egoístamente aislados, aunque los agradables vecinos de al lado, con sus eternos problemas matrimoniales, no acaben de gustarnos; los hombres nos definimos como sociales. El rodaballo había criticado ya nuestro aislamiento y me había aconsejado buscar el contacto con nuestra horda vecina que, según él sabía, llevaba siglos asentada en el interior: «¡Salid de los pantanos, hijo! ¡Moveos! Si no queréis imitar en nada la gran cultura minoica y os contentáis con el logro de vuestra cuajada, buscad al menos aquí la comparación entre las hordas, a fin de que, un día, os convirtáis en clan, tribu y, finalmente, pueblo. Y aunque vuestra Aya os tenga en la idea de que sólo existís ella y vosotros y nada más que vosotros y ella, tienes que confiar en mi sabiduría, hijo: también tras las montañas el mundo sigue, hay gente, gente que se multiplica alegremente. No estáis solos». Por eso persuadí a algunos cazadores de nuestra horda para que no se limitaran a cazar en los tremedales el anta y el búfalo, sino que remontaran el curso del Raduna y rastrearan los bosques cercanos. Mi opinión de pescador, en el sentido de que, si las anguilas venían de allí, descendiendo por el Motlava y el Vístula y buscando el mar abierto, debía de haber allí algo y no sólo nada, encontró una aprobación titubeante. Tuve que aplacar el miedo: «¿Qué nos puede pasar? Nos quedaremos cerca del río. Y si se hace demasiado oscuro, nos volvemos». Es verdad que conocíamos los lindes del bosque, de buscar setas y arrancar raíces y de la caza precavida del tejón y la jabalina, pero nunca nos habíamos atrevido a adentramos en el bosque crepuscular. Nuestro valor se limitaba a los pantanos y marismas; pero en suma, como dice el rodaballo: nos pusimos en marcha. Sin que Aya lo supiera, seis cazadores de las tierras bajas y yo caminamos furtivamente a través de ondulados bosques de hayas y robles hasta llegar al paisaje de selvas y charcas de las lomas bálticas, luego llamado Cachubia; silbando, por cierto. Ya en época tan temprana aprendimos a fruncir los labios y utilizar contra el miedo ese remedio casero. Quizá tendrías que saber, Ilsebill, que nuestra comarca era entonces relativamente joven; sólo había surgido después del último, por el momento, período glaciar, cuando, al retirarse las aguas, tomó su forma definitiva la costa del Báltico. Antes, en la época de las glaciaciones de Riss y de Würm y en el período interglaciar, aquí no había nada, sólo tiempo y glaciares. Únicamente después del período Würm, cuando en otras partes se esculpían ya ídolos y se hacían inscripciones rupestres, nuestros antepasados paleolíticos siguieron a los hielos en retroceso. Encontraron una región poco acogedora. Porque los glaciares, que primero avanzaron y luego retrocedieron, habían desbastado las aristas de las montañas cachubas. Los cantos de las morrenas y los valles glaciares señalaban su camino de fuga. Por el camino, los siete silbadores habitantes de las tierras bajas encontramos hachas de mano toscamente talladas, testimonio de la horda primitiva en una época en que el Lobo del Cielo custodiaba aún el fuego, el alimento crudo era cotidiano y nuestra Aya no tenía nada que decir; tampoco (estoy seguro) existía el rodaballo. Tras la retirada temporal de los glaciares (volverán a venir, como siempre han vuelto), únicamente teníamos, al parecer, estepas azotadas por los vientos, laderas de cantos rodados, ciénagas gorgoteantes y ríos inquietos siempre en busca de nuevos lechos. Sólo con el templado clima que siguió aparecieron los bosques. Y sólo en la costa perduraron los primitivos pantanos entre las desembocaduras ramificadas de los ríos. Los renos, antas y búfalos se habían refugiado allí. Sin embargo, en aquellas colinas boscosas, además del lobo y el oso, a los que conocíamos y evitábamos, nos amedrentaban otros animales: caballos salvajes, por ejemplo, el lince y el búho. Buscábamos la proximidad del Raduna, que corría hacia nuestros hogares, y silbábamos cada vez con más arte para combatir el miedo. Así, sólo así, frunciendo los labios por miedo, descubrió el hombre la música, aunque el rodaballo diga que el origen de todas las artes es espiritual. Y después del tercer día de nuestra expedición prohibida, los siete cazadores de los pantanos y ciénagas nos encontramos con siete cazadores de los bosques, a la distancia de un tiro de piedra, en medio de los helechos. Entre nosotros y ellos, lisas hayas, setas aisladas o en círculos mágicos, un atareado hormiguero, luz que se filtraba oblicuamente. Puedes creerme, Ilsebill: no sólo tuvimos canguelo nosotros; también ellos. (Y, lo mismo que a nosotros, se hubiera podido oír silbar suavemente entre dientes a los extraños.) Naturalmente, ante todo comparamos, al acercarnos mutuamente, sus hachas de piedra y puntas de lanza y flecha con nuestros pertrechos. Nosotros preferíamos el pedernal, que encontrábamos en el trozo de acantilado gredoso que fue luego el Nido del Águila. Los cazadores del bosque no conocían el pedernal y utilizaban la cuarcita, el esquisto y la basanita. Aunque el filo de nuestros cortes nos daba la superioridad a primera vista, vimos, sin embargo, que los cazadores del bosque llevaban pesadas hachas de piedra, no sólo talladas, sino pulimentadas y en las que los agujeros del mango habían sido perforados & ¿cómo? Nosotros atábamos todavía el hacha, de mano o no, a un mango hendido. Es posible que nuestras puntas de flecha de pedernal en forma de hoja de sauce suscitaran igualmente la curiosidad de los cazadores del bosque. En cualquier caso, no sin pantomimas amenazadoras, nos mostramos mutuamente nuestro equipo, pero fuimos incapaces de actuar, porque sin Aya no podíamos decidirnos. Aunque el deseo de golpear y atravesar hacía que nuestros miembros temblasen, nos mantuvimos a distancia, y también la parte contraria se agitó inquieta sin decidirse. Exacto, Ilsebill: los nuestros me enviaron a mí a la costa, como corredor veloz, para pedirle consejo a Aya, y también las gentes del bosque enviaron a uno de los siete a la espesura. Corrí como un loco, acosado por el horrible bosque en el que, además del lince y el búho, vivía el fabuloso unicornio. Lo que me ocurrió en el camino dos lobos estrangulados con mis manos desnudas, un oso pardo traspasado de parte a parte, un lince herido de un flechazo (y eso de noche) entre sus dos ojos fosforescentes, un unicornio engañado para que se clavase en un haya, en un olmo, en un arce &, no, en un roble , todo ello no viene a cuento y resulta accesorio, porque sólo importaba el mensaje. La última parte del recorrido la hice sobre un caballo salvaje, al que me subí de un salto. Cabalgar me gustaba. Sólo cuando el bosque se aclaraba ya y debajo de mí se extendían nuestra tierra llana, los desembocantes Raduna-Motlava-Vístula, las siempre neblinosas marismas y, delante, la cresta de dunas, las playas blancas y el Báltico, me tiró la yegua. Durante dos días y una noche corrí y cabalgué; al final, porque iba a caballo, cantando a voz en cuello. Aya escuchó mi relato entrecortado, sin hacer preguntas, reunió sin mí al consejo de mujeres, vino luego con dos de ellas, que me cargaron con un cesto lleno hasta arriba, dio a la horda que se quedaba instrucciones tutelares y nos ordenó a mí y a sus acompañantes dos jóvenes tritetudas  que iniciáramos la ardua caminata. Esta vez no nos asustó ningún lince. Ningún unicornio relució entre los helechos. La selva virgen me era ya conocida. En presencia de Aya no procedía silbar. Alanceé en el Raduna lucios inmóviles. Donde había setas que conocíamos, las cocinábamos al aire libre. Un pequeño recipiente lleno de brasas sobre cenizas formaba parte de nuestra impedimenta. Ranas de gruesas ancas, fresas silvestres de tamaño nunca soñado. Yo, el explorador, lo pasé bien: las tres mujeres me amamantaban. Cuando, una vez, espantamos a una manada de caballos salvajes entre las hayas de la espesura, Aya pareció encantada; con gusto le hubiera mostrado mis habilidades de jinete. Y entonces llegamos y vimos: de nuestros seis hombres, uno estaba grave y dos levemente heridos; los contrarios tenían cuatro heridos leves, que yacían entre los helechos junto a nuestros lesionados. Todos eran cuidados por la Aya de la horda del bosque y sus mujeres. Remedios caseros que nosotros conocíamos: acederas, ortigas y numularia. La otra Aya y sus iguales que, sin embargo, no se llamaban Aya, sino Eya  tenían también tres pechos y gobernaban, como nuestra Aya, mediante una tutela total. El sistema lo conocíamos también. Aunque hace poco he lamentado la falta de solidaridad de las mujeres de nuestra vecindad (y también en general), ahora puedo informarte de algo más agradable: Aya y Eya, por descartado, se entendieron divinamente. Cómo se tocaron entre risitas sus hoyuelos, se olfatearon, se lanzaron entusiasmadas estridentes sonidos guturales. Celebraron su consejo de mujeres lejos de nuestra lastimada virilidad. Por lo visto, Eya y Aya se hicieron inmediatamente invitaciones y contrainvitaciones. No se declaró la guerra, sino que se cursaron invitaciones para comer. Porque aquella misma noche nosotros y nuestros heridos éramos ya huéspedes de la horda vecina, que se había asentado no muy lejos, entre dos lagos: charcas residuo de la era glaciar. Enseguida trabé conversación con los pescadores de aquella horda: tenían ya (además de nasas) redes. Les enseñé a utilizar como anzuelo la espoleta de las palomas torcaces. Comimos hasta el nopuedomás. Naturalmente, las mujeres comieron aparte y comida especial. Pero también nosotros conocimos nuevos sabores. Si a las mujeres se les puso a la mesa hígado estofado de caballo salvaje con tortas de harina de bellota endulzadas con miel, después de unas brecas asadas en piedras calientes, los Edeks tuvimos trozos de carne de caballo asados y, por añadidura, aquellas tortas dulceamargas. Por lo demás, las Eyas y los Ludeks, como se llamaban los hombres de la horda vecina, comían, como nuestras Ayas y nuestros Edeks, solos y apartados entre sí, de forma que sólo durante la cagada colectiva comenzó a haber ambiente; sin embargo, de eso hablaré más tarde: de cómo, durante mi tempotránsito neolítico, comíamos aislados y contemplábamos los excrementos en sociedad. Después del festín, Aya vació el cesto. Para ello me llamó a mí. Me hizo el honor. Porque, como regalos, las mujeres habían empaquetado mi producción cerámica: varios cuencos para preparar cuajada, que el rodaballo, generosamente, atribuyó ante el tribunal a la cultura del vaso campaniforme. Tres cacharros refractarios, en los que Aya precocía los estómagos de anta hembra, lo mismo que hoy dejamos hervir durante cuatro horas y media los callos de tripa de vaca. Y en el cesto de los regalitos había once figurillas de barro ligeras, modeladas en torno al dedo medio de mi mano izquierda: Ayas rechonchas y tritetudas que utilizábamos para el culto. (Aya había escamoteado mis ídolos de cabeza de rodaballo, que no le gustaban pero, sin embargo, no prohibió. Naturalmente, tampoco había una sola picha de anta cerámica en el cesto.) Las Eyas me elogiaron y mimaron. El cocido de la arcilla lo desconocían todavía. El artista de la horda vecina, un pescador al que luego llamé Lud, vino, expresamente llamado, y se tragó mi breve conferencia sobre alfarería, pero no dio grandes muestras de aprobación: un tipo huraño que se convertiría en mi amigo, una y otra vez, durante distintos tempotránsitos: ¡Ay, Lud! ¡Cómo nos emborrachábamos goticoflamígeramente con cerveza negra, cómo disputábamos sobre los sacramentos, cómo comíamos queso con cuchillo en el valle de lágrimas barroco y cómo, en todas las épocas, hablábamos de arte hasta el agotamiento! Recientemente Lud ha muerto otra vez. ¡Cuánto lo echo de menos! Tendré que hacer su necrología; más tarde. Y, por la noche, los Edeks y Ludeks ilesos y los levemente heridos en la oreja o la nariz fueron intercambiados: mi Aya se llevó al huraño Lud y yo encontré repetida, en la Eya de la horda vecina, a mi Aya tutelar: tan amplia, tan insondable, tan fundamental, tan minuciosamente vaciadora de la mente, tan rica en hoyuelos, tan tierna, tan mortalmente segura. Créeme, Ilsebill, no lo olvido. Siempre buscaré en ti a Aya y a Eya. Y a veces encuentro contigo a las dos en un mismo lecho. Si una me rechaza, la otra me acoge. Nunca me falta un refugio. Siempre encuentro en Aya o en Eya un hogar acogedor. Por eso nunca me siento en una cama extraña. Por eso, Aya como Eya y Eya como Aya me han hecho su esclavo. Porque, imagínate: Eya vino también con sus iguales y con un cesto lleno hasta arriba. Según la medición actual del tiempo: tres semanas más tarde estaban allí, llevando por escolta a los siete cazadores del bosque y al siempre huraño Lud. Les pusimos a la mesa lo que teníamos: huevas de esturión ahumadas, sémola de esteba cocida en leche de reno, solomillo de búfalo cortado en pedazos que, ensartados con boletos ásperos en mimbres húmedos, asábamos como pinchitos. Para terminar les dimos nuestra cuajada, mezclada con bayas de enebro. A las Eyas y los Ludeks les gustó todo. Y a nosotros nos gustaron sus regalos. Lud, el pescador de red y artista, tenía en su producción morteros y manos de mortero tallados (¿con qué?) en una roca dura como el granito, para machacar bellotas, hachas de piedra perforadas, una red de pescar (que nos regaló como modelo) y varios ídolos de la fertilidad rascados en caliza que, sin embargo, no representaban la tripectoralidad de Aya o de Eya, sino vulvas ovales y de anchos labios, de hendidura abierta y profundamente entallada, y cuya comisura inferior estaba pulida en forma de embocadura, de modo que aquellas prácticas vulvas de piedra servían de cuencos para beber agua, jugo de bayas, hidromiel, leche agria de anta y otras bebidas & o para el brebaje favorito de nuestra horda vecina: leche de yegua descremada y fermentada luego, espirituosa y embriagadora, porque los Ludeks de la horda de las Eyas domesticaban caballos salvajes lo mismo que nosotros hacíamos con los antas y los búfalos. Además, tanto en su horda como en la nuestra ladraban los perros. Después de esa contrainvitación se desarrollaron entre horda y horda relaciones de buena vecindad. Aprendimos del pueblo de Eya a tejer redes y perforar hachas de piedra, y por último a cocer tortas de maíz, mientras que ellos aprendieron de nosotros a preparar la cuajada, pescar con anzuelo y cocer cacharros de arcilla. También en otros aspectos se estableció la comunicación, como había querido el rodaballo. El intercambio de hombres entre las hordas se hizo costumbre regular, aunque trajo conflictos consigo; porque a los Edeks y los Ludeks no se nos consultaba para nada; teníamos que cumplir simplemente, nos gustase o no. Tienes que comprenderlo, Ilsebill: no siempre funcionaba con todas las Eyas. También nuestras Ayas se iban a veces de vacío: no pasaba nada. Hay tardes en que uno prefiere jugar con piedrecitas, estar solo tranquilamente, meterse el dedo en la nariz sin desear nada, sentir flojera. A veces le desagrada a uno el propio instrumento, le resulta molesto y extraño ese incómodo colgajo entre las piernas: una especie de engorro cabezón. De esa forma conocimos el fracaso (y la tonta vergüenza cuando aquello no funcionaba). Las quejas pasaron de una horda a otra. Las relaciones de buena vecindad se enturbiaron temporalmente. Los Edeks y los Ludeks llegaron a las manos, y también llegamos Lud y yo. Yo dije que teníamos que entregarles puntas de flecha talladas de pedernal; ellos sólo nos ofrecían a cambio, como materia prima, una piedra dura (sin tallar y sin perforar). Lud dijo que mi producción cerámica era muy mona; yo le tomé el pelo: aparte de sus coños de piedra no se le ocurría nada. Rabia y despecho. Peleas y gritos viriles. Pero no estalló la guerra. El intercambio de hombres aunque más desganadamente  siguió siendo habitual. De ello se cuidaron Aya y Eya. Siempre estaban de acuerdo. A las dos les importaba sobre todo el principio. Poco a poco, las dos hordas se mezclaron en un gran clan; luego nos convertimos en tribu. Y también el rodaballo, ante el tribunal feminista, a pesar de todos sus reparos de orden superior y de sus objeciones críticas contra la tutela absoluta, calificó el intercambio de hombres de arreglo sensato, porque de esa forma las dos hordas vecinas evitaron el peligro de una consanguinidad embrutecedora. «En cualquier caso», dijo, «mi consejo eliminó el aislamiento, creó la comunicación, impidió la degeneración, posibilitó las influencias recíprocas y fomentó la formación del pueblo pomorsco; aunque, en el aspecto sexual, se hubiera debido permitir a los hombres, al menos, la libre elección de compañera». Tres de las ocho vocales del tribunal feminista estuvieron de acuerdo. Por desgracia, la presidenta, Dra. Schönherr, se abstuvo en la votación. Y la fiscal, Sieglinde Huntscha, dijo: «Quizá los hombres puedan fornicar indiscriminadamente; las mujeres, sin embargo, no podemos conformarnos con el primer pedazo de hombre que se nos pone a tiro». ¿Y tú, Ilsebill? ¿Qué opinas tú? ¿Supongamos que tuvieras que hacerlo con cualquier tipo que tuviera ganas o sólo ganas a medias? Ahora que estás embarazada, después de que, libremente, nos pusimos de acuerdo, tienes que comprender mi infelicidad de entonces. Dime que era represivo intercambiarnos por las buenas entre las hordas: sin consultarnos, a capricho de las mujeres. Porque aquello no tenía ya nada que ver con la hospitalidad. Dr. Cariño ¿Te falta algo? ¿Qué te falta? Tu aliento en mi cogote. Algo que chupe-muerda-lama. La lengua de la ternera, el mordisqueo del ratón. Vuelan mis palabras cariñosas que no tienen sentido. Los niños las cuchichean, viejos que, bajo la manta, se quedan solos con sus pulgares. Y tu piel, ahora interrogada, se estremece ante la prueba: pudor que, en la oscuridad (cuando todos se marcharon), nunca fue desechado. Alguien llamado Dr. Cariño sigue viviendo prohibido-escondido. Lo que falta lo sabe la ciencia numérica: unidades de caricias para las que no hay, de momento, ningún sustitutivo. Satisfecho El pecho de mi madre era grande y blanco. Chupar teta. Hay que aprovechar, antes de que se convierta en biberón y chupete. Amenazar con tartamudeos, complejos, si se me quiere privar de él. No basta con lloriquear. El caldo de carne clarito hace afluir la leche, o la sopa de cabezas de merluza, turbiamente cocidas, hasta que sus ojos, ciegos, ruedan aproximadamente en dirección a la felicidad. Los hombres no alimentan. Los hombres tuercen hacia casa los ojos cuando las vacas de pesadas ubres taponan las calles y el tráfico comercial. Los hombres sueñan con el tercer pecho. Los hombres envidian al lactante y siempre echan algo en falta. Nuestros niños de pecho barbudos, que se cuidan de nosotros los contribuyentes, chasquean la lengua entre un par de citas, apoyados en sus cigarrillos. A partir de los cuarenta habría que amamantar otra vez a los hombres: públicamente y cobrando, hasta que estuvieran totalmente hartos y ya no llorasen, no llorasen en el retrete: solos. La reina de las remolachas Y entonces desapareció el tercer pecho. Verdad es que no sé muchos detalles no ocurrió en mi época y pudo pasar después de ciento once generaciones de Ayas , pero ya no estaba, Ilsebill. Sin embargo, al parecer, no se atrofió poco a poco, sino que faltó de repente. No, no porque las mujeres estuvieran cansadas de darnos de mamar y mamar, sino porque el rodaballo quiso ser dios de los Edeks. Tú dirás: «Eso también es muy típico», pero en aquella época había una necesidad cada vez mayor de compensación, de un poco de divinidad masculina. No era que el rodaballo quisiera ser el único dios; modestamente, sólo un dios de segunda fila. Y, en algún momento, una de las sacerdotisas todavía tritetudas de Aya se dejó convencer, acosada por las súplicas de los hombres: se acostó con el rodaballo entre los juncos, o entre las hojas, o en un lecho de hojas y juncos, y regresó al día siguiente: sin el pecho de en medio. ¿O quizá ocurrió de otra forma? Los Edeks, como no pasaba nunca nada, quisimos divertirnos y asustar un poco a las mujeres, lo mismo que yo, el otro día, te di un susto del demonio. «¡Hay algo viscoso ahí! ¡Ayyy!», gritaste deshaciéndote de la manta a patadas: entre los dos yacía sobre la sábana, larga como el brazo, con su sinuosa hermosura. Desde luego, fue irresponsable por mi parte. Ahora que estás embarazada, esa anguila en la cama hubiera podido provocar una desgracia. Entonces, en la época de la centésimo onceava generación de Ayas, modelé secretamente en arcilla un hombre de tamaño natural, al que le había crecido en cada nalga un falo impúdico suplementario, de forma que hubiera podido satisfacer a la vez a tres Ayas. Colocamos al hombrachón en una noche sin luna ante la gran choza de las mujeres y, a la mañana siguiente (visto con ojos aún soñolientos), mi Superedek pasó por auténtico. En cualquier caso, las mujeres, algunas de ellas embarazadas, comenzaron a dar gritos; pero las consecuencias no fueron abortos sólo. ¿O fue algún otro susto, parecido a ése, el que eliminó el pecho central como una verruga? Simplemente desapareció. Hubiera debido desaparecer hacía tiempo. O tal vez sucedió de otro modo. La operación se produjo mucho más tarde. Incluso Vigga tenía todavía el tercer pecho que necesitábamos los pomorscos. Nuestras necesidades apenas cambiaban. ¿Para qué? (Nos iba de cojón.) Sin embargo, cuando Vigga, en varias campañas en gran escala, hizo arrancar la llamada remolacha de los sueños una raíz especial para fines múltiples  como nociva para el pueblo, y nos quitó la hierba de los deseos que, durante milenios, masticada como hojas de tabaco, coloreó nuestros sueños, disipó nuestros temores y colmó nuestras nostalgias, dejamos de ver como real lo que era sólo un deseo. Así se rompió la película de imágenes vívidas. Así perdimos nuestra inocencia. Se acabó el tercer pecho. Como ya no soñábamos con él, dejó de sernos palpable. Destetados, intentábamos asir el vacío. La chata realidad nos había hecho pobres. Fue doloroso, Ilsebill, créeme, aunque ahora, sin deseos (porque no teníamos sueños) no podíamos comprender lo que habíamos perdido. Entonces se apoderó de nosotros la inquietud, vino la insatisfacción. Sustitutivamente masticamos luego (hasta en la época de Sophie) setas matamoscas secas & por no hablar de todo lo que hoy se kifea, se hachisea, se cuece en infusión o se chuta en las venas. Sin embargo, nada igualaba a nuestra extirpada remolacha de los deseos. Y, ante el tribunal feminista, el rodaballo dijo que no sabía nada de nuestra droga primitiva: «Pues sí, señoras, así se desvaneció en la edad del hierro de Vigga, para ser exactos  la estafa de los tres pechos. Por fin vieron claro los señores. De repente se evaporó la ficción de la madre primitiva y trina. De pronto desmitificada por no sabemos qué relámpago esclarecedor  apareció la buena de la vieja Vigga con sólo sus dos tetas ordinarias. El desengaño consiguiente quizá favoreció la decisión de algunos pomorscos del sexo masculino de participar, a título de ensayo, en las migraciones bárbaras. Nada extraordinario. También en otros lugares, y mucho antes, los sueños en la madre primitiva se habían volatilizado. La diosa cretense Hera, que pasaba por ser la crema de la maternidad telúrica minoica, tuvo, si no que renunciar a su dominio, al menos que compartirlo y avenirse al matrimonio sí señor, al matrimonio  con el dios Zeus. Y también yo, transitoriamente, tuve que desempeñar funciones divinas para relativizar un tanto la maternidad primitiva que, a pesar de la pérdida del pecho, seguía siendo tutelar. Me atosigaban. A pesar de todos los fracasos, no se habían olvidado mis esfuerzos de milenios en favor de la causa masculina. En nombre de la división del trabajo, se me confió todo lo relativo al mar, los ríos y, por lo tanto, la pesca. En un papel comparable al de Poseidón como el dios griego con respecto a la Atenea pelásgica  tuve que afirmarme junto al culto de Aya, que perduraba. Eso, en Atenas lo mismo que en otras partes, no fue posible, naturalmente, sin conflictos. Como pueden figurarse, respetadas señoras, la sustitución del matriarcado por el razonable aunque un poco ficticio patriarcado trajo consigo más de una contrarrevolución. No hará falta que les recuerde las bacantes, amazonas, erinias, ménades, sirenas y medusas. Duras, realmente duras fueron las luchas entre los sexos en la antigua Grecia. En comparación, la cosa se desarrolló en el Vístula con pocos incidentes. Salvo la súbita desaparición del tercer pecho no hay nada extraordinario que reseñar. No hubo materia para tragedias, aunque en aquella época los turbulentos godos se tomaron un descanso en la región de la desembocadura del Vístula y, en su sed de hazañas, no sabían si volver al norte o continuar hacia el sur. Entre los pomorscos se mantuvo la habitual ginecocracia, aunque un tanto suavizada por mí, el escamante dios secundario. Incluso pervivió la tripectoralidad: en la pequeña artesanía cerámica. Sin embargo, nada de nuevas eras, salvo en una cosa: desde Vigga se cultivó la remolacha. Era una verdadera reina de las remolachas y lo parecía». Con ella la agricultura se convirtió en servidumbre. Mientras Aya nos tuteló a través de sus sucesoras, el cultivo de la cebada, la escanda y la avena se mantuvo dentro de límites razonables; como cazadores y pescadores, éramos independientes desde el punto de vista profesional; en los cañaverales y el monte bajo, en los pantanos y en playas distantes, estábamos fuera del alcance de la voz y, aunque oprimidos, podíamos vivir tranquilos. Fue Vigga la que nos unció al arado de madera y nos envió a plantar nabos. Tuvimos que recoger simientes de raíces silvestres porque, en su parcela experimental del tamaño de un jardín, Vigga sembraba en hileras rabaniza y remolacha forrajera, y cultivaba formas primitivas del rábano, de la escorzonera y de esa remolacha roja (derivada de la cepa Beta vulgaris) con la que, mucho después, Amanda Woyke, cocinera de la servidumbre, hacía, con eneldo, sopa de remolacha: en los días calurosos de agosto se la llevaba fría a los campos a los siervos de Zuckau, dominio público de la Corona prusiana. En cualquier caso, los godos nos llamaban desdeñosamente comerraíces, lo mismo que nosotros los llamábamos a ellos comehierros, porque aquellos godescos eran demasiado vagos para doblarse, como había observado ya Tácito en otras tribus germánicas. Preferían soñar distancias. A nosotros nos gustó siempre mordisquear nabos. Me vienen a la memoria jugosas raíces silvestres que hacían llorar, duras pero dulces de masticar y que, en la época de Aya (como privilegio) eran extraídas exclusivamente por las mujeres. Y, después de los primeros ensayos de selección de Vigga, que sólo dieron resultado en tiempos de Mestuina (el rábano campestre), Dorotea de Montovia en su huertecita cuaresmal, la monja Margareta Rusch en el jardín del convento de Santa Brígida, y Agnes en sus planteles de régimen: cultivaron nabos emparentados con nuestras zanahorias, con el apio y con el nabo de Brandeburgo. Más tarde aún llegó de Baviera por correo, derivado de la colza, el colinabo; Amanda Woyke lo llamó, acertadamente, rutabaga y Lena Stubbe lo coció, en cantidades industriales, en cocinas populares (como respuesta a la cuestión social), durante las épocas de hambre del capitalismo temprano. Del año de guerra y gripe de 1917 procede la expresión: invierno del colinabo. No tengo nada contra la rutabaga, pero aquí me refiero al nabo primitivo, largo, tieso, en unos sitios arrugado, en otros caricaturesco, por todas partes bulboso. Remataba en punta en unos enroscados filamentos o dejaba brotar un mechoncito de su cabeza redonda. Cuando las primitivas raíces estaban demasiado próximas en las morrenas, entrelazaban sus dedos. Nosotros las comíamos como salían, torcidas o derechas. Mientras la nieve no lo igualaba todo, en el neolítico se sacaban a diario raíces grandes como el brazo, palabra  que como mejor sabían era crudas. Las mujeres podían morderlas las primeras, comenzando por la punta; nosotros, los Edeks, mordisqueábamos el resto y sólo teníamos el dudoso privilegio de probar primero las setas silvestres sospechosas. Y lo mismo que con todo lo que, por su forma, permitía una comparación, Aya hizo también un culto del morder raíces. Sugestivamente, cuando llegaba la luna de los sacrificios, las mujeres sostenían ante sí aquellos nabos primitivos. Antes de clavarles los dientes con un ruido seco, lanzaban cortos gritos coléricos, para que nos sirviera de advertencia a los Edeks. En calidad de ofrendas, manojos de aquellas raíces primitivas llenaban los cráneos blanqueados de los antas machos. Las raíces servían para curar. Nuestros nabos de los sueños echaban hojas. Seguían contándose cuentos remolacheros & Y, una vez, Aya y sus iguales sacaron de una morrena que llegaba hasta la playa, después de tres horas de esfuerzos en los que once mujeres desplegaron sus fuerzas, un nabo del tamaño de un hombre. (La imagen de las mujeres aferradas a las hojas y mutuamente entrelazadas se me quedó grabada y, cuando por fin salió la raíz, la dibujé en la corteza de un abedul, tiñéndola con jugo de plantas.) Tan ejemplarmente yacía el nabo primitivo, de tamaño humano y estáticamente retorcido, en medio de la horda asombrada, que casi ya se disponían a ello algunas mujeres farfullantes  nos encontramos con un dios-rábano (Ram); Aya, sin embargo, se sentó a horcajadas sobre el supuesto instrumento divino y se hizo llevar en hombros triunfalmente por sus Edeks. No toleraba nada que no fuera ella. El viejo dioslobo, al que había robado el fuego, exigía ya un culto secundario suficiente. (Y en la clandestinidad se rumoreaba  los Edeks intentaban inventarse un dios-pez.) Por lo demás, el monstruo sabía a madera y más tarde se pudrió. Ni siquiera los búfalos quisieron el resto. Sin embargo, morder nabos siguió siendo una diversión y a nosotros, los hombres, no deja de infundirnos miedos ancestrales todavía hoy. Dorotea de Montovia comía aún nabos simbólicamente, como si el dulce Jesús quisiera manifestarse a ella bajo esa forma. Y también para la abadesa Margareta Rusch y sus monjas las zanahorias eran algo más que simples hortalizas. Sólo Agnes Kurbiella cocía y rehogaba con manteca sus zanahorias, sin doble sentido. No obstante, en la actualidad el culto a las raíces cobra nuevo impulso con el cultivo de hortalizas macrobióticas sin productos químicos. En todas partes se muerden en público hortalizas crudas. Las chicas jóvenes no sienten vergüenza alguna en dar dentelladas sonoras, asustando a los hombres. Hasta la publicidad colabora ya, en colores y grandes superficies: al lado y en medio de quesos diversos, salchichas, jamones y pan negro, aparecen rábanos y rabanitos. Naturalmente, eso significa algo y, desde luego, no un suave mordisqueo. Todavía se muerden otras cosas como sustitutivo. Pero se va extendiendo el miedo & Y en una pausa del proceso mientras se veía el caso de la Vigga férrea, el rodaballo tuvo otro de sus desmayos  vi cómo la fiscal, Sieglinde Huntscha, cercenaba un rábano con sus grandes incisivos, ligeramente amarillentos. Cuando la saludé al pasar nos conocemos de antiguo  mordió o remordió otra vez y sólo después, todavía mascando, respondió a mi saludo: «¿Qué hay, chaval? ¿Por fin te han dejado entrar? Ya puedes darme las gracias. ¿Qué, qué te parece el rodaballo? Las está pasando moradas, pero se las sabe todas, el tío. Se escabulle y, cuando lo tengo acorralado, le da el desmayo consabido. Como el otro día, cuando quería hacernos tragar que la mujer está por naturaleza bien dotada para los trabajos del campo. De la remolacha forrajera a la remolacha colorada: ésa es su idea del progreso. Una importante contribución a la historia de la nutrición y cosas así. Aportaciones femeninas históricamente trascendentes. Por eso he hecho que me trajeran del mercado unos cuantos rábanos. ¿Quieres?». Y Sieglinde Huntscha me dio lo que le quedaba. Mordisqueé como un conejo que no sabe hacer otra cosa. Entonces volvió a abrirse el caso Vigga. Por lo visto, el rodaballo se había repuesto. Y también yo, gracias a la recomendación de Siggi, pude sentarme por fin entre el público. No es justo, Ilsebill. Al principio no querían dejarme entrar. Mi alegación, apoyada con pruebas documentales, de haber estado siempre, desde el neolítico hasta hoy, en relación con Aya, Vigga y Mestuina, con la goticoflamígera Dorotea, la gorda Greta, la dulce Agnes, la prusiana Amanda, etcétera, no fue confirmada por el rodaballo según él, los hombres habían sido en todas las épocas intercambiables  y las vocales del tribunal se rieron de ella: eso era muy fácil de decir. Sin duda el conocido escritor buscaba materiales, quería congraciarse, gorronear de nuevo, sacar dinero de sus complejos con la literatura y, quizá, intentar engañarlas con la reivindicación de un retiro para el ama de casa y otras maniobras de apaciguamiento. Sin embargo, esta vez no se trataba de pequeñas reformas, sino del rodaballo como principio. Los destinos individuales de los hombres supuestamente afectados no interesaban. Conocían el rollo de sobra. Se me discutió el derecho a declarar. Se me negó un pasado de cuatro mil años. (Como si no estuviera aún neolíticamente tarado.) Ni siquiera como público se me toleraba. Porque el público, cuya entrada era teóricamente libre, estaba sometido a un control riguroso: un hombre por cada diez mujeres. E incluso los escasos hombres admitidos tenían que llevar certificados en los que sus esposas, profesionalmente activas, garantizasen su domesticidad (cocinar-limpiar-cuidar niños): «Lava platos con regularidad». Por fin, cuando acompañé mi tercera solicitud de admisión con dos fotocopias de cartas tuyas en las que, además de mis virtudes domésticas, considerabas mi quebrantada virilidad como base de nuestra relación, se me prometió estudiar mi expediente con buenos ojos. (Gracias, Ilsebill.) Quizá tendría que confesar que, sin embargo, asistí al proceso desde el principio. Un electricista, que desde la cabina de proyección del antiguo cine se ocupaba de la iluminación de la sala, el foco para el rodaballo, la instalación de altavoces y el proyector del material del proceso (documentos, estadísticas), me permitió, mientras se debatía el caso Aya, contemplar la sala por una ventanita cuadrada y estar también acústicamente presente gracias a unos auriculares. ¿Solidaridad masculina cómplice? Quizá. En cualquier caso, me hizo ese favor, aunque el tribunal feminista sólo provocaba en él normalmente un comentario: «¡Habría que ser rodaballo! Menudo espectáculo están organizando esas señoras». Entonces, por fin, me convertí en público autorizado. Cuando se trató de Vigga, la raíz primitiva, el primer cultivo de nabos, mi monótona existencia de carbonero, nuestros huéspedes los parasitarios godescos y mi breve participación en las migraciones bárbaras, me sentaba en la fila 11 en una butaca tapizada de rojo vinoso. A mi izquierda, una abuelita de risa amarga. A mi derecha, una joven libi que tejía una bufanda superlarga de color verde loro. Saludé a izquierda-derecha, sin ser reconocido ya que no como hombre  como ser humano. Antes de su desmayo durante el cual flotó en su bañera con el blanco vientre hacia arriba  el rodaballo, para desviar la atención de sus actividades asesoras, había cantado a la férrea Vigga, con elocuencia y audaces metáforas, como diosa de las raíces y heroína del cultivo del nabo, supermujer emérita y reina de las remolachas; entonces, cuando la acusación le interrumpió en pleno discurso, le entró el desvanecimiento: hubo que aplazar la sesión. Sieglinde Huntscha se hizo traer rábanos, mordió la punta de uno, me dio el resto a mí y charloteó volublemente, hasta que un toque de campanilla nos llevó otra vez a la sala. Allí, como los nabos no daban más de sí, se trató enseguida del concepto de libertad entre los germanos, especialmente los godos. El rodaballo, acusado de haber promovido las migraciones bárbaras y de haber convencido a los pomorscos para que participasen en ellas, no se defendió sólo con aliterativos versos de epopeyas nórdicas, fluidamente declamados, sino que atacó a su vez: «¿En qué se basan, mis respetadas señoras, para calificarme de infame seductor? ¿No es más cierto que fue el gobierno de las mujeres, excesivamente doctrinario y, desde Aya, cada vez más opresivo, el que hizo a los pomorscos, bonachones por naturaleza, sensibles al comportamiento liberal y claramente democraticopopular de los godos? Porque éstos no tenían madera de siervos. Celebraban asambleas de muchas horas. Todo el mundo llevaba la contraria a todo el mundo. Hasta las godas ancianas podían dar sus consejos desde los laterales y leer oráculos runruneantes en piedras rúnicas lanzadas al aire. Es decir, que se admitía a las mujeres. Por último, estaba la monogamia germánica. Padres y madres tenían algo que decirse. Entre los pomorscos, en cambio, seguía imperando una poliandria sin ningún derecho paterno. Usados y abusados de la mañana a la noche, a los hombres se les iban los últimos restos de alegría de vivir. Todo lo que hubiera podido ser divertido acertijos-luchas-honores-organización  era tabú. En suma: ¿a quién puede extrañarle que la fuerza bárbara, pero libre, de la Germanidad, sobre cuya violencia primitiva advirtió Tácito a los romanos, resultase atractiva para los hombres, atados tan corto, de aquel pequeño pueblo costero, sobre todo cuando, por la razón que fuera, no existía ya un tercer pecho que aplacase la sed de libertad de los hombres, calmase su hambre de distancias y pudiese adormecer su instinto de actuar por el simple gusto de actuar? La única solución era marcharse. Salir de aquel agujero. Entrar en la Historia. El que los pomorscos se desanimaran luego es otra historia». Mientras el rodaballo hablaba así y mientras, más tarde, la fiscal hacía pedazos su discurso, lo calificaba de charlatanería falocrática masculina y en la medida en que había ensalzado el concepto de libertad de los germanos  el rodaballo era llamado una vez pos y dos veces prefascista, yo, por fin en calidad de público autorizado, miraba a la segunda vocal de la izquierda de las ocho vocales del tribunal, que se sentaban cuatro y cuatro, a izquierda-derecha de la presidenta, Dra. Schönherr, guardando la simetría en la alargada y alta mesa. Allí estaba. Exactamente mi Vigga. Enorme y gigantesca, nunca cambiaba de postura. Los antebrazos, como barreras ante el pecho. Sus cabellos color rábano, como si quisiera a toda costa destacar, formando una torre elevada y sostenidos por una horquilla que hubiera podido ser alguno de los hierros roñosos que dejaron los godos como chatarra cuando, por fin, se marcharon hacia el sur. ¡Vigga! Al parecer, se rumoreaba entre nosotros, tuvo un padre godo. De ahí su malhumorada indiferencia, su severidad tranquila. Mi Vigga, valkiria pomorsca, para nosotros, entonces, reina de las remolachas y hoy, para mí, vocal del tribunal feminista. Ella escuchaba inmóvil al rodaballo, a la acusación. También así debió contemplar el mar Báltico, con la mirada vacía. Sólo una vez, cuando el rodaballo, a su estilo criticón, calificó los intentos de Vigga de cultivar nabos de meritorios pero fracasados, abandonó el sistema de barreras de sus antebrazos, dejó de dominar el tranquilo Báltico y, con la mano derecha, se sacó con interminable lentitud la aguja o chatarra goda del moño y, doblando la muñeca, se rascó con ella la espalda. Créeme, Ilsebill: lo mismo que Vigga entonces, cuando le confesé mi participación en las migraciones bárbaras. (Por cierto, su padre fue al parecer el rey cantonal Ludolfo, de quien descendía mi siempre huraño amigo el godo Ludguerio.) Hasta que las vocales no emitieron sus votos finales no pude oír a mi Vigga actual. La señora Helga Paasch, única propietaria de un gran vivero hortícola en Berlín-Britz, dijo, sentada con su traje de chaqueta a grandes cuadros: «Bueno &, para mí el Sr. Rodaballo es culpable. Porque soliviantó a los muchachos. Con su obsesión por la Historia. Les prometió yo qué sé: palmeras, cipreses, aceitunas, limones. El progreso en forma de vagabundeo por los grandes espacios, que él llamaba libertad. Pero su labor de agitación fue inútil. Los señores pomorscos regresaron. Y bastante alicaídos. Otra vez tuvieron que cultivar la tierra y arrancar nabos. Por eso digo: como no tuvo éxito, circunstancias atenuantes en este caso para el Sr. Rodaballo». A mi izquierda, la abuela rió amargamente mientras a mi derecha la joven libi sufría un ataque de ira: se le escaparon algunos puntos y mordió su estranguladora bufanda color verde loro. Yo procuré pasar inadvertido, respirando apenas. El rodaballo, no obstante, en su parrafada final, después de conocer el suave veredicto que irónicamente calificó de «sorprendentemente imparcial», dijo: «Tras esa chapuza histórica, no pasó nada interesante entre los pomorscos durante siete siglos; sólo se desarrolló el cultivo del nabo». De la raíz de los sueños, la remolacha de los deseos, ni palabra. Sin embargo, fue importante y explica más de lo que el rodaballo calló. (¿Quizá no sabía nada realmente?) En cualquier caso, el tribunal no supo nada de nuestra droga primitiva. También la desaparición del tercer pecho quedó sin aclarar en el juicio. Al parecer, faltó de repente. Sin embargo, sólo fue real a causa de la remolacha de los deseos. Cultivos que hoy se intentan el árbol de las judías, la patata atomatada, el cereal de trigo-centeno de rendimiento estajanovista  no serían nada en comparación con nuestra raíz de los sueños. De una especie de tubérculo puntiagudo y azul (con suave sabor a almendras) salía un arbusto vigoroso del que, cuando maduraban, colgaban vainas carnosas y comestibles llenas de habas ricas en proteínas, y cuyas hojas, enrolladas, masticábamos los Edeks. Las vainas y las habas nos nutrían, la raíz era un postre, pero la hierba nos calmaba, hacía tangible el tercer pecho, mantenía vacía la mente, colmaba todos nuestros deseos, nos hacía soñar: sueños despiertos, ilimitados, heroicamente exaltados, inmortales, apasionantes. No fue la pereza congénita sino la remolacha de los sueños, probablemente, lo que nos impidió hacer Historia. Y, eso es verdad, Ilsebill: fue Vigga la que hizo que, por fin, nos despertáramos un poco. En varias grandes campañas, hizo arrancar radicalmente las raíces de los sueños, que sólo en nuestros suelos pantanosos, a partir de tubérculos puntiagudos, echaban hojas y habas. Es verdad que protestamos débilmente, pero su serena respuesta de que aquel veneno nos impedía ser agricultores hacendosos y cultivar nabos normales, fue terminante. Desde entonces ningún sueño, ningún deseo realizado. Una realidad fría y húmeda en los campos. Épocas de hambre. Poco a poco nos despertamos. Y también los godos, que se habían acostumbrado con nosotros a la hierba (sustitutivo de los viajes), se despertaron, encontraron apestosamente aburrida nuestra región e iniciaron, por fin, su viaje soñado, llamado migración bárbara. Vigga los convenció para ello, cuando invitó a los señores godos a una comida de hambre (la bazofia godesca). Fue después de un invierno demasiado largo y de un verano echado a perder por la lluvia, en que la cebada se pudrió en el tallo y sólo se encontraban nabos mohosos. También los arenques y platijas brillaban por su ausencia y en los ríos aparecieron, como empujados por una maldición, peces muertos: luciopercas, percas, brecas y lucios flotaban panza arriba. Sin embargo, hubiéramos aguantado el invierno, pero nuestros huéspedes godos, acostumbrados a comer de mogollón, se encontraron sin nada cuando sus vacas fueron arrebatadas por una epizootia, y hubo que sacrificar también nuestros últimos antas y búfalos. Es verdad que a los godescos les quedaban aún sus caballos (aunque les sonasen los huesos), pero para ellos eran sagrados y no los sacrificaban ni siquiera en épocas de hambre. Entonces Vigga invitó a los caudillos godos a un almuerzo especial. Quería servirles a nuestros huéspedes lo que teníamos los pomorscos como provisiones y, aunque escaso, tendríamos durante el largo invierno. Llegaron Ludolfo, Luderico, Ludnoto y mi amigo Ludguerio, todos ellos enormes y de aspecto siempre estudiadamente huraño. Excepcionalmente, los cuatro vinieron sin armas. Es posible que estuvieran tan debilitados que sus hierros les resultaran poco menos que insoportables. Lo mismo que había llovido todo el verano, llovía aquel otoño. Por eso Vigga invitó a aquellos caballeros a entrar en su cabaña, donde había mucho humo, pero se estaba bien. Todos se acuclillaron sobre pieles de oveja, con los ojos azules agrandados y lagrimeantes por el hambre. Luderico se mordía la roja barba. Ludnoto se roía las uñas. Sin embargo, Vigga, antes de traer el humeante cuenco, pronunció una charla corta e instructiva sobre el único plato previsto, que luego, después de haber hecho su efecto, llamamos la bazofia godesca de Vigga. Ella habló de la esteba y de la sémola de esteba. Los granos de la esteba (Glyceria fluitans L.), planta silvestre, se han recolectado y triturado en mi región, en épocas de necesidad o simplemente por su buen sabor, hasta en el siglo XX, por ejemplo durante la Primera Guerra Mundial o en el año del éxodo del 45. Se le ha llamado esteba, pero también mijo salvaje, pan del cielo, hierba del maná o maná prusiano. El desgranado de las plantas de esteba no era fácil, porque los granos maduros colgaban aislados en los tallos. Por eso los recogíamos con el rocío mañanero, con ayuda de sacos estirados que, en el extremo de un palo, pasábamos por la hierba. Más tarde utilizamos rastros. Y cuando en el siglo XIX aumentó la superficie agrícola útil y la planta silvestre se hizo más rara o se encontraba sólo en los suelos pantanosos, a menudo se ataban las cribas de esteba a unas pértigas de hasta cuatro metros. (Por cierto, eran sobre todo los hombres los que cosechaban la esteba, mientras que la recogida de setas, bayas, acederas y raíces estaba, desde tiempo inmemorial, reservada a las mujeres; por ello, ante el tribunal feminista, el rodaballo pretendió que se reconociera a la sémola de esteba, alimento de emergencia, como mérito masculino.) La esteba molida era tan buscada que en el siglo XVIII (antes de la introducción de la patata) era uno de los productos de exportación. Hasta los siervos de la gleba tenían que entregar a sus señores, además de otros productos naturales, sémola de esteba. Y antes de que, en el siglo XIX, llegara al mercado el barato arroz de la Carolina, en las bodas aldeanas se servía, en lugar del mijo nupcial, papilla de esteba dulce, cocida en leche con canela. (Y como régimen para ancianos, la sémola de esteba era apreciada por su digestibilidad, por lo que los colonos jubilados de la Prusia occidental se aseguraban, en sus contratos de prestación de servicios, cierta cantidad de esteba.) Naturalmente, en las épocas de hambre recogíamos también otras hierbas, como el mijo silvestre (Milium effusum) o el melámpiro rojo (Melampyrum arvense), con los que se podía hacer un pan algo amargo, pero digestivo. Y el limo arenario nos ayudó, en las malas cosechas, a estirar el cereal cultivado. Sin embargo, fue sobre todo la sémola de esteba la que, como maná prusiano, nos ayudaba a pasar los inviernos. Por ello Vigga, cuando quiso deshacerse de los godos, les sirvió esteba en bazofia godesca: abundante y sin aditamentos. Sólo mezcló al grano y machacó en el mortero algunas pipas de girasol. Nuestro maná no les gustó a los godos. Ludolfo, Luderico, Ludnoto y mi amigo Ludguerio eran carnívoros y hubieran comido pescado asado en un apuro, pero la papilla la utilizaban sólo para rellenar huecos. Es verdad que engulleron lo que Vigga les había puesto delante en hondos cuencos, pero la perspectiva de pasar un invierno o más viviendo sólo de sémola (y remolachas leñosas) les quitó el apetito. Mi amigo Ludguerio tenía aspecto de haberse tragado un sapo. A ello se añadió el que Vigga, en su conferencia ilustrativa sobre la difícil recolección de las plantas silvestres (trabajo claramente masculino), aludió a nuestras reservas pomorscas llamándolas raciones escasas, pero calificó el lugar donde se encontraban de secreto e inaccesible. Fue mi amigo Ludguerio quien, modestamente (y de forma ya nada arrogante), solicitó consejo. También Luderico y Ludnoto quisieron saber qué podían hacer. Por último, como Vigga, elocuentemente, seguía callada, el príncipe Ludolfo, un hombre apuesto que parecía hecho para un monumento y que no sólo era padre de Ludguerio, Luderico y Ludnoto, sino que pasaba también por progenitor de la propia Vigga, quiso saber claramente qué podían esperar los godos aquí, en los nebulosos pantanos situados entre los ríos, aparte de una sémola de esteba demasiado escasa. «Nada», dijo Vigga. Y, con bastante rudeza: «Tenéis que largaros. Hacia el norte, de donde habéis venido. O hacia el sur, donde, al parecer, todo es mejor». Y comenzó a describir a sus huéspedes el Mediodía: allí se comía a diario buey y cordero al espetón. El hidromiel los aguardaba en jarros siempre llenos. No había nieblas. No había hielos que bloqueasen los ríos. Jamás nevaba en invierno durante semanas. Y, por añadidura, el sur prometía a los hombres valientes victorias, honores y gloria póstuma. Si querían hacer Historia no podían permanecer sedentarios, considerando como único progreso el cultivo del nabo, sino que tenían que domeñar sin descanso nuevos horizontes. «¡Coged vuestros trastos y largaos de una vez!», dijo Vigga, señalando con el brazo estirado la dirección pertinente. Ante esto, Ludolfo, Luderico, Ludnoto y mi amigo Ludguerio se tragaron la sémola de esteba que quedaba, para tener fuerzas al día siguiente. Como Vigga les había aconsejado, se fueron hacia el sur y participaron en las migraciones bárbaras con el resultado que se conoce: la verdad es que fueron muy lejos. Entre nosotros, sin embargo, las únicas variaciones en los siglos siguientes fueron las del tiempo atmosférico, hasta que llegó el obispo Adalberto con su cruz. Deméter Con ojos abiertos ve la diosa qué ciego está el cielo. Pestañas que arrojan pétreas la sombra. No hay párpados que se cierren creando el sueño. Siempre horrorizada desde que vio al dios aquí, en el yermo, donde se engendró el arado. El mulo da vueltas voluntariamente sobre la cebada. Eso no cambia. Nosotros, excluidos del círculo, hacemos una foto sobreexpuesta. Para qué sirve un cazo de hierro colado Adalberto vino de Bohemia. Todos sus libros (y también su báculo de obispo) se habían quedado en Praga. Como había agotado su escolástica, quería apartarse de la teoría, dedicarse a la práctica y, entre nosotros, en la zona de la desembocadura del Vístula, convertir paganos y difundir la única verdad. (Hoy eso se llama: trabajar en la base.) Vladislao, rey de Polonia, lo había contratado como agitador. Llegó, con un séquito de bohemios, bajo la protección polaca. En realidad, quería adoctrinar a los pruzzos, porque al rey de Polonia le hubiera gustado extender su dominio a la orilla oriental del Vístula. Sin embargo, como los pruzzos tenían fama de ser gentuza, su séquito bohemio le aconsejó que practicase primero con nosotros, los pomorscos, más bien tontorrones pero de buen carácter. (Adquirir experiencia, inspirar confianza, hacer el bien, comprender la economía extranjera, decía el prelado Ludevigo.) Acamparon cerca de nuestro asentamiento. Habían acarreado sus provisiones en carros de bueyes. Sin embargo, al empezar su actividad misionera se les murió el cocinero polaco. Tras unas primeras conversaciones se intercambiaba lo que había  nuestra cocinera (y, por tanto, sacerdotisa) Mestuina se ofreció a cocinar para el obispo y su séquito. Nuestra oferta se componía de remolachas, cuajada, carne de cordero, sémola, setas, pescado y miel. No fueron Greta la Gorda y Amanda Woyke las primeras que cruzaron bajo el pecho sus brazos desnudos y cubiertos de pelusilla rubia, para contemplar la mesa entre severas y bonachonas, según los casos: también en esa postura contemplaba mi Mestuina al obispo Adalberto después de haberle puesto la mesa. Al hacerlo, ladeaba ligeramente la cabeza, adoptando una actitud expectante. No obstante, Adalberto no elogiaba lo que le gustaba, sino que comía como con repugnancia. Revolvía la comida sin apetito, masticaba con melindres, como si cada bocado fuese a la vez una tentación y un preludio de tormentos infernales. No era que criticase nada, ni que enfrentado con la cocina pomorsca  echase en falta su cocina bohemia: su asco era general. (No puedes imaginarte, Ilsebill, lo repulsivamente avinagrado que era yo hacia finales del siglo X después de Cristo; porque, en principio, fui yo ese Adalberto de Praga que engullía su papilla como si no tuviera paladar.) Y, sin embargo, a Mestuina le había caído bien aquel enjuto misionero. También ella quería hacer prosélitos. Cuando, por encima de sus cruzados brazos, lo miraba masticar, se le subía el pavo y enrojecía hasta la raya del pelo. Confiaba en que él sería capaz de apreciar, en su cocina pagana, el gusto anticipado, si no del catolicismo, al menos de su amor, porque ella lo amaba: en caliente o en frío. Para Adalberto amasó tortas de manteca de cerdo. Para Adalberto echó miel a sus gachas de mijo. Para él preparó queso de oveja con hígado de bacalao ahumado. Para Adalberto y contra Adalberto cocinó una cabeza de jabalí deshuesada, a la que previamente chamuscó las cerdas, con múrgulas y raíces. Luego colocó la cabeza en un cuenco, que llenó de caldo hasta cubrirla. Con las heladas de enero, el caldo se endureció rápidamente, convirtiéndose en gelatina. (Los mercenarios del obispo habían alanceado el verraco en las colinas boscosas que se extendían interminablemente hacia el interior.) Y hacia el mediodía, para y contra el obispo, cuando éste quiso compartir una sencilla comida con los emisarios del rey polaco Vladislao insistía en la conversión de los pruzzos , Mestuina volcó el cuenco sobre la mesa de tal forma que nuevamente quedó a la vista la cabeza de jabalí en su propia gelatina. Y los emisarios, con un hambre de lobo, la liberaron de aquella gelatina temblorosa. Sin embargo, como Mestuina, por encima de sus brazos cruzados, miraba acechantemente a los hombres, Adalberto tuvo que dar un sentido piadoso a la voracidad general: «¿Y si Satanás en persona hubiese penetrado en la gelatina?». De manera que vencieron a Satanás entre los cinco, y el obispo, como pudo ver Mestuina, que seguía de pie, tuvo dificultades para mostrar su repugnancia habitual, por lo que el prelado Ludevico hizo chistes sobre el excelente gusto de Satanás; sin embargo, Adalberto no se rió. Aquel hombre lleno de celo llevaba ya semanas entre nosotros. Sin embargo, los pomorscos seguíamos siendo paganos, aunque yo, en mi tempotránsito como pastor, tallé en madera de tilo unas ligeras imágenes de la Virgen María que, sin embargo, tenían tres pechos bajo la túnica. (Puedes creerme, Ilsebill, también siendo misionero, por una parte, seguí siendo por otra artista, en mi calidad de pastor.) Y una vez, cuando Mestuina, que vivía con nosotros en la Empalizada, en la isla del Pescador, en medio del Motlava, preparó para el obispo una sopa de pescado con cinco cabezas de bacalao de ojos saltones, después de haber retirado del caldo las cabezas de abadejo, poco antes de que se deshicieran, se le rompió el collar de pedazos de ámbar en bruto ensartados. En el mismo instante en que se inclinaba sobre la hirviente caldera, se soltó la cuerda alquitranada. El collar cedió en su cuello redondo: sin intervención de nadie, él solo. Aunque Mestuina, con mano rápida, intentó retener el abierto collar, nueve o siete de los pedazos de ámbar perforados (por mí) con un alambre al rojo cayeron de la cuerda a la caldera, donde se disolvieron en el caldo borboteante y debieron de sazonar la cristiana sopa de pescado cuaresmal con esa fuerza pagana que, desde la noche de los tiempos, guarda el ámbar, y cuyos efectos transformaron de tal forma al casto Adalberto apenas se hubo comido la sopa a cucharadas , que (ya oscurecía) durante toda la noche, el día siguiente y otra noche más se aferró a mi Mestuina como un loco. Una y otra vez se abrió paso el asceta con su instrumento, poco penitente ya, en la carne de ella. Muy al estilo pomorsco, pero con más celo apostólico y contradicciones dialécticas, se agotó en ella. Entretanto, mascullaba su latín eclesiástico, como si quisiera derramar los dones del Espíritu Santo por un nuevo método; nosotros, los de la Empalizada, no estábamos, al fin y al cabo, bautizados todavía. Eso trajo dependencia. El obispo le pedía a Mestuina semanalmente su sopa de pescado sazonada con ámbar. No hubiera podido tener un deseo más fácil de satisfacer. Nunca, ni siquiera en invierno, nos faltaba el pescado. El pescado era, con las gachas de avena, la sémola de cebada y de esteba, las raíces y la carne de cordero, la alimentación principal de los pomorscos. Por eso adorábamos, junto a la tradicional diosa terrestre Aya, a cierto pez de una época más reciente. Y Mestuina como cocinera y sacerdotisa  sacrificaba al dios Ryb, que era de cuerpo aplastado, cabeza plana, boca torcida y, por lo tanto, parecido al rodaballo parlante. Es verdad que hubo disputas entre la población pomorsca de la costa cuando los pescadores, contra la voluntad de las mujeres, implantaron el culto al dios de cabeza rodaballesca, pero Mestuina les hizo el caldo gordo cociendo el nuevo culto con los ritos tradicionales. Conocía leyendas en las que el dios-rodaballo y la Aya tripechugona compartían en primavera un lecho común, mitad de hojas y mitad de juncos. Es verdad que a menudo se peleaban, decía Mestuina, pero Aya no se enfadaría si se adoraba un poco también a su viscoso amante. Al fin y al cabo, útil a su manera, él se ocupaba de que las redes estuvieran llenas y el mar tranquilo. Era él quien, en las crecidas, calmaba al Vístula. Al parecer, había dado al ámbar ciertos poderes. Por eso los niños de la Empalizada, todas las primaveras, llevaban en largas ramas cortadas de los sauces de las orillas del Raduna cabezas de esturión y de bacalao, la cabeza del plateado salmón del Vístula y la cabeza de anciano del siluro, pero también, delante de todos los demás peces, cabezas de rodaballo de boca torcida y ojos estrábicos, a lo largo de las orillas de los brazos no represados del río, hasta llegar al mar. Los peces el lucio y la lucioperca, la perca, el abadejo (como llamábamos al bacalao)  tenían que ver una vez más los ríos, el mar Báltico. Había que adorar y aplacar al joven dios Ryb, en su encarnación rodaballesca. (Ya entonces circulaba la leyenda de que el rodaballo sólo había que llamarlo  cumplía los deseos, daba consejos, se mostraba especialmente benévolo con los pescadores y era más listo que el hambre.) «¡Rodaballo, rodaballo!», gritaban los niños de la Empalizada. Llevaban colgadas viejas redes y nasas carcomidas. Ni siquiera cuando, después de la muerte de Mestuina, nos hicieron cristianos dejamos de ser buenos paganos. En Pascua ¿por qué no en Pascua? , después de habernos flagelado a orillas del Raduna con ramas de sauce, enseñábamos a los peces, en procesión devota, los ríos y el mar. Delante iban un sacerdote con la cruz y seis monaguillos con campanillas. Ámbar molido, columpiado en conchas, hacía de incienso. Se cantaban plegarias pomorscas para pedir buena pesca. Sin embargo, se veían también vejigas de cerdo hinchadas que las muchachas se ataban delante, tres cada una, quizá en recuerdo de Aya. Sólo la letanía era católica. Porque los ojos muertos de los peces relucían sin bautizar. Fijas miradas dirigidas al cielo. La voraz boca abierta. Aletas branquiales distendidas. Más tarde, hacia la noche, las ramas de sauce con las cabezas se plantaban en el dique de troncos que llevaba a la isla del Pescador, como formando una valla. Los niños de la Empalizada se escapaban gritando. Llegaban las gaviotas en picado. Habían seguido a la procesión hasta el dique, lanzando sus gritos estridentes, pero manteniéndose a distancia. Ahora se precipitaban, llevándose ante todo los ojos. Se peleaban hasta dejar las ramas vacías. Y una vez me acuerdo  una marsopa, una de las pequeñas ballenas, fue arrojada en primavera a la playa. También su cabeza fue llevada alternativamente por dos chicos en un soporte de cuero colgado de una larga estaca, en medio de la procesión, inmediatamente detrás de la imagen de Santa Bárbara. Y más tarde, mucho más tarde, cuando se fundaron el Barrio Viejo, según el fuero de Kulm, y la Orilla Derecha, según el de Lübeck, y yo, como espadero, fui admitido por fin en el gremio, los niños de la Empalizada entre ellos las hijas que tuve con Dorotea  llevaban en pértigas cabezas de pescado de papel pintado, pegadas con cola y con luces dentro. Hacía muy bonito de noche, aunque siempre me ponía un poco triste: sí, Ilsebill, porque Mestuina ya no existía. Y por culpa de esas cabezas de pescado, llevadas por niños alborotadores de la Empalizada por el dique de troncos y en torno al campamento de los señores cristianos de Bohemia, el obispo Adalberto, que más adelante habría de figurar en el martirologio, montó en cólera, utilizando toda clase de obscenos latinajos. Armado de agua bendita, arremetió contra aquel aquelarre. Las inocentes cabezas de abadejo le hacían muecas infernales. En especial, el estrábico rodaballo tenía, en opinión del obispo, la mirada irónica y destructora de Satán. Levantó la cruz contra él. Con un gesto de la mano ordenó a sus mercenarios que decapitasen, una vez más, las cabezas de pescado. Así se hizo en un santiamén, lo que encolerizó a Mestuina porque, como sacerdotisa, lo que caía de las estacas le afectaba más de lo que podía imaginar el asceta. ¿Qué sabía él de Aya y del todavía joven y viril principio divino llamado Ryb? Mestuina sí sabía. Estaba consternada y, aunque era pequeña y rechoncha, se creció. Sin embargo, no dijo nada. Se lo guardó al estilo pomorsco. Luego bebió a pequeños sorbos leche de yegua fermentada. Hasta la noche no se sintió dispuesta. Y cuando el asceta, como de costumbre, quiso visitarla en su lecho de hojas, la ira de ella había adquirido una concreción certera. Con las paredes exteriormente enlucidas de barro se levantaba su choza de mimbres trenzados. Una vivienda acogedora. Adalberto no llegó a ella con una salutación piadosa, sino con todas sus contradicciones dialécticas. Sin embargo, aunque el apetito carnal convertía el hábito del obispo en tienda de campaña, con firmeza de mástil, Mestuina no lo calmó esta vez temporalmente, sino para siempre. Él ni siquiera pudo desahogarse. Mestuina le golpeó varias veces con fuerza la bohemia cabeza con un cucharón de hierro colado y, en su cólera, vengó al bacalao y el sollo, la lucioperca, el lucio, el plateado salmón, la rojiza perca y, una y otra vez, al dios-rodaballo de las pesquerías de bajura pomorscas. Adalberto sólo dio un breve suspiro. Su viril contrafigura, sin embargo, no se doblegó y se mantuvo valientemente erguida, sin querer bajar la cabeza ni siquiera cuando el obispo había muerto y era ya mártir. Después de haber matado Mestuina a Adalberto de Praga, más tarde hecho santo, yo enterré el cucharón de hierro, porque temimos que pudieran hallarlo y elevarlo a la categoría de reliquia cristiana. El cadáver lo tiramos al río. Todos los de la Empalizada (incluida Mestuina) fuimos empujados algo más adelante por los mercenarios polacos hasta un lugar poco profundo del Raduna, en donde el sucesor de Adalberto, el prelado Ludevico, nos bautizó a la fuerza. Ese Ludevico, por lo demás, tenía sentido artístico y me cogió afecto. Le gustaban mis virgencitas talladas. Hasta hizo la vista gorda ante el tercer pecho (bajo el ropaje) de la Virgen María. También el hecho de que yo diera a la Madre de Dios, mediante unos ojos de ámbar color miel que incrustaba en la madera de tilo, una mirada fulgurante, lo interpretó en el sentido de un catolicismo victorioso. Es muy posible que, cuando condenaron a Mestuina, a mí no me castigaran gracias a mis habilidades: en calidad de artista se es siempre bien visto por cualquier religión. Por otra parte, tú sabes, Ilsebill, que no tengo madera de mártir. Fue en abril del 997 cuando Mestuina, borracha, remató a golpes a Adalberto, nos bautizaron a los pomorscos y se enterró el cucharón. Lo escondí cerca del que luego fue poblado de Sankt Albrecht. Y precisamente allí fue desenterrado en el otoño del 1889 por el Dr. Ernst Paulig, director jubilado del Instituto de San Juan, como descubrimiento aislado, y regalado a la colección histórica de la ciudad de Danzig. «Utensilio doméstico de Pomerelia», decía el cartelito. Sin embargo, la cuchara era de origen bohemio. En realidad, la había traído Adalberto para convertir paganos. Mestuina la utilizaba sólo para sacar la leche de yegua fermentada que bebía; para cocinar empleaba cucharas de madera. Lo que ocurrió luego, cuando Mestuina fue condenada, poco después del bautismo obligatorio, y decapitada por un verdugo polaco, se contará más adelante: quién la traicionó, qué signos y prodigios se produjeron cuando la espada tocó su cuello y todas las tonterías que los libros de texto nos han transmitido. «Únicamente con Mestuina», dijo el rodaballo acusado ante el tribunal feminista, «terminó el dominio de Aya. Desde entonces sólo contó la causa masculina». Sin embargo, las señoras no lo escucharon. Estaban demasiado ocupadas. El caso Mestuina pasó a un lugar secundario. Las peleas estaban a la orden del día. La causa feminista amenazaba naufragar entre resoluciones. No obstante, un día, después de muchos dimes y diretes en que los grupos, divididos o unidos por razones tácticas, se pronunciaron sobre propuestas urgentes, el tribunal encontró por fin su orden protocolario de asientos, pues no siempre fue el acusado rodaballo el que obligó a interrumpir el proceso o dio lugar a aplazamientos. Junto a la Presidenta y las ocho vocales, además de la fiscal y de la defensora de oficio, que tenían todas sus asientos simétricos y querían conservarlos elevados los de la Presidenta y las vocales; delante, más bajo y en su bañera, el rodaballo, y a izquierda-derecha de él la acusación y la defensa , había otro grupo subordinado al tribunal: el consejo consultivo que, en realidad se componía de treinta y tres mujeres , debía sentarse en las dos primeras filas del antiguo cine, pero estaba tan mal avenido que sólo conseguía tomar dos decisiones: suspender la sesión en curso o aplazar el proceso. Por eso, el rodaballo tenía a menudo ocasión de mostrarse irónico: «Si el severo y, según me dicen, ahora llamado revolucionario consejo consultivo del Alto Tribunal nada tiene que objetar, yo sería partidario, como acusado, de que continuase la vista, porque tengo interés en presentar conjuntamente los casos precristianos de Aya-Vigga-Mestuina: la decadencia del matriarcado. También eso es evolución. O si se prefiere  ¡revolución!». El consejo consultivo sólo se llamó a sí mismo «revolucionario» desde la vista del caso Mestuina, porque el homicidio perpetrado en la persona del obispo Adalberto de Praga tenía sus paralelismos actuales. Como las treinta y tres asesoras representaban a agrupaciones difíciles de distinguir, a menudo se producían coaliciones ocasionales. La minoría de izquierdas, dividida en cuatro grupos, se había unido de repente, a pesar de su oposición ideológica (sólo porque el rodaballo había utilizado tres veces la palabra «evolución») con la Federación de Mujeres, de carácter demócrata radical, y no sólo había decidido, por escasa mayoría, la nueva denominación de «Consejo Consultivo Revolucionario del Tribunal Feminista», sino que había solicitado también una nueva distribución de asientos. No querían ya asesorar abajo, delante, en el foso, en los llamados butacones, sino arriba, sobre el escenario del cine. Querían sentarse a izquierda-derecha de la presidenta y de sus ocho vocales, y según el resultado de la última votación; a lo que el rodaballo comentó: «Nueva votación, nueva distribución. ¡Muy bien! Así harán ejercicio las señoras». Y así se hizo. Según las votaciones del consejo consultivo revolucionario aumentaba o disminuía el número de sillas a izquierda-derecha. Y como la controversia política, siempre renovada, no cesaba ni durante las actuaciones ordinarias del tribunal, el público se interesaba a menudo más por las luchas entre los grupos del movimiento feminista que por los casos Aya-Vigga-Mestuina, que son también mis casos: después de todo, fui yo quien enterró a más de un metro de profundidad el cucharón de hierro colado. Seguramente el rodaballo se molestó al ver que, sin hacerle caso, se producían apasionados debates de procedimiento. Cuando, al ser evacuadas por el consejo consultivo revolucionario, las dos primeras filas del cine quedaron a la disposición del público, protestó y amenazó con negarse a toda declaración: eso no podía tolerarlo. No podía soportar al público tan cerca. Al fin y al cabo, en varias ocasiones se habían producido incidentes peligrosos para él. También tenía derecho a la seguridad. Esas dos filas debían reservarse para los peritos y peritas. Esperaba la llegada de varios caballeros y de una señora, que habían demostrado en publicaciones su competencia científica en la esfera de la arqueología o como especialistas en derecho canónico medieval. Había que reservar sitio para esos expertos. Además, pedía para sí protección como objeto, aunque el tribunal, especialmente la fiscal, lo tratase como peligroso sujeto. Su petición fue atendida. En lo sucesivo, en las filas primera y segunda del cine se sentaron diversos peritos, dos guardianas y las testigos de cargo: mujeres desposeídas, divorciadas, con una profesión, en situación económica desventajosa, abandonadas, llenas de hijos, maltratadas o víctimas de otros modos de la vida conyugal. A veces balbuceando, a veces en murmullos, muda, estridente, a menudo próxima a las lágrimas, pero también entre risotadas malignas, se expresó la miseria de la mujer oprimida: pero después del quinto niño & Y como me di de cabeza contra el radiador & Pero no paró ahí & Hasta a mi madre la amenazó con & Y sin ninguna asistencia social & Entonces me tragué las tabletas & Pero no sirvió de nada & Fuera lo que fuese lo que las testigos de la acusación decían, la culpa era de los hombres. Y cada vez me sentía más aludido. El rodaballo, sin embargo, permaneció imperturbable y se atuvo exclusivamente a los hechos. Lo sabía todo y también todo lo contrario. Hasta conocía el Derecho Canónico. Por eso renunció a citar testigos, lo mismo que había renunciado a citarme a mí, que era al fin y al cabo el principal interesado, como testigo de descargo. La verdad es que de mí sólo se habló de pasada. Tratado anónimamente, fui sólo público. Mudo, con frecuencia aburrido porque las luchas entre los grupos ocultaban una vez más los casos de Aya o de Vigga o de Mestuina, hacía comparaciones desde mi butaca de la fila 11. Es cierto que no encontré entre las vocales ninguna Aya a no ser la siempre relajada Dra. Schönherr , pero había descubierto a mi gruñona Vigga en la figura de Helga Paasch, propietaria del vivero hortícola. Y también Mestuina se sentaba frente a mí como vocal: qué hermosamente redonda era por todas partes. Su cabecita esférica, enmarcada por un cabello tirantemente peinado. Su cuello torneado, como una columna, del cual colgaba ¡palabra, Ilsebill!  un collar de ámbar. Sus hombros de suave pendiente. Mi Mestuina actual tenía también no hay por qué callarlo  la misma mirada vidriosa y vacía que traicionaba a mi antigua Mestuina cuando había trasegado demasiada leche de yegua fermentada. La señorita Ruth Simoneit, evidentemente, bebe. En varias ocasiones perturbó las actuaciones del caso Mestuina con balbuceos y monótonas cabezadas, con tragos ocasionales de una botella que tenía y, finalmente, cuando se habló de la decapitación de Mestuina, con un llanto desenfrenado y un histérico tirarse de los pelos, de forma que la Dra. Schönherr tuvo que acompañar fuera de la sala, con maternal firmeza, a la vocal Simoneit, tan alcohólica como sensible. (Y también yo me ocupé algo más tarde de aquella pobre chica sola.) Ya de mañana bebía Rémy Martin. Y nunca comía como es debido. Y en el apartamento de su propiedad, de dos habitaciones y media, funcionaba constantemente el tocadiscos: plañideros trágicos, aulladores profesionales. Sin embargo, quiere ser maestra. Por lo demás, Ruth fue la única de las ocho vocales que, aunque borracha, preguntó por mí: «¿Y qué fue de aquel gilipollas que escondió el cucharón de hierro?». Porque la realidad, Ilsebill, es que siempre se trataba de mí. Cometí errores y mentí para salir del paso. Todo lo reprimí y lo olvidé. Con cuánto gusto me hubiera confesado culpable ante el tribunal, ante la Dra. Schönherr, ante Helga Paasch, ante Ruth Simoneit, ante todas: eso lo hice yo. Y lo otro. Y lo de Mestuina que me lo apunten. Soy yo, sólo yo el responsable. Lo confieso, todavía hoy. Aquí estoy, sí, como hombre, aunque deteriorado y, entretanto, intimidado por la Historia & Cómo me veo Invertido en el espejo y más claramente asimétrico. Ya montan los párpados superiores. Un ojo cuelga cansado; el otro, astuto, vigila. Tanta perspicacia e interioridad desde que, con fuerza y repetidas veces, ahuyenté ladrando al poder y su posesión. (¡Seremos! ¡Será! ¡Tiene que ser!) Contemplad las mejillas llenas de poros. Todavía o de nuevo: soplo plumas suavemente y mantengo lo que está en el aire. La barbilla quiere saber cuándo podrá temblar de una vez. La frente se mantiene firme; al conjunto le falta una idea. Cuando la oreja queda escondida o ha sido prestada a otras imágenes, ¿dónde anida, en migajas, la risa? Todo en sombras y velado por la experiencia. He puesto a un lado mis gafas. Sólo por hábito olfatea la nariz. En los labios, que siguen soplando plumas, leo la sed. Bajo la ubre de la vaca blanquinegra me veo bebiendo o arrimado a ti, cocinera, después de que tu pecho, goteante, colgara sobre el pez cocido; tú me encuentras guapo. Ay Ilsebill Ahora que estás creciendo. Aunque todavía no se pueda ver nada. Pero el presentimiento me llena la boca. Tengo un sabor anticipado. Podríamos, quiero decir: tú-yo porque contigo yo también florezco: dos calabazas  hacer planes. Un porvenir para tres y más. Deseos, ¿quién no los tiene? Tú quieres un lavavajillas silencioso. Está bien. Se comprará. Y viajes, naturalmente. Claro que sí. A las Antillas, como en el prospecto. E inmediatamente después del nacimiento a finales de junio, dices  vestiditos flotantes, cosas que se arruguen, pantalones estrafalarios, nikis ceñidos. Todo lo que quieras. No más problemas de platos sucios. Y yo haré que levanten para nosotros en el jardín (junto al cementerio) un cenador con calabazas trepadoras, semejante al que, en plena Guerra de los Treinta Años, frente a la taberna, en la isla de Pregel, en Königsberg, floreció durante tres veranos. En él se sentaba mi amigo Simón Dach cuando, con graciosas rimas, escribió (para mí, Opitz von Boberfeld) aquellos versos: «Quisiera morar en estas mansiones, do crecen cucúrbitas y crecen melones. Aquí se respira una paz placentera, y miro, a través del follaje, la nube viajera &». Porque un cenador así sería para nosotros y nuestro hijito, cuando venga, el lugar ideal para fantasear sin necesidad de hacer viajes, porque a ti-mí nos bastaría con ese cenador. Las calabazas crecen deprisa. Y con el cuchillo de la cocina podría, como decía Simón Dach «A mi amada en la calabaza tallar solía» , grabar tu nombre de cuento en esa calabaza diminuta aún, pero que pronto florecería, crecería contigo, Ilsebill. Allí, bajo el trepador follaje podríamos leer en la prensa lo mal que van las cosas en el mundo: en los altos del Golán, en el delta del Mekong, y ahora también en Chile, donde había un poco de esperanza. Camuflado con hojas de calabaza y bíblicamente seguro, yo podría llevar al papel mi desolación por el precio del cobre, otra vez en alza, y por la guerra del Yom Kippur; lo mismo que mi amigo Simón Dach lloró a lágrima viva en su cenador cuando Tilly levantó un monumento a la atrocidad católica: «Si pudiera, oh Magdeburgo, callar, ¿qué puedes aún de tu belleza mostrar &?». Porque en realidad, contemplada desde un cenador, la Guerra de los Treinta Años no ha terminado, ya que un cenador así, que no es nada como pudo comprobar el profeta Jonás , constituye, sin embargo, el lugar adecuado para contemplar el mundo en su totalidad y con todos sus cambiantes horrores. Nuestro idílico valle de lágrimas. No, Ilsebill, no hace falta viajar; tan pronto como hayas comprado en la tienda de Kröger, ahí al lado, simiente de calabaza y, como dicen las instrucciones, la hayas sembrado a mediados de abril, podremos llevárnoslo todo al follaje y dedicarnos a meditar profundamente. Hechos maleables y sueños esculpidos en piedra. Hasta el pasado arrojará su sombra a medida que la planta se desarrolle rápidamente, de forma que, mientras creces con la calabaza, podré hablarte de Aya-Vigga-Mestuina con las que, aunque entonces no había cucurbitáceas, compartí a menudo otros intrincados follajes: con Aya a la sombra de helechos gigantes entretejidos (mientras contaba sus ciento once hoyuelos), con Vigga bajo un techo de mimbres trenzados (cuando tenía que informarle una y otra vez de mi breve participación en la migración bárbara), y cuando visitaba a mi Mestuina en su huerto, nos sentábamos entre las matas de habas, cuyos retoños se entrelazaban lascivamente sobre nosotros. Bebíamos leche de yegua fermentada, con cuajada, pan de maíz y huevas de bacalao ahumadas. Así vivió también placenteramente Simón Dach, con sus amigos Albert, Fauljoch, Blum y Roberthin (lo mismo que nosotros entre las matas de habas), en aquel cenador de la isla de Pregel: «Oh, cuántas veces la noche llegaba, comiendo y bebiendo el tiempo pasaba, y cantando canciones &». Por qué no lo hacemos, Ilsebill: queso de las marismas de Wilster comido con cuchillo, vino tinto del Palatinado y pan de comino a secas, mientras va anocheciendo y con la derecha acaricio una calabaza que crece y con la izquierda tu vientre. A nuestro mocoso, si es que es un niño, le podría cantar luego eso de «a dormir niño, a dormir porque el Sueco va a venir». Y nunca más huiré de ti al estúpido estilo masculino, no querré desaparecer, porque no habrá ya más peleas ni problemas de lavado de platos, sino una armonía amable que trepará por la celosía. Eso es la paz. Una felicidad tan frágil como la calabaza del profeta, que Dios permitió pudo ser también el rodaballo  que un gusano royese. A nosotros, Ilsebill, nos durará todo el verano. Y también el verano siguiente. Y así todos los veranos: nosotros y el chavalín enseguida empiezan a andar  tranquilos, felices, a la sombra del pasado y retirados del mundo, es decir, contemplándolo entero como contempló el amigo Dach Magdeburgo  con sus atrocidades y contraatrocidades: el desfoliado delta del Mekong, las sandalias vacías del desierto del Sinaí, el terror cotidiano en Chile; y, sin embargo, agradecidos, porque la fragilidad del cenador nos protege y tú puedes llevar a término tranquilamente lo que abulta tus entrañas. Sin embargo, tú no quieres dejarte enredar, quedarte encerrada conmigo en el follaje. «¡Tú y tus idilios de mierda!», dices. «Tú y tus evasiones barrocas. Eso es lo que te gustaría. Poderme coger del nido cuando quisieras, como un huevo de pájaro. Y que encontrase fascinante tu eterno mirarte el ombligo. Para eso no me he partido los cuernos estudiando», dices, «para vivir en el campo aunque a veces me guste  con la pierna quebrada y haciéndote blanda la cama. ¡Ni hablar!», dices. Quieres viajar. Las Pequeñas Antillas y otros prospectos. Conocer en Londres-París gente interesante que haya conocido a gente interesante en Milán y San Francisco. Discutir a fondo el tema de la emancipación. «Y además», dices, «nos hace falta un lavavajillas silencioso y otro piso en la ciudad. ¿Un cenador? También podrías llamarlo bacinilla, como en el cuento. Prefiero abortar, en Londres, claro, antes de que me enredes. El viejo truco machista. La jaula de oro y todo eso. ¿Tan cansado estás?». Sí, Ilsebill. Un poco sí. Cansado de nuestro tiempo. Pero si quieres te pagaré un viaje todo incluido. Si es posible, a las Pequeñas Antillas. Y lo del lavavajillas es cosa hecha. Y también lo de la gente interesante de Londres-París. Lo de la segunda vivienda lo pensaré. Tienes razón, tienes razón como siempre: un cenador, naturalmente, no reúne condiciones para discutir a fondo la emancipación. Era sólo una idea, porque en otro tiempo, mi amigo Simón Dach & Y también tú, Ilsebill, has deseado siempre algo parecido: un poco más de seguridad. Al fin Hombres que, con expresión conocida, saben pensar a fondo, siempre han pensado ya a fondo; hombres a quienes no fueron los objetivos posiblemente posibles  sino el objetivo final una sociedad sin cuidados  lo que situó la meta tras un montón de cadáveres; hombres que, de la serie de derrotas fechadas sólo sacan una conclusión: la humeante victoria final sobre una tierra calcinada; hombres como los que, en una de las conferencias cotidianas, después de haber probado la viabilidad técnica de lo más brutal, deciden la solución final, la deciden objetiva y virilmente; hombres con visión de futuro a los que la importancia persigue, grandes hombres exaltados a los que nadie, ningún par de zapatillas cómodas ha podido retener. Hombres con altas ideas a las que siguieron hechos bajos, ¿es que estamos finalmente nos preguntamos  al fin? De lo que no quiero acordarme De la palabra de más, la grasa rancia, el tronco sin cabeza: Mestuina. Del camino de Einsiedeln y del regreso: de la piedra en el puño, en el bolsillo. De aquel viernes, 4 de marzo, de mi mano en la caja de huelgas los viernes. De flores de escarcha (las tuyas) y de mi aliento. De mí y de cómo corrí: huyendo de los cacharros, bajando por la Historia. De un Día del Padre reciente, el día de la Ascensión, claro que estaba yo allí. Del lavado de la vajilla hecha añicos, de la carne suplantada, de los suecos en Hela, de la luna sobre Zuckau, del tipo de detrás de la retama, del silencio, del sordo decir que sí. De la grasa y la piedra, de la carne y el puño, de tontas historias como ésta & Cuando el rodaballo, un día prehistórico, después del acostumbrado rollo mitológico y para abrirme los ojos de una vez, me habló de la mujer del rey Minos y de cómo deseó con lujuria al toro blanco de su marido y, por eso, un tal Dédalo, de habilidad manual conocida, le cosió un disfraz de pieles de vaca, con el que ella se hizo montar con violencia lo que, como se sabe, tuvo por consecuencia el Minotauro y otros mitos , dijo como conclusión: no habría que considerarlo como un acontecimiento local meramente cretense. Se podría sacar provechosas lecciones para otros lugares. Aquello afectaba al continente entero. Al fin y al cabo, el rey así ultrajado había sido presentado por Zeus en persona (por cierto, en figura de toro) a la joven Europa. Por eso, el desliz de la reina Pasífae había contribuido a la caída de las mujeres cretenses. Se había impuesto el principio zeusiano, la simiente masculina, la idea pura. Porque el monstruo de cabeza de toro demostraba, de forma muy gráfica, la falta de disciplina del matriarcado. Lo mismo se podría demostrar, dijo el rodaballo, en las marismas del Este. No hacía falta que fuera un toro, podía ser también un anta blanco. Como si el azar lo quisiera: noche tras noche venía a bramar en los pantanos del Raduna un hermoso macho, como si estuviera harto de arándanos y brotes de sauce, como si no quisiera ya montar a un anta hembra normal, sino engendrar de una vez el mito del Este. Para animar a la Aya tritetuda, dijo el rodaballo, se podría hacer vergas de anta de barro del tamaño del brazo, cocerlas como si fueran cacharros, colocarlas vistosamente en círculo y dejar que obraran su efecto. Así lo hice, con celo alfarero. A Aya y sus iguales les gustaron aquellas pichas cerámicas, que apuntaban rígidamente al cielo. Cuando hacía sol, arrojaban sombras erráticas. Ya se iba introduciendo, en forma de juego, un nuevo culto: las mujeres les lanzaban anillas hechas de mimbre. Pronto, guirnaldas de flores de las marismas adornaron las vergas. Saltar por encima con las piernas abiertas se convirtió en deporte femenino. (Qué vulgares eran sus gritos. Qué ordinarios, ya entonces, sus chistes. Cuánto les divirtió mi pequeña habilidad.) Por eso el rodaballo me llamó el Dédalo báltico. Cosí, siguiendo sus consejos, un vestido de pieles de anta a la medida de Aya. Estofé, para Aya, mollejas de ternera de anta. Mientras tanto, como si trabajase para el rodaballo por contrata, el macho de blanco pelaje bramaba noche tras noche en los cercanos pantanos del Raduna. Pero Aya no quiso. No tenía ninguna gana de forjar mitos. Con dar sus tres pechos le bastaba (y también a nosotros). Montó en una cólera neolítica cuando yo (apremiado por el rodaballo) intenté colarle el macho con palabras incitantes y seductoras. No, gritó, no, inventando así una palabra que hizo carrera. Hubo que destruir todas las pichas de anta cerámicas. (Razón por la que en nuestra región no ha quedado ningún símbolo fálico.) Y en castigo me ataron teníamos ya animales domésticos  detrás de un anta hembra domesticada. Durante todo un día de la edad de piedra intenté quedar bien. Sin embargo, no creo que lo consiguiera. No recuerdo haber engendrado ningún monstruo. Y no quiero recordar la vergüenza que siguió; pero tengo que hacerlo, porque escribo y tengo que escribirlo: Aya y sus mujeres convirtieron mi ignominiosa cabalgada del anta hembra en una fiesta anual bajo la luna de primavera. Ella y sus iguales se vestían (imitando mi arte sartorio) con pieles de anta hembra. Nosotros, los Edeks, teníamos que encasquetarnos las espatuladas cornamentas de los machos. Debíamos dar bramidos de celo que sonasen a auténticos. Las mujeres se nos ofrecían levantando sus colas de anta. Todo era de lo más bestial. «¡Esos repugnantes ritos de la fertilidad!», gruñía el rodaballo. «¿No os da vergüenza? Esos apareamientos sin paternidad. De esa forma no conseguiréis nunca un parto de cabeza al estilo Zeus, un mito auténticamente masculino.» Luego se hizo lenguas del refinamiento de la cultura minoica. Habló de palacios de múltiples estancias, escalinatas abiertas apropiadas para la dignidad real, conducciones de agua y baños de vapor y, ya puesto a ello, nos informó del nacimiento del joven Heracles. Como de pasada, lamentó que, recientemente, un maremoto (o la cólera de Poseidón) hubiera destruido la ciudad real de Cnosos «¡El rey Minos, sin embargo, se salvó milagrosamente!»  y se deshizo en elogios de las estatuillas de bronce de un palmo con las que se comerciaba hasta en Egipto y el Asia Menor, y que representaban un hombre con cabeza de toro. «¡Eso es lo que yo llamo una influencia duradera, hijo! Porque ya a comienzos del primer período palaciego el retoño de la reina Pasífae fue despachado en Cnosos por un tal Teseo. No sin la colaboración de Dédalo, el artista. No hace mucho te contaba la historia del ovillo de lana y de su trágica continuación. ¿Cómo se llamaba la pobre chica? ¿La que se quedó tirada en una isla? Lo he olvidado. Pero los bronces minoicos y las encantadoras terracotas con el mismo motivo: ésos marcan un estilo, son un ejemplo.» Y me regaló una figurilla de arcilla, del tamaño del dedo meñique, que, lo mismo que sus otros regalos, había transportado indemne a través de los mares en su bolsa branquial. El monigote de cabeza de toro: una pieza más de mi creciente colección artística, que conservaba escondida en una madriguera de tejón abandonada (hasta que me la robó mi amigo Lud y la metió no sé dónde). Entonces el rodaballo me convenció para que hiciera figurillas de significado mítico comparable, me atreviera a un fraude piadoso y disimulara mi vergüenza ante la Historia. Eso fue lo que hice. Modelé siete o nueve hombrecillos de un palmo, con cabeza de anta y ancha cornamenta, los cocí en secreto y los enterré cerca del suburbio de Schidlitz, donde, en el siglo XX, unas excavaciones más bien fortuitas condujeron a hallazgos neolíticos. Por desgracia, los arqueólogos (dos profesores de instituto aficionados) no fueron debidamente cuidadosos. Todas las cornamentas, que se habían caído, quedaron sepultadas, y nunca fueron tomadas en consideración en la Historia del Arte. De ahí las falsas interpretaciones. Se habló de hombres porcinos neolíticos. En los cuadernos de Folklore de la Prusia occidental se supuso que, en época sorprendentemente temprana, se habían domesticado cerdos en las tierras bajas de la desembocadura del Vístula. Los expertos discutieron sobre el carácter único de los fragmentos en la región báltica, porque yo, siguiendo el consejo del rodaballo, había modelado las figurillas huecas en torno al dedo medio de mi mano izquierda, imitando el modelo minoico. Sin embargo, mis terracotas no transmitieron ningún mito. Sus consecuencias sólo fueron unas discutidas notas de pie de página y una tesis doctoral que, en 1936, defendió la teoría nacionalista de que mis «hombres cerdo» eran testigos paleoslavos de una raza inferior, degenerada y despreciable. Sin embargo, Aya se dejó montar más tarde (esto el rodaballo no lo sabe) por un anta macho. Al claro de luna. Sin el disfraz que yo le cosí. Con los tres pechos al aire. Ella se le ofreció de rodillas. Movió en círculos su gordo trasero, que relucía. Él se acercaba ya, juguetón. Era un macho joven, de pelaje blanco. No le entró con violencia, sino más bien de una forma tímidamente experimental. Su ancha cornamenta, que reflejaba la luz de la luna. Sus pezuñas sobre los hombros de ella. Al principio sólo cariñosamente: le mordisqueó la nuca. Luego todo se adaptó, nada fue imposible, sucedió de forma natural y no duró mucho. Yo lo vi, escondido entre los juncos. Oí a Aya gritar como nunca la había oído. Quise conservar también la imagen de ella, con sus tres pechos colgando sobre los arándanos. Me olvidé sin embargo, lo cubrí con escombros de mi memoria (otras historias) y no quise acordarme porque cuando, después del plazo acostumbrado, no nació un dios de ancha cornamenta sino una niña, ésta se parecía a Aya, pero mostraba vestigios de cuatro pechos las tetas del anta hembra , por lo que inmediatamente fue muerta con un hacha de mano. «¡No!», dijo Aya golpeando. «Eso es ir demasiado lejos. No exageremos. Tres bastan. Seguramente, la muy puñetera me plantearía luego problemas. Nada de cosas contra natura. No hay que dar pábulo a las murmuraciones.» Y también al anta macho de blanco pelaje lo hizo cazar y tostar. Nos comimos su carne joven en un asado crujiente con guarnición de arándanos machacados, como si nada hubiera pasado. Sin embargo, por fin: yo estaba sexualmente educado y empecé a buscar una palabra para padre. Eso ocurrió, siguiendo la cronología del rodaballo, poco después del comienzo de la expedición de los argonautas y dos años antes de que los Siete se alzasen contra Tebas. Sin embargo, entre nosotros, las mujeres siguieron siendo las más fuertes. Daba igual que se llamasen Aya o Vigga o, más tarde, Mestuina: impedían todo viaje o empresa fabulosa. Sobrevivían sin señas particulares y, cuando intentábamos hacer Historia, historias, oponían su naturaleza femenina. La cólera dejaba paso al silencio. Sólo podíamos andar de puntillas. La injusticia brillaba por su presencia. Vencía el humor dominante. Tiranizados por su indulgente perdón, seguimos siendo domésticos. (Después de haberme escapado, por teléfono, intento hacer las paces. «Sí, sí», dice Ilsebill. «De acuerdo. Quieres volver. Puedes ser padre si eres bueno. Vamos a olvidarlo. Duerme ocho horas de un tirón. Luego, ya veremos.») De lo que no tengo la culpa: sequías, heladas, lluvias persistentes, epizootias, hambres en las que sólo se disponía de sémola de esteba, siempre demasiado escasa. Con lo que quisiera desviar la atención: perfeccioné la obtención del carbón, inventé el ladrillo báltico. Lo que durante mucho tiempo me fue indecible, pero el rodaballo dijo: tienes que. De lo que no quiero acordarme: de cómo me marché con los godos hacia el sur, río arriba, y Vigga, que tenía atada muy corto a nuestra tribu, se quedó con sus cacharros. Mi primera salida. (Conducta escapista de los hombres, corriente todavía hoy: ir un momento a la esquina a comprar cigarrillos y no volver nunca, evaporarse para siempre.) La salida en mayo. En otros sitios corría el año 211. Todo empezaba a moverse. Inquietud germánica. Los primeros borceguíes para andar. Marcomanos, hérulos y nuestros godos, sedientos de distancias por naturaleza, se largaron, invadieron otras regiones, hicieron Historia. Y también yo me harté de ser sólo el carbonero de Vigga, condenado además últimamente al trabajo agrícola, a arrancar nabos. Igual que aquellos comehierros pelirrojos, a cuyo dios Wotan me había enseñado a adorar secretamente el rodaballo, quería sentarme virilmente en círculo para dar mi consejo, golpear mi escudo cuando estuviera de acuerdo, bajar la lanza para disentir; quería ser (voluntariamente) un hombre: consultado, con voto, con derechos, con hijos que me sucedieran, libre de las faenas domésticas, hambriento de horizontes. Quería marcharme, dejar aquellas pequeñeces. Quería vivir sólo arriesgadamente, arrostrar el peligro, descubrirme a mí mismo, ponerme a prueba, realizarme. Libre por fin del cordón umbilical, quería saber qué era honor-victoria-fracaso. «Lárgate», dijo Vigga. Se sentaba giganta sedente  bajo el techado de mimbre tejido y hacía, con huevas y lechecillas de arenque mezcladas con harina de avena, unas albóndigas muy prácticas, que hervía en caldo de pescado. «¡Lárgate!» Dijo que me podía reemplazar como carbonero y también en mis otras funciones. Hacía rodar las albóndigas sobre sus muslos angulosos, duros como tablas: dos albóndigas a la vez, en sentidos opuestos. Lo mismo que Ilsebill me dice «¡haz lo que te dé la gana!», Vigga me dijo, sin desprecio siquiera: «Lárgate». Pero no fui muy lejos: tres días de viaje río arriba. Ya allí donde después, mucho después, la pequeña ciudad de Dirschau, con su puente ferroviario sobre el Vístula, tuvo, al parecer, importancia estratégica, yo tenía ampollas en los pies, me daban miedo los ásperos godos, miraba de reojo hacia casa y maldecía al rodaballo que me había aconsejado poner pies en polvorosa. (Además, mi amigo Ludguerio me trataba como si yo fuera un mozo de cuadra: con suficiencia, groseramente.) A menudo lloraba mientras me refrescaba los pies en el río. Sin hogar, me daba pena a mí mismo. Entre aquellos comehierros no pintaba nada. A sus asambleas no nos permitían asistir a los pomorscos. Tenía que cepillar sus caballos, limpiar con ceniza sus cortas espadas, desenredar las greñas de sus mujeres, soportar sus despóticos caprichos de hidromiel. Y cuando habían masticado setas matamoscas se volvían homicidamente agresivos y nos vapuleaban, a falta de unos enemigos todavía ausentes. Una vez, mientras deliberaban bajo un roble solitario, oí cuándo y cómo nos sacrificarían a mí y a otros compañeros de viaje pomorscos a su dios herrero Thor: empalados en lanzas. Y cuando, allí donde más tarde estaría Graudenz (la fortaleza), en la orilla oriental, me dio una coz un caballo, me corté en el pulgar con una espada, me insultaron las mujeres godescas llamándome «renacuajo pomorsco» y un godo siempre borracho o atontado por la seta matamoscas, con tan pocos dientes que tenía que premasticarle la cecina, me dio por el culo, en pleno día y detrás de una mata de retama en flor (operación en la que no se molestó siquiera en quitarse el casco de colmillos de jabalí), me escapé, volví a casa, cojeé lloriqueando y oí cómo yo, el río y los búhos gritábamos sólo «Vigga»; cada vez más desesperadamente: «¡Vigga!». Así fue como me harté de la Historia. Podían hacer Roma pedazos si querían, pero que no contasen conmigo; las albóndigas de huevas y lechecillas de arenque de Vigga me importaban más. Con mucho gusto, no pedía otra cosa, sería de nuevo su carbonero y cuidaría de sus mocosos, algunos de los cuales eran claramente míos. Me daba igual que el rodaballo me llamase pichafloja, volví todo lleno de excusas: no lo haría más, aprendería la lección, lo lamentaba de veras, esperaba un justo castigo para enmendarme, y en adelante, amante del hogar & Sin embargo, Vigga no me riñó. Ojalá me hubiese reñido, castigado, enviado a buscar nabos con la azada. Su venganza fue larga y no un breve estallido, aunque, ante mis públicas autocríticas, dijera cada vez lo mismo que Ilsebill el otro día por teléfono : «Corramos un tupido velo. Eso es agua pasada». Porque, ante el clan reunido todavía no éramos una tribu  tuve que acusarme: la fabricación de carbón pomorsca me había aburrido de manera imperdonable. Yo me había complacido traicioneramente en ridiculizar la sedentaridad pomorsca ante los godos. En los intercambios, había dado demasiado barato el carbón de leña pomorsco a los armeros godos. Para sustituir a la prohibida y erradicada hierba de los sueños, había adquirido, seducido por mi amigo, el vicio de la seta matamoscas. Y había revelado a aquel Ludguerio secretos pomorscos (la elaboración de la cuajada). Luego tuve que abjurar públicamente de mi irreflexivo instinto nómada. Luego tuve que jurar al consejo femenino del clan que nunca más querría vencer o morir, hacer Historia. Luego tuve que renunciar a algo que yo, pomposamente, había llamado derecho paterno. Luego tuve que contar cuántas ampollas me habían salido en los pies al comenzar la migración bárbara, por qué tenían el pelo enmarañado las mujeres godescas, en honor de quién iban a ensartarnos en lanzas a mí y a los otros pomorscos, cómo mi rodilla izquierda había quedado rígida para siempre por la coz del semental del joven Ludguerio, y hasta tuve que dar la vuelta al corro enseñando la cicatriz de mi pulgar derecho. (Al renunciar públicamente a la muscarina, veneno de setas, sólo conseguí popularizar también entre nosotros la amanita matamoscas.) Únicamente callé-reprimí-olvidé lo que el rumiante tipo godesco que nunca se quitaba el casco de colmillos de jabalí hizo conmigo por detrás y escondido entre la retama en flor. La vergüenza. El agujero en la historia. El bocadillo de historieta en blanco. De lo que no quiero acordarme: de cómo me manoseó, masticó, lamió, untó de grasa rancia y, luego, con su vástago de viejo, me desgarró profundamente & Sin embargo, Vigga lo sabía. Cuando me escapé, me había hecho seguir por dos rápidas muchachas que, cuando volví cojeando, se lo cascaron todo, con toda clase de detalles. Sin duda por eso me decía luego con frecuencia, cuando yacía junto a ella, dentro de ella, abrazado y apiernado: «¿Qué? ¿No es mejor así? ¿No es mucho mejor?». Ilsebill estará pronto en el segundo mes. Sólo importa su tiempo, que la hace severa. Yo (su carbonero) permanezco a su lado o me escapo escaleras abajo por los siglos hasta que el rodaballo, como si todavía me hablase, me alcanza: «Contra eso no puedes nada, hijo mío. Es su naturaleza, que es más fuerte y tiene siempre razón. Con tu paternidad no vas a ninguna parte. Eso es algo que siempre tienen ganado las mujeres. Y tu Ilsebill lo sabe muy bien». Entonces me aconseja que compre más papel. Por escrito, me dice, todo parece normal. Sólo lo escrito tiene una antinaturaleza igualmente fuerte. La mayoría de las veces vence el derecho escrito. Y lo que por vergüenza  no se quiere recordar nunca, nunca jamás, sólo está prácticamente olvidado cuando se escribe. «¡El hombre sólo sobrevive en la palabra escrita!», dice, queriendo que lo citen. Está bien. Reconozco haber traicionado a Mestuina, a mi Mestuina. Sin embargo, ocurrió de una forma más ambigua de lo que una frasecilla así sugiere. Yo era para ella (y para la tribu) pastor principal y, alternativamente, aquel obispo Adalberto que había venido para convertirnos a los paganos. Así, surtía su cocina y, en mi calidad de asceta, despreciaba sus comidas. Fui yo quien robó el cucharón de hierro colado de la choza de pertrechos de la escolta bohemia; y fue a mí, el obispo luego canonizado, a quien golpeó Mestuina con el cucharón de hierro. Si no recuerdo mal, fui demasiado cobarde para rajar a aquel pelmazo de misionero con mi cuchilla de tundir, aunque Mestuina me pidió repetidas veces esa prueba de amor. Sin embargo, también como obispo, irremediablemente sediento de sufrir, me dejé asesinar sin defenderme, porque ya de monaguillo mi deseo, a menudo confesado, había sido conquistar la palma del martirio y que me canonizaran. El pastor-el obispo: por primera vez tempotransité doblemente, estuve escindido y, sin embargo, fui un pastor de ovejas totalmente pagano y un fanático totalmente cristiano. Las cosas no fueron ya nunca tan claras como bajo la tutela de Aya o a la sombra de Vigga. Sólo con Dorotea y con Amanda Woyke, la cocinera de la servidumbre, que no permitía ninguna ambigüedad, pude emplearme a fondo, unido a mí mismo: indiviso y durante toda una vida. Porque el tiempo con Billy no cuenta. Y para María no soy nadie. Quizá mi Ilsebill actual pueda afirmarme otra vez, centrarme, darme un solo sentido. Ella dice: «Hay que ser consecuentes. Un niño tiene que saber quién es su padre. La ficción no pinta aquí nada. Por favor, ¡basta de escapatorias!». En cualquier caso, estaba ya muerto como obispo cuando, oliendo a oveja, entré en la tienda principal de los bohemios y denuncié a Mestuina a aquellos señores. ¿Por qué, realmente? Todo estaba tan bien disimulado. Después del asesinato, que salió muy bien en la choza de Mestuina, en su lecho de hojas, sin ruido salvo un suspirín de nada, ella y yo arrojamos al rápido Raduna a aquel fiambre rígido, más tarde canonizado, llamado Adalberto (¡o sea, a mí!). Muy lejos, en un banco de arena de la ramificada desembocadura del Vístula, donde los pruzzos, vecinos hostiles, hacían con frecuencia sus correrías, las aguas echaron a tierra el cadáver hinchado del piadoso varón, y fue encontrado por los mercenarios polacos que buscaban al obispo desde hacía ya cinco días. El cucharón de hierro colado lo había enterrado yo astutamente. La suposición de que los paganos pruzzos habían dado muerte a Adalberto era verosímil. Ya iba de camino un correo para informar al rey de Polonia. Como fecha se dio el 12 de abril del 997. Históricamente todo estaba grabado: un santo más. ¡Y yo, imbécil de mí, tuve que confesar la verdad! El rodaballo me aconsejó que tirase de la manta. «No puedes callarte, hijo. Por mucho que quieras a tu Mestuina, tienes que sacrificarla. Por primera vez, vosotros, los pomorscos, vagos inconscientes y sin un solo hecho que justifique vuestra existencia, habéis pasado realmente a la acción, habéis entrado en la Historia gracias al asesinato político, habéis marcado una fecha al estilo clásico qué ambigüedad más expresiva: fue asesinado en un Viernes Santo  y ya queréis refugiaros otra vez en el estado de inocencia neolítica. Dejáis que se lleven la gloria los pruzzos, ese pueblo bárbaro de salteadores. Cobardemente eludís la confesión viril. Vete a ellos y diles muy alto: pues sí, señores cristianos. Fue uno de nosotros. Mestuina, nuestra reina. Él la deseaba y la codició carnalmente. Ella lo ha matado para que nuestro pueblo cobre conciencia de su misión histórica. Podéis canonizar a Adalberto, pero nosotros, los de la tribu de Mestuina, seguiremos siendo virilmente indómitos. No queremos la cruz. Nuestra diosa se llama Aya. Es pariente de Deméter, Frigga, Cibeles y Semele. Esas sí que son diosas. Todas anteriores a vuestra bonita Madre de Dios. En suma: ¡tenemos ya una religión!» Con la firmeza que me había aconsejado el rodaballo, pero sin latiguillos verbales, hablé al prelado bohemio y los caballeros polacos. No recuerdo haber pedido permiso a Mestuina para hacer aquella confesión históricamente trascendente. Es posible que me lo hubiese dado con magnanimidad. Sin embargo, es más probable que se hubiera reído de mí llamándome cretino, que me hubiese pegado si intentaba contradecirla y que, para hacerme inofensivo, me hubiese confinado a playas lejanas, bajo vigilancia, dedicándome a la busca del ámbar. Fui a ver a los señores bohemios secretamente. Me oyeron imperturbables, y sólo levantaron acta de las blasfemias de Mestuina contra el dios crucificado e igualmente de la parte de mi confesión en que la denunciaba como sacerdotisa de Aya todavía en activo. A ello, dije, se debía su afición a la bebida. A ello se debía su vicio de masticar setas matamoscas crudas y secas. En fin de cuentas, había asesinado a Adalberto borracha o drogada con muscarina. Al día siguiente, los señores bohemios, bajo la presidencia del prelado Ludevico, condenaron a Mestuina a perecer por la espada. Ordenaron que fuéramos obligatoriamente bautizados sin demora, pero siguieron afirmando (insensibles a mi confesión): Adalberto había sido asesinado por los paganos pruzzos. El asesinato del obispo por una mujer hubiera dificultado y probablemente impedido su canonización. Hubiera ido en contra de la bula de canonización papal, según la cual nadie puede convertirse en mártir por mano de mujer. Al fin y al cabo, la escolta bohemia del obispo sabía que Adalberto había tratado de ahogar en Mestuina, varias veces por semana, su deseo carnal. Los caballeros polacos, a hurtadillas, hacían chistes sobre los penetrantes métodos evangelizadores del piadoso bohemio. Si en las actas de canonización se hubiera filtrado la más mínima insinuación sobre los placeres del lecho de hojas, inmediatamente hubiera habido un santo menos. Ante el tribunal feminista, el rodaballo justificó su mal consejo con charlatanería neoescolástica. «Todo ocurrió, distinguidas señoras, en la línea de la dialéctica hegeliana. También yo lamento profundamente que, en aquella época, se negase a la mujer el derecho a fabricar mártires. Ellos se decían: desde un punto de vista subjetivo, una tal Mestuina puede haber abierto ferrocoladamente el cráneo del obispo Adalberto, pero objetivamente, desde el punto de vista histórico, tienen que haber sido hombres, esos pruzzos paganos. Y por eso, lógicamente y en contradicción sólo aparente con los hechos, se atribuye a los pruzzos en todas las fuentes históricas el mérito de haber hecho Historia de la Iglesia.» Se supuso que había ocurrido cerca de Tolkmit. Con un remo de madera, que más tarde se convirtió en reliquia. Qué risa. ¿Y ahora qué, rodaballo? Todo está ya sobre el papel: el bramido encelado de antas falsos o auténticos, lo que hizo conmigo tras la retama el tío del casco de colmillos de jabalí, la forma en que canté de plano ante los señores de la clerigalla. ¿Me he justificado ya? ¿He aligerado mis culpas? ¿Y las otras vergüenzas? Paquetes bien atados que están pidiendo ser abiertos. Porque, cuando nos bautizaron cristianamente a la fuerza, nuestros pecados sólo aumentaron. Y yo le dije a Ilsebill: «Con aquella Dorotea que, en la época goticoflamígera lo mismo que tú actualmente, padecía jaquecas, me arrodillé a menudo sobre guisantes para hacer penitencia». Ahí viene, con el vestido manchado de sangre. De lo que no quiero acordarme. Pero tengo que hacerlo. En el segundo mes De cómo nos urbanizamos En la época en que Mestuina, totalmente borracha pero con buen tino, se cargó al obispo Adalberto, poblaban la zona de la desembocadura del Vístula además de nosotros, los antiguos pomorscos del asentamiento de la orilla izquierda, y de los pruzzos asentados al este del río  algunos restos de pueblos de paso: godos gepidizados, bastante revueltos en nuestro mismo caldo, y sajones inmigrados, escapados del celo evangelizador de los francos. Desde el sur se infiltraron poloneses eslavos. Y los varegos escandinavos nos chupaban la sangre a discreción. Construyeron por todas partes castillos para defenderse de las incursiones de los pruzzos, pero no pudieron impedir que éstos se establecieran al oeste de la depresión fluvial. Su jefe se llamaba Jagel. Una forma primitiva del lituano Jagello. Por eso, más tarde, cuando se fundó la ciudad, la colina se llamó Hagelsberg o montaña de Hagel. Ya en tiempos de Mestuina algunos varegos se disfrazaron de pescadores pomorscos y asesinaron a Jagel en su cubil. Sin embargo, sólo cuando el duque polonés Boleslao Chrobri rechazó a los pruzzos hasta la orilla derecha del Vístula, la dominación de los varegos fue sustituida por la polonesa. Porque apenas había asesinado Mestuina a aquel Adalberto contratado por el Duque de Polonia como agitador, fuimos sometidos y seguimos estándolo. Boleslao hizo llevar el cadáver milagroso a Gnesen, donde se venera hasta hoy. Nuestro país fue elevado al rango de provincia y llamado en antiguo eslavo, porque vivíamos a orillas del mar, Pomarzania-Pomerelia. A los pomorscos, el piadoso Boleslao nos llamaba, amistosa y condescendientemente, cachubos. Podíamos designar nuestros propios gobernadores, que pronto copiaron las formas de autoridad masculina aunque todos ellos descendían del regazo de Mestuina; sus hijas y las hijas de sus hijas siguieron transmitiendo el matriarcado, pero sólo de tapadillo. El primero que fue conocido por su nombre fue nuestro príncipe tribal Sambor, que fundó el monasterio de Oliva y le concedió privilegios: franquicia aduanera y percepción de diezmos. Su hijo Subislao era un tipo debilucho que murió pronto. Entonces su tío, el primer Mestuino, se convirtió en príncipe de los cachubos de la Pomerelia. Todavía pudo hacer abadesa a su hija Damroka y fundar, bajo la férula de ésta, aquel convento de Zuckau en el que, exactamente seiscientos años después, Amanda Woyke se ocupaba de la cocina de la servidumbre del Estado prusiano, antes de que los daneses atacasen la Pomerelia y se quedasen en ella, durante diez años, hasta que Svantopolk, hijo de Mestuino, los mandó a casa y se proclamó duque de la Pomerelia, lo que no le hizo ninguna gracia al duque polonés Lesko. Los dos duques, al estilo masculino, entablaron una lucha a muerte en las proximidades de Gnesen, que ganó Svantopolk y le costó la vida a Lesko. Sin embargo, cuando el duque cachubo, ahora independiente, combatió sin éxito a los pruzzos que seguían siendo paganos y no reconocían la frontera del Vístula , cometió el mismo error que los polacos: también él llamó de Palestina a la Cachubia a los Caballeros Teutónicos, que se habían quedado sin trabajo al terminar las Cruzadas. Los Caballeros Teutónicos llegaron y acabaron con todo lo que era pruzzo. Por último, derrotaron también varias veces a Svantopolk. El primogénito de éste, Mestuino II, fue hecho prisionero. Puesto de nuevo en libertad, se alió con los duques de Brandeburgo contra su correinante hermano. Entonces los brandeburgueses se establecieron firmemente e hizo falta la ayuda polonesa para expulsarlos de la ciudad de Danzig, fundada por el gran Svantopolk en 1236 como Civitas Danzcik, junto a la fortaleza pomerelia, y sometida al fuero de Lübeck. Mi Giotheschants, Gidanie, Gdancyk, Danczik, Dantzig, Danzig, Gdansk: disputada desde el principio. Nosotros, los pescadores y cesteros pomorscos, permanecimos bajo la protección de la fortaleza, en la vieja Empalizada, y seguimos comiendo sémola con pescado y pescado con papilla de sémola, mientras que los nuevos colonos, en su mayoría de la Baja Sajonia que se llamaban Jordán Hovele, Juan Rapesilver, Enrique Pape, Luis Skriever, Conrado Slichting y cosas así  vivían como artesanos y comerciantes tras las murallas de la ciudad y comían salchichas de cerdo con pochas. Los últimos duques de la Pomerelia Mestuino no tuvo hijos  y el duque polonés Przemislao se pelearon con los margraves de Brandeburgo y con los despoteutónicos caballeros de la Orden, porque así lo quería ahora la Historia. Por añadidura, el gobernador polonés Bogussa sostuvo con los Swenzas cachubos una larga lucha, hasta que, el 14 de noviembre de 1308, la voraz Orden Teutónica se zampó la ciudad, se apoderó del castillo y la dominó desde allí. Es verdad que el polaco Vladislao reclamó a gritos su posesión pomerélica y, desde lejos, importunó al Emperador y al Papa, pero en la Paz de Kalisch (1343) tuvo que renunciar a la Pomerelia. En aquella época, la que luego fue mi Dorotea tenía tres años y yo, que sería luego su Alberto, aunque púber, estaba aún agarrado al delantal de Damroka, mi madre pomorsca, que se había casado con alguien de la ciudad: mi padre, el espadero Conrado Slichting, que hizo también de mí un espadero: una profesión de mucho porvenir: la ciudad crecía rápidamente y había que defenderla con buenos mandobles. Tuvieron que coincidir una orden de resistir a toda costa alemana, las alfombras de bombas británicas y el Segundo Ejército soviético, mandado por el mariscal Rokosovsky, para cambiar toda aquella actividad burguesa heredada de siglos, con más vidas que un gato, aquí acumulada tras fachadas ostentosas, allí pobre de solemnidad, por una conflagración inmensa, que duró semanas, y arrasar todo Danzig y sus angulosos Barrio Viejo, Bajo y Moderno, Orilla Derecha y Suburbio, como para siempre, salvo los muros de ladrillo recocido de todas sus iglesias principales y secundarias. En las fotos de archivo el aspecto es desolador. Las vistas aéreas permiten reconocer las etapas constructivas de la expansión de la ciudad en la Alta Edad Media. Sólo en la Puerta de Leege, alrededor de la iglesia de San Juan, entre el Mercado del Pescado y el Agua Rugiente, junto a Santa Catalina y en algunos sitios más quedó por casualidad algún escombro en pie. Sin embargo, ya en las fotos siguientes de la exposición conmemorativa del ayuntamiento de la Orilla Derecha se limpian ladrillos, se quitan cascotes de las escalinatas de la calle de Nuestra Señora, se apuntalan los restos de fachadas de la calle de los Tenderetes del Pan, y se andamia el muñón de la torre del ayuntamiento. Y treinta años después del incendio total, un joven hablaba por un micrófono de pinza para el tercer programa de televisión de la Radiodifusión de la Alemania Septentrional sobre la destrucción del ochenta por ciento del centro de la ciudad; en calidad de conservador, el señor Chomicz está encargado de reconstruir el Danzig histórico como Gdansk polaco. Yo había llegado por la mañana, desde el aeropuerto de Berlín-Schönefeld, con un avión de hélice de la Interflug, y había aterrizado en el nuevo aeródromo, donde sólo tres años antes los patatales cachubos de mi tía-abuela habían sido un negocio medianamente lucrativo. Lo que llevaba en el equipaje: lagunas en mi manuscrito, afirmaciones todavía no documentadas sobre mi vida anterior en la época de la goticoflamígera cocinera cuaresmal Dorotea de Montovia, anuncios pidiendo información en los que aparecía la fregona Agnes Kurbiella, con sus rizos, en medio de alegorías barrocas. Objeciones del rodaballo. Los deseos de mi Ilsebill. Y además una lista de preguntas, porque, al margen de la filmación para la televisión, quería ver a María, que sigue siendo cocinera en la cantina de los astilleros Lenin: «Dime, María. ¿Qué pasó en diciembre del 70? ¿Estaba allí tu Jan cuando treinta mil obreros cantaron la Internacional como protesta ante la sede del Partido? ¿Y dónde se encontraba exactamente tu Jan cuando la Milicia disparó contra los obreros? ¿Y dónde lo hirieron?». Al comenzar el rodaje, todo se hizo chatamente actual. Las citas históricas 1813, incendio de la isla del Almacén  eran papeles para la basura. Habíamos instalado nuestras tres lámparas, la toma de sonido y la cámara en la reconstruida Sala del Tesoro del ayuntamiento de la Orilla Derecha. A pesar de toda su seguridad en los datos, el conservador municipal se sentía un poco incómodo entre las paredes revestidas de madera y los cuadros al óleo holandeses que representaban esta sentina de vicios. Detrás del conservador colgaba el cuadro semicircular y enmarcado, sobre un fondo de líneas rectas, del pintor municipal Anton Möller, El denario del César: Jesús y su personal neotestamentario aparecen, en posturas manieristas, donde en realidad la ancha construcción renacentista de la Puerta Verde (en gótico: Puerta de las Carabelas) debería separar el Mercado Largo de la orilla del Motlava. Hacia el ayuntamiento, el Mercado se estrecha en la calle Larga, ligeramente torcida, que lleva a la Puerta Alta. Möller pintó esa alegoría, de decorado urbano, inmediatamente después de su Juicio Final de 1602, año que, como el anterior, fue un año de peste. (Sin embargo, no hay sudarios en las ventanas. No hay carros cargados a tope que animen el segundo plano. Ningún médico que camine embozado, agitando una carraca. En ninguna parte queman paja. No hay amarillos de alarma que predominen.) El conservador, evidentemente experimentado, miraba directamente a la cámara. Nunca escondía una u otra mano en el bolsillo. Con gesto sobrio, calificó la pintura de Möller de documento importante para la reconstrucción del centro de la ciudad devastada, comparable a los cuadros de Canaletto que tan útiles fueron para reconstruir el Barrio Viejo de Varsovia. Calificó de asombrosa la prueba, aportada por el cuadro, de que todavía a principios del siglo XVII casi todas las casas patricias del Mercado Largo tenían muros y frontispicios góticos, salvo la Corte de Arturo y la ancha vivienda burguesa, de estilo renacentista, situada frente al ayuntamiento. El conservador estaba explicando sonriente por qué no se habían reconstruido las fachadas góticas, arquitectura anterior menos costosa, sino, sin reparar en gastos, las ornamentadas fachadas barrocas & cuando, a mitad de la frase, se apagaron nuestras tres lámparas. La instalación eléctrica del ayuntamiento de la Orilla Derecha reconstruido (según Möller) estaba sobrecargada. Se llamó al electricista de la casa, pero no vino. En cambio entró en la histórica sala, sin anunciarse y precediendo a su séquito, el príncipe consorte Felipe de Inglaterra. Al parecer, una regata o una carrera de caballos eran la razón de su semioficial estancia en el Gran Hotel de Zoppot. Evidentemente agotado por su programa turístico, el príncipe Felipe tuvo un sobresalto al ver la cámara. Nuestro técnico de sonido, llamado Klaus «¡Venga, Klaus! ¡Aquí, Klaus!» , lo tomó por el electricista tanto tiempo esperado, aunque el príncipe era inconfundible. Antes de que el error pudiera pasar a la Historia como anécdota, el príncipe y su séquito habían desaparecido. Más tarde anoté en el Monopol: ¿Y si Copérnico hubiera subido la escalera o hubiese aparecido el viejo Schopenhauer, blanco como la nieve, y lo hubieran tomado por otro? La arbitrariedad de las escenas históricas. Al fin y al cabo, Pedro el Grande, Napoleón y Hitler estuvieron aquí. Hacia finales del siglo XIV, el príncipe inglés Enrique Derby, mucho antes de convertirse en personaje de Shakespeare, llegó con su séquito para participar en el cristiano deporte invernal de la caza de paganos en Lituania. Al marido de Dorotea, el espadero Alberto Slichting, le encargó una ballesta chapada en oro que nunca pagó. Una historia que tuvo sus consecuencias. Por todas partes facturas sin pagar. Esperando al verdadero electricista y porque el filmar para la televisión implica muchas pausas intemporales  me escurrí bajando por las escaleras de la Historia (sin dejar de discutir sobre la coexistencia con nuestro satélite polaco de la Interpress), hasta que, avanzado el siglo XVII, vi venir por el Mercado Largo a la fregona embarazada del senescente pintor municipal Möller. Agnes Kurbiella ha comprado una gallina para caldo, sin desplumar. Caprichosamente es invierno, aunque rodábamos el documental para la televisión a finales de agosto, con buen tiempo, en plena estación turística. En enero de 1636 Agnes está en estado avanzado de embarazo, el rey Vladimiro VI ha fijado su residencia en la Puerta Verde, señalando así una fecha en la historia de la ciudad. Ahí está, departiendo con el diplomático y poeta de Silesia Martin Opitz von Boberfeld. El rey quiere que entre a su servicio como secretario e historiógrafo de la Corte. Están presentes también el almirante de la flota polaca un escocés llamado Seton , y patricios locales, de rostros obesos sobre gorgueras almidonadas. Después de la prórroga del armisticio con Suecia, Opitz debe negociar, en nombre del rey, la nueva tarifa de aduanas marítimas. El rey no oculta que el homenaje en versos yámbicos que Opitz le acaba de dedicar, como Príncipe de la Paz, lo predispone a la benevolencia. El patriciado garantiza al poeta, expulsado de Silesia, un lugar tranquilo para vivir. El almirante Seton, católico versado en letras, cuenta en una pausa de las negociaciones al protestante Opitz, entre divertido y preocupado, que el preceptor de sus hijos, un joven de confesión luterana que, como Opitz, es refugiado silesio, se encuentra enfermo, porque las celebraciones de los ciudadanos, aficionados a empinar el codo había que mojar el acuerdo de prorrogar el armisticio con los comisionados de Oxenstierna , han resultado demasiado para ese imberbe jovenzuelo, que ahora sólo escribe sonetos biliosos en los que lo califica todo de vanidad de vanidades. Esas poesías de circunstancias, dice el almirante, quizá interesen al señor Opitz, sobre todo porque el joven Gryphius no escribe en latín, sino en tedesco vulgar. Sin embargo, Opitz, desmoralizado por la guerra constante, está demasiado distraído para pedir inmediatamente una copia de los sonetos. A través de las altas ventanas de la sala de la Puerta Verde, mira (desde la perspectiva del pintor municipal Möller, cuando pintó su denario del César) el invernal Mercado Largo, por el que la fregona Agnes Kurbiella, con su gallina para caldo sin desplumar en el cesto, sigue caminando pesadamente, en estado avanzado de embarazo, a través de la nieve convertida en lodazal; ahora pasa ante el ayuntamiento en el que, tres siglos y medio después, esperamos al electricista de la casa; ahora dobla para entrar en la calle de los Bolseros. Sus intenciones se llaman pechuga de gallina en salsa de perifollo, con gachas de avena. Pronto preparará también Agnes el régimen de Opitz: en el verano, poco antes de que se marche el restablecido Andreas Gryphius, el diplomático se alojará en casa del predicador Canassius, habiéndose comprometido entretanto a servir a polacos y a suecos: un agente doble. Cuando por fin llegó el electricista y nuestras tres lámparas, alimentadas por una línea secundaria, volvieron a alumbrar al conservador de la ciudad y al denario del César de Anton Möller en el Mercado Largo, yo acababa de dejar el siglo XVII y su abigarramiento religioso para contemplar, al comienzo del XIV exactamente: el 17 de mayo de 1308 , la ejecución de dieciséis caballeros pomerelios de la muy ramificada estirpe de los Swenzas, aunque sólo fuera porque todavía no está claro si los Caballeros Teutónicos decapitaron únicamente a dieciséis Swenzas como primera contribución a la historia de Danzig o degollaron a más de diez mil pomorscos de la ciudad. Todos ellos vivían entre la iglesia de Santa Catalina y el viejo castillo pomerelio, que poco después se convirtió en ciudadela de la Orden Teutónica. La parte pomerelia del asentamiento del Barrio Viejo seguía llamándose la Empalizada. Porque, cuando los dieciséis nobles o los diez mil pomorscos fueron ejecutados o degollados, todavía no había Orilla Derecha, aunque el plan de los Caballeros Teutónicos de fundar una nueva ciudad al sur del asentamiento pomerelio, sometida al fuero de Kulm, estaba ya trazado. En cualquier caso, más de dieciséis condes pomerelocachubos y menos de diez mil habitantes cachubopomorscos de la Empalizada fueron ajusticiados o degollados. Aunque la Historia dice con exactitud que el 6 de febrero de 1296 fue asesinado en Rogasen Przemislao, rey de Polonia, las cifras de los asesinatos en masa son sólo estimaciones aproximadas; lo mismo que tampoco actualmente pude averiguar de los polacos locales, mediante preguntas indirectas (mientras hacíamos la película para la televisión), cuántos trabajadores de los astilleros Lenin de Gdansk y cuántos de los astilleros y el puerto de la vecina Gdynia fueron muertos a tiros cuando, a mediados de diciembre de 1970, la Milicia y el Ejército de la República Popular Polaca recibieron orden de disparar contra los obreros en huelga. Porque hubo disparos que dieron en el blanco. María perdió a su Jan que, en el momento de ser alcanzado, recitaba el Manifiesto Comunista por un megáfono. ¿Qué contradicciones ideológicas proporcionan entretenimiento dialéctico a quién (en el sentido de Marxengels), cuando, en un país comunista, el poder estatal ordena disparar contra los trabajadores que, en número de treinta mil, acaban de cantar la Internacional ante el edificio del Partido, como protesta proletaria? Al parecer, en Gdansk hubo cinco o siete muertos ante la puerta del astillero, junto al bastión de Santiago, donde estaba antes la entrada; en Gdynia se silenció la cifra exacta: entre treinta y cuarenta muertos. No se dieron detalles. Se los llamó, calificándolos en general de lamentables, los sucesos de diciembre. Y también la Orden Teutónica pasó pronto a ocuparse de su orden del día. Desde el punto de vista de una política realista, los hechos hablaban a su favor: el Danzig pomerelio estaba aliado con los Swenzas y los brandeburgueses contra Lokietek, rey de Polonia. Por consejo de los dominicos, fieles al rey, el burgrave Bogussa había pedido ayuda al maestre provincial de los Caballeros Teutónicos Plotzke. La Orden envió un destacamento que se abrió paso hasta el castillo sitiado. Los Caballeros Teutónicos obligaron a marcharse a los brandeburgueses, echaron del castillo a los polacos, incluido Bogussa, exigieron la entrega de los Swenzas pomerelios y ordenaron, cuando éstos habían sido decapitados y se había realizado una matanza sin cuenta, el desmantelamiento de los baluartes, murallas y otras fortificaciones de la ciudad, y también, por último, la demolición de las indefensas chozas de barro y las escasas viviendas de paredes entramadas; el resto de la población se dispersó y, pocos años después, fue otra vez diezmado por el hambre que asoló toda Europa. Porque cuando, a partir de 1320, se trazaron perpendicularmente al Motlava las calles principales de la Orilla Derecha, la nueva ciudad la calle de los Cerveceros, más tarde llamada de los Perros, la calle Larga, la calle de los Tenderetes del Pan, la calle del Espíritu Santo , no sólo se establecieron allí los supervivientes del Barrio Viejo, sino también muchos colonos de la Baja Sajonia, empujados por el hambre; y también la Empalizada, fuera de la nueva Orilla Derecha, resurgió otra vez sobre las ruinas del viejo asentamiento pomorsco. De los dieciséis Swenzas y los diez mil ciudadanos ferozmente asesinados nadie hablaba ya en voz alta, sobre todo cuando una comisión de investigación papal dio su bendición al informe del procurador de la Orden, como verdad definitiva. Al fin y al cabo, todos los implicados eran católicos. Y también la huelga y la sublevación de los trabajadores del puerto y de los astilleros en Gdansk, Gdynia, Elblag y Szczecin, y la orden de disparar dada a la Milicia y las unidades del Ejército Popular quedaron cubiertas por la fe comunista. En cualquier caso, el conservador de la ciudad pasó en total silencio los acontecimientos de diciembre de 1970, sobre todo porque la reconstrucción de la Orilla Derecha (de acuerdo con los planes urbanísticos de la Orden Teutónica) no se vio estorbada por los trabajadores de los astilleros en huelga. Cuando nuestras lámparas volvieron a funcionar, el conservador dijo por su micrófono de pinza: en el Barrio Viejo se habían reconstruido las iglesias, como, recientemente, la de Santa Brígida. Sin embargo, dijo, la Orilla Derecha de Gdansk, en cuanto al trazado de sus calles principales, había sido resucitada como núcleo independiente dentro de los muros de la ciudad levantados desde 1343: entre el Foso septentrional del Barrio Viejo y el meridional del Barrio Nuevo, limitando al este con el Motlava, entre la Puerta de la Vaca y la de los Buhoneros, en tanto que la muralla reconstruida de la ciudad limitaba por el oeste la Orilla Derecha, a izquierda y derecha de la Puerta de la calle Larga. El director de la Radiodifusión de la Alemania Septentrional enjaretó en su jerga televisiva: «El espich ante el cuadro de Möller, frito. Mañana a las nueve en clavo, iglesia de Santa Catalina, cimborrios, espich. Luego San Juan, calle de los Buhoneros, artistas de Wilna y la Biblia en verso &». Yo me fui a localizar más exteriores y no me sentí seguro de si, en el año 1353, la casa de ladrillo del espadero Alberto Slichting fue construida en la calle de los Herreros, en el Barrio Viejo, o en la de los Forjadores de Anclas, en la Orilla Derecha. Dorotea de Montovia, hija del colono venido de la Baja Sajonia Guillermo Swarze, tenía, cuando empezó la construcción de esa vivienda goticoflamígera pensándolo bien, debía de estar en el Barrio Viejo , seis años de edad. (Me acuerdo mejor, Ilsebill, de las escaleras, el olor a cocina, los sudarios colgados de las ventanas y los fracasos personales que de los lugares.) Sea como fuere, construí mi vivienda de espadero después de que la peste bubónica, por primera vez, fue de puerta en puerta por todas las calles, con lo que, en medio de un encarecimiento general de la vida, el precio de los solares bajó. Nosotros seguimos viviendo en el Barrio Viejo, y el amable conservador, que sólo se ocupaba de reconstruir ortodoxamente la Orilla Derecha, no pudo ayudarme en la búsqueda de mi viejo solar. A menudo yo pasaba por Montovia: de camino hacia Marienburgo, por la región comprendida entre el Nogat y el Vístula, recientemente (tras los años del hambre) cerrada por un dique. Mi padre, el espadero Conrado Slichting, que no se decidía a morirse y me tenía en un puño a mí, su hijo mayor, no sólo era proveedor de la sede de la Orden en Danzig, situada en la fortaleza pomerelia ya reconstruida; también el Gran Maestrazgo que, con sus edificios de ladrillo rojo, cada vez se extendía más por la orilla oriental del Nogat, hacía preferentemente sus encargos a los herreros y espaderos del Barrio Viejo, porque las incursiones de todos los inviernos por Samland y a través de los helados pantanos de Lituania terminaban siempre con grandes pérdidas. Con puños de espada ricamente trabajados para los temidos mandobles, con vainas cinceladas y plateados talabartes pasaba yo por Montovia, el nuevo pueblo de la Isla. Allí vi cómo la pequeña Dorotea, la séptima de los nueve hijos del campesino Swarze, el día de la Candelaria del 53, se escaldó con agua hirviendo y, sin embargo (¡como por milagro!), conservó su delicada piel y su transparencia venosoazulada, mientras que su descuidada sirvienta se abrasaba los pies de una forma totalmente normal. Desde entonces me prendé de la joven Dorotea. Cumplidos ya los treinta años y siendo aún joven maestro, yo hubiera debido fundar desde hacia tiempo un hogar, y además en la Orilla Derecha; pero no sólo estábamos bajo la vigilancia de los Caballeros Teutónicos, sino también bajo la férula de mi abuela, que exhortaba a su hija Damroka a permanecer en las proximidades de la Empalizada, el asentamiento primitivo siempre renovado: mi padre se había casado dentro de un clan pomorsco. A mí las mujeres siempre me han atado corto. Siempre he estado pegado a las faldas de alguna Ilsebill. Y cuando aquella Dorotea escaldada con agua hirviente y, sin embargo, ilesa me sorbió el seso, la cuerda que ella me dio no fue más larga. Qué no veía yo en aquella niña delicada y como repujada en plata. Con todo, sus graciosas preguntitas ¿Me había enviado a ella Jesucristo Nuestro Señor? ¿Le traía algún mensaje de su dulce Jesús?  hubieran debido ponerme en guardia. Y el hecho de que la niña (que entretanto tenía diez años) me convenciera para que le diese como juguete un látigo de siete colas con puño de plata, incrustado de madreperla y trozos de ámbar en forma de lágrima (un encargo del abad de Marienwerder) me conmovió más que otra cosa; porque, ¿cómo podía sospechar que Dorotea se flagelaba por las noches, a través de su penitente camisa de crin, hasta hacer saltar la sangre? También sus primeros versos «Ihesu-Christo guíe el mi braço, quel dolor con deleyte abraço»  los consideré simple palabrería de moda. Sólo cuando la joven de dieciséis años se casó conmigo, sin convertirse por ello en mi mujer, pude tocar, en posesión transitoria de una carne siempre indiferente, su espalda llena de cicatrices y sus heridas abiertas, supurantes. En aquella época, el flagelo era algo así como el porro hoy. Especialmente la juventud goticoflamígera, entre la que yo no podía contarme ya, buscaba el cálido hedor de las hordas de flagelantes, el ritmo de sus golpes al compás de letanía, sus delirios de horror de los infiernos, sus éxtasis de grupo y sus iluminaciones colectivas. Cuando Dorotea, en el 63, se convirtió en mi esposa y vino a la ciudad, los grandes solares de la Orilla Derecha estaban a menudo atestados de disciplinantes. Penitentes convulsivas, llegadas de Gnesen, yacían exhaustas en torno a las construcciones de ladrillo, cada día mayores, de Santa María y de San Juan, y también ante los hospitales del Espíritu Santo y el Corpus Christi. Cuando los Caballeros Teutónicos construyeron su Molino Grande junto al canal del Radauna, recientemente abierto, que rodeaba la Orilla Derecha, en los años que siguieron se produjeron frecuentes encuentros entre los trabajadores de la molienda y aquella molesta gente del látigo, acampada entre Santa Catalina y el Molino Grande, que cada vez contaba con más adeptos. Siempre que buscaba a mi Dorotea, la encontraba en el hospital del Corpus Christi, entre los leprosos, o con la pandilla de flagelantes, delante de Santa Catalina. ¡Los muy vagos! ¡Parásitos! Eran ellos y nadie más que ellos los que nos traían la peste. El molino está ahí otra vez: interiormente dividido en oficinas, habitados por palomas sus tragaluces. El canal del Radauna es hoy sólo un arroyuelo maloliente; demasiadas charcas cachubas se han convertido en embalses. Max había instalado la cámara frente al Molino Grande, detrás de la valla del solar en construcción de Santa Catalina. Allí estaban, listas para su instalación, las cuatro torrecillas secundarias y el cimborrio principal, de forma de cebolla. Todo ello costosamente recubierto de cobre y, como había sido preparado contra la contaminación atmosférica, vistosamente cubierto ya de cardenillo, porque los desembarcaderos de azufre del puerto no sólo dañan las nuevas fachadas reconstruidas de arenisca, sino que ennegrecen también las cubiertas de cobre de las torres de iglesia de nuevas cúpulas. El director de la Radiodifusión de la Alemania Septentrional me hizo sentar (con mucha naturalidad) ante un montón de tablones de andamio. A una señal suya, la hormigonera se puso en marcha a una distancia de veinte pasos. La cámara se movió en panorámica desde el muñón de torre sin cúpula de la iglesia del Barrio Viejo hasta las torrecillas secundarias colocadas sobre tocones y el cimborrio principal cubierto de verdín. Entonces entré yo en cuadro y pronuncié las palabras finales del documental: dije que, en cuanto llegase la grúa, comenzaría la instalación. Con el Molino Grande de la Orden, Santa Catalina y la iglesia de Santa Brígida, situada detrás, se había reconstruido en el Barrio Viejo, junto al complejo cerrado de la Orilla Derecha, todo un conjunto arquitectónico del siglo XIV. Era una hazaña que merecía el máximo aplauso. Polonia no renegaba de su historia. Ahora había que hacer un llamamiento al espíritu hanseático de Lübeck, porque el famoso carillón de Santa Catalina, aunque pertenecía a esta iglesia, se encontraba en la de Santa María de esa ciudad. En el marco de la reconciliación germano-polaca, había que dar muestras de generosidad. Etcétera, etcétera. Lo que no dije para la televisión: que, mirando por encima de la valla hacia el siglo XVI, allí, donde sólo quedan restos del patio del convento, junto a Santa Brígida, la abadesa Margareta Rusch, con sus correteantes monjitas, sobrevivió a las logomaquias de la Reforma consumiendo cada vez más pimienta; que, justo al lado, aunque un siglo más tarde, en la llamada Casa de los Predicadores, vivió Martin Opitz von Boberfeld, poeta e historiógrafo de la Corte, hasta que se lo llevó la peste; que aquí, fuera de los muros de la Orilla Derecha, los mozos del Molino Grande se solidarizaron con los rebeldes cerveceros, toneleros y otros camaradas de gremio contra el orden patricio, aunque la importación de cerveza de Wismar sólo perjudicaba a los cerveceros de la calle Jopen y de la de los Perros, empujándolos por ello a la insurrección. En cualquier caso, en mayo de 1378 fueron ejecutados siete cabecillas de la sublevación de los artesanos, entre ellos un mozo de molino del Barrio Viejo; la huelga y la sublevación de los trabajadores de los astilleros en diciembre de 1970 no tuvo en cambio por consecuencia la detención del comité de huelga de los astilleros Lenin, sino la destitución de Gomulka y de otros altos cargos. Tampoco se llevó a cabo la proyectada elevación de precios de algunos alimentos de primera necesidad. La amenaza de los trabajadores de los astilleros de botar al agua el esqueleto de algunos grandes barcos y de volar quizá los astilleros llegó hasta Varsovia: el poder del Estado reconoció el poder de los trabajadores. Se transigió, se sustituyó a algunas personas y se anunció una vez más la «Nueva Línea». Sin embargo, si se piensa en los trabajadores muertos de Gdansk y Gdynia y en los cabecillas ejecutados de la rebelión medieval de los artesanos, las ventajas políticas, ahora como entonces, son muy escasas: el patriciado de Danzig dejó de importar cerveza de Wismar, pero no concedió a los gremios voz en la asamblea del consejo ni en el tribunal de los escabinos; y la autogestión de los consejos de trabajadores de los astilleros Lenin fue también una reivindicación no atendida. Desde 1378, en Danzig o Gdansk sólo ha cambiado una cosa: los patricios se llaman ahora de otra forma. Hicimos aún algunas panorámicas hacia el Barrio Moderno y el astillero: torres, viviendas sociales, contaminación atmosférica, como en todas partes donde se progresa. Mientras Max y Klaus recogían sus maletas de lata y el resto de su impedimenta, yo busqué, en un portal secundario de la iglesia de Santa Catalina, las huellas de mi goticoflamígera Dorotea. Sólo las ortigas y el diente de león recordaban su cocina cuaresmal. Cuando ella traicionó la prevista sublevación de los gremios a los dominicos, le crucé el delgado rostro con mi pesada mano de espadero, aunque yo también había estado lleno de dudas y, por eso, no había participado en la rebelión. Por lo demás, la traición de Dorotea fue inútil, porque los dominicos estaban en pugna con los patricios, ya que los concejales, con ayuda de unos rescriptos del fuero de Kulm, habían expropiado todos los bienes de los codiciosos monjes, convirtiéndolos en mendicantes. Cuando nos sublevamos, hasta los Caballeros Teutónicos permanecieron quietos. El poder de los comerciantes patricios y la vinculación de la Orilla Derecha con la Liga Hanseática se habían vuelto peligrosos para ellos, por lo que la Orden, siguiendo el consejo del anciano Gran Maestre Kniprode, fundó al norte de la Orilla Derecha y del Barrio Viejo el Barrio Moderno «juvenile oppidum»  con su propio fuero y para indignación de la Orilla Derecha  con un segundo puerto y derechos de emporio. Sin embargo, Dorotea no entendía nada de eso. Practicaba la piedad sin sentido político. Es cierto que, después de la muerte de mi madre Damroka, me hubiera agremiado con gusto en la Orilla Derecha, pero como los Caballeros Teutónicos me pagaban bien, construimos, en lugar de la vieja casa de paredes entramadas, una nueva en el triángulo dentellado que forman el Brabank, el Patio de los Cuberos y la Calera, allí donde el Radauna, canalizado, sigue a la Charca de las Carpas, aproximadamente entre la Empalizada y el castillo de la Orden, pero suficientemente cerca del emporio del Barrio Moderno: y por cierto con el costoso ladrillo que, incluso en la Orilla Derecha, sólo podían permitirse los grandes comerciantes patricios y algunos maestros toneleros y pañeros. Hasta que la Ordenanza Municipal de 1451 prohibió las construcciones de madera, los distintos barrios de Danzig, que competían entre sí, no eran, incluso en sus calles principales, más que aglomeraciones de barracas cubiertas de paja; los frecuentes incendios permitían su rápida reconstrucción. Además, todos los barrios de la ciudad situados a lo largo del Motlava siguieron siendo pantanosos e intransitables, y los pilares principales de la iglesia de San Juan, levantada sobre terrenos cenagosos (cerca de la Puerta de los Buhoneros que conduce al Bastión) siguen hundiéndose hasta hoy. Cuando instalamos nuestra cámara entre las ruinas, el conservador municipal nos informó del costo del hormigonado de realce de los pilares que, a pesar de los daños del incendio, siguen soportando la bóveda: 800 000 zlotys cada uno. Gastos de sucesión. La Historia se paga. Yo estaba de pie junto a uno de esos soportes tan costosamente hundidos, entre fragmentos sin clasificar de fachadas y escalinatas. «Cámara. Docesiete. Spich: escombros de la iglesia de San Juan.» Por indicación del conservador municipal, dos trabajadores de la construcción recogieron apresuradamente los huesos humanos que había por todas partes entre los cascotes. Resultaban, dijo, demasiado macabros para la televisión. Esos insertos podían inducir a falsas conclusiones. No se trataba de osamentas del Tercer Reich, procedentes de la última guerra, sino de huesos medievales, que no habían encontrado su último reposo bajo las reventadas losas. El interior de la iglesia, con su luz oblicua en la que bailaba el polvo, su espantado revolotear de palomas y las muecas de las rotas esculturas de sus muros, ofrecía suficiente ambiente. Por eso el director Andrzej Wajda, en su día, había rodado en la iglesia de San Juan escenas de su película Ceniza y diamantes. No obstante, en un documental, por favor, había que prescindir de los huesos. A pesar de todo, no se podía excluir que también la osamenta de mi padre el espadero Conrado Slichting yaciese en un montón con los huesos de otros burgueses, ya entonces acomodados. Porque, testarudamente, el viejo se había comprado una sepultura en la Orilla Derecha. Quién reposa dónde: Opitz, muerto de la peste, fue a parar a la iglesia de Santa María, con su nombre, bajo una piedra arenisca. En la Santísima Trinidad, fieles y turistas pisan la losa que cubre los huesos pictoricomunicipales de Anton Möller. Tantos muertos. Nombres de señores del consejo que odiábamos cuando fuimos rebeldes: Pablo Tiergart, Pedro Czan, Gottschalk Nase, Pape, Godesknecht, Maczkow, Hildebrando Münzer & Tampoco sonaban mejor en nuestros oídos los Caballeros Teutónicos de mi tempotránsito goticoflamígero: Hinrich Dusemer, Ludwig von Wolkenburg, Walrabe von Scharfenberg & Y cuando, en diciembre del 70, las unidades de la Milicia y del Ejército abrieron fuego contra los obreros en Gdynia y Gdansk, el general responsable se llamaba Korczynski. Al parecer, la orden de disparar la dio un secretario del Partido llamado Kliszko. Stanislaw Kociolek, miembro del Politburó, llegó expresamente de Varsovia y se mostró partidario de actuar con mano dura. Por eso tuvo que ser luego destituido. Aunque el Partido Comunista de Bélgica protestó ante el Rey de los belgas, Kociolek, enviado a Bruselas, recibió el plácet como embajador. Al general Korczynski se le intentó convertir en agregado militar en Argel. Poco después se disparó un tiro en la sien. Sólo Kliszko no ocupó nuevos cargos. Los astilleros Lenin siguen llamándose astilleros Lenin. María, que perdió a su Jan, hizo que bautizaran a sus hijas con los nombres de Damroka y Mestuina. Y el párroco de Santa María, que hacia finales del siglo XVI quiso incoar un proceso por brujería a mi esposa Dorotea, fanática del látigo y la penitencia, se llamaba Cristián Roze. Pero Dorotea no estaba destinada a la hoguera. Luego filmamos, muy cerca, el ambiente de los artistas de la Orilla Derecha. El dibujante Richard Strya, en su buhardilla-estudio, le enseñó a nuestra cámara grabados de muchas planchas, mientras hablaba, demasiado bajo, de Vilna, la ciudad que había perdido para fijar su hogar en Gdansk. Sus aguafuertes, puntasecas y aguatintas mezclan motivos de frontispicios y torres con flagelantes y penitentes medievales. Grupos que se retuercen en las tentaciones de la carne. Éxtasis en medio de bestias apocalípticas. Leprosos a los que, con la piel, se les cae la máscara. Despóticos caballeros de armaduras negras. Lo maravilloso en diagonal. Apariciones a media luz. Una boda bajo la bóveda de la peste. Y entre el gentío de las callejuelas y las masas prerrevolucionarias, siempre mi Dorotea, en harapos, envuelta en lenguas de serpiente, enloquecida por la fiebre, cabalgando desnuda sobre una espada, grabada en el plumaje del grifo mitológico, entrelazada en una celosía, abierta, vidriosa, colgada de hilos vibrantes, besando al rodaballo, emparedada por fin, separada de su cuerpo mortal, santa ya, en oración, espantosa. Strya, al hablar, ocultaba más de lo que explicaba. Mientras los técnicos de cine pasaban el tiempo con cambios de escena, insertos e iluminaciones, nosotros remontamos el tiempo bebiendo sorbitos de agua. Strya y yo sabemos hacerlo. Sólo estamos presentes en forma tempotransitoria. Las fechas no pueden sujetarnos. No somos de hoy. En nuestro papel, todo ocurre casi siempre simultáneamente. Mientras yo, en la calle de Nuestra Señora, me sentaba en la escalinata ante la casa de la Asociación de Escritores Polacos, bebía mi café con posos y, a la sombra de la iglesia de Santa María, esperaba a Dorotea, pasó María con su bolso de la compra. Pagué y me fui con ella. Sí, me dijo, seguía siendo cocinera de la cantina de los astilleros Lenin. Nos mezclamos con los turistas. Le hablé un poco de nuestra película para la televisión. María callaba. El carillón de la torre del ayuntamiento: un tema heroico. En los comercios de las escalinatas venden adornos de ámbar. María no quiso ningún collar, ningún colgante pulido. Atravesamos la Puerta de Nuestra Señora y nos detuvimos indecisos en el Puente Largo. Entre la Puerta del Espíritu Santo y la de la Grulla había atada una gabarra en la que vendían pescado frito. En mesas alargadas, se podía comer con los dedos, de platos de papel. Si se quería, se podía obtener por un pequeño suplemento un pegote de salsa de tomate búlgara estampado en el plato. Detrás del mostrador de venta, unas mujeres enharinadas daban vueltas, antes de freírlos, a pedazos de merluza, caballa y pequeños arenques del Báltico. El olor del Motlava era más fuerte que el de la fritanga. Encima, gaviotas. La barcaza transformada en restaurante estaba cubierta por una red de pescar agujereada. Los turistas, cansados de recorrer calles y buscar motivos, comían en silencio. María quiso merluza. Nos comimos sendas porciones. El aceite, ya utilizado, tenía un sabor previo. María se había cortado los tirabuzones. Vamos, cuéntame, María. Pero ella no quiso decir nada (ni siquiera en voz baja) sobre el levantamiento de los trabajadores de los astilleros. Aquello era agua pasada. Las palabras no podían devolverle la vida a Jan. Síseñor, el capitoste que vino de Varsovia se llamaba Kociolek. Después de la congelación de los precios y el aumento de los salarios, los hombres se habían calmado. Sólo cuando la cerveza escaseaba, como recientemente, protestaban. Las niñas estaban muy bien. Un padre muerto no estorba. Habían renovado la cantina de los astilleros. No, la comida no le podía gustar a nadie, pero llenaba. Qué quieres, a quién no se le quitan las ganas de reír. Y como María se quedó entonces silenciosa, le hablé de Dorotea. Es posible que me escuchara. Para el gusto gótico, era bella. Su firme voluntad derogaba las leyes de la Naturaleza. Lo que quería se producía, ocurría, sucedía. Podía andar descalza por el Vístula helado; en su tibio camastro, cuando yo, ardiente, me llegaba a ella, era un pedazo de carne congelada. Para nuestras nueve hijitas que, salvo una, murieron todas, apenas tuvo una mirada; a los leprosos del hospital del Corpus Christi les rascaba con fervor las costras. El que a mí me abrumasen las preocupaciones no le preocupaba; pero a cualquier truhán que apareciese buscando su consuelo (y mi dinero) le levantaba el ánimo: con cuánta sensibilidad, caridad e inteligencia sabía calmar las penas ajenas. Al principio, aún íbamos juntos a los banquetes de los gremios y a las bodas de los nuevos maestros. Con nuestros mejores atavíos, estábamos presentes cuando se bendijo el mercado de Santo Domingo. Sin embargo, entre mis compañeros de gremio permanecía siempre distantemente bella: ofendida por el alegre humor burgués, consternada porque su dulce Jesús no fuese en todo momento lo primero, por ejemplo cuando se trataba de trinchar corderitos. Luego se negó a participar en mis expansiones: las fanfarronadas de los hombres y el acicalamiento de las mujeres le repugnaban; sin embargo, cuando se sentaba en andrajos delante de Santa Catalina, entre hermanos flagelantes y hermanas penitentes, su risa juvenil dominaba el estruendo del vecino Molino Grande. Era capaz de decir tonterías y soltar risitas en medio de aquella caterva de vagabundos, alegre, natural, libre; ¿libre de qué?, libre de mí, del débito conyugal y del cuidado de los niños que morían o nacían. No estaba hecha para el matrimonio. ¿Qué podía hacer más que buscar una evasión, convirtiéndose, si no en bruja, al menos en santa? En las asambleas de los gremios se reían de mí. La espadera era el hazmerreír de la vecindad. Cuando fundamos una cofradía con los orfebres de la Orilla Derecha y levantamos nuestra capillita en la iglesia de San Juan, al lado mismo del altar de los albañiles, tuve que regalar más objetos de plata que mis demás compañeros de gremio para que me admitieran. ¡Ojalá se hubiera incoado el proceso contra Dorotea! Yo habría declarado contra aquella bruja: «Sí, mi querido diácono y doctor en Derecho Canónico Roze. Dejó que todas nuestras hijas, salvo Gertrudis que sobrevivió, perecieran miserablemente &». A la pequeña Catalina le gustaba jugar en la cocina con ollas y cucharas, con almireces y manos de almirez. La niña curioseaba en todos los pucheros, por lo que las sirvientas no la perdían de vista. No así su madre, que en la temporada que seguía al Miércoles de Ceniza y todos los viernes del año preparaba sus sopas de penitencia, contrición y cuaresma con cabezas de merluza y raíces, espesándolas con cebada mondada. Mientras las cabezas de pescado y las remolachas borboteaban en el gran caldero, ella se arrodillaba, de espaldas al fogón, poniendo sus blancas rodillas sobre guisantes grises, llamados arvejos. Con sus ojos dilatados clavados en el crucifijo y los dedos entrelazados hasta dejarlos exangües, no vio ni sospechó maternalmente nada cuando su segunda hija, que podría tener tres años y medio y había sido bautizada en Santa Catalina, se arrodilló también sobre un taburete situado junto al caldero, pero no petrificada por el fervor, sino pescando con un cucharón de madera los ojos redondos y blancos de las cabezas de merluza recocidas, hasta que para no alargar la historia  la pequeña Catalina se cayó en la gran olla que alimentaba a la familia. La niña sólo pudo lanzar un grito agudo, que no fue suficiente para levantar a su madre, totalmente absorta en su Jesús, de los guisantes penitenciales. Si la sirvienta no hubiese echado en falta a la niña, Catalinita, sin interrumpir la devoción de su madre ni el tiempo de un avemaría, se habría cocido seguramente por completo. De esa forma, el espadero Alberto Slichting perdió, después de a su tercera hija comenzando por abajo, a su segunda hija empezando por arriba. Mientras ella, su madre, aparentemente impasible, permanecía de pie ante aquel fardo humeante, golpeé a mi Dorotea varias veces con mi ruda mano de espadero. No, Ilsebill, o María, o quienquiera que sea quien me escuche: Dorotea no me devolvió los golpes. Silenciosa y frágil soportó mi violencia, porque su capacidad penitencial no tenía límites. Al día siguiente filmábamos Santa María desde todos los ángulos: surgiendo majestuosa de la calle Larga a través del pasadizo de la calle de los Bolseros. Desde donde la calle del Espíritu Santo termina en la orilla del Motlava, en el Puente Largo, se podía captar entera aquella especie de gallina clueca de ladrillo. Dos planos generales más desde el Foso del Barrio Viejo, por encima del dique, de forma que la capilla de los Reyes de Polonia, adosada a Santa María, hiciera resaltar las proporciones de ésta. Y desde el Foso del Suburbio, esquina a la Charca de los Renacuajos, donde, tras la calle de los Perros con sus gabletes, la torre colosal de la iglesia principal y la esbelta torre del ayuntamiento parecen desposadas para siempre. Naturalmente, filmamos también las clásicas vistas de tarjeta postal, según la posición del sol: desde la calle Jopen y desde la umbría calle de Nuestra Señora. Y al día siguiente, cuando visitamos los talleres del Estado al otro lado de la Puerta de la Isla, donde los suelos cenagosos de las tierras bajas se extienden horizontalmente hasta el Vístula, el equipo de televisión de la Radiodifusión de la Alemania Septentrional consiguió captar, desde el taller de forja, la silueta de la ciudad en la lejanía. «Eso sólo compensa ya», le dije al conservador; «quiero decir los gastos». Aquella noche me encontré otra vez con María. La recogí a la puerta de los astilleros. La nueva cantina está inmediatamente detrás de la entrada, a la derecha, donde ya en la época socialista temprana de Lena Stubbe el comedor de los trabajadores servía buenos guisos. María, con sus vaqueros y su jersey, se reunió conmigo aproximadamente en el sitio en que, unos años antes, su elocuente Jan recibió un tiro en mitad de una frase. Ella no quiso detenerse y pensar un momento en él. «Pero, María», le dije, «era un tipo tan genial. Su tesis de que Fortimbrás, el del Hamlet shakespeariano, al terminar la tragedia llevó a las tropas danesas a la Cachubia, donde Svantopolk lo derrotó, ese descubrimiento tan importante & ¡no ha sido rebatida hasta hoy!». Sin embargo, María sólo dijo: «Hoy había puerco con col». Llevaba una tartera junto al bolso de hule. Fuimos en tranvía desde la estación central hasta Heubude. En la playa había poca animación. Dejamos nuestras huellas descalzas en dirección al este. Olas perezosas, como siempre. Encontré entre las algas algunos pedacitos de ámbar. Luego nos sentamos en las dunas y nos comimos a cucharadas el templado puerco con col. Eso, preparado como siempre con comino, era lo que tenía Jan en el estómago, igual que todos los trabajadores de los astilleros, cuando el 18 de diciembre de 1970 la Milicia le acertó en el vientre de lleno. «Esos imbéciles», dijo María, «¡aumentar los precios de la compra antes de Navidad!». Me enseñó una foto de sus hijas Damroka y Mestwina: muy guapas. Luego nos callamos, cada uno algo distinto, hasta que María se puso en pie de repente, corrió hacia el Báltico por la playa y pronunció tres veces en cachubo la misma palabra, y entonces el rodaballo saltó a sus manos abiertas desde las aguas poco profundas & Pelea Porque el perro, no, el gato o los niños (tuyos y míos) lo ponen todo hecho un asco y deben servir de pretexto, porque la visita se fue demasiado pronto o la paz dura ya demasiado y lo dulce empalaga ya. Palabras que se atascan en los cajones y son gancho y corchete para Ilsebill. Ella quiere algo, algo. Ahora soy yo quien se va. A dar vueltas otra vez por la casa. La carne de vaca fibrea entre los dientes. Cielo-noche-aire. Alguien lejano que también da vueltas, una vez más. Sólo el jubilado y su mujer que viven al lado en La Bacinilla, se han acostado sin decir una palabra de más. ¡Ay rodaballo! Tu cuento acaba mal. Limpieza general Mi cristalería le tiene miedo a Ilsebill. Cuando ella, por un nada, o porque el tiempo había cambiado o porque yo le había tirado por el retrete el agua de los pepinillos en vinagre, que ella se bebía como una toxicómana; cuando mi Ilsebill, de repente, porque se le había roto el hilo, montaba en una cólera fría y gelatinosa cómo temblaba, cómo se estremecía luego  y o porque yo había dicho: «¡Del viaje a las Antillas, nada!»  barría mi colección de vasos de las estanterías con mano furibunda, no, con el trapo seco, porque las embarazadas tienen derecho a beberse el agua de los pepinillos y su jaqueca se justificaba por el anticiclón escandinavo, yo, el coleccionista, contemplaba serenamente cómo iba haciendo añicos cada vez más cosas, porque Ilsebill, no contenta ya con abarcar de un golpe de trapo todos los vasos bellamente soplados de los estantes, iba destrozando selectivamente cada vaso, mientras el oblicuo sol de la tarde jugaba con los fragmentos & Todo porque yo, para proteger mi delicada cristalería, le había negado un lavavajillas Bosch o Miele con seis programas y garantizadamente silencioso, se lo había negado con la frase lapidaria de «¡aquí no entra!». Un ejemplo más de cómo la firmeza (hasta que se renuncia heroicamente a ella) se basta a sí misma. Yo miraba a Ilsebill con serenidad creciente. Liberado por fin de mi pasión de coleccionista, me puse de un talante especulativo y me pregunté si, además de los motivos evidentes el agua de los pepinillos, el viaje a las Antillas, el anticiclón escandinavo, el lavavajillas  no habría otras razones recónditas para aquel barrido, aquella limpieza general, porque pudiera ser que el furor de Ilsebill tuviese un origen goticoflamígero y procediese de cuando cambié su flagelo de plata bella pieza de orfebrería de un espadero agremiado  por una copa veneciana (de cristal de Murano): esa preciosa pieza de cristal soplado, que hoy costaría una fortuna, se la dejó Ilsebill para el final. «Hacer de mí una bruja o una santa, según te conviene. ¡No estamos en la Edad Media!», gritó mientras seguía tirando cosas y se parecía atrozmente a aquella Dorotea que, desde el siglo XIV, me estruja la vesícula y a la que, de una vez, tengo que echar afuera, ¡la muy desgraciada! Una auténtica declaración de quiebra. Libre de la cristalería, consideré la posibilidad de adquirir un lavavajillas de programa Super 55. Después de veinte lavados había que reponer el detergente y el producto de aclarado. El anticiclón escandinavo perdió su efecto jaquequizador a causa de los frentes atlánticos de bajas. Sólo había que meter y sacar la vajilla. Pero la casa Bosch no podía garantizar que, con la compra del lavavajillas, nuestros problemas domésticos se solucionarían. Porque, ¿quién llena y vacía el lavavajillas? ¿Yo? ¿Por qué siempre yo? Algunas clases de cristal (de cristal soplado) pueden empañarse después de sólo tres lavados. Nunca más, mientras mi Ilsebill esté embarazada, echaré por el retrete el agua de los pepinillos. Coloqué en los estantes los añicos: bohemios, venecianos y mucho Regency inglés. Y entraron en casa los folletos del viaje, del chárter a las Pequeñas Antillas: playas blancas, sin alquitrán. Cocoteros. Jugos de fruta helados. Gentes morenas de risa despreocupada. La felicidad incluida en el precio. Y ahí está Ilsebill llegando en un vuelo chárter: se mueve rubia en el visor de una cámara publicitaria que, por principio, sólo fotografía lo rubio. Por lo demás, mi cristalería sigue siendo bella en añicos. Rotos, esos vasos están más enteros que nosotros. Y a Ilsebill le dije: «Esa Dorotea tenía seguramente lo recuerdas  un látigo de hilo de plata trenzado que, siendo todavía niña, le regaló el espadero Alberto Slichting, probablemente por consejo del rodaballo. Porque ante el tribunal feminista, ese objeto goticoflamígero de uso corriente, con el que Dorotea, en sus ataques de jaqueca, se acercaba a su Jesús, se citó siempre como instrumento de opresión inventado por los hombres y, por consiguiente, muy típico. ¿También a ti di la verdad, Ilsebill  te gustaría a veces infligirte sufrimientos, digamos moderados, con un pequeño flagelo de plata? ¿O te basta con hacer trizas la cristalería? Después de hacerlo parecías francamente aliviada. Libre y cariñosa a la vez. Podemos comprar otras copas nuevas. En Hamburgo he visto dos vasos barrocos supuestamente daneses  escandalosamente caros no importa , que guardan entre sí la misma relación que tú y yo: son irregularmente distintos y, sin embargo, armónicos. ¿Quieres?». No, dice Ilsebill, lo que quiere decir que sí. Todavía están los dos vasos armónicamente enteros. El próximo anticiclón escandinavo se retrasa. Los pepinillos en vinagre ya no se cotizan. De momento, sólo la chucruta cruda y en grandes cantidades. Al parecer, en las Pequeñas Antillas la humedad del aire impide las jaquecas. Sin embargo, eso de que el lavavajillas ahí está por fin, en pleno funcionamiento  trabaje silenciosamente es un timo, Ilsebill, un timo completo. Y nuestro problema de platos sucios, resumen de todos los problemas planteados desde Dorotea, sigue sin resolver. Tu lavado y mi lavado no acaban de convertirse en nuestro lavado. «No, rodaballo», dije más tarde, «esa Dorotea con la que cargué en el año 1356 del Señor era una zorra cascarrabias, cuya forma de sacarme de quicio todavía hoy me afecta; porque mi Ilsebill, embarazada de dos meses, es capaz de malos humores igualmente infecciosos. Pasa echando pestes junto al cacharro: la leche se agria. Proyecta su sombra: y vasos incólumes saltan en pedazos. Se sitúa silenciosamente tras los invitados, cuya risa rebota alegremente de un lado a otro, como una pelota: e inmediatamente se acaba la juerga, la pelota se pincha, llaman a los niños, buscan las llaves del coche con cara de ser muy tarde y dicen embarazadamente: Bueno, hasta otra ». Los invitados se marchan. No queda ya nada, salvo la expresión de aguafiestas. Las ventanas se oscurecen. La última mosca, último resto rezagado de la alegría del verano, cae de la pared. Una jaqueca centroeuropea se convierte en acontecimiento social. Y así ocurrió también créeme, rodaballo  cuando, siguiendo tu consejo «¡El matrimonio aumenta el patrimonio!»  me casé con la goticoflamígera Dorotea de Montovia. Según las buenas costumbres, las bodas debían durar tres días. No sólo se habían engalanado los espaderos y orfebres del gremio, sino que también los campesinos de la Isla, entonces todavía ricos, habían llegado en carros de dos o más caballos desde Montovia y Käsemark, aunque sabían que el menú de Dorotea, aun en ocasión tan feliz, sería el del Miércoles de Ceniza; ya de niña los platos de carne la hacían vomitar. Por añadidura, Dorotea había invitado a varios patricios, a algunos Caballeros Teutónicos y a su confesor dominicano, a mesas separadas. Aquello no podía acabar bien. Aquello era un insulto para el gremio & y no sólo porque Dorotea hubiera puesto una mesa demasiado sobria: pescado, sopa de puerro, un poco de cecina, mucha sémola de esteba & y nada de bueyes cebados, cochinillos asados o gansos rellenos de papilla de mijo. Con todo, la mesa, adornada con acederas y nabos crudos, tenía un aspecto apetitoso. En unas escudillas, huevas de arenque mezcladas con requesón y eneldo. La cuajada se podía remojar con aceite de linaza. El que quería podía endulzar su sémola de esteba con compota de ciruelas. Y, sin embargo, desde el principio reinó un ambiente de violencia. Los Caballeros Teutónicos se jactaron de los lituanos paganos que habían acosado hasta los pantanos el invierno pasado y el anterior. El dominico se lamentó de que todavía se permitiera a los campesinos de la hoz del Vístula en Montovia vivir de una forma tan sacrílegamente libre y sin pagar diezmo alguno por sus propiedades. Los patricios les dijeron a la cara a los espaderos que en otras ciudades sabían cómo tratar a los gremios y partirles la boca si se atrevían a abrirla. Mis compañeros de gremio tragaron al principio, pero luego se les empezaron a salir, de rabia, los ojos de las órbitas. Las provocaciones volaban entre las mesas. E inmediatamente después de la bronca provocada por un Caballero Teutónico que arrojó un rábano crudo al regazo de la endomingada hijita del patricio Schönbart, los invitados a la boda se marcharon. Sólo se quedaron los campesinos, que no entendían gran cosa. Yo, abochornado, recogí los platos. Y Dorotea se rió. «Te lo digo yo, rodaballo: a los aturdidos invitados que quedaban, mi Dorotea no les ofreció, a guisa de postre, una alegre carcajada, sino un balido estridente, como escapado del rebaño de cabras de Satán. Y a esa zorra de sangre fría quisieron hacerla luego santa: para morirse de risa.» El rodaballo me consoló: había que pagar aquel precio elevado, pero aceptable. Al fin y al cabo, sólo gracias a la religión cristiana se había podido salir del matriarcado absoluto. Esa religión se basaba en el juego alternativo de Don Carnal y Doña Cuaresma. Por eso había que tolerar lo demás, es decir, el poder doméstico y culinario de esta o de aquella Dorotea. «¡Claro, claro!», dijo el rodaballo. «Sus eternos potajes cuaresmales no son precisamente apetitosos, pero, como perteneciente a un gremio, te puedes resarcir en las reuniones matinales y otras ocasiones festivas, te puedes dar a la cuchipanda y la borrachera hasta hacerte polvo el hígado. Además, tu Dorotea es muy bella, y no sólo para contemplarla. Y está sana, por muy delicada y frágilmente que viva sus visiones interiores y cópulas celestiales.» «Pero si de eso se trata precisamente, rodaballo. Su salud me abruma. Cuando yo sólo hace falta un cambio brusco del tiempo  tengo la cabeza como un bombo y me entran ganas de llorar, ella, incluso en pleno bochorno, está siempre malignamente despierta y conserva la cabeza clara para sus especulaciones ascéticas. Puede ayunar hasta quedarse en los huesos, pero su calma no flaquea por ello. A mí me estropea el buen humor. Me impide pensar. Me pone malo. Ahora me hace daño la luz. No puedo soportar el ruido, el croar de los sapos. Desde que tengo por mujer a Dorotea estoy sufriente. Mi cabeza, antes capaz de resistir el ruido infernal de cualquier fragua, me estalla en pedazos en cuanto escucho o barrunto sólo su ligero paso maléfico. Y cuando me habla con su voz resignada e inalterable y, con sus reglas de ayuno, me obliga a integrarme en un lúgubre sistema, no me atrevo a contradecirla. Tengo miedo de su manía versificadora que todo lo refiere a su dulce Jesús.» (Y le cité unos versos de mi Dorotea: «Quando tañe mis cuerdas sonoras, Ihesu-Christo alegra mis oras &».) Entonces el rodaballo, mi asesor y padre adoptivo de siempre, me atiborró de escolástica. Me dio lecciones y me enseñó a comprender que lo torcido es derecho, un montón de añicos un cristal intacto, la oscuridad una mansión de luz y la coacción, libertad cristiana. Así doctrinado y nunca falto de respuesta, yo debía en lo sucesivo, tan pronto como mi Dorotea, a su estilo sano, se pusiera insoportable, obligarla a aceptar mi ortopedia dialéctica. «Tienes que negarle una lógica propia», dijo el rodaballo. «Lo que no comprende le será siempre incomprensible. Porque en sentido estricto, como mujer, no tiene por qué tener una lógica. Invéntate estoy seguro de que puedes hacerlo  un edificio amplio y, sin embargo, estrechamente compartimentado, en el que de esto se deduzca aquello, y de esto y aquello lo de más allá. Cuando ella te contradiga o pretenda que su intuición le dice que a ese edificio levantado le falta una entrada y una salida, respóndele: ese edificio es lógico en sí porque ha sido correctamente concebido, y ha sido correctamente concebido porque es lógico en sí. Y si tu Dorotea sigue contradiciéndote o llega a oponer a tu sistema sus versos al dulce Jesús, dile amablemente: tienes que cuidarte, mujer. Todo esto es demasiado para ti. Basta con que yo vea claro. Estás pálida, fatigada. Te tiemblan los párpados. El sudor perla tu frente virginal, cuya belleza no está hecha para pensar. Te voy a poner compresas húmedas. Vamos a tapar las ventanas. Que todos anden de puntillas. Que se cacen todas las moscas. Porque tienes que tener una tranquilidad absoluta. Porque has abusado de tus fuerzas. Porque estás enferma, querida. Me preocupas.» Así, convertido por el rodaballo, tras varios cursillos, en escolástico y maestro en la ciencia de cortar pelos en cuatro, fui a ver a mi esposa Dorotea y, como no pudo seguir mi lógica, le metí en la cabeza que tenía la llamada jaqueca. Naturalmente, desde entonces fui menos sensible al tiempo atmosférico y apenas padecí dolores de cabeza ni crisis de llanto. Sin embargo, me permito dudar de que la pérdida de las jaquecas el último de los prehistóricos derechos consuetudinarios del hombre  me supusiera algún alivio. Y, ante el tribunal feminista, también el rodaballo confesó, después de sus evasivas habituales (en las que se permitió citar en latín a los Padres de la Iglesia), que su consejo de entonces de que convenciera a las mujeres goticoflamígeras de que la jaqueca era un privilegio femenino, sin duda aumentó la belleza de éstas, pero favoreció muy poco la causa masculina. En cualquier caso, Dorotea, antes o después de sus jaquecas, me sometió a estrechos interrogatorios. Desde luego, hablaba con versos y metáforas, pero traducida en prosa (con palabras de mi Ilsebill) hubiera dicho: «¿De dónde te has sacado eso? Esa idea no se ha fraguado en tu cabeza de requesón. Enrollarme con tu lógica de mierda. ¿Quién te lo ha sugerido y dónde?». Así cogido, terminé por confesar y delaté al rodaballo a Dorotea. Verdad es que aún pude avisarle a tiempo «¡Ten cuidado, rodaballo! Vendrá buscando algo» , pero él siguió ofendido y hasta hoy no me ha perdonado «¡Abuso de confianza!», dijo  mi traición. «¡Con todo lo que he hecho por ti, hijo mío! Destetarte de tu Aya. Enseñarte a fundir el metal, acuñar moneda, elaborar sutiles sistemas cerrados, el pensamiento lógico. Yo situé el razonable patriarcado por encima del matriarcado embrutecedor. Para beneficiaros a los hombres inventé el principio de la división del trabajo. A ti te aconsejé el matrimonio, que aumentó tu patrimonio. Y por último, libré tu crónica cabeza de bombo de la jaqueca, con lo cual, por desgracia, te has convertido en un cabeza hueca: parlanchín e irresponsable. Me has vendido, has abusado de mi confianza, has confiado nuestro secreto a una olla de grillos. En adelante, el matrimonio será para ti un yugo. Además, el marido, reinante, tendrá que pagar tributo a su dragón doméstico: aunque sólo sea en la cocina, lavando platos. En cualquier caso, sólo te aconsejaré en asuntos extramatrimoniales. Que venga tu Dorotea, con su serenidad de madona. No le diré nada, aunque me dé un beso.» Esto debió de ocurrir apenas dos años después de nuestro enlace. Yo no estaba presente. Sólo en el proceso contra el rodaballo se revelaron detalles, porque el tribunal feminista fue informado por él, el propio interesado. Es impresionante el parecido de la fiscal del alto tribunal, y no sólo con mi Ilsebill. Las dos son hermanas de Dorotea de Montovia: de expresión imperiosa, inyectadas de una fuerte voluntad que todo lo concentra y puede mover montañas. Son (las tres) espantosamente rubias y respetuosas de una moral severa, y están poseídas de ese valor que siempre empuja hacia adelante, pase lo que pase. De manera que Dorotea fue a ver al rodaballo. Llevaba consigo toda su belleza y su juventud sin mácula: un viernes, después de cocer unos arenques de Escania en un caldo de cebolla. Fue con su largo sayal (de penitente), el cabello suelto. Yo, previsoramente, le había dicho: «Tienes que meterte en el mar hasta las rodillas y luego llamarlo varias veces, saludándolo de mi parte. Entonces vendrá y, si lo besas, quizá te diga algo. ¡Formula un deseo, un deseo!». Así pues, Dorotea atravesó la playa en línea recta, dejando las huellas de sus pies desnudos, hasta donde las indiferentes olas del Báltico desfallecían. Entonces se recogió el sayal. Metida hasta las rodillas en la perezosa rompiente, llamó, y su llamada olía a arenque: «¡Rrodavallo, salit commo el rrayo et bessar vos é syn desmayo!». Ella se le presentó así: era Dorotea de Montovia y no pertenecía a ningún hombre, salvo Jesús; ni siquiera a su esposo Alberto el espadero. Jesucristo Nuestro Señor era su esposo celestial. Y si besaba al rodaballo no lo besaría a él, sino a su dulce Jesús en figura de rodaballo. Y lo mismo que a mí, siempre que tempotransitaba, me saltaba a las manos, el rodaballo saltó enseguida a los brazos de Dorotea que, asustada, dejó escapar un aire, lo cual, entre otros detalles, fue mencionado ante el tribunal feminista y reflejado en las actas. El rodaballo no dijo nada, pero ofreció a Dorotea su torcida boca. Tenía los labios agrietados por la brisa del mar. Con sus largos y ascéticos dedos, ella lo sostuvo por el blanco lado ciego y la pedregosa cara superior. Los dos se besaron largamente. Un beso de ventosa. Se besaron sin cerrar los ojos. («En la mi voca bessome el grand peçe, et mi coraçón de plazer s estremeçe», decía luego una aleluya de Dorotea.) Después del beso ella había cambiado. Su boca se había torcido, aunque de forma apenas perceptible. No era su dulce Jesús quien la había besado. Con boca ligeramente ladeada, quiso que el rodaballo le dijera enseguida a cuántas mujeres había besado antes. Y si a las otras mujeres sus besos les habían sabido lo mismo. Y por qué tenía el gesto torcido. Y cómo iba a explicárselo todo aquello a su dulce Jesús. Sin embargo, el rodaballo callaba y a Dorotea le pareció terrible y extraño. Entonces lo tiró al mar, gritando: «De bessar mi coraçón es fartado, ¿dó fincó, rrodavallo, vuestro arado &?». Cuando Dorotea volvió, vi que su boca se había torcido y estaba inclinada con respecto a sus ojos. Desde entonces tuvo una expresión desdeñosa, que realzaba su belleza, aunque los niños de la calle le gritasen: «¡Rrodavallo, cara de cavallo! ¡Rrodavallo, cara de cavallo!». Cuando al día siguiente me informé porque Dorotea, penitentemente arrodillada sobre guisantes sin pelar, no decía palabra  el rodaballo me dijo: «Aunque tu abuso de confianza pueda tener consecuencias desagradables, tu mujercita me ha gustado, si bien es verdad que olía a arenque. Me gusta su lengua histéricamente revoloteante. Su querer siempre más y más. Sólo sus preguntas son importunas». Naturalmente, le advertí al rodaballo que Dorotea volvería, pero se quedó tan tranquilo: aquello no le asustaba. Claro está que ella planeaba algo, dijo. El vengarse de los desaires era muy propio de la naturaleza femenina; sin embargo, no había faldas en el mundo que pudieran hacerle morder el anzuelo. Y ante el tribunal feminista le dijo a Sieglinde Huntscha, la fiscal: «¡Pero mi distinguida señora! ¡Claro que tenía conciencia del peligro! ¿Acaso no corrí un peligro mayor aún cuando, voluntariamente, me colgué de su cómico anzuelo? Ese tremendo cabello rubio de usted o de Dorotea me ha atraído siempre. Es un impulso fatal. Las mujeres de voluntad fuerte como Dorotea o como usted ¿puedo llamarla Sieglinde?  siempre me han & como suele decirse: enloquecido de amor. Aunque, naturalmente, dentro de los límites establecidos. Ya me entiende: ¡soy un pez!». Cuando Dorotea fue a buscar otra vez al rodaballo, llevaba consigo un cuchillo de cocina: «¡Rrodavallo, salit commo el rrayo!», gritó. El rodaballo saltó del agua. Se besaron. Sin embargo, cuando él siguió sin responder a sus preguntas, ella le cortó la cabeza al estilo de las amas de casa, de un tajo dado exactamente detrás de la aleta branquial. El aleteante cuerpo plano cayó sobre la arena con un ruido sordo. Ella pinchó la cabeza con el cuchillo, que sostuvo verticalmente, y gritó sin rima alguna, con la boca torcida por el beso rodaballesco: «¿Me lo diredes agora, rrodavallo? ¡Rrespondet, rrodavallo! Dezit, rrodavallo: ¿me amades?». Antes de que la cabeza del rodaballo hable desde el cuchillo verticalmente sostenido, hay que recordar que él, el aconsejador, el sabihondo, el omnisciente, me había convencido para que sublimara la relación, puramente carnal, entre hombre y mujer mediante un sentimiento superior, el amor, porque sólo así, por el grillete del tempotránsito matrimonial, se crearía una dependencia que afectaría especialmente a la mujer: «Siempre deben querer que les digan si las quieren y cuánto las quieren, si el amor perdura o si crece, si amenazan otros amores y si, a la larga, está seguro el amor». Por eso la pregunta de Dorotea, que hasta entonces sólo había hecho a su dulce Jesús, pero nunca a mí, era una pregunta de dependencia; y por eso el tribunal feminista denunció la «institución del amor», no sin razón, como instrumento de opresión masculina; aunque en la expresión «pescar un marido» los tiros vayan por otro lado. En cualquier caso, la cabeza cortada del rodaballo habló horriblemente desde el cuchillo vertical: «¡Ajajá! ¡Así, de sopetón! Muy bonito. No hay nada como la práctica. Pero a mí no se me parte de un tajo. Sabré reunificarme. Seguiré siendo uno. Esos amores súbitos no me convencen. Y escúchame bien: porque lo quieres todo o nada, porque no te bastan mis besos, que te hacen hermosa, nunca te bastan, porque exiges amor pero te niegas a darlo sin preguntas, y también porque has convertido en principio de placer el alto principio de Jesús y a tu marido, el buen espadero Alberto, que teama, teama y teama, sólo le ofreces una carne fría, me tendrás por entero, Dorotea, y ahora mismo. Durante un día y una noche». Cuando la cabeza del rodaballo hubo hablado así, saltó del cuchillo, se unió de nuevo al plano cuerpo y la cola, se transformó ante los espantados ojos de Dorotea en un rodaballo gigante, y golpeándola con las aletas, con la cola, la empujó por la playa hasta el mar, cada vez más profundo y, como había prometido, se la llevó consigo. Así como suena. Y también ante el tribunal dijo el rodaballo sin rodeos: «En suma, que me la llevé». Las acusadoras mujeres lo calificaron de «típicamente masculino», en tanto que, antes, el rodaballo había hecho constar en acta que la pregunta de Dorotea de si la quería era «típicamente femenina». Además, confesó que, con su acción punitiva, había querido anticipar el cuento, más adelante mal interpretado como antifeminista, de El pescador y su muxer. No obstante, lo que ocurrió bajo el agua no quiso revelarlo. Dijo que él era un tipo chapado a la antigua. Para él la discreción era una cuestión de honor. Cuando el tranquilo mar devolvió al día siguiente a Dorotea, yo la estaba esperando preocupado en la playa, dispuesto ya a perdonar, a olvidar. Lentamente, salió del mar y pasó por mi lado dejando sus huellas. Asustadas, las gaviotas se mantuvieron distantes. No me extrañó que el sayal y el pelo de trigo de Dorotea estuviesen secos. Sin embargo, vino otra vez cambiada: ahora tenía los ojos ligeramente ladeados y en ángulo con su boca torcida. Volvió con ojos de pez, como la dibujaré cuando mi Ilsebill pose para mí. Al pasar Dorotea me dijo: ahora lo sabía todo. Pero no diría nada. Y como también el rodaballo se mantuvo impenetrable ante el tribunal, nunca he sabido lo que, a principios del verano de 1358, hizo a mi Dorotea omnisciente en el fondo del Báltico. Sin embargo, la severa fiscal Sieglinde Huntscha me muestra ahora la misma sonrisa conocedora y premonitoria con que Dorotea, a partir de entonces, bajaba las escaleras, se arrodillaba sobre los arvejos o recorría las calles: otra vez perdida en su Jesús, casi santa ya. En adelante, la casa fue un desbarajuste. Por primera vez se nos fue la sirvienta. Los platos se quedaron sin lavar, atrajeron moscas, llenaron la casa de ratas, apestaron. Desde Dorotea se plantea el problema de los platos sucios. No, Ilsebill, antes incluso, con el amasado del barro, el modelado de la arcilla, con el cocido de los primeros cuencos, cántaros, ollas y escudillas, en tiempos de Aya, cuando empezamos a desarrollar nuestra cerámica, el lavado de platos comenzó a ser un problema; aunque la pregunta intemporal «¿quién lava los platos?» recibía una clara respuesta: los hombres lavan los platos. Naturalmente, la cosa no funcionó a la larga. En algún momento (poco después de Mestuina), dejamos caer simplemente los grasientos cacharros: aquello era una frescura, incompatible con el progreso de la causa masculina. Desde luego, que la mujer lavase los platos de la mañana a la noche no era ninguna solución. En ese sentido, tu lavavajillas, que hemos inventado los hombres, que tú has deseado, que querías tener (sin falta), sí que puede considerarse como un progreso a plazos, garantía incluida; podría emanciparnos. ¿De qué? ¿De las plastas de mostaza en el borde del plato? ¿De la grasa de cordero agrietada? ¿De los restos resecos? ¿Del asco en general? Así hemos esquivado el lavado de platos. Ninguna Agnes nos borrará de la piel las preocupaciones diarias con caricias de sus dedos estropeados por la lejía. Nunca más cantará Sophie en la cocina, por encima de platos y tazas, sus levantiscas canciones revolucionarias. Sólo, casi silencioso, tu lavavajillas. Ojalá hubiera existido cuando Dorotea, después de que el rodaballo la dejó, hizo que me matase a trabajar entre torres de platos apilados. Rebeca Jaqueca Se sienta en el árbol hendido sensible al tiempo sobre sus cejas, sobre sus depiladas cejas. Si cambia el tiempo, si la presión sube, si hace bueno, hay un ruido como de seda rasgada. Todos temen los cambios de tiempo, andan de puntillas, corren las cortinas. Debe de ser un nervio pellizcado: aquí, allá o acullá. Se dice que dentro, más dentro aún, hay alguna cosa atravesada. Una dolencia iniciada en el último periodo glaciar, cuando la Naturaleza se desplazó una vez más. (También la Virgen, al parecer, cuando el ángel estrepitoso se le acercó demasiado, se pasó por las sienes luego la punta de los dedos.) Desde entonces hacen negocio los médicos. Desde entonces se practica, autógena, la fe. El grito que todos dicen haber oído; hasta los viejos recuerdan con horror cuando mamá estaba echada en silencio en la oscuridad. Dolor que sólo entiende quien lo ha sentido. Otra vez amenaza, taza y plato chocan con fuerza excesiva, muere una mosca, los vasos, ateridos, están demasiado juntos, grita el ave del paraíso. «Rebeca Jaqueca», cantan los niños ante la ventana. Nosotros sin comprender  nos condolemos a distancia. Ella en cambio, tras las persianas, ha entrado en su cámara de suplicios, cuelga de un hilo vibrante y se vuelve cada vez más hermosa. Libi-libi Entre camas separadas al alcance de la voz se habla de los sexos. ¡Acabar! ¡Déjame acabar! No tienes ya nada que decir. Durante siglos has. Simplemente te quitamos el sonido. Te has quedado sin palabras y ni siquiera eres ya gracioso. ¡Libi-libi!, gritan los niños a la Ilsebill de los cuentos. Ha destrozado lo que es querido y precioso. Con hacha mellada ha hecho trizas el colmo pequeño de la felicidad. Quiere ser por sí misma, por sí misma sólo y no tener una cuenta corriente común. No obstante existía el nosotros: yo y tú & nosotros. Un doble sí en la mirada. Una sombra en la que, agotados y de múltiples miembros, sin embargo un sueño y una foto éramos, en la que fielmente. El odio construye frases. Ella me ajusta las cuentas, me saca de quicio, se crece en su papel, se levanta y termina de hablar: ¡Acabar! ¡Déjame acabar! Y olvida de una vez el nosotros y el nuestro. ¡Libi-libi!, decían las inscripciones en tablillas de arcilla, hallazgo minoico (Cnosos, primer período palaciego), durante mucho tiempo sin descifrar. Se creyó que eran cuentas de la compra, fórmulas de fertilidad, nimiedades matriarcales. Pero ya desde un principio (mucho antes de Ilsebill) la diosa practicaba la subversión. Lo mismo que mi Dorotea Tanto si me restriego contra Ilsebill hasta que se queda encinta, me cito con Sieglinde Huntscha después de un cansado día del proceso el rodaballo, como protesta, ha flotado una vez más panza arriba  para tomar una cerveza y lo que venga, o si, por fin, con ayuda de mi máquina de escribir portátil me libero de Dorotea, siempre es el mismo tipo de mujer el que me debilita y me inquieta, por el que me dejo embaucar, el que ordenadamente me llama al orden. El otro día, mientras el tribunal feminista se ocupaba de mi discutible comportamiento durante el alzamiento de los gremios contra el patriciado, dibujé desde mi butaca del cine con lápiz blando en mi cuaderno de notas, para tener un retrato de Dorotea , a la fiscal, primero de perfil, luego mientras ella acusaba al rodaballo de haber protegido sólo la dominación patricia  de tres cuartos, y después de frente. Sin embargo, todos los dibujos se empeñaban en parecerse a Ilsebill: tres intimidantes rostros alargados, dominantes, imposibles de borrar, como si sus padres no hubieran sido un campesino de la Isla, un ingeniero o (Gerhard Huntscha, caído en África del Norte) un oficial de carrera, sino infernales machos cabríos del establo de Asmodeo. Y si reconocí entre las vocales del tribunal, en la Sra. Helga Paasch, a mi malhumorada Vigga, y en la siempre achispada Ruth Simoneit a mi Mestuina bebedora de leche de yegua, puedo estar seguro también de que la acusación no está sólo representada por Sieglinde Huntscha (y por ti, Ilsebill), sino que, indirectamente, favorece a mi Dorotea, lo cual, sin embargo, es deportivamente contrarrestado por la Dra. Schönherr, presidenta del tribunal. Una figura maternal que no huele a establo. En ella, que con unos cuantos gestos transforma la sala de cine, a menudo patas arriba, en angelical jardín de infancia, se manifiesta siempre mi madre primitiva Aya. En cualquier caso, como juez, llamó al orden a la acusación cuando Sieglinde Huntscha calificó al rodaballo de «lacayo de la clase dominante en cada momento». La fiscal estimaba que el rodaballo me había utilizado a mí, el irresoluto espadero Slichting, para sembrar la discordia en los gremios, decididos a la lucha contra el patriciado. Por consejo del rodaballo, dijo, había sido yo quien había afirmado que la indignación causada por la importación de cerveza de Wismar era un problema que, en realidad, sólo podía escocer a los cerveceros de la ciudad y, como mucho, al gremio de los toneleros. Sieglinde Huntscha lo contaba como si hubiera estado allí. Lleno de dudas por culpa del rodaballo, el espadero Slichting había dicho que, desde luego, no podía hablar por los forjadores de anclas, cuberos, cantareros y herreros, pero no había podido observar en las asambleas de esos gremios ni tampoco en las de los navegantes de Escania el menor deseo de concentrarse ante el ayuntamiento, con barras y machos de fragua, para complacer a unos ricos cerveceros que, a pesar de la competencia de Wismar, vendían muy bien su cerveza negra. Y en cuanto a la reivindicación política de una participación paritaria en los escaños y el consejo general, así como en el tribunal de los nueve escabinos, como artesano que había viajado mucho sólo podía reírse: eso no existía en ninguna parte. ¿Qué calzonero se atrevería a representar con habilidad diplomática los intereses de la ciudad, por ejemplo en la Dieta Hanseática de Lübeck? ¿Quién podría hacer frente con más aplomo a los Caballeros Teutónicos por ejemplo al viejo zorro de Kniprode  para defender Vitte, la factoría de Danzig en Falsterbo y los derechos de los navegantes agremiados de Escania: el patricio Gottschalk Nase, que desde hacia años representaba incansablemente a la ciudad desde Brujas a Novgorod, o el carnicero Tile Schulte, que ni siquiera sabía escribir su nombre, por no hablar de cartas o de sellos? Todo eso era sólo un truco, con el que los ricos maestros toneleros querían colarse en el consejo. ¡Con ayuda de los gremios, claro! Sin embargo, una vez elegidos, se les vería pavonearse por la Puerta de las Carabelas con más arrogancia que los propios patricios. Él, Slichting, sólo podía desaconsejárselo. El orden establecido por la Carta otorgada según el fuero de Kulm había probado su eficacia. Una revuelta sólo traería mayores arbitrariedades. El que, a pesar de todo, se produjera el levantamiento, fue calificado por la fiscal de «triunfo del proletariado medieval», aunque fue un patricio descarriado, el tallista Luis Skriever, quien guió a los artesanos sublevados. «¡Pobre proletariado engañado!», se burló el rodaballo. «No, respetadas señoras, mi protegido, el no sólo probo, sino también experimentado espadero Slichting, hizo bien en mantenerse al margen de las violencias. No fui yo sólo quien confirmó su desconfianza, sino que también su esposa Dorotea, sin duda ignorante de la política pero dotada de instinto, le aconsejó que no fuera un atolondrado compañero de viaje. Porque la rebelión fue así: los toneles de cerveza de Wismar se derramaron por las callejas. Luis Skriever, a quien animaba un deseo de venganza privada el patricio Gottschalk Nase había llamado a la hija de Skriever, por su dote demasiado escasa, un mal partido  para su hijo , incitó a los artesanos sublevados a asesinar a consejeros y escabinos. En suma: el patriciado reaccionó. Tenía de su parte a los marineros y los navegantes de Escania. Ya antes de que fueran ajusticiados Tile Schulte y otros seis sublevados, entre ellos un mozo de molino del Barrio Viejo, el tallista Skriever se dio a la fuga. Se dictaron largas sentencias de prisión. Sin embargo, inteligentemente, el consejo renunció a importar cerveza de Wismar. Y los compañeros cerveceros donaron a la iglesia de Santa María un altar lateral y ornamentos de plata para el culto. Todo arreglado. Lo siento por la fiscal. Porque la verdad es que hubiera sido muy sensato flexibilizar el orden patricio, corrompido por la sucesión hereditaria en los cargos, mediante algunos representantes de los gremios, por ejemplo en el tribunal de los escabinos.» Sieglinde Huntscha se quedó como si le hubieran sellado los labios. Asqueada por tantas medias verdades. Sólo con una expresión reconcentrada podía defenderse de la supuesta realidad y de sus sucios hechos. Así ocurría cuando los ojos de Dorotea se cubrían de un velo gris; así cuando Ilsebill, que generalmente tiene la mirada verde, de pronto, en cuanto la realidad reclama sus pequeños tributos, cambia su óptica habitual por unos ojos de vidrio. Entonces dice: «Eso lo veo yo de una forma totalmente distinta. Lo siento, pero paso». Y Dorotea, cuando yo comprobaba su desastrosa administración doméstica, se ponía a mirar por encima, por detrás o a través, y no hacía más que rimar «Redentor» con «goço et dolor». Sieglinde Huntscha hizo sus contraalegaciones con una voz tan baja e inexpresiva que parecía querer demostrar que el hablar con los labios cerrados seguía siendo un arte digno de admiración. «Sí, acusado. Usted gana. Todos los hechos están a su favor. Además del apaciguador Slichting, adiestrado por usted, estaba el provocador Skriever quien, por cierto, era al parecer amigo de Slichting. El proletariado de la Alta Edad Media se dejó engatusar. No había llegado el momento. Y su respuesta, que veo venir  tampoco hoy, nunca llega el momento  , es irrefutable. Si se compara la rebelión de los trabajadores de los astilleros polacos contra el comunismo burocrático, en diciembre del 70, con las rebeliones medievales de los artesanos contra el orden patricio, se ve que, lo mismo entonces que ahora, se decía que no había llegado el momento. Y, sin embargo, acusado rodaballo, se equivocaban. Y no es que los ridículos logros de entonces y ahora cesación de la importación de cerveza de Wismar, congelación de los precios de los alimentos básicos  puedan rebatir su pesimismo reaccionario, no; es la esperanza, como principio proletario, lo que quita todo valor a su batiburrillo de hechos. La esperanza limpia de escombros la Historia. La esperanza libera la línea llamada progreso de todos los enredos de su época. La esperanza sobrevive. Porque la única realidad que existe es la esperanza.» Esas palabras de fresco verdor no eran suficientemente rojas para el gusto del público. Las risitas fueron reprimidas con dificultad. Alguien gritó «¡amén!». Y si el rodaballo hubiera tenido hombros, se habría encogido de hombros. Así, sólo dijo: «Un punto de vista respetable y éticamente valioso. En San Agustín y en Bloch, autores ambos que aprecio, se encuentra algo parecido. Mi distinguida acusadora, usted me recuerda, encantadoramente, a la goticoflamígera Dorotea de Montovia. Tampoco ella dejó de esperar la libertad hasta que, finalmente, tapiada en su celda, es decir, lejos del mundo y sus contradicciones, encontró la libertad que buscaba». En la sala se produjo un tumulto. Los silbidos iban dirigidos más contra Sieglinde Huntscha que contra el cínico pez plano. La Dra. Schönherr lanzó una mirada primitivomaternalmente apaciguadora. Dijo: «Una interesante controversia. Notable. Es verdad: ¡qué haríamos las mujeres si no nos sostuviese la esperanza! Sin embargo, quizá deberíamos pedir al rodaballo que nos aclarase por qué Dorotea Slichting, de soltera Swarze, sólo encontró la libertad en una celda apartada del mundo. ¿Acaso el matrimonio, como invención patriarcal, no resultaba apropiado para garantizar a las mujeres la libertad? Y el rodaballo, al aconsejar el matrimonio, ¿no buscaba esa pérdida unilateral de libertad? ¿No fue él quien empujó a la pobre Dorotea al único espacio libertario entonces abierto, el de la locura religiosa? El que los hombres intentasen luego hacer de ella una santa obedecía a razones puramente pragmáticas; casualmente, la hoguera no resultaba oportuna & por citar la otra forma de libertad entonces adecuada para las mujeres. En la grotesca rebelión de los cerveceros y toneleros, el rodaballo no actuó de forma especialmente culpable; su culpa, acusado, se manifestó sobre todo en relación con nuestra hermana Dorotea. Desde Dorotea, los hombres han intentado siempre canonizar el ansia de libertad de las mujeres o desecharla como locura típicamente femenina. Acusado, antes de que se dicte sentencia, ¿tiene algo que alegar?». El rodaballo renunció a ello. El ambiente de la sala era otra vez excelente. Sólo Sieglinde Huntscha parecía deprimida. Refutó con desgana los argumentos de la Sra. Von Carnow, defensora de oficio. Ya mientras la presidenta y las vocales deliberaban, el rodaballo comenzó a bambolearse; por fin se dio la vuelta y flotó panza arriba como si agonizara. Y cuando fue declarado culpable de haber promovido el matrimonio, como institución esclavizadora de la mujer, haber destrozado la vida de Dorotea de Montovia y haber propugnado su emparedamiento y canonización únicamente para dar a la Orden Teutónica, en la guerra contra Polonia, una pin-up de efectos propagandísticos, el rodaballo, sin abandonar su posición de protesta, no se dio por enterado. Yo esperaba a Sieglinde ante el antiguo cine. Me daba pena. Mejor dicho: quería algo de ella. Mi compasión era auténtica, pero quería también explotarla. «¿Te apetece una cerveza?» A Sieglinde le apetecía. No, Ilsebill, nada de «otra vez típicamente machista». Ella hubiera podido decir que no. Pero necesitaba mi simpatía y sabía que yo quería algo de ella. Bebimos en el Bundeseck unas cervezas, unos aguardientes. Ni una palabra sobre Dorotea. Al principio hablamos al azar de temas de actualidad. Luego hablamos de otros tiempos. Nos conocíamos desde hacía bastante. En aquella época, yo era novio de Sibylle Miehlau. Y Siggi así se hacía llamar Sieglinde a principios de los años sesenta  estaba loca por Billy, como llamaban a Sibylle Siggi, Fränki y el Maxi. A todas les había entrado la veta lesbiana y me dieron de lado, hasta que las cosas se volvieron trágicas y Billy desapareció: el Día del Padre del 63. Hablamos sobre eso, ya como de algo lejano, ante la cerveza y el aguardiente. Sieglinde dijo: «En aquella época no teníamos ni idea de política. Sólo sospechábamos que las cosas podían ser también de otro modo. Lo intentamos bastante a la desesperada. Hoy sé más. Todavía me veo con Fränki y con Maxi. Pero no como antes. Nos hemos ido alejando cada vez más. Fränki machaca sus consignas estalinistas. El Maxi fue primero «esponta» y ahora anda en el rollo anarquista. ¿Yo? A mí esas chiquilladas me repatean. Cuando el pasado verano las tres cogimos por casualidad al rodaballo, todavía nos llevábamos bien. Sólo después se pusieron las cosas difíciles. El tribunal nos ha separado. Fränki no podía comprender que contemporizase con la Schönherr. Demasiado liberal para su gusto. Sin embargo, hasta ahora no lo hace mal la doctora. Por lo menos, sabe cómo manejar el cotarro. Y la forma en que me sacó del aprieto cuando el rodaballo me dejó en mal lugar fue admirable. ¡Hay que ver cómo se olvidó simplemente de esa sublevación de mierda y se sacó otra vez de la manga a Dorotea! Sí, está casada. Tres hijos. Al parecer, hasta es feliz. ¿Y tú? ¿Qué haces? Algo he oído. ¿Una rubia grandota? ¿Que siempre parece un poco desquiciada? Creo que la conozco. Esperemos que tu Ilsebill te meta en cintura». Luego bebimos otras cervezas y otros aguardientes más. A la pregunta de Sieglinde «¿y qué estás maquinando ahora?» respondí con cautela: el tribunal mismo, el tema en general me interesaba. Me afectaba no sólo como escritor, sino también como hombre. Y en cierto modo me sentía culpable. Todo aquello me venía muy bien. Al principio sólo había querido escribir una especie de historia de la alimentación basada en nueve u once cocineras: de la esteba a la patata, pasando por el mijo. Pero el rodaballo había sido un elemento de contrapeso. Y también el proceso incoado contra él. Por desgracia, no me habían querido citar como testigo. Mis experiencias con Aya, Vigga, Mestuina y Dorotea habían sido para aquellas señoras, si no ridículas, al menos una pura fantasía. «Os habéis cargado todas mis mociones. Qué puedo hacer que no sea lo de siempre: escribir-escribir.» Sin duda no me escuchaba ya. Sieglinde seguía sentada, con la espalda arqueada, fumaba como a la fuerza y se deslizaba cada vez más hacia ese aislamiento que Dorotea desde niña, cuando aún se metía en los sauces huecos, deseaba como refugio, y que ayuda también a mi Ilsebill a adoptar, expresar e imponer decisiones súbitas. En cualquier caso, Sieglinde, después de un último trago de cerveza, dijo de pronto, desde su soledad: «Ven. Vamos a la cama». Vive en la Mommsenstrasse. Desde allí, dos horas después, tomamos un taxi hasta Steglitz. Lo que quería de Sieglinde «Tienes la llave del cine. Quiero hablar con el rodaballo, sólo un momento»  no se lo había dicho hasta después, en dos frases. No se sorprendió. «Ya me sospechaba que había algo más, una especie de cagada final.» No puso objeciones y llamó al taxi. No, Ilsebill, no estaba cabreada ni decepcionada. Me lo había imaginado todo mucho más difícil: timbres de alarma, una especie de cámara acorazada. Pero Sieglinde abrió el cine y lo cerró a nuestras espaldas con dos llaves corrientes, se sentó en la antigua taquilla y dijo: «Espero aquí hasta que os hayáis explayado. ¿Tienes dos monedas de un marco? Se me están acabando los cánceres». Yo le busqué un paquete de Lord Extra, dije «hasta ahora» y entré en la oscura sala, que no olía precisamente a hombre. Sólo dos lucecitas rojas a izquierda y derecha del tanque indicaban dónde pernoctaba el rodaballo. Me acerqué tanteando con los pies, como se hace en el cine cuando la función ha empezado. «Rodaballo», dije, «quizá se acuerde usted. Soy yo. Otra vez yo. Cuando lo capturé era un día neolítico de nubosidad variable. Curiosamente, con una nasa de anguilas. Hicimos un pacto: le puse en libertad. Me prometió aconsejarme para liberar a los hombres de su dependencia, servir sólo a la causa masculina. Siento mucho que, por ello, se haya visto arrastrado ante ese ridículo tribunal. Por desgracia, las mujeres no me han dejado declarar como testigo. Hubiera hablado en favor de usted. Hubiera defendido siempre la necesidad histórica de su contradictoria existencia. Si hay un Espíritu del Mundo es el que habla por su boca. Ha sido estupendo cómo ha puesto hoy otra vez a las mujeres en su sitio. La fiscal se quedó sin habla. Y cerrarle el pico a Sieglinde Huntscha es, bien lo sabe Dios, toda una hazaña. Sin embargo, siempre me enamoro de esa clase de mujeres. En otro tiempo fue la puñetera Dorotea. Ahora me hace la vida imposible una tal Ilsebill: una estúpida. Nunca está contenta. Siempre quiere algo. El otro día, la discusión por el lavavajillas. Ahora, un apartamento en la ciudad. Y lo que tiene no lo quiere. Y lo que se le regala no le gusta. Sin embargo, todo lo quisimos juntos: el embarazo, un niño de los dos, un cenador con una enredadera que trepase rápidamente. Pero no he venido aquí a llorar mis penas. Al fin y al cabo, en aquel tiempo, a pesar de sus advertencias, rodaballo, me enamoré de la bruja de Montovia. Porque me atrae con su fuerza apática, como sin utilizar. Quiero decir Ilsebill. Ya sabe usted, rodaballo, que soy culo de mal asiento. Que necesito un polo de atracción. Sí señor, algo que me sujete. Pero también ella quiere sacar los pies del plato. ¡Eso no puede ser! Ya Dorotea no nos dejaba parar. Siempre de peregrinación. ¡Qué se me había perdido a mí en Aquisgrán o en aquella Einsiedeln suiza de mala muerte! También mi Ilsebill quiere hacer sus viajecitos. ¡A las Pequeñas Antillas! ¿No puedes practicar aquí tus devociones?, le decía a Dorotea. Pero no. Todas quieren ser libres, independientes. O, como Dorotea, pertenecer sólo a su dulce Jesús. Como si eso existiera, la independencia. Yo, por lo menos, he tenido que matarme trabajando para otros. Y por mis queridas hijitas. Eso lo agota a uno. Lo liquida, rodaballo. Estoy acabado. En algún momento debemos de haber hecho algo mal. Se han vuelto tan agresivas las mujeres. Ya Dorotea. Y cuando Ilsebill ataca el registro heroico me pongo malo. Se me revuelve el estómago. ¡Dime algo, rodaballo! Estoy escribiendo un libro sobre ti, para ti. ¿O es que no puedo ya tutearte ni, como antes, llamarte padre?». Naturalmente, hubiera tenido que hablar con el legendario pez plano de una forma mucho más objetiva y equilibrada. Pero me dejé arrastrar porque la presión en los últimos tiempos, no, desde hacía siglos, desde que se fue al diablo mi primer matrimonio con aquella Dorotea Swarze, había ido aumentando cada vez más, incluso cuando había evitado el matrimonio. Tenía que desahogarme. Las dos luces rojas a derecha e izquierda de la bañera de cinc bastaban para comprobarlo: el rodaballo se había enterrado por completo en la arena. Sólo asomaban su torcida boca y sus ojos de través. ¡Cómo me saltaba antes sólo tenía que llamarlo  a los brazos, a las manos abiertas! Y cómo me había hablado, aconsejado, ordenado, enseñado, instruido, regañado y sermoneado, dándome indicaciones concretas: haz esto, no lo toleres, escúchame, ten cuidado, no te comprometas, eso que te lo den por escrito. Tus intereses, tu privilegio, tu deber de hombre, todo eso ha de quedar entre hombres & Lentamente, la sala de cine, que olía de una forma desafiante, se convirtió en un inmenso bocadillo de tebeo vacío. Yo quería marcharme; no, huir. Entonces habló el rodaballo. Sin abandonar su posición de reposo en el lecho de arena, su torcida boca se movió. «No podré ayudarte, hijo mío. Ni siquiera puedo ofrecerte una simpatía moderada. Todo el poder que te di lo has malgastado. En lugar de utilizar tutelarmente el derecho que te fue dado has convertido el dominio en opresión y el poder en un fin en sí mismo. Durante siglos me he esforzado por disfrazar tus derrotas, por calificar de progreso tu lamentable fracaso, por ocultar con grandes construcciones tu ruina evidente, sofocarla con sinfonías, embellecerla en retablos sobre fondo dorado y disimularla en libros con mucha palabrería, a veces con humor, a veces con tonos elegíacos, en caso necesario con habilidad tan sólo. Para apuntalar tus superestructuras, hasta inventé complacientemente dioses, desde Zeus a Marx. Incluso en la época actual que para mí es sólo un segundo del universo  y mientras siga existiendo ese tribunal, en el fondo divertido, tengo que rellenar de ingenio tus despóticas tonterías y extraer de tu bancarrota un sentido. Pero resulta cansado, hijo mío. Hasta para el tan invocado Espíritu del Mundo el entretenimiento es sólo mediocre. En cambio, las señoras que me juzgan me gustan cada día más. Nunca me aburro escuchando a la señora Huntscha, mi distinguida acusadora. Retrospectivamente reconozco ahora confieso mi error  la solitaria grandeza de Dorotea. Recuerdo cómo me llamaba: ¡Rrodavallo, salit commo el rrayo et bessar vos é syn desmayo! . ¿Qué podía hacer ella más que dejarte plantado a ti, so calzonazos? ¿Qué otra cosa podía elevarla sobre la monotonía conyugal que no fuera la exaltación religiosa? ¡Un niño, otro niño! Y lo que me cuentas de tu Ilsebill, la forma en que te aprieta entre sus piernas y te sacude me gusta, sí señor, me gusta. Una persona extraordinaria. Tanta voluntad de poder desaprovechada me deja pensativo. Salúdala de mi parte. No, hijo descastado, de mí no puedes esperar consuelo. Tu cuenta está en números rojos. Lentamente, quizá un poco tarde, estoy descubriendo a mis hijas». Me quedé sentado todavía un rato. Probablemente dije algo: confesiones, promesas de enmienda, la habitual autocompasión masculina. Pero no pasó nada más. Al parecer si es que puede hacerlo  el rodaballo dormía. Tanteando el suelo, como cuando se sale a mitad de la película, dejé el antiguo cine y su olor. Sieglinde dijo: «Vaya, por fin. ¿Os habéis despachado a gusto? Menudo sinvergüenza es ése. Pero ya le arreglaré yo las cuentas». Yo no revelé nada, pero le hablé a mi amiga Siggi (con la que, de verdad, Ilsebill, no me une nada serio) de la deficiencia de las medidas de seguridad: «Al parecer, vuestro tribunal va a durar. Con el caso de Dorotea de Montovia no habéis terminado, ni mucho menos. ¿Qué haríais si os robaran al rodaballo?». Cuando cerró el antiguo cine por fuera, con dos vueltas de llave, Sieglinde Huntscha prometió tomar precauciones. «Los hombres pensáis en todo», dijo. Como en el cine Una mujer que se acaricia el pelo o que hojea rápidamente sus amores no puede acordarse. De vez en cuando quisiera ser pelirroja o estar un poco muerta, o desempeñar un papel secundario en otra película. Ahora se desintegra en trapos y retazos. Una pierna de mujer vista aisladamente. No quiere ser feliz sino que la hagan. Quiere saber lo que está pensando él. Y a la otra, si es que hay otra, quiere censurarla en el filme: tris-tras. La acción sigue: daños en la carrocería, lluvia y la sospecha escondida en el maletero. Los fines de semana dejan huellas en la ropa interior masculina. Peludos & pelados: miembros a discreción. Una bofetada promete lo que luego suena a verdadero. Ahora quiere vestirse otra vez, pero naciendo antes de la espuma y dejando de oler a extraño. Demasiado flaca, de tantos yogures, Ilsebill llora bajo la ducha. Arenques de Escania Los señores se habían invitado solos. Después de que el maestro espadero Alberto Slichting, con su esposa Dorotea y su única hija superviviente Gertrudis, regresó de su peregrinación de más de tres años, con lo que su matrimonio volvió a ser a diario un infierno burgués, en la parroquia se acumularon las quejas: la, por lo demás, siempre llamativa Dorotea caía ruidosamente en éxtasis durante la misa, con demasiada frecuencia y de forma demasiado importuna. Se mofaba con risitas y risotas de la sagrada Eucaristía. Al mismo tiempo, su empleo de la palabra Jesús era más que ambiguo. En la misa de la Candelaria se coronaba de beleño. Además, coleccionaba en frascos las costras y puses de los achacosos. Miraba de un forma atravesada e, indudablemente, estaba poseída o tenía un pacto con Belial, que se revelaba en el temblor convulsivo de sus miembros y en sus catalepsias de horas. Todo eso se dijo primero bajo mano y luego abiertamente. Se aseguraba compadecer a su decrépito esposo. Como la esposa repartía con ligereza, a la patulea de andrajosos que acudía, todo lo que, trabajosamente, había ganado el artesano, el en otro tiempo acomodado espadero se había empobrecido. Ningún oficial paraba en su casa. Ella, embrujada, no podía conciliar el sueño y deambulaba también de noche por las calles. Se la oía chillar y llamar a Jesús más lasciva que devotamente. Aunque su confesor dominico Nicolás hablase tranquilizadoramente de duras tribulaciones que la gracia de Dios permitía, el arcipreste Cristián Roze, como doctor en Derecho Canónico, inició por fin el proceso. En su opinión, el pecado se disfrazaba desvergonzadamente de penitente. A quién podía extrañar que la peste no abandonase la ciudad. También, aunque la última cosecha hubiera sido buena, había subido otra vez el precio del centeno, la cebada y la avena. Hostigado no sólo desde el Barrio Viejo, sino también desde la Orilla Derecha, por su comunidad de Santa María, Roze habló primero con los dominicos y luego pidió consejo al abad Juan Marienwerder, escuchando también la opinión del despoteutónico comendador Walrabe von Scharfenberg. Los cuatro dignatarios decidieron hacer una visita al espadero del Barrio Viejo, que estaba bien considerado por el consejo patricio: no había participado en las locuras subversivas de los gremios y, en las asambleas gremiales, se había pronunciado con moderación. Como consecuencia de cambios políticos (la boda de la polaca Jadwiga con el lituano Jagello) que obligaron al comendador a ausentarse temporalmente, la visita, anunciada desde marzo, no pudo realizarse hasta finales de abril. Aunque los cuatro señores vinieron después de la Cuaresma y en jueves, Dorotea, cuando la hubieron interrogado y hubieron escuchado también a su marido Alberto, les sirvió arenques de Escania, que estaban baratos en el mercado porque la ciudad de Danzig tenía en la isla de Falsterbo, en la Escania sueca, un emporio llamado Vitte. El dominico Nicolás vino de cogulla y cordón. El abad Juan Marienwerder en traje de viaje. El colosal comendador Walrabe sólo se quitó para comer el manto blanco de la Orden con la negra cruz teutónica. Con su túnica plisada y su birrete de terciopelo, Cristián Roze subrayaba más su condición de erudito que de arcipreste. Antes de la comida, el espadero Alberto Slichting confirmó a los señores que, después del nacimiento de su novena hija, cuando la peste les había arrebatado ya tres y otras cinco habían muerto de una cosa o de otra, a instancias de su mujer y en presencia del prior de los dominicos había renunciado por escrito a cohabitar en lo sucesivo con Dorotea, después de lo cual a ella se le concedió el privilegio de gozar semanalmente del cuerpo del Señor. Tras un relato detallado del desarrollo de su peregrinación del pasado año a Aquisgrán y la Einsiedeln helvética enseñó en el hombro derecho, bajo la camisa de lana, una cicatriz testimonio de la violencia de los salteadores , Slichting manifestó, y anotó Cristián Roze, el deseo de Dorotea de separarse de él: ella había querido quedarse en Einsiedeln y deshacerse por contrato de su marido y de Gertrudis, su hija de ocho años. Había deseado ser libre: estar disponible sólo para Jesucristo Nuestro Señor. A pesar de los disturbios generales que se produjeron antes y después de la batalla de Sempach, había calificado a Einsiedeln de antesala del Paraíso. A él, sin embargo, el áspero dialecto y la tozudez discutidora de los suizos le habían producido una nostalgia amarga del hogar. No le hubiese gustado morir y ser enterrado entre montañas. Por eso y porque ella le pedía diariamente la libertad, había cedido. Ante el párroco del lugar, los dos, después de haber declarado por escrito una vida en común sin pecado, se habían mostrado dispuestos a la separación. La edad de él contaba sesenta y seis años  lo hacía aún más digno de crédito. Sin embargo, en el altar de la capilla del pueblo, cuando hubo que confirmar ante Dios Nuestro Señor, una vez más, su deseo de separarse y la renuncia materna a la pequeña Gertrudis, él, Alberto Slichting, había dicho en voz alta, varias veces, que no. Se le podía llamar por ello tonto de campanillas. Entonces los tres se marcharon, dijo, aunque era invierno y apenas había pasos transitables. El Dr. Roze y Nicolás, el confesor de Dorotea, lo interrogaron a fondo sobre los detalles del viaje de vuelta: si era verdad que él y su hija Gertrudis habían ido sobre el caballo durante todo el penoso camino de regreso, mientras su mujer, mal calzada, tenía que andar los caminos helados. ¿Cómo era que, al atravesar el Elba, cuando el hielo comenzó a abrirse, había salvado a su hija con mano rápida, pero permitido que su mujer fuera arrastrada sobre un témpano y lanzado además una risa sardónica  de forma que ella sólo pudo salvarse con la ayuda de Dios? ¿Podía dar testimonio de que, durante el viaje en barco desde Lübeck al puerto de origen, ella había cometido varias veces actos abominables con un Cristo de madera? ¿Había observado en su mujer, durante el viaje o después, en casa, prácticas de hechicería? Y otras preguntas por el estilo. Slichting disculpó su cabalgada y el paseo de cuatro semanas de Dorotea aduciendo su propia edad y la inquebrantable salud de Dorotea. Reconoció haberse reído, pero dijo que su risa, al ver a su mujer arrastrada por el témpano, había sido de espanto y de miedo. Negó los actos obscenos con el Hijo de Dios leñoso, pero admitió que había habido comentarios y bromas al respecto entre los marineros del barco. No podía confirmar la hechicería de su mujer, porque el que ella echase en sus sopas cuaresmales cenizas de madera de ataúd mohoso se debía más bien, sin duda, al deseo de recordar la fragilidad del hombre ante Dios Nuestro Señor. Y si ella adoraba a veces sus frascos llenos de pus, era seguramente pronunciando una plegaria por los gafos del hospital del Espíritu Santo o del Corpus Christi. El comendador Walrabe callaba. En un tono casual, el abad Juan Marienwerder se informó de los asuntos del artesano. Cuando el maestro espadero se lamentó de su suerte, el abad, después de echar una mirada al comendador, le prometió posibles encargos. Desde que el lituano Jaguellón era rey de Polonia, había que prepararse para la guerra. Luego preguntó, como en broma, si Slichting, en el caso de que tuviera otra vez la posibilidad de separarse de Dorotea, volvería a decir que no como un necio de solemnidad. El espadero calificó sin vacilar a su matrimonio de cruz, a su mujer de furcia beata y la perspectiva de deshacerse de ella, de la última esperanza que le quedaba en su edad provecta. Los dignatarios, incluido el comendador, sonrieron. A su requerimiento, el empobrecido Slichting les mostró los últimos trabajos que tenía: una daga cincelada de funda de plata, dos espadas de distinta longitud con empuñadura incrustada de piedras y pomos en forma de cabeza de pájaro, y una ballesta chapada en oro que le había encargado al pasar el príncipe inglés Enrique Derby, pero que no había recogido ni pagado. Consolaron al espadero el mentecato de Derby volvería  y contaron anécdotas del príncipe, que, lo mismo que practicaba en Inglaterra la caza nacional del zorro, se dedicaba a guerrear todo el invierno contra los lituanos. Luego se habló aún de la fundación, estudiada desde hacía años, de un monasterio de monjas de Santa Brígida según el modelo sueco. El cuerpo de la santa, antes de ser trasladado al convento de Wadstena, en Suecia, había estado expuesto en una capillita próxima a la iglesia de Santa Catalina, en Danzig. No obstante, el abad Juan Marienwerder opinó: más que un nuevo convento de monjas, lo que hacía falta en el territorio de la Orden era una santa nacida entre ríos, de campesinos de las llanuras de la Isla y acreditada por sus hechos piadosos. A la larga, no se podía permitir que sólo se registrasen milagros en el reino de Polonia. Entonces pudo marcharse Alberto Slichting. Su mujer fue llamada a la estancia larga y estrecha que, con sus dos altos ventanucos, daba, por encima del Patio de los Cuberos, a las casitas de madera entramada y chozas de adobe cubiertas de paja de la Charca de las Carpas, al otro lado del Radauna. Dorotea de Montovia, que entró con su grosero sayal de penitente, tenía entonces cuarenta y un años y, sin embargo, seguía siendo bella de esa forma que no se califica de indescriptible únicamente por salir del paso. Sea como fuere, la habitación cambió al entrar ella. Y también los cuatro señores rectificaron su postura, como sorprendidos en falta. Escondieron en las mangas sus manos de uñas roídas también el abad Juan se las comía , y todos permanecieron rígidamente sentados dando la espalda a los ventanucos. Ante ellos, vacía salvo por el recado de escribir del doctor Roze, una pesada mesa. Dorotea no quiso sentarse ante los señores. Ligeramente inclinada hacia delante, se mantuvo erguida y, con uno u otro ojo, miró por una u otra ventana como si el cielo de abril, cubierto desde hacía días, estuviese para ella despejado. Luego contempló intensamente al comendador y le predijo desgracias, deprisa, sin expresión, con una sintaxis extraña. Sabía con exactitud el día de la batalla y derrota de la Orden de los Caballeros Teutónicos en Tannenberg. Sin duda porque la fecha correspondía al siglo siguiente, los cuatro dignatarios se refugiaron en una risa viril. Luego se pudo oír más claramente el ruido de los cuberos. Alzando bruscamente la voz, Cristián Roze se esforzó por desechar la agorera profecía como charlatanería estúpida. Recriminó a Dorotea su escandaloso comportamiento: ¿cómo se le ocurría soltar risitas durante la Santa Misa y, cual lasciva ramera, agitar la lengua con la boca abierta? Si era cierto que reducía a ceniza la madera de ataúdes mohosos, ¿no lo hacía también con los cuernos del macho cabrío? ¿Qué galán la aguardaba cuando, de noche, con una risa estridente, recorría las callejas del Barrio Viejo hasta la Empalizada? ¿Era verdad que podía levantarse dos palmos del suelo y caminar también sobre el agua? ¿Se había salvado así cuando fue arrastrada sobre un témpano en el Elba? ¿Había dado su alma a cambio de todos esos dones? Dorotea, cuya boca, al hablar, se torcía ligeramente y se abría y cerraba como la de un pez, respondió a todas las preguntas con retahílas de palabras que no siempre formaban frases, pero, por su rima final, permitían suponer cierto sistema poético. «La voca Ihesú ya me bessa, mi luenga cuytada non çessa &» «Mi piel enagena Ihesú con su pena, çeniça de brassa que nunca es escassa &» «La noche me yega et mi alma se entrega, mi ardiente ferbor, Ihesú con amor, dulçe Salvador &» «Ihesú me levanta de mi triste fossa et nunca me espanta su voca ardorossa &» «Mi alma taxada de Ihesú por la spada &» «Por servir a los señores di a quatro peçes ervores, Ihesú et la mi maña vos dan los arenques de Scaña.» Aquello les llegó al alma al abad y al comendador, al confesor dominico y al doctor en Derecho Canónico. Era evidente que no era Satán quien con tanta delicadeza hablaba por boca de aquella pobre criatura. Sólo Dios Nuestro Señor podía haber desatado aquella lengüecilla que sin duda  se movía de una forma provocativa. Evidentemente, en las metáforas de la versificante Dorotea no siempre era clara la distinción entre el deseo carnal y el júbilo espiritual, pero en ellas se manifestaba, sin lugar a dudas, el amor al Señor; eso fue lo que dijo el abad de origen alemánico, con marcado acento helvético que hacía más atractivo su dialecto bajo alemán. El erudito Juan Marienwerder citó ejemplos de místicos cristianos. Lo que había escuchado de labios de Dorotea podía compararse muy bien con las leyendas de la monja Rosvita y los poemas de Matilde de Magdeburgo. Y como la experiencia mística, siempre que no cayera en la herejía, era totalmente conforme con el Derecho Canónico, tampoco el sabio Dr. Roze tuvo nada que objetar. Con él estuvo de acuerdo el párroco de Santa María, pero, para estar más seguro, preguntó por esto y por aquello, y también por los frascos de pus de los leprosos. Dorotea torció otra vez su boquita y expresó su «grant sentymiento» por «de Ihesú el soffrymiento». El pus recogido de los leprosos del hospital del Corpus Christi lo calificó de «miel del coraçón de Ihesu-Christo», lo que le sugirió una rima con «çelestrïal pisto». Se distanció de Satán llamándolo «falso proffeta», que rimó con la torcida expresión de un sabroso pez plano: «Del rrodavallo la geta». Finalmente, el doctor en Derecho Canónico se dio por satisfecho. El comendador Walrabe von Scharfenberg, poco aficionado a hablar, envió a Dorotea a la cocina para que friera, por fin, aquellos arenques de Escania prometidos y tan deliciosamente rimados. Cuando Dorotea de Montovia apartó los ojos de una u otra ventana, se volvió y recorrió la estancia hacia la puerta, a los cuatro dignatarios sentados a la mesa les pareció como si se deslizase a dos palmos del pavimento. Otra vez solos, se arrellanaron en sus asientos. Totalmente entusiasmado, Roze fue el primero en hablar: es una santa. Los otros señores estuvieron de acuerdo. Sin embargo, fueron razones más bien prácticas las que, repentinamente, tornaron locuaz al despoteutónico Walrabe: las profecías, indudablemente sombrías, de la políticamente inculta Dorotea quizá se cumplieran, pero no en perjuicio de la Orden. La guerra contra los reinos unidos de Lituania y Polonia era inminente. Como la polaca Jadwiga había conseguido convertir al pagano Jaguellón, transformándolo en cristiano Vladislao, el pueblo, incluso dentro del territorio de la Orden, atribuía a aquella mujerzuela ambiciosa la santidad. Había que tomar medidas para contrarrestarlo. El carácter polonés, peligrosamente, producía milagros pintorescos, en tanto que la teutónica honestidad burguesa sólo llegaba a una beatería obtusa y el espíritu mercantil hanseático calculaba cuidadosamente, antes de adquirirlo, el precio de cada milagro. Él, Walrabe von Scharfenberg, respondía de la Orden de los Caballeros Teutónicos, que gobernaba en nombre de la Madre de Dios: estaba dispuesto a dar voluntario testimonio de la santidad de la espadera. Había que actuar rápidamente. La guerra se anunciaba dura. Además de todas las armas necesarias, el territorio amenazado de la Orden tenía que tener una santa protectora. A ello se unía el que las bellezas rubias como Dorotea ¿por qué no decirlo?  guiaban las espadas de los hombres: así luchaban mejor. Juan Marienwerder suspiró y levantó las manos. El abad, desde luego, aunque movido por razones menos belicosas, estaba de acuerdo, pero aquellos hombres de iglesia no sabían cómo iniciar el proceso de canonización. Había una pequeña dificultad: Dorotea estaba viva. Y a pesar de las muchas penalidades sufridas en sus peregrinaciones, a pesar de sus extenuadoras penitencias, éxtasis convulsivos, y otros desmayos y jaquecas, acompañados de un insomnio persistente, parecía muy sana: sus frecuentes hemorragias nasales no la debilitaban, sino que, aparentemente, purificaban sus humores vitales. Cuando Walrabe, de forma apenas disimulada, se ofreció a facilitar el óbito de Dorotea, quizá con ayuda dominica porque aprovecharía al territorio de la Orden, el monje Nicolás consiguió escandalizarse: ¡eso no! No se podía ni pensar en ello. Como mucho, se podría considerar el enviar a Dorotea en peregrinación a Roma. Había que recordar que allí murió la sueca Brígida y fue rápidamente canonizada. El suelo empapado en sangre de mártires de la Ciudad Eterna, y también el clima, resultaban ideales. Además, por lo general, a la comisión canónica pontificia le predisponía favorablemente el que los futuros santos eligieran tan humildemente ese lugar para su último tempotránsito. En cualquier caso, habría que esperar un jubileo. Según la información dominica, eso podía tardar un poco. El comendador no se conformó. Indudablemente, dijo, al monje le agradaba el dominio polonés. Pero la guerra, desde luego, no se haría esperar. ¿Y qué pasaría si aquella Dorotea de siete vidas soportaba también Roma y su clima calenturiento? No dudaba de la lealtad de los dominicos a la Orden. Por lo menos, no de momento. Tras una pausa, suficientemente larga para especular sobre alguna otra posibilidad más conveniente volvió a oírse el ruido de los cuberos al batir la lata , el abad Juan prometió ayudar en la medida de sus fuerzas. Como, según era notorio, Dorotea aspiraba a ser ermitaña y consideraba una liberación el apartarse del mundo, se le podría conceder esa gracia en la catedral de Marienwerder. El emparedamiento de anacoretas piadosos y humildes mujeres penitentes no era corriente en el país y estaba cayendo también en desuso, cada vez más, en otros lugares, pero con el beneplácito episcopal se podría hacer una excepción. Una vez emparedada, la envoltura corporal de Dorotea se espiritualizaría pronto. Apenas habían terminado los cuatro dignatarios de discutir todas las posibilidades y contratiempos imaginables ¿y si, a pesar de todo, se la descubriera practicando hechicerías? , cuando entró Dorotea, poniendo esta vez los pies en el suelo, uno tras otro. Llevaba por delante, en una fuente plana, los arenques de Escania. Se pueden consumir frescos, salarlos, ahumarlos o escabecharlos. Se pueden cocer, asar, freír, estofar, filetear, rellenar quitándoles la espina, enrollar sobre pepinillos, conservar en aceite, vinagre, vino blanco o nata agria. Cocidos con sal y cebolla, iban muy bien con las patatas con piel de Amanda Woyke. Sophie Rotzoll los metía en el horno sobre lonchas de tocino y espolvoreados de pan rallado. A la monja cocinera Margareta Rusch le gustaba añadir a la chucruta cocida con bayas de enebro pequeños arenques sin espinas del Báltico llamados también arenquillos  para que se hicieran al vapor. Agnes Kurbiella servía, como plato de régimen, delicados filetes estofados en vino blanco. Arenques fritos corrientes, rebozados en harina, les preparaba Lena Stubbe a su primer y segundo maridos. Sin embargo, los arenques de Escania, tal como venían salados en cajas del emporio de Vitte que Danzig tenía en Falsterbo razón por la que los fabricantes de cajas y los navegantes de Escania, aunque de distintos gremios, sufragaban juntos el altar de Santa María y los ornamentos de la iglesia de San Juan , los preparó Dorotea, cuando tuvo a comer a los cuatro dignatarios, con arreglo a las normas de su cocina cuaresmal. Puso doce arenques de Escania, cuidadosamente lavados, en ceniza caliente, sobre el rescoldo, a fin de que, sin aceite, especias ni otros ingredientes, adquirieran por sí mismos, en su lecho de cenizas, su verdadero punto y unos ojos blancos. Antes de colocar los arenques uno por uno en una fuente alternando cabezas y colas  sopló las cenizas más gruesas, pero quedó en los peces un resto gris plateado que hizo que los cuatro señores, apenas había salido Dorotea, se preguntaran qué clase de madera podía haber utilizado aquella cocinera cuaresmal para las cenizas. Después de una breve plegaria que, a petición del abad Juan, dijo el confesor dominico de la espadera, los cuatro señores, tras una corta vacilación atacaron, declarando enseguida que el arenque de Escania, preparado de esa forma, resultaba singularmente sabroso. Ninguno quiso averiguar el origen maderero de las cenizas. Los cuatro, incluso el refinado Roze, pusieron los codos sobre la mesa, cogieron los arenques por la cabeza y la cola y se los comieron el monje Nicolás con sus dientes podridos  por ambos lados de la raspa, y luego, una vez descarnados, los colocaron cabeza con cola en su orden previo, para coger cada uno de la fuente su segundo y tercer arenques. Sólo el comendador Walrabe mordió las crujientes colas de los suyos. El abad Juan le cedió su tercer arenque al monje dominico. Mientras comían, callaban. Únicamente el arcipreste de Santa María pronunció unos latinajos entre el primer arenque y el segundo y entre el segundo y el tercero. Cuando, finalmente, las doce raspas descansaron ordenadamente, una junto a otra, el abad, el comendador, el doctor en Derecho Canónico y el dominico volvieron a entrar en materia. Se decidió enviar a Dorotea a Roma, con ocasión del próximo jubileo cristiano la oportunidad no se presentó hasta 1390, en que el Papa Bonifacio proclamó un Año Santo , con una limosna de peregrino y acompañada de doña Marta Quademosse, agente dominica. Habría que esperar a ver si la peregrina sobrevivía a las fatigas del viaje y al clima inhabitual. Dorotea, verdad es, enfermó gravemente en Roma, al ver en la iglesia de San Pedro la reliquia allí conservada del velo de la Verónica, pero, a pesar de los cuidados de la señora Quademosse, sanó milagrosamente y, el domingo después de la Ascensión, entró rozagante en Danzig, por la Puerta de Santiago, en unión de otros peregrinos romanos. Para el caso de su regreso con vida, los cuatro dignatarios habían previsto declarar fallecido a su anciano esposo, con el acuerdo de éste, y, al parecer, hacer educar a su hijita Gertrudis por las benedictinas de Kulm. De todas formas, la casa del Patio de los Cuberos pertenecía desde el peregrinaje a Einsiedeln a los dominicos. El entrampado espadero tenía que pagar a los monjes un alquiler. Así se hizo: Slichting, declarado muerto y enterrado en un ataúd vacío en el cementerio de Santa Catalina, se alegró de librarse de sus deudas y de poder arrojar por fin su cruz matrimonial. Tres días antes de que Dorotea, en medio de la multitud de peregrinos anunciada por la Quademosse, visitase como primera medida la iglesia mayor de Santa María, padre e hija, con ayuda de los dominicos, se trasladaron secretamente a Konitz, donde Slichting se agremió con otro nombre y, como había guerra, adquirió ciertas riquezas, casó a Gertrudis con un espadero y, aunque viejísimo, vivió para comprobar la veracidad de la profecía de Dorotea sobre la derrota de la Orden en Tannenberg. De acuerdo con los preparativos decididos en la mesa, el abad Juan se mostró dispuesto a hacer emparedar por fin a la viuda Dorotea, con su nombre de soltera Swarze, en la catedral de Marienwerder. Así se hizo, aunque con retraso porque la autorización del obispo competente fue mucho tiempo denegada y quizá obstaculizada por los poloneses. Solemnemente, el 2 de mayo de 1393, la piadosa penitente fue apartada del mundo bajo la escalera meridional del trascoro, en presencia de los cuatro previsores dignatarios. Se bendijo cada ladrillo. Se mezcló a la argamasa lana de cordero pascual. Así consiguió Dorotea su libertad. Sólo se dejó una ventanita, para que pudiera respirar, tomar algún alimento de ayuno, sacar sus mezquinos excrementos, oír la misa de la catedral, recibir diariamente la comunión y confesar a Juan Marienwerder su santa vida; esa fue la razón de que el abad escribiera en latín eclesiástico esa vida que, de todas formas, sólo pudo imprimirse en 1492 por el primer impresor de Danzig, Jacobo Karweysse. También se habían juramentado los cuatro señores, sobre la fuente plana en que, cabeza con cola, yacían por su orden las raspas de los doce arenques de Escania, para, si se llegaba a emparedar a Dorotea Swarze, llamada de Montovia, iniciar, inmediatamente después de su tránsito se le daba medio añito , el proceso de canonización. Así se hizo también. Sin embargo, la emparedada aguantó más de lo previsto: murió el 25 de junio de 1394. Y la celda, después de que muchas gentes creyentes hubieron echado una ojeada por el ventanillo al cadáver que yacía en el suelo, fue herméticamente tapiada. Es verdad que se inició el proceso de canonización sin demora, es verdad que el gran maestre Von Jungingen de la despoteutónica Orden hizo constar su especial interés por tener una santa prusiana, pero los desórdenes del Cisma obligaron al postulador de la comisión de canonización a poner a salvo en Bolonia las actas del proceso, donde se perdieron. No se hizo nada. El territorio de la Orden se quedó sin santa. Y si el proceso reanudado en 1955 con la escasa documentación subsistente es coronado por el éxito en el sentido vaticano, ese triunfo tardío de la infalibilidad católica sólo alegrará a mi viejo profesor de latín, Monseñor Stachnik: para él, Dorotea siempre ha sido una pasión piadosa. Los cuatro dignatarios se marcharon pronto. Del Patio de los Cuberos no llegaba ya ningún ruido. Ahora se oía el curso rápido del Radauna. Anochecía bálticamente. Reinaba el buen humor porque, indudablemente, con sentido práctico masculino, se habían hecho planes. Roze opinó que la canonización de Dorotea fomentaría la generosidad de las colectas para la terminación de Santa María. Sólo el comendador Walrabe von Scharfenberg se sentía preocupado pensando que aquella mujer, quizá bruja después de todo, pudiera, con ayuda de Satán, vivir emparedada más tiempo del cuidadosamente previsto. Cuando, al marcharse, echaron otra mirada a la cocina llena de humo, vieron a la pequeña Gertrudis jugar con maderos carcomidos del cementerio. El viejo Slichting estaba como abstraído junto al fuego. Dorotea, como de costumbre, se arrodillaba sobre guisantes que al día siguiente, así ablandados, cocería. Los cuatro señores la oyeron rezar: «Vuestros dardos, Ihesú myo, son para my qual rroçyo &» Dedicado a Ilsebill La comida se enfría. Ya no soy nunca puntual. Ningún «¡aquí estoy!» empuja la puerta de siempre. Por atajos, para acercarme a ti, me he extraviado: en árboles, en laderas de setas, en campos semánticos alejados, en incursiones en la basura. No esperes. Empieza a buscar. Podría muy bien no abrigarme en la podredumbre. Mi escondite tiene tres salidas. Yo soy más real en mis historias y en octubre, cuando es nuestro cumpleaños y los girasoles se alzan decapitados. Como hoy no podemos vivir el día y ese pedazo de noche, te propongo siglos, por ejemplo el XIV. Somos peregrinos que van a Aquisgrán, viven de la alimosna y se han dejado la peste en casa. Me lo ha aconsejado el rodaballo. Otra vez en fuga. Sin embargo, una vez me acuerdo , en mitad de una historia que iba a otra parte, a Lituania por el hielo, me encontraste a tu lado: también tú eres refugio. Estimado Dr. Stachnik Quien recuerde a Dorotea y se proponga transcribir sus potajes cuaresmales o quiera trazar de la (todavía no canonizada) santa y de su exaltación un retrato diferente, entre maléfico y goticoflamígero, tropezará con la imagen, más piadosa que erudita, que usted tiene de ella; puede estar seguro de sus críticas y tendrá que contar con su católica indignación, porque usted se ha apoderado de Dorotea por completo, con pelos y señales. Cuando usted (con poco éxito) era mi profesor de latín y yo un atontado miembro de las Juventudes Hitlerianas, se había especializado ya en Dorotea de Montovia y el siglo XIV, aunque nuestro tempotránsito (era cuando la guerra) permitía pocas evasiones: al fin y al cabo, hasta su prohibición en 1937, fue usted presidente del Partido Central y su diputado en la Dieta Popular de Danzig. Como silencioso adversario del nacionalsocialismo, tenía que andarse con cuidado. Y, sin embargo, lo persiguieron hasta en la atmósfera enrarecida del colegio; lo que apenas molestó a nuestras duras cabezas de colegiales. Para nosotros, usted, con su severidad latina, fue un extraño: alguien que aunque cayera Stalingrado o se perdiera Tobruk  sólo se apasionaba por la gramática. Y únicamente cuando usted, de forma muy natural, se permitía ser un poco católico, hablando (con evidente cariño) de la beata Dorotea y de su inminente canonización, conseguía conquistarme y hacerme pensar; la verdad es que, a los trece años, yo andaba detrás de una chica que hubiera podido parecerse a Dorotea: recuerdo las venas azules de sus blancas sienes. Naturalmente, no tuve ningún éxito tangible. Aquella chica tenía el pelo negro. Sin embargo, usted y yo estamos seguros de que el cabello de Dorotea de Montovia era rubio como el trigo. Quizá estemos de acuerdo también en que su belleza no servía para nada. Y, lo mismo que usted, opino que Dorotea no estaba hecha para el matrimonio, aunque en sus escritos usted insiste en que se esforzaba mucho como ama de casa y esposa del espadero Alberto. (Dice usted que, como a menudo no podía dormir, lavaba los platos de noche.) En su última carta escribe usted: «Si he luchado intensamente por nuestra santa nacional, patrona de Prusia, y sigo luchando todavía hoy, es porque, como tendrá que reconocer, Dorotea era una criatura extraordinaria. La considero la mujer más importante de la Prusia de la Orden Teutónica, desde el punto de vista espiritual y éticorreligioso». A eso quiero (y debo) decir otra cosa, y es que tengo a Dorotea por una persona desde luego extraordinaria, pero sin la menor chispa de santidad. En su carta se refiere usted a las declaraciones de los testigos ante la comisión canónica de la época. Nombra a algunos tipos truculentos de la Orden de los Caballeros Teutónicos: Jungingen y compinches. Se basa en el biógrafo de Dorotea, Johannes Marienwerder, y me recomienda que estudie su trilogía Vita venerabilis dominae Dorotheae. Sin embargo, no son sólo mis deficientes conocimientos de latín los que me impiden recurrir al profesor de teología de Praga y luego deán de la catedral de Marienwerder. Johannes era demasiado parcial y quería (a toda costa) fabricar una santa para la Orden. Prefiero fiarme porque, como usted, estimado señor Stachnik, tengo buena imaginación  de mis recuerdos personales y mis dolorosas experiencias con Dorotea; porque, antes de la peste negra, en la peste negra y después de la peste negra, fui aquel espadero Alberto al que se le murieron ocho de sus nueve hijas; el que, a pesar de todo su celo artesanal, perdió su escasa prosperidad por la manía de Dorotea de mostrarse liberal en todas las puertas de las iglesias; el que, en las asambleas gremiales, era la irrisión de los orfebres del oro y el cobre; el que (la muy pécora beata) convirtió en un pelele. ¡Ay, si en la Einsiedeln helvética, cuando ella quería desembarazarse de mí y de su última hija, hubiese dado mi consentimiento a la disolución del contrato matrimonial! Usted me objetará: qué importan mis preocupaciones burguesas y mi prolongada abstinencia sexual (¡porque no me dejaba ya, no me dejaba acercarme!), comparadas con los éxtasis y las iluminaciones de Dorotea; qué poca cosa es mi dinero despilfarrado si se compara con lo que diariamente ganaba Dorotea con su flagelación (hasta la sangre), agradable a Dios; qué significa la pérdida de ocho hijas (en una época de alta mortalidad infantil en general), si ella consiguió, por medio de Jesucristo Nuestro Señor (con el que alternaba a diario), llegar a ser una verdadera hija de Dios; a qué viene quejarse de tribulaciones terrenales cuando la recompensa celestial llegará por fin, después de casi quinientos años de paciencia: ¡muy pronto! Visto así, tiene usted razón: mi goticoflamígera miseria como artesano y padre de familia se reduce a una fruslería a la luz de sus buenas esperanzas. Escribe usted con alborozo: «Según me ha comunicado recientemente el relator general de la sección de historia de la Santa Congregación de Canonizaciones, probablemente este mismo año se producirá la Confirmatio cultas Dorotheae Montoviensis, Beatae vel Sanctae nuncupatae mediante un breve apostólico, concluyendo, de esa forma, el proceso de canonización de Dorotea». Lo creo, porque todavía me siento suficientemente católico para estremecerme ante la fuerza para absorber el tiempo de la única Iglesia santificante. Sé que la fe, por oscuramente que yerre, resplandece más que la luz de la razón. Y, sin embargo, me permito dar a la inminente canonización, no sólo de su sino también de mi Dorotea un sentido más terrenal: Dorotea fue (en nuestra región) la primera mujer que se rebeló contra la coacción patriarcal del matrimonio medieval. Poco después de la muerte de su padre, fue dada en matrimonio (a los dieciséis años) por su hermano mayor, sin ser consultada para nada, a un hombre ya entrado en años (yo). No se me ocurrió nada mejor que hacerle a la delicada niña un crío tras otro, arrastrar a la costosamente acicalada Dorotea a aburridos banquetes gremiales, demostrarle mi cobardía con mi tibia participación en una ridícula sublevación de artesanos (¿qué me importaban a mí los intereses de cerveceros y toneleros?) y golpearla con mi dura mano de espadero o como durante el viaje de regreso de Einsiedeln  tirarle piedras, porque la odiaba y odiaba su maléfico concepto de la libertad. Porque eso era lo único que ella quería: ser libre. Libre del cepo matrimonial. Libre del débito conyugal. Libre de la mezquindad burguesa. Libre, ¿para qué? Usted, estimado Sr. Stachnik, me dirá: ¡Libre para Dios! ¡Libre para el amor de Dios! Sin embargo, cuando, ante el tribunal feminista de Berlín sin duda lo habrá leído en los periódicos  se vio el caso Dorotea de Montovia, la presidenta dijo: «Dorotea Swarze quería ser libre para ella. La religión y Jesús fueron sólo el vehículo y el único mediador autorizado para imponer sus deseos de emancipación y sustraerse al penetrante poder de los hombres. Como sólo podía elegir entre ser quemada por bruja o emparedada por santa, se decidió a servirle al decano de la catedral de Marienwerder una leyenda semiplausible: para lograr su libertad. Un caso típico de la Edad Media, pero no sin reflejos en la actualidad. Nosotras, mujeres de hoy, debemos reconocer en Dorotea Swarze a una precursora. Su intento de autoliberación, por fuerza trágicamente terminado, nos obliga a pensar como hermanas en su desgracia, considerar como una misión su fracaso, dejado ¡sin duda!  de la mano de Dios, y venerar su memoria». Tanta efusión feminista le arrancará todo lo más, estimado Monseñor Stachnik, una sonrisa estoica de latinista. Y, sin embargo, le ruego que considere mi propuesta de transacción equilibrada entre la posición católica y la feminista. Yo no diré más aunque tengo pruebas  que Dorotea fue una bruja; usted no insistirá más aunque tenía madera de santa  en su canonización inminente. Los dos estamos de acuerdo en que Dorotea Swarze fue una pobre mujer que sufrió las coacciones de su época: más insensata que inteligente, atormentada por el insomnio y aquejada por jaquecas, descuidada en la casa, pero con talento planificador cuando se trataba de organizar procesiones de flagelantes, de una belleza demacrada y de una voluntad despiadada y firme; a pesar de sus éxtasis convulsivos de muchas horas, poco dotada para inventar milagros atractivos; un tanto letrada, por sus tendencias líricas; indolente en el lecho y ágil sólo con el látigo, buena andadora y, por ello, gran viajera, alegre sólo en su trato con penitentes vagabundos y otros marginados, llena de deseos extravagantes, pero práctica e innovadora como cocinera en su egocéntrica cocina cuaresmal: su cocina era realmente buena. ¡Su sémola de esteba con acederillas! ¡Sus arenques de Escania! ¡Sus guisantes grises, llamados arvejos! ¡Sus huevas de bacalao sobre tortas de alforfón! ¡Su cuajada de hierbas! Sin duda lo habrá observado, estimado señor Stachnik: lo mismo que usted (aunque sin recompensa celestial), yo amé a Dorotea. Sin embargo, ella besó al rodaballo, de lo que su biógrafo Johannes Marienwerder no dice ni palabra. Es verdad que después del beso (y de su fornicación con el pez) se le torció la boquita, pero incluso con la jeta torcida y la mirada al bies siguió siendo bella. El peso de su cabellera. Su carne mortificada. Hasta su manera de rimar «coraçón» con «tribulaçión» me gustaba. Y el que mezclase cenizas en todas sus sopas. También podía levantarse realmente dos pies del suelo: yo lo vi, varias veces (no sólo al aire libre y con niebla). Mi Ilsebill, que me ruega le salude de su parte, no cree nada de todo esto. «¡Tú y tus escapatorias históricas e historias de mentirijillas!», gruñe todos los días. (Ilsebill sólo cree lo que dicen los periódicos.) Pero usted y yo sabemos que las historias no pueden dejar de ser verdaderas de formas siempre distintas. Como profesor de latín, no tuvo usted éxito conmigo, pero me inoculó para siempre el veneno doroteico. Bueno, basta de veneración y de horribles dudas. Ninguno de los dos sabemos lo que en realidad quería Dorotea & Plusvalía O júbilo congelado que he reunido, que he reunido para admirarlo. A los vasos de mi anaquel les agrada la luz lateral; no todo vaso es bohemio. Cada día hay dos especiales. Tanto amor pronto a hacerse añicos. Aliento lejano que no se ha quebrado. Así sobreviven sin nombre el aire y su plusvalía; los sopladores de vidrio, leo, no suelen llegar a viejos. En el tercer mes De cómo fue protegido el rodaballo de la violencia Cuando el tribunal feminista se reunió por primera vez, el rodaballo fue llevado a la sala por cuatro ayudantes, en una bañera plana con ruedas, de unos dos metros por uno y medio, y situado frente al tribunal. Un foco lo alumbraba. Lo mismo que si hubieran llenado la bañera de carpas, entre Navidades y Año Nuevo, para conservarlas vivas. Mientras se leía el escrito de acusación, el rodaballo se mantuvo inmóvil en el suelo de chapa galvanizada, como si no fuera con él el reproche de que, desde finales del neolítico, en calidad de asesor, había promovido exclusivamente la causa masculina, en perjuicio deliberado de la mujer. Las mujeres hablaban por encima de su cabeza. Sólo cuando la presidenta del tribunal, Dra. Ursula Schönherr, le invitó a responder a la acusación, pudo oírse por los altavoces su respuesta. El rodaballo se negaba a hacer ninguna declaración mientras tuviese que estar metido en aquella agua corrompida del Báltico, por añadidura llena de mercurio. Sin pedir la intervención de la defensora de oficio dijo: «Esto raya en los métodos de tortura, harto conocidos, de la moderna justicia de clase, contra los que todos tenemos que luchar; también el movimiento feminista». Además, «y deprisita», había que apagar aquel foco discriminador. Hubo que aplazar la sesión. En lo sucesivo se trajo diariamente del Mar del Norte, por medio de la British Airways, agua fresca en bidones. Una de las vocales, Beate Hagedorn, que trabajaba en el Zoo de Berlín como bioquímica, vigilaba la renovación del agua. Cuando dejó de estar iluminado, el rodaballo respondió a la acusación. Sin embargo, mientras se hablaba todavía de la fase neolítica del legendario pez y de los tres pechos de Aya, la diosa reinante, el acusado formuló una nueva protesta desde su bañera de cinc: el suelo metálico le resultaba molesto. Su estado general resultaba afectado por aquel cinc, porque él estaba acostumbrado a yacer plano. Su cara inferior, tierna y sensible, reaccionaba alérgicamente a aquel material extraño. Le era imposible concentrarse suficientemente en la marcha del proceso. El agua no era su único elemento. No podía enterrarse en nada. Le faltaba la arena. Y arena del Báltico. Sólo quería ésa. Mientras no estuviera alojado de acuerdo con sus necesidades, no podrían contar con su colaboración en aquel proceso que, por lo demás, estaba llamado a hacer época. Consideraba inaceptables las condiciones de su custodia. Al fin y al cabo, no se encontraba ante un consejo de guerra fascista. Hubo que interrumpir otra vez el proceso. Se trajo en avión arena del Báltico. No obstante, ya durante la vista de la edad del bronce y del hierro hasta la cristianización los casos Vigga y Mestuina , el acusado protestó de nuevo: no quería que, como a un pez de acuario, lo alimentasen con moscas secas y alimento preparado en bolsitas, ni que lo drogasen quizá de forma abiertamente criminal. Quería alimento fresco. La auxiliar de acuario que se le había adjudicado, dijo, no estaba evidentemente a la altura. Que recurriera a los institutos ictiológicos o de pesquerías de Cuxhaven o de Kiel. Lo que pedía, dijo el rodaballo, era en el fondo natural. Después de establecer los contactos sugeridos, se alimentó al rodaballo con algas, pequeños insectos y otros alimentos frescos semejantes, y el proceso avanzó sin dificultades hasta que el caso de la cocinera cuaresmal Dorotea de Montovia se acercó a la fase de conclusiones. La agitación entre el público se produjo, probablemente, porque el acusado había conseguido aportar diversos detalles que, unidos a otros datos y a pruebas pericialmente confirmadas, reflejaban un contexto histórico que atenuaba su culpa. (Los servicios de Dorotea como soplona de los dominicos.) En cualquier caso, desde el público le tiraron una piedra del tamaño de un puño que, aunque no dio en la bañera, hubiera podido dar. Se hizo despejar la sala. Se interrumpieron las actuaciones. Con consentimiento del rodaballo, unos trabajadores (masculinos) rodearon la bañera de una tupida malla de alambre. Sólo que ahora no se veía prácticamente nada. El conjunto resultaba poco afortunado desde el punto de vista estético. En los comentarios de prensa apareció con frecuencia la palabra jaula. Cuando se permitió de nuevo la entrada al público, se produjeron otros atentados contra el rodaballo. Al fin y al cabo, en las butacas plegables del cine destinadas al público en general se sentaban mujeres en su mayoría jóvenes. Y una de esas jóvenes, cuando el rodaballo, de forma francamente cínica, explicó su teoría de la jaqueca en relación con el caso Dorotea de Montovia, lanzó un frasquito contra la malla protectora. La chica declaró luego ser ayudante de laboratorio. Gracias a Dios, el frasquito no se rompió. El rodaballo pidió que se analizase su contenido, pero cuando se pronunció la palabra cianuro se abstuvo de todo comentario derogatorio del movimiento feminista. Otra vez hubo que interrumpir el proceso, aplazarlo, hacer salir al público. Una semana entera necesitaron los especialistas (masculinos) para aislar primero la bañera con un cristal de seguridad, dotarla luego de una instalación de oxígeno apropiada e instalar por último en el recipiente un dispositivo de comunicación. Cuando se reanudó el proceso, la voz del rodaballo sonaba de una forma realmente siniestra, como en el cuento que lo había convertido en leyenda y conseja popular: «¿Qué me queréis noramala?». Evidentemente, tenía conciencia del efecto acústico, porque de vez en cuando esmaltaba sus frases, por lo demás marcadamente ceremoniosas y anticuadas, con giros dialectales, exclamaciones de uso vulgar y juegos de palabras con el nombre de Ilsebill. La instalación acústica parecía divertirlo. Sin embargo, inmediatamente después de comenzar la vista del caso Margareta Rusch, apenas había confesado el rodaballo al tribunal que fue él quien aconsejó que encerrasen a la pequeña Margret en el convento o, mejor dicho, inmediatamente después de haber ilustrado el acusado pez con algunas pequeñas anécdotas la vida monjil, imitando incluso, con virtuosidad vocal, los pedos de monja de Greta la Gorda, se hizo un disparo contra él desde el público. El certero tiro luego se descubrió que había sido una señora de edad, bibliotecaria, quien lo había disparado  dio en la parte estrecha posterior de la bañera. La mujer, puesta en pie, había hecho el disparo desde la fila 11. Una limpia perforación. El proyectil fue detenido por la arena del Báltico. Sin embargo, el orificio de entrada era suficientemente grande para que saliera un chorro de agua del Mar del Norte del grueso de un dedo meñique. La fiscal en persona, Sra. Sieglinde Huntscha, intentó taponar el agujero con un kleenex. La ayudante de acuario se desesperaba. Se llamó a un fontanero. Se oyó al rodaballo reírse de una forma vulgar por el altavoz: «Mehkohono. Debería serun vakero y nuna Ilsebí. Dihpará konun kolt kontrún roabayo. ¿Porké na kañonazoh?». Durante la suspensión, esta vez sólo de cuatro días, se construyó un recipiente de vidrio a prueba de bala, de la altura de un hombre, que tenía la longitud y la anchura de la vieja bañera pero estaba lleno hasta la mitad de arena del Báltico. Naturalmente, a aquella pecera no le faltaba el equipo técnico necesario. Ahora se veía al rodaballo mucho mejor: su aspecto vetusto, su pedregosa cara superior cuando, plano como era, no se enterraba del todo en la arena mostrando sólo su boca torcida y sus ojos estrábicos. Sin embargo, nadie podría ya hacerle daño disparándole objetos o balas ni mediante venenos. Se había hecho todo lo necesario para su seguridad. También estaba protegido (mediante una instalación de alarma) contra secuestros. (Recientemente se habían recibido amenazas anónimas, al parecer masculinas: «Nos lo quieren robar. Esos machistas no se detienen ante nada».) Al rodaballo le gustaba aquella caja de vidrio a prueba de bala. Preguntado, permitió generosamente la entrada a los fotógrafos. Hasta la televisión pudo, durante una pausa del proceso, transmitir su guardada belleza a millones de pantallas. Siguió debatiéndose el caso de la monja cocinera: casi sin contratiempos. De cómo fui su pinche de cocina La sartén de cobre brillante. Su voz a primera hora. ¡Voy! decía yo: ¡Voy! y corría hacia ella, tantas veces como intentaba escaparme de sus pucheros. En Pascua yo pelaba lenguas de cordero protestantes, católicas  y también mi alma pecadora. Y cuando en noviembre ella desplumaba gansos, yo soplaba las plumas, el plumón, para que el día quedase flotando. Tenía las dimensiones de la iglesia mayor de Santa María, pero nunca había en ella soplos de aire místico ni hacía frío dentro de ella. Ay, su viejo camastro en el que olía a leche de cabra, en el que caían las moscas, atontadas por su olor a establo. Su regazo era una cuna. ¿Cuándo ocurría todo eso? Bajo el hábito de monja era abadesa  el tiempo no se paraba, se hacía historia, se decidía, sin palabras, la disputa entre la carne y la sangre, y el pan y el vino. Mientras fui su pinche de cocina no pasé frío ni tuve que avergonzarme. La gorda Greta: semicalabaza que reía, escupiendo las pepitas. Pocas veces la vi echar cerveza en sus sopas de ajo: luego usaba mucha pimienta: sus pesares no dejaban mal sabor de boca. Vasco retorna ¿Quién más, rodaballo? ¿Quién más? El herrero Rusch, el monje franciscano Estanislao, el predicador Hegge, el rico Ferber y el abad Jeschke: sí, en tiempos de la abadesa Margareta, fui uno y otro, y sucesivamente éste y aquél su padre, su pinche, su adversario y su víctima , ¿por qué no imaginar que, desde lejos, en provecho suyo, para que la pimienta le resultase más barata, yo abriera la ruta marítima de la India a las carabelas portuguesas? Y fue la Sao Raphael la que, el 28 de marzo de 1498, fondeó ante Calicut: en aquella época, Cristina Rusch, de la Empalizada, estaba ya embarazada de Greta la Gorda. Junto a mis preocupaciones habituales (Ilsebill), esta cuestión me interesó al principio sólo como un juego, pero se convirtió en obsesión cuando inicié mi viaje. Quizá fue el miedo a una realidad extraña el que me hizo buscar un papel. (¿Cómo afrontar Calcuta si no?) O bien un hinduismo superficialmente leído me llevó a extender mis reencarnaciones de la Europa oriental al subcontinente indio: sin embargo, no quise haber sido Lord Curzon ni Kipling. Finalmente me dije: la abadesa Margareta Rusch no habría casado sin razón a Hedviga, su hija mayor, con un comerciante portugués, cuya intención de abrir una factoría comercial en la costa de Malabar, en el sur de la India, se mencionaba expresamente en las capitulaciones matrimoniales. Con permiso del Virrey así decían , vivirían en Cochin y desde allí, como garantizaba el contrato matrimonial, enviarían anualmente, por San Martín y San Juan, la cantidad de pimienta convenida. Las prohibiciones de inmigración, todavía vigentes en la época de Vasco y de Alfonso de Albuquerque, se habían suavizado. Se había logrado afianzar los pies. El matrimonio se estableció en Cochin, donde el comerciante Rodrigues d Evora y su mujer Hedviga hicieron pronto fortuna en el comercio de las especias pimienta, clavo, jengibre, cardamomo , pero no pudieron soportar el clima: con cuatro de sus cinco hijos, murieron antes que la monja Margret que, gracias a sus remesas de especias, había popularizado en Danzig y su comarca los platos especiados: callos con jengibre, mijo picante al curry, liebre a la pimienta, pan de especias. Pimienta con todo. Y como en el programa de mi viaje figuraba la visita del puerto de Cochin, en el Estado indio de Kerala, decidí viajar también de incógnito como Vasco de Gama. Todavía en el aeropuerto de Rin-Maguncia, aunque con el cinturón de seguridad ya puesto, escribí en mi cuaderno de notas: Vasco retorna. Llega en un Jumbo. En realidad, sólo quiere visitar a la negra Kali y ver cómo saca, roja, la lengua. Vasco se ha leído todas las estadísticas. Vasco sabe lo que piensa de Calcuta el presidente del Banco Mundial. Vasco tiene que pronunciar una conferencia: previsoramente la ha escrito ya, en frases largas y cortas. «Según estimaciones aproximadas», se llama su discurso. Bien alimentado, Vasco sufre por el problema del hambre mundial. Reencarnado una y otra vez, Vasco es ahora escritor. Escribe un libro en el que ha existido en todas las épocas: neolítica, paleocristiana, goticoflamígera, reformada, barroca, ilustrada, etcétera. Inmediatamente después del despegue se cita a sí mismo: habría que escribir un informe sobre el hambre. Habría que relacionar el hambre histórica, presente y futura. El hambre de 1317, cuando sólo se podía recurrir a la sémola de esteba. La carencia de carne alrededor de 1520, cuando se inventaron las croquetas, masas, masitas y masones. El hambre en Prusia antes de la introducción de la patata y el hambre crónica en Bangladesh. Habría que describir los gestos, el lenguaje del hambre. El comportamiento ante la expectativa del hambre. Evocar las épocas de hambre pasadas: el invierno del colinabo del 17. El correoso pan de maíz del 45. ¿Qué significa la expresión «morderse los puños de hambre»? Necesitamos un catálogo de citas del hambre, se dice Vasco mientras revuelve sin apetito el pastelillo de carne, insípido por congelado, de la Air India. La diosa Kali pasa por ser el aspecto femenino del dios Siva. Su poder destruye. Siguiendo su capricho, destroza lo que apenas se sostiene. Vivimos en su era. (Vasco piensa de pasada en su mujer Ilsebill, a la que le gusta pulverizar vasos y que es alguien en cuestión de caprichos.) Ya antes de la escala en Kuwait se le rompen las gafas. Las demás precauciones sobran: Vasco se ha comprado en Hamburgo, en una tienda de atuendos tropicales, pantalones, camisas y calcetines de algodón, para combatir la humedad de Calcuta. Vasco lleva Mexaformo extrafuerte. Vasco se ha vacunado contra el cólera y la viruela. Vasco ha tragado en ayunas, tres veces, unas cápsulas antitíficas de colores. Vasco lleva consigo dos kilos de estadísticas. Vasco es huésped del Gobierno de la India. En el Jumbo lo saben. Vasco se llama de otra forma y lo conocen por otro nombre. En Delhi, ante un público embelesado, hubiera debido hablar de la negra Kali y de cómo saca roja la lengua, y no citar estimaciones aproximadas que, con sus muchos ceros, corresponden a falta de proteínas, exceso de población y cuadros de mortalidad: magnitudes abstractas que sólo son adoradas en notas de pie de página; en cambio la intangible Kali se comprende en todas partes de una forma muy práctica, sobre todo en Calcuta, en el río Hooghly. Ella, adornada con collares de cabezas y de manos cortadas. Ella, la juguetona, dominante, terrible, dravídica Kali. (También puede llamarse Durga, Pravati, Uma, Sati o Tadma.) Todavía en el Jumbo (sin dormir), Vasco intenta emparentar a la curiosa diosa neolítica Aya, con sus tres pechos, y a la estranguladora Kali de cuatro brazos. Imagina una insurrección: los hombres de la desembocadura del Vístula, oprimidos por la ginecocracia, se solidarizan. Rabiosos por engendrar, quieren (aconsejados por un rodaballo) implantar el patriarcado. Sin embargo, Aya los vence y hace castrar a ciento once hombres con hachas de piedra. En adelante, lleva los secos penes ensartados en una cadena, alrededor de sus poderosas caderas: lo mismo que la india Kali se adorna con manos y cabezas cortadas. Apenas llegado, Vasco escribe postales: «Querida Ilsebill: todo es aquí muy distinto &». Luego, para poder distinguir lo distinto, hace que le sanen sus gafas. 1498: Vasco sabe que entonces se mintió a sí mismo, lo mismo que se engaña hoy. Siempre se abrillantan los objetivos: para mayor gloria de Dios & Para salvar a la Humanidad amenazada & Sin embargo, fue su orgullo de navegante el que le empujó a llegar por mar a la India, la tierra de las especias. Los buenos negocios los hicieron otros: ¡los gordos especieros! Por la noche, en una recepción (para mayor gloria suya), unas damas que han estudiado en Inglaterra le hacen preguntas sobre los objetivos y motivaciones del movimiento europeo del Women s Liberation. Vasco les habla de un tribunal feminista que se reúne en Berlín, pero ocupa los titulares de los periódicos más allá del ámbito regional. Ante ese tribunal, de forma simbólica, se está juzgando a un rodaballo capturado. El rodaballo encarna el principio de la dominación masculina. El acusado está en una cubeta a prueba de bala. Luego, Vasco propone a aquellas señoras que pongan la emancipación de la mujer india bajo el patrocinio de la diosa Kali. (¿No podría Indira, la hija de Nehru, encarnar a Kali terriblemente?) Mientras mordisquean piñones, su propuesta suscita interés, aunque las señoras, pertenecientes a familias brahmánicas acomodadas, prefieren el aspecto benevolente de Durga: Kali es más popular entre las castas inferiores. Al día siguiente, Vasco no quiere visitar el museo, sino un barrio miserable. Allí causa sensación. La alegría de los desposeídos y su gracia invulnerable lo intimidan. Esas risas de muchachas andrajosas que, como tienen caderas, muestran las caderas. Es verdad: sus manos y sus ojos piden limosna, pero no hay reproches. (No se mueren de hambre, sólo están regularmente subalimentadas.) Todo parece natural. Como si debiera ser así: siempre. Como si la proliferación de barrios miserables cada vez mayores fuera un proceso orgánico que no debiera estorbarse; todo lo más sanearse un poco. Vasco (el descubridor) formula preguntas sobre el trabajo, el salario, el número de hijos, la escolaridad, la planificación familiar, la flora intestinal, las letrinas. Las respuestas corroboran las estadísticas, pero nada más. Luego tiene que visitar una fortaleza (del tiempo de sus mogoles), en cuyas amplias instalaciones están acuarteladas unidades del ejército indio. Desde las almenas, Vasco intenta retener una imagen: sobre la explanada que se extiende ante la fortaleza, cuya hierba han aniquilado las vacas, al mediodía, bajo el sol de invierno, quinientos cuerpos andrajosos parecen fulminados, como si los hubieran segado desde las aspilleras de la fortaleza las ametralladoras inglesas. Cada montón de ropas aislado. Unidades polvorientas. Cadáveres que quieren pudrirse. El sol debe de calentar su sueño de muerte: extras de una película colonialista, que se mantienen inmóviles para el plano siguiente. Lástima que Vasco se haya dejado su cámara de pequeño formato. Toma nota de la expresión «durmientes de la muerte». Se dice: ¿me la he inventado yo? Vasco se prohíbe a sí mismo, inútilmente, encontrar hermosos los cadáveres durmientes alineados por casualidad o por otras leyes. Si, cansado, quisiera echarse entre ellos, parecería extrañamente fuera de lugar. El presidente de la Comisión de Planificación rellena un traje tipo Nehru y habla, mientras habla por encima de Vasco, a lo lejos y en profundidad: tenemos detrás, como quizá usted sabe, tres mil años de Historia. No existimos sólo desde que aquel portugués nos descubrió en su ruta. Vasco parece escuchar con atención, mientras intenta en vano recordar una vez más la maniobra de atraque en Calicut en el 1498. (Para ver qué pasaba, enviamos un galeote a tierra.) El presidente de la Comisión de Planificación explica que la India es inconcebiblemente multiforme y, sin embargo, una unidad. Es imposible conocernos. Calcuta, dice, es indudablemente un problema, pero también viven muchos artistas en esa fascinante ciudad. Y la lírica bengalí & El próximo barrio miserable crece (orgánicamente) junto a la central eléctrica de Delhi que, incesantemente, vomita masas de humo. Frente a ese barrio se alza el moderno edificio de la Organización Mundial de la Salud, Oficina del Asia Meridional. En las ventanas de los muchos pisos de la Organización Mundial de la Salud se reflejan las masas de humo, pero no el barrio miserable. Al lado, para que no falte nada, el pabellón del Indian Council for Cultural Relations, que ha invitado a Vasco a ver y comprender: somos una democracia moderna. En el barrio, Vasco habla con mujeres de Uttar Pradesh, que tienen seis u ocho hijos, pero no saben cuántas rupias al mes ganan sus maridos que trabajan en la central de al lado, con escobas de paja, como barrenderos. Ese barrio pasa por limpio. Vasco encuentra a un médico que, sin embargo, nunca ha visitado la Organización Mundial de la Salud que está enfrente, lo mismo que la Organización Mundial de la Salud nunca ha visitado a ese médico. Naturalmente que hay casos de viruela, dice el médico. Los notifico. Pero las vacunaciones se hacen siempre demasiado tarde. Yo trabajo por mi cuenta. En otros barrios miserables no hay médicos como yo. La gente me considera tonto porque lo hago. El médico no habla inglés. Traducido, todo parece plausible. Quizá sea sólo enfermero. Vasco deposita sobre la mesa de la cabaña-consultorio un billete en rupias para medicinas. Al salir, los hijos de Vasco le dijeron: no nos traigas nada. Nada de cosas raras de ésas. Dale el dinero allí a alguien. Y tampoco Ilsebill ha tenido esta vez deseos especiales. Para visitar monumentos de su época de los mogoles, Vasco se traslada a Fatehpur-Sikri. Hoy sonríe al recordar su intento de entonces de ser tolerante en una espaciosa vivienda y fortaleza, incluyendo en su concepción del matrimonio, además de a una mahometana, a una hindú y a una dama cristiana de la Goa portuguesa. Sólo la mujer hindú le dio un hijo (contrahecho). Perduran las tallas en la roja arenisca. Cada columna fue trabajada de forma distinta. Sin embargo, el desierto no lo permitió. Cuando se acabó el agua, hubo que abandonar la ciudad. Tanta tolerancia para nada. (Cuando Vasco, en 1524, murió en Cochin, la monja cocinera Margareta Rusch se convirtió en abadesa de las monjas de Santa Brígida, después de lo cual se procuró a capricho hombres protestantes, católicos y navegantes, y también monjes exclaustrados: así era ella de tolerante, de espaciosa.) En un pueblo, todavía en el Estado de Uttar Pradesh, Vasco visita la escuela, una cabaña de adobe como las otras chozas y construcciones. Todo es de color de adobe: las calles de la aldea de tierra apisonada, las vacas, las bicicletas, los niños, el cielo. Sólo los saris de las mujeres son de colores desteñidos. Una vez más, la pobreza se permite el lujo de ser bella. El maestro tiene ojos de color castaño claro. Le enseña a Vasco libros de texto. En un librito, que cuenta la historia de la India en hindú, Vasco se ve a sí mismo, dibujado con trazos simples: barbudo bajo su birrete de terciopelo. En algún repliegue de su existencia viajera se siente orgulloso o conmovido y, sin embargo, querría enojarse por haber hecho Historia en los libros de texto y haberse convertido en materia didáctica. (¿Qué saben ellos de mí? ¿De mis inquietudes? Siempre he buscado objetivos situados más allá del horizonte. Quise llegar a Dios por el camino de la náutica. Y mi miedo, durante toda mi vida, del veneno de los dominicos. Todo acabó. Sólo interiormente quedé rico en figuras &) Como lo esperan de él, Vasco hace preguntas. El maestro se queja de los que llegan para enseñar la planificación familiar oficial con cuadros sin letreros, como si estuvieran destinados a imbéciles. Y, sin embargo, el 45 % de los niños acuden una temporada a la escuela. Para demostrarlo, los niños de la aldea leen en voz alta en el librito donde Vasco se ha convertido en material didáctico. En el templo baila la diosa, esta vez en su amable aspecto de Durga, en el nicho de la izquierda. En el de la derecha, un dios-mono. Las cornejas ruidosas, las risas de los niños. Le traducen a Vasco las quejas de los campesinos por el precio del trigo, repentinamente duplicado. La mayoría lo ha vendido demasiado barato. Una tercera parte de los campesinos no tienen tierras. Muchos se marchan a la ciudad. Un campesino rico alquila su tractor. Por miedo a ser raptadas, como era habitual en la época de los mogoles, las mujeres se cubren el rostro cuando Vasco pasa. En medio del polvo, un viejo que masca betel le regala una zanahoria. Al día siguiente, Vasco tiene diarrea y ha de tomar Mexaformo extrafuerte: tres tabletas diarias. Eso ayuda más tarde. Pero todavía caga líquido y de color rubio mostaza. La sopa hace burbujas. Vasco busca lombrices y se siente decepcionado por no tener, como el poeta Opitz a quien arrebató la peste, cagaleras negras. Eso ocurrió cuando el mundo era un valle de lágrimas. La cocinera de Opitz se llamaba Agnes. En su libro, Vasco le atribuye sentimientos que ella servía al poeta como régimen. La peste, se decía, fue traída de la India por mar. Cuando inspecciona en Sikri los restos de su época mogol y visita también su tumba, anuda como otros turistas (previo pago de una rupia), en la filigrana calada de la capilla funeraria, un cordoncito de algodón para pedir un deseo. Pero no sabe qué desear: ¡Dios santo! Esta loca alegría de vivir. Esta magnificencia magnífica. ¡Tu error de planificación, oh Dios! ¿Por qué me has guiado hasta aquí? (Fue un piloto árabe, que conocía la ruta y los monzones. Ahmed ibn Majid tenía la costumbre de cantar en verso sus propias proezas náuticas.) En el aeropuerto, a Vasco le cuelgan del cuello una guirnalda de flores. Por todas partes banderas (no en su honor). En Calcuta se celebra el campeonato mundial de ping-pong, como acontecimiento político. La Federación Internacional de Tenis de Mesa ha excluido a Israel y a Sudáfrica y, en cambio, los palestinos han sido autorizados a venir a jugar al ping-pong. Sólo Holanda ha protestado. Como a los participantes brasileños les faltan algunas vacunas, se les ha sometido a cuarentena. El moderno estadio de tenis de mesa se ha construido en cuatro meses. El ayuntamiento de la ciudad de Calcuta, con sus tres mil barrios miserables, que aquí se llaman bustees, está orgulloso de su hazaña. A causa del campeonato mundial de tenis de mesa, todos los hoteles están llenos. Por eso a Vasco lo alojan en la suite para huéspedes del antiguo palacio del virrey, en el que, desde la independencia de la India, reside el gobernador del Gobierno central. En el dormitorio de Vasco, con un techo de siete metros de altura, la cama se encuentra en el centro, bajo un mosquitero. Dos ventiladores de tres palas dan aire. Sobre el escritorio, dos tinterillos del tiempo de la reina Victoria: Vasco toma notas sobre la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke. Su intercambio epistolar con el conde Rumford. Los dos querían, mediante cocinas gigantes, combatir el hambre en todo el mundo: ella, con su sopa de patata al estilo de la Prusia oriental; él, con la sopa de beneficencia de Rumford. Vasco escribe: pero los cachubos no querían acostumbrarse a la patata; lo mismo que a los bengalíes, comedores de arroz, la sémola de trigo, aunque se mueran de hambre, les resulta repugnante. Por eso, durante mucho tiempo, los cachubos siguieron comiendo un mijo demasiado escaso, hasta que finalmente se hincharon de patatas con piel. El palacio del gobernador se llama Raj Bhavan. Por todas partes, discretos criados de túnicas rojas raídas, bajo blancos turbantes, que juntan las manos para saludar a Vasco. Los soldados de los corredores saludan militarmente. El cocinero lleva treinta y seis años en la casa. Cocinaba para los británicos y sus invitados. Durante la comida, cuatro criados se ocupan de Vasco. El viejo cocinero pone a la mesa lo que él llama cocina europea. Con el desayuno (ham and eggs), le traen a Vasco el periódico con los últimos resultados del tenis de mesa. Por medio de su ayudante, el gobernador solicita el honor de comer con Vasco. Vasco teme la comida con el gobernador. (¡No y mil veces no! ¿Qué diablos pinto yo aquí?) Quiere irse a casa con su Ilsebill. Pero Calcuta, esa ciudad que se desmorona, costrosa, pululante, que se alimenta de su propia mierda, ha elegido la alegría. Quiere que su miseria y por todas partes puede fotografiarse la miseria  sea aterradoramente hermosa: las ruinas cubiertas de anuncios, el pavimento agrietado, perlas de sudor que forman la cifra de nueve millones. De las estaciones de ferrocarril brotan hombres que, como Vasco todavía ayer, tienen diarrea a diario: larvas de camisa blanca en un montón de mierda salpicado de victorianismo, que continuamente inventa arabescos. Por todas partes, escupitajos de rojo jugo de betel. Cruzar y recruzar a pie el puente sobre el Hooghly. A la izquierda venden cachivaches: zapatos viejos, fibra de coco, pizarras, camisas descoloridas, herramientas primitivas, cursilerías de Hong Kong, cursilerías locales. La acera de la derecha está ribeteada de campesinos de las aldeas que rodean Calcuta. Ofrecen en montoncitos: cebollas violetas, lentejas amarillas, grisáceas, color cinabrio, raíz de jengibre, caña de azúcar, melaza prensada en tortas, arroz con cáscara, grano bastamente triturado, tortas de pan. El puente, sin pilar central, vibra bajo los pies desnudos, camiones, rickshaws y carros de bueyes que pasan en ambos sentidos. De pronto, Vasco se siente acometido por un sentimiento de alegría en medio de la multitud. También él quiere mascar betel. Solo bajo las cabezas del puente, donde no hay más que miseria, se estremece al ver mujeres consumidas y ancianos de cabeza reducida a los que la muerte ha marcado ya. En Calcuta no hay barrios miserables o bustees aislados. Toda la ciudad es un bustee y un barrio miserable. Ni la clase media ni la capa superior pueden sustraerse a ellos. Las calles muestran niñas bien con libros de texto, que, delante y detrás de montones de andrajos de su misma edad, se abren paso en la corriente de la calle, forman islas en el tráfico, son una unidad con el todo. Donde el tráfico deja espacios libres, el pavimento tiene también sus habitantes. Junto a los parques y entre casas señoriales podridas, se agrupan chozas parecidas a poblados, de lata y de cartón. El que fue arrastrado a la ciudad por la última hambre (hace escasamente un año), el que es expulsado por los bustees o no es acogido por ellos, ése se queda. Vienen de Bihar, son forasteros entre los bengalíes. Por la noche se acurrucan en torno a hogueras, delante de sus chabolas de cartón, y cocinan lo que han encontrado en la basura. Al final sólo queda el instinto gregario. Polvo de carbón mezclado con paja para formar bolitas o boñigas de vaca secas alimentan los fuegos. La edad de piedra tiene un porvenir. Ya empieza a apoderarse de la ciudad. Ya parecen los autobuses descubrimientos arqueológicos. Vasco huye al palacio del gobernador. La guardia del palacio lo conoce ya. En el programa dice: té con un productor de cine que mañana vuela a Chicago para mostrar a los estudiantes americanos su película sobre Calcuta. Hablamos sonrientes: dos fríos productores. Vasco quiere saber si sería imaginable otra película, en la que Vasco de Gama, resucitado, viajase a la India de hoy, tuviese miedo de la diosa Kali, visitase Calcuta, padeciese diarrea y viviese en el palacio del gobernador. Luego habla de sus tempotransitorias cocineras: de la Aya neolítica, de la goticoflamígera Dorotea, de la revolucionaria Sophie y de la abadesa cocinera Margareta Rusch, para cuya cocina era importante la disminución del precio de la pimienta. Menciona al rodaballo y sus actividades desde el neolítico. Y el productor de cine asiente: en la India se conoce un pez semejante, en función análoga, desde la época dravídica: por principio lucha contra Kali, pero también inútilmente. Luego el productor habla del próximo festival de cine y se refiere de pasada a los muertos de las calles de Calcuta, que se recogen hacia la madrugada. Siempre los ha habido. Ya en 1943, cuando él era niño, murieron de hambre dos millones de bengalíes, porque el ejército británico utilizó todas las reservas de arroz en la guerra contra los japoneses. ¿Que si hay una película sobre eso? No, por desgracia no. El hambre no puede filmarse. Por todas partes en Calcuta, en casa del productor de cine, con las monjas de la madre Teresa o en la comida que el gobernador da en su honor, todos quieren saber de Vasco como si eso afectase a la India  de qué trata su próximo libro. Incluso durante la visita a un bustee el planificador del Ministerio de Planificación que lo acompaña le pregunta detalles literarios. Y Vasco se explica detalladamente. Se trata de la historia de la alimentación. Todo se desarrolla en la zona de la desembocadura del Vístula. Pero, en realidad, podría pasar también en la desembocadura del Ganges, por ejemplo aquí, en el río Hooghly. La diosa de su libro se llama Aya. Desgraciadamente, él sabe demasiado poco de la Kali dravídica. Luego Vasco se refugia en preguntas estadísticas y recibe respuestas que podría leer en los documentos oficiales. En Calcuta hay tres mil bustees. Se evita llamarlos barrios miserables. En cada bustee viven entre quinientas y setenta y cinco mil personas. Eso hace tres millones de habitantes de bustees. Por término medio, en cada habitación viven de ocho a diez personas. De diez a doce chozas forman, en torno a un patio, un cuadrado abierto. Los excrementos y los desechos de cocina corren por canales descubiertos, en el centro de la calle principal. La escuela, para unos cuarenta y cinco niños, está atendida en este bustee por un asistente social: otra vez esa alegría, el orgullo de tener una escuela. Vasco trata de tomar nota del mal olor. Signos de miseria y la injusticia habitual. Hay que pagar alquileres usurarios a los propietarios de las chozas, que viven también en los bustees. Cada uno caga donde puede o lo dejan. Síseñor, sí, escribe Vasco: sin embargo, a diferencia de Fráncfort, aquí se vive. Más tarde quiere tachar esa frase. Los habitantes de los bustees vienen del campo. Habría que sanear primero las aldeas, dice el planificador, para poder sanear Calcuta. Por eso Vasco va a las aldeas: chozas de barro bajo cocoteros. Ve los silos redondos, levantados sobre pilares contra las ratas, pero vacíos. Vasco es tratado como visitante. Una campesina sonriente, de la que cuelgan siete niños, hace subir a su hijo mayor a un cocotero. Vasco bebe leche de coco y se acuerda. El arroz nuevo de los campos no tiene suficiente agua. El canal de la calle se ha secado: hay que dragarlo, pero nadie sabe cuándo. Los campesinos están entrampados, en su mayoría por las bodas de sus hijas. En los préstamos pagan un cuarenta por ciento de interés. Los intocables no pueden ayudar en la cosecha. Las mujeres y los hombres se bañan en charcas distintas, en las que se ha acumulado y evaporado el agua de lluvia del último monzón. Todos se bañan vestidos. (Después del puritanismo musulmán vino el victoriano.) Todos los niños tienen lombrices. Vasco se confirma en su idea: una bonita aldea. Le gustan los cocoteros, plataneras, chozas de barro, niños con lombrices y mujeres sonrientes. Pero la aldea está enferma y en ruta ya hacia Calcuta. En el campeonato mundial de tenis de mesa, China y Checoslovaquia se clasifican para las finales. Las entradas son demasiado caras hasta para la clase media. Por eso, el estadio de tenis de mesa recién construido está casi vacío. Después de que sus cuatro servidores le han traído el periódico de la mañana y le han servido el desayuno (poached eggs), Vasco visita al ex primer ministro del Gobierno del Frente Popular de la Bengala occidental. Un anciano señor se sienta erguido ante él, vestido de algodón blanco que la corriente de aire agita. No, pertenece al partido comunista marxista y no a los seguidores de Moscú. Sin amargura habla de derrotas. Vasco se entera de cómo se escindieron los naxalitas, constituyéndose en movimiento revolucionario. Muchos muchachos inteligentes, dice el marxista con tristeza, y añade irónicamente: de buenas familias. Al no tener éxito porque todas las noticias sobre «territorios liberados» eran propaganda china  los naxalitas comenzaron a liquidar a sus antiguos camaradas, unos cuatrocientos marxistas. No, dice, el maoísmo no puede trasplantarse a la India. En el fondo, el radicalismo naxalita fue sólo uno de esos gestos burgueses de impotencia. Yo también sería aquí radical, se oye Vasco decir a sí mismo. Decide (interiormente rico en figuras) inventar en su libro una conversación en la que Lena Stubbe, cocinera de la cocina popular de Danzig-Ohra, discuta con el camarada Augusto Bebel, que se encuentra de paso (hacia 1895), sobre si las mujeres de los trabajadores deben dejarse guiar por la cocina burguesa o hace falta un libro de cocina proletaria. El melancólico marxista (brahmán) se sienta en un cuarto desnudo, agitando las rodillas. De vez en cuando, conversaciones telefónicas breves. Junto a tres patos salvajes de madera que sirven de adorno mural, un pequeño retrato de Lenin. Sólo en la última semana se han producido dos atentados contra camaradas. Ante la casa, en torno al auto negro, están sus guardaespaldas. Luego Vasco visita a unos poetas. Ellos se leen en inglés mutuamente poemas sobre flores, las nubes del monzón y el dios Ganesh, de cabeza de elefante. Una lady inglesa (en sari) musita impresiones de sus viajes por la India. Unas cuarenta personas, sumamente espirituales, se acuclillan envueltas en hermosas y amplias telas, sobre alfombras de esparto y bajo la hélice del ventilador: los bustees comienzan debajo mismo de las ventanas. Vasco admira las cuidadas ediciones, la charla literaria de la fiesta, los carteles pop importados. Como todos, mordisquea piñones y no sabe a cuál de las poetisas le gustaría tirarse si tuviera oportunidad. ¿Por qué no un poema sobre el montón de mierda que Dios abandonó y llamó Calcuta? Sobre cómo hormiguea, apesta, vive y aumenta. Si Dios hubiera cagado un montón de cemento habría salido Fráncfort. El aeropuerto de Calcuta se llama Dum Dum. En él sigue funcionando la antigua fábrica de municiones británica. Hipócritas cristianos aseguraban que las balas dum-dum, con su entalladura en la punta, abrían agujeros tan grandes que evitaban los sufrimientos habituales, por ejemplo, en el caso de heridas en el vientre. En la prisión de Dum Dum se encuentran los naxalitas que quedan. En un poema sobre Calcuta no debería aparecer la esperanza. Escribir con pus. Rascar las costras & Una monja de Wattenscheid, perteneciente a la orden de la madre Teresa, lleva a Vasco a un bustee de leprosos. Allí hay un niño moribundo. Con su mano blanca, la monja espanta las moscas del niño moribundo. Enfrente apesta el matadero, cuyo tejado de tejas está ocupado por buitres. Sólo se puede cruzar, pasar de largo, mirar a otro lado. Vasco no sabe ya dónde está ni dónde estuvo. Ahora en el hogar de niños: el afecto de los de dos años. Ahora en la escuela: donde los escolares, con los ojos cerrados, cantan católicamente. Ahora en la casa cuna: un matrimonio brahmánico sin hijos adopta al recién nacido de una madre intocable. Vasco les desea felicidad. Ahora durante el reparto de leche, junto al ambulatorio: todo es insuficiente. Una monja resuelta pone orden en el tumulto. La hermana Anand explica lo que la madre Teresa dice de todos los problemas de Calcuta: aunque seamos sólo una gota en el océano, sin nosotras el océano no estaría lleno. No mires. Pasa de largo. Tapónate los oídos. Practica la mirada indiferente. Déjate la compasión en la maleta, entre las camisas y los calcetines, o sujeta el billete en tu guía, donde, bajo la K, dice «Kalkutta, véase Calcuta». O mira. Párate. Escucha. Avergüénzate conmovido. Muestra tu lengua roja porque tu compasión es de calderilla y se distribuye rápidamente. Ahora estás en Kalighat, donde los montones de andrajos, que se recogen de noche en las calles, reciben una vez más arroz suficiente en la casa de los muertos de la madre Teresa. Al lado (por fin), el templo de la diosa Kali. Vasco le da cinco rupias al sacerdote que hace de guía. En el altar de los sacrificios, la sangre con moscas recuerda aún las cabras sacrificadas por la mañana. Mujeres jóvenes rascan pequeños amuletos en el barro empapado de sangre. Al lado, un árbol para las madres que quieren hijos, muchos hijos, otro hijo, más hijos, todavía más hijos, hijos todos los años. Las madres cuelgan del árbol piedras con deseos. El árbol está lleno de piedras de deseos que significan hijos, más hijos. Por todas partes, una locura floral y una cursilería hindú de estilo católico. La negra Kali queda oculta por la multitud de fieles. Vasco se mantiene apartado. Quiere saber por qué saca ella esa lengua roja. El sacerdote cuenta que Kali, después de haber matado a todos los demonios (y a otros contrarrevolucionarios) no podía dejar de matar y sólo recuperó el sentido cuando había puesto ya el pie en el pecho de su aspecto masculino derribado, sobre Siva. Entonces Kali se avergonzó y, por vergüenza, sacó la lengua. Desde entonces, el sacar la lengua es en la India un gesto de vergüenza. Vasco no ha visto nunca a un ministro, gobernador, brahmán o poeta bisbiseante sacar una lengua roja. Ha visto lenguas pálidas de las vacas, que pacen apaciblemente en la basura. Ha visto cómo la desnutrición vuelve a los niños rubios. Ha visto a las madres sumergir los chupetes de sus hijos que lloraban en turbia agua de azúcar. Ha visto moscas sobre todo lo existente. Ha visto la vida antes de la muerte. Vasco se refugia en el periódico. Junto a la noticia sobre la huelga de los transportistas de alimentos en la Calcuta septentrional, lee cómo se desarrolla el campeonato mundial de tenis de mesa: los participantes suecos tienen diarrea. Después de dar una vuelta por la ciudad, huyeron espantados al hotel. Ahora quieren marcharse a casa antes del final. Y también Vasco escribe a su Ilsebill, embarazada de tres meses, fragmentos de frases incoherentes en una postal, cuya cara brillante muestra a la diosa Kali: «No se entiende nada. La razón no basta. Los leprosos son peores de lo que me había imaginado. He conocido a una monja que cree firmemente y está siempre alegre. Aquí se suda de lo lindo. Mañana cogeré el avión. Visitaré la costa de Malabar, donde desembarcó Vasco &». Dar desde Calcuta señales de vida en una postal. Ver Calcuta y después seguir viviendo. Encontrar en Calcuta el camino de Damasco. Vivo como Calcuta. Cortarse los cojones en Calcuta (en el templo de Kali, donde se sacrifican cabritos y está el árbol lleno de piedras que piden hijos, siempre más hijos). En Calcuta, amortajado bajo el mosquitero, soñar con Calcuta. Perderse en Calcuta. Escribir en una isla desierta un libro sobre Calcuta. Decir en sociedad que Calcuta es un ejemplo. Imaginarse la zona Fráncfort-Mannheim como si fuera Calcuta. Desear un viaje a Calcuta a los niños malos, a las mujeres que, como Ilsebill, nunca están contentas, y a los hombres que están siempre ocupados. Recomendar a unos recién casados Calcuta para su viaje de bodas. Escribir un poema llamado Calcuta al que las moscas pongan puntos-comas-puntos y comas. Hacer que un compositor ponga música a todas las propuestas hechas para sanear Calcuta y estrenarla en Calcuta como oratorio (cantado por un orfeón). Fabricar una nueva dialéctica con las contradicciones de Calcuta. Trasladar las Naciones Unidas a Calcuta. Cuando Vasco redivivo volvió a Calcuta y apenas podía acordarse de su primer desembarco, quiso planchar la ciudad con diez mil apisonadoras y construirla de nuevo con una computadora. Entonces, la computadora escupió tres mil bustees de dieciséis pisos, un gran barrio miserable, sólo que congelado, mucho más solitario, sin esperanza en el azar y totalmente cerrado sobre sí mismo, después de haberse tragado todo el ruido. Así murió Calcuta, aunque había sido saneada ligeramente por encima del mínimo vital. No faltaban ya muchas cosas, salvo lo más necesario. Seres humanos multiplicándose por necesidad de realizarse. En cualquier caso, se dijo Vasco, ahora mueren menos bebés. O se podría costear un nuevo estudio, vendiendo a peso las viejas estadísticas. No perder más palabras con Calcuta. Borrar Calcuta de todas las guías turísticas. En Calcuta, Vasco engordó dos kilos. Tres preguntas ¿Cómo puedo donde debiera fundirnos en plomo el horror, reír, reír ya durante el desayuno? ¿Cómo podría, donde la basura, sólo la basura crece, hablar de Ilsebill, porque es hermosa y hablar sobre la hermosura? ¿Cómo podré, donde la mano de la foto sigue sin arroz hasta el fin, escribir sobre la cocinera: sobre el modo en que rellenaba gansos cebados? Los hartos hacen huelga de hambre. La hermosa basura. Eso es para morirse de risa es eso. Busco una palabra para vergüenza. Demasiado Entre los días de fiesta, tan pronto como se hace tarde y hay silencio bastante, leo la utopía de Orwell 1984, que en 1949 leí por primera vez con ojos totalmente distintos. Al lado, junto al cascanueces y el paquete de tabaco, hay un libro estadístico, cuyas cifras aumentan-disminuyen hasta el año 2000. La población mundial y cómo se alimentará-no se alimentará. En las pausas, cuando cojo el tabaco o casco una nuez, me acometen dificultades que, en comparación con Big Brother y la carencia mundial de albúmina, son pequeñas pero no dejan de reírse en privado. Ahora leo sobre métodos de interrogatorio en un próximo futuro. Ahora quiero aprenderme las cifras: perfiles actuales de mortalidad infantil en el Asia sudoriental. Ahora empiezo a deshilacharme por los lados, porque la pelea aplazada por las fiestas ha sido guardada en paquetitos: los deseos de Ilsebill & El cenicero está casi lleno de cáscaras. Todo esto es demasiado. Habría que suprimir algo: la India o el colectivismo oligárquico o las Navidades en familia. Esaú dice Indultado a lentejas. Ahogarse en un mar de lentejas. Sobre mi almohada llena de lentejas. Esperanzas del tamaño de una lenteja. Y todos los profetas quieren sólo la multiplicación milagrosa de las lentejas. Y cuando resucitó al tercer día, tenía grandes ganas de comer lentejas. Ya en el desayuno. Espesas, hasta que se pueda clavar la cuchara. Con pescuezo de cordero y mejorana verde. O lentejas memorables: una vez, cuando el rey Batory volvía de la caza a su campamento, la monja Rusch le preparó un faisán (correoso, de un año) con lentejas a la polaca. Me fui con el zurrón lleno y sin miedo. Desde mí la primogenitura está en venta. Compensado, sé ganarme las lentejas. Mi hermanito, en cambio, se atormenta. El último festín La Torre de los Condenados, una construcción comenzada en 1346 y ampliada, a medida que aumentaban las necesidades, con calabozos, cámara de suplicios y servicios administrativos, que fue levantada como bastión ante la Puerta Grande y cuyas mazmorras pasaban por secas, se alzaba, desde su reconstrucción en 1509 en que los arquitectos municipales Hetzel y Enkinger la elevaron dos pisos y le pusieron un sombrerete , vacía e inútil, hasta que el rey de Polonia Segismundo, a mediados de abril del 1526, llamado por el burgomaestre Eberhard Ferber, ocupó la ciudad, mandó clavar en las siete iglesias principales estatutos contrarreformistas e hizo comparecer a todos los dirigentes de la rebelión contra el consejo patricio salvo el predicador Hegge, que había huido  ante el tribunal de escabinos, que decidió decapitar a los siete cabecillas, entre ellos el herrero Pedro Rusch, cuya hija, desde hacía poco, era abadesa del convento de Santa Brígida: una mujer de peso, de fama controvertida, que con su cocina conventual halagaba el paladar de todos los partidos, sacaba siempre tajada e, incluso cuando todos perdían (guerras, peste, carestía de vida), salía ganando. Y como la monja Rusch no carecía de influencia, aunque no pudo conseguir el perdón de su padre, sí logró autorización para preparar al condenado su último festín. Ni siquiera las altas personalidades rehusaron su invitación. El burgomaestre Ferber, depuesto por los gremios sublevados, expulsado a su estarosta de Dirschau y repuesto ahora en su cargo, y el abad del convento de Oliva, Jeschke, llegaron a la torre forrados de pieles y en paños de Brabante, para compartir con el herrero Rusch su manjar predilecto. También el verdugo Ladevigo estaba invitado y vino. Ya la noche anterior, la monja cocinera había colocado el puchero lleno en la cocina del verdugo (y desollador), de forma que olía a callos en todos los calabozos de la Torre de los Condenados, ahora totalmente ocupada. ¿Quién come conmigo tripas-callos-mondongos? Tranquilizan, calman la ira de los coléricos, adormecen el miedo a la muerte y recuerdan los callos, tripas y mondongos de otros tiempos, cuando el puchero estaba siempre medio lleno sobre el fogón. Un pedazo de intestino graso y las paredes fláccidas, como de labor de punto, de la panza: cuatro libras por tres marcos cincuenta. Es el asco a las entrañas lo que abarata el corazón de buey y los riñones de cerdo, los bofes de ternera y los tripicallos. Ella se lo tomó con calma. Golpeó y cepilló los colgajos, por dentro y por fuera, como si fueran la ropa sudada de un mozo de cuerda, contra la tabla de lavar. Desde luego, quitó la piel rugosa, pero guardó la grasa que rodeaba el arranque del intestino, porque la grasa de los callos es especial: se disuelve jabonosamente y no forma sebo. Para preparar la última comida de condenado a muerte al herrero Rusch y sus invitados, ella puso sobre el fogón abierto siete litros de agua con comino, clavo, una raíz de jengibre, laurel y granos machacados de pimienta, añadió los flojos pedazos, cortados en tiras de un dedo, hasta que se llenó el puchero y, cuando rompió a hervir, quitó la espuma. Luego la hija dejó cocer tapado, durante cuatro horas, el plato favorito de su padre. Para terminar, añadió una cabeza de ajo, molió nuez moscada y rectificó de pimienta. El tiempo que necesita. Ésas son las mejores horas. Cuando lo duro debe ablandarse, pero no hay que meterle prisas. Cuántas veces la monja Rusch y yo, mientras los tripicallos borboteantes daban a la cocina un calor de establo, nos hemos sentado a la mesa, hemos jugado a las damas, descubierto la ruta de las Indias, cazado moscas sobre la tabla pulida y nos hemos hablado de otros tripicallos anteriores: de cuando éramos pomorscos y todavía paganos. Y de antes aún, cuando sólo había antas. Más adelante, después de haber cocinado la hija para su padre las últimas tripas, cocinó para ricos toneleros en las comilonas gremiales, para comerciantes hanseáticos a los que sólo importaban los derechos de paso por el Sund, para rollizos abades y para el rey Batory, a quien le gustaba el mondongo agrio y a la polaca. Y más adelante aún, Amanda Woyke, en su cocina de la servidumbre, preparaba sopa de callos con rutabaga y patatas, sazonada con levística. Y todavía más adelante Lena Stubbe popularizó, en la cocina popular de Danzig-Ohra, la proletaria sopa de berza con tripicallos (desechos de casquería) Y aún hoy María Kuczorra, cocinera de la cantina de los astilleros Lenin de Gdansk, prepara una vez por semana kaldauny (espesados con harina), de primer plato. Cuando tienes frío interiormente: callos del cuarto estómago de la vaca. Cuando estás triste, infinitamente apartado del mundo, mortalmente triste: tripicallos que nos alegran y dan sentido a la vida. O con amigos de buen humor y suficientemente descreídos para sentarse en el banco de los despropósitos y comer a cucharadas, en platos hondos, callos sazonados con comino. O también cocidos con tomate, a la andaluza con garbanzos, a la lusitana con judías pintas y tocino. O estofar mondongo precocido en vino blanco, con apio cortado en taquitos, cuando el amor exige un aperitivo. Cuando hace frío seco y viento del Este, que azota los cristales y empuja a tu Ilsebill al pozo de las lamentaciones, callos ligados con nata agria y patatas con piel; eso ayuda. O cuando tenemos que separarnos, por un rato o para siempre, como entonces, cuando yo estaba en la Torre de los Condenados y mi hija me sirvió, por última vez, tripicallos con pimienta. Como a la mañana siguiente debía celebrarse la ejecución en el Mercado Largo, en presencia del rey de Polonia, del consejo cerrado y abierto, de los escabinos y de algunos prelados y abades, la abadesa de Santa Brígida había invitado a los huéspedes a una cena temprana en la celda de su padre. Antorchas en las paredes iluminaban el edificio. Un hornillo con brasas bajo el enrejado tragaluz mantenía caliente el caldero de los callos. Después de sazonarlos, Margareta Rusch no probó ya bocado. Recitó la bendición, incluyó una plegaria por el condenado herrero y sirvió luego a su padre y los huéspedes. Sin embargo, mientras los hombres metían sus cucharas en las escudillas de barro y ella les llenaba los jarros de cerveza negra, habló por encima de la testa autoritaria del patricio, del cráneo esférico ya entonces regordete del abad, de la calva del verdugo y de la cabeza de su propio padre, inclinada sobre la escudilla: sin puntos y aparte ni puntos suspensivos mentales. Margareta Rusch era conocida por ello. Cuando la sopa estaba demasiado caliente, mientras los señores roían una pata de ganso, antes de poner a la mesa el pescado caballas con puerros, porque era viernes  y también ante los platos ya vacíos, la abadesa hablaba a todos aquellos para los que había cocinado, con su ancho acento que planchaba cualquier réplica. Podía desarrollar simultáneamente varias historias (y también instructivas disquisiciones), sin perder jamás el hilo. De la cría de ovejas en la Isla a las hijas del consejero Angermünde, pasando por el Motlava, cenagoso por las aguas residuales, sin olvidar dar un repaso a la subida de precios danesa del arenque de Escania, contar el último chiste sobre el predicador Hegge y mencionar el persistente interés de las monjas de Santa Brígida por unos terrenos del Barrio Viejo, teniendo aliento todavía para entretejido con piadosas invocaciones a todos los santos arcángeles, desde Ariel a Zedequiel  devanar su tema favorito la fundación de un centro de venta de pimienta en Lisboa (con una factoría en la costa india de Malabar)  hasta en sus últimos detalles juridicomercantiles. Cocinase para quien cocinase, su conversación iba incluida: un murmullo subliminal, con derivaciones tan intrincadas como la política de su tiempo. Hablaba como para sí misma, pero suficientemente alto para que el obispo de Leslau, que mojaba su pan ácimo en la liebre a la pimienta de Margareta, o los consejeros Angermünde y Feldstedt, para los que había cocinado corvejón de vaca con mijo, pudieran discernir el sentido de su parloteo, aunque nunca se sabía muy bien si la monja Rusch era partidaria del consejo patricio o de los oficios bajos, si era una agitadora contra la Corona polaca o a favor de la Liga Hanseática, si era católica por fuera y estaba, por dentro, totalmente aluterada. Y, sin embargo, el doble sentido de su cháchara llegaba a todos los oídos. Daba la razón al uno, inoculaba en el otro la duda, ofrecía en cualquier caso consejos tácticos y, a la larga, servía sólo al convento de Santa Brígida: a éste se le concedían lucrativos derechos de pesca (lago de Ottomin), se le otorgaban derechos censuales (el Scharpau, las dehesas de Schidlitz y Praust), se le traspasaban terrenos en el Barrio Viejo (junto al Rähm, en el Barrio del Pebre), o se le garantizaba protección (mediante un salvoconducto episcopal) contra las acechanzas de los dominicos. Y así, mientras la abadesa Margareta Rusch ponía a la mesa de su padre y los invitados los últimos tripicallos, su conversación fluía como siempre. No podía evitarlo. Siempre repartía también, con el cucharón, sus propios intereses bien aderezados. Los hombres sentados a la mesa comieron al principio en silencio. Sólo se oía el entrechocar de los hierros de Pedro Rusch, porque el herrero comía encadenado. Y ante el tragaluz enrejado se agitaban ruidosamente las palomas de la torre. Tragos y degluciones. La nuez del verdugo subía y bajaba. Con todo, no era seguro que una sentencia tan dura hubiera sido la intención del rey de Polonia. Jeschke y Ferber habían facilitado la tarea al verdugo y habían puesto la espada en los labios de los escabinos cuando dieron su veredicto. Ferber, que fue el primero en hablar, así lo reconoció: había que dejar bien sentado el orden. De todas formas concedió el abad del convento  se hubiera podido salvar al herrero (cegarlo sólo) si Hegge, ese secuaz de Lutero, no hubiese huido. Podía imaginarse, dijo hablando por encima de los callos el rico Ferber, sentado y envuelto en paños ribeteados de pieles, quién había ayudado a Hegge a huir de la ciudad sitiada. Eso lo sabía todo el mundo aunque no hubiera pruebas, dijo el abad Jeschke sin dejar de manejar la cuchara. El verdugo Ladevigo aseguró que, al día siguiente, le hubiera gustado más el descarnado cuello del dominico huido que el pescuezo del herrero. Cuando Pedro Rusch levantó la cabeza de su escudilla y, más aquiescente que afligido, dijo: tampoco él ignoraba quién había ayudado al padre espiritual de la sublevación burguesa, a Hegge, el hombre de Dios, a huir de los esbirros del orden patrio, Ferber dijo con rudeza, mientras alargaba su escudilla a la monja Rusch para que volviera a llenársela: entonces el herrero sabía también, sin duda, a quién tenía que agradecer su condena a muerte. Sisí, dijo Jeschke, ni siquiera la propia hija quería salvar a su padre. Eso era lo que pasaba cuando se permitía que desde el púlpito se vertieran palabras pecadoras. Por cierto, dijo, Hegge había escapado a Greifswald y seguía predicando allí tan tranquilo. Entonces, bajo la bóveda de la celda, la monja Rusch se rió tan estrepitosamente, con todas sus carnes, que ensanchó los muros, y luego dijo despreocupadmente, mientras servía cerveza negra: con tantas indirectas debían de referirse a ella. Quizá había algo de cierto, dijo. Porque en abril, cuando Su Majestad polaca tuvo a bien ocupar la ciudad, ella había visto de noche, cerca de la puerta de Santiago, donde la muralla era baja, a un hombre vestido de mujer colgado del muro. Quería saltar al otro lado. Sin embargo, le faltaban las fuerzas. Su indefensión pedía una ayuda. Y la ayuda le había llegado. Ella le había metido la mano bajo las sayas y, como ni los empujones ni los resoplidos servían de nada, le había mordido el huevo izquierdo o el derecho. Él, entonces había ascendido por el muro como por ensalmo. Era posible que fuera Jacobo Hegge. Sin embargo, nadie podía asegurarlo. Porque ella, la monja Rusch, se había tragado del susto el cojón izquierdo o derecho. Y por ello, desde entonces ahora ya en el tercer mes  venía sintiéndose como embarazada. ¿De quién podía ser, de quién? Ferber, si quería, podía trasladar su augusta persona a Greifswald, en compañía del abad Jeschke, y meterle la mano entre las piernas a Hegge, que allí seguía pontificando. Entonces sabrían más. El herrero Rusch y el calvo Ladevigo se rieron. Luego sólo se oyó, aparte de las cadenas, las cucharas contra las escudillas, el tragar y el masticar, y las palomas en el tragaluz. Y cuando la monja Rusch vio a aquellos hombres tan entregados a los tripicallos, comenzó otra vez su parloteo con segundas; porque abierta y libremente sólo hablaba la abadesa en el refectorio del convento de la Orden de Santa Brígida donde, para las vísperas y por la noche, monjas y novicias se congregaban en torno a una larga mesa de roble. En tiempos revueltos por todas partes había frailucos y monjitas que se largaban del convento para curtirse en la vida secular  era difícil a veces lograr que las jóvenes piadosas observasen sus votos. Se agitaban, querían marcharse, buscarse un hombre con un par de calzones, matrimoniarse, parir hijos por docenas y, envueltas en sedas y terciopelos, esforzarse por seguir las modas burguesas. Por ello, mientras las dulces gachas de mijo iban disminuyendo en la larga mesa, la abadesa les contaba a sus monjitas de culo inquieto lo que es la vida y lo rápidamente que se desmigaja entre los dedos. Enumeraba todas las libertades del claustro, contraponiéndolas a los penosos deberes conyugales. Mientras ambos lados de la mesa gustaban ya las empanadillas (de harina de alforfón) rellenas de tocino y espinacas, la abadesa explicaba a sus ninfómanas mujeres la constitución masculina, con ayuda de zanahorias cocidas que, con mantequilla y perejil, había como guarnición. Las zanahorias servían para demostrar, de múltiples formas, todo lo que un hombre es capaz de hacer. Lo penetrantemente profundo que puede ser y lo abultado. Lo pronto que se ablanda y patéticamente decae. Lo grosero que es cuando no logra entusiasmarse. Lo poco que aprovecha a la mujer un rápido revolcón. Que el hombre sólo quiere hijos, sobre todo varones. Que muy pronto busca la variedad en otros lechos. Cómo, sin embargo, su esposa nunca debe desmandarse ni encapricharse de otras zanahorias. Qué dura es la mano del hombre cuando golpea. Qué bruscamente retira el hombre sus favores y pone a remojar su zanahoria fuera del hogar. Sin embargo, como las monjas, especialmente las novicias, seguían retorciéndose en los taburetes e imaginando en las zanahorias con mantequilla otras promesas más firmes y duraderas, la abadesa les dio permiso para que, en lo sucesivo, recibieran visitas por la puerta trasera del convento y pudieran corretear libremente extramuros, a fin de que conocieran los placeres de la carne y, de esa forma, supieran resistir mejor las seducciones burguesas. Antes de levantar la mesa y decir la acción de gracias, la abadesa les daba otros consejos: que nunca turbasen la paz del convento las disputas por una bragueta. Debían ser siempre buenas hermanas. Su papel no era estarse quietas, sino acompañar el galope y cabalgar también ellas. El agradecimiento del hombre debía tener un reflejo metálico. Y nunca, nunca, debían sucumbir al amor, ese sentimiento lastimero. En aquella época, la monja Rusch, aunque no había cumplido los treinta, llevaba ya un año largo al frente del convento por sus muchos méritos como hermana cocinera. Y la influyente abadesa consiguió mantener unidas a sus monjas, mientras que a los dominicos y las beguinas, los franciscanos y las benedictinas, los monjes y monjas se les escapaban saltando tras Lutero. Eso trajo revueltas, sublevaciones de los gremios, furias iconoclastas y gritos de guerra, a los que siguieron escasos cambios y, en el mejor de los casos, expediciones de castigo del rey de Polonia. El predicador Hegge consiguió huir de la ciudad, pero sobre el herrero Rusch y otros cinco artesanos, todos pobres diablos de los oficios bajos, se cernió la espada. Por eso la hija puso a la mesa de su padre, por última vez, tripicallos que, desde que se sentía embarazada debía de haber sido Hegge, poco antes de su huida , pimentaba excesivamente. Y también se habló varias veces de la pimienta, de modo incidental, mientras ella llenaba por tercera vez las escudillas del herrero y sus huéspedes. Ésa era su manía. Greta la Gorda estaba obsesionada por la pimienta. La pimienta aguzaba su ingenio y ella cantaba sus excelencias. Le molestaba que, además de la costosa pimienta terrestre, que desde siempre venía por Venecia, sólo pudiera conseguirse la nueva y barata pimienta marítima a través de Lisboa. Verdad era que los de Augsburgo mantenían allí un establecimiento, para acumular existencias y conservar altos los precios, pero las ciudades hanseáticas no hacían negocio. Por ello, desde hacía muchos años, la monja Rusch se sentía empujada a la política mundial, no sólo por un interés culinario corriente, sino también por ambición política. Por mucho que odiase al patricio Ferber, quería utilizar para sus planes a aquel experimentado comerciante y almirante, todavía capaz de navegar. Cuando hubo repostado por tercera vez tripicallos a su padre y sus invitados, dejó que la charla de sobremesa derivara hacia ultramar. No se podía consentir que se abandonase el Nuevo Mundo a hispanos y lusitanos. Holanda e Inglaterra se habían decidido ya a participar activamente. Sólo los Fúcar se dedicaban, además de a las finanzas, al negocio del pebre. Sin embargo, las ciudades de la Liga Hanseática, con estrechez de miras, se limitaban a los pequeños mares, se peleaban sin éxito con los daneses, como el año anterior, por los derechos de paso por el Sund y las gabelas del arenque, se insultaban entre sí, como Lübeck y Danzig, se interesaban únicamente por la madera, los paños, el cereal, el pescado salado y la sal, no querían acaparar el comercio de la pimienta, no armaban navíos para esa ruta más larga, no se atrevían, como los portugueses en Goa y Cochin, a establecer una factoría hanseática en la costa india de la pimienta, se divertían mucho más, con manía escisoria, en disputas religiosas y cortaban la cabeza a sus mejores hombres, como su padre. Después pasó a hablar, con conocimiento de causa, de las distintas clases de pimienta, su peso a la recolección y en seco, su almacenamiento y comercialización, se ofreció a atraer pilotos árabes de las carabelas portuguesas para la expedición a ultramar, predijo una guerra de las especias entre el Imperio español y el inglés, e incluso se ofreció a tomar el rumbo de la India con toda su amplia personalidad juntamente con el abad Jeschke  para propagar allí la fe católica, si Ferber estaba dispuesto a abandonar su apatía y a la camarilla de la Corte polaca, y a encargar de una vez cartas de navegación. Sin embargo, Ferber permaneció imperturbable ante sus callos. Jeschke sólo suspiró: temía el clima de aquellos países, por muy agradable a los ojos de Dios que pudiera ser tal misión. El herrero Rusch callaba. El verdugo Ladevigo soñaba en otras cosas. Y cuando el patricio, después de haber vaciado también su tercera escudilla de tripicallos, se echó hacia atrás, su respuesta fue abrupta. Dijo que conocía el mundo. Era un humanista y hablaba cinco idiomas. Las cosas eran lo mismo en el Báltico que en todas partes. Las factorías y centros comerciales muy lejanos sólo podían mantenerse corto tiempo y con grandes pérdidas. Novgorod les daba ya bastantes quebraderos de cabeza. Falsterbo costaba más de lo que producía. ¡Goa! Cualquier día les costaría cara a los portugueses. Y los ingleses no sospechaban en qué carga podía convertirse aquello. Factorías en la India. Sencillamente ridículo. Para que los daneses, después de la inútil guerra del pasado año, pretendieran percibir, además de las gabelas del arenque, tasas sobre la pimienta. En el mejor de los casos, esos negocios sólo podían hacerse teniendo la situación de Hamburgo. Quien quisiera tener colonias debía tener costas abiertas. La divisa de la ciudad de Danzig seguía siendo: «Ni temeraria ni temerosa». Él era enemigo de aventuras. Y en lo que se refería a su apatía: se había ganado su reposo, aunque la chusma local se lo agradeciera muy poco. En cuanto acabara la ejecución al día siguiente, dejaría su collar de burgomaestre y pasaría tranquilamente el crepúsculo de su vida en su estarosta. Síseñor. Quería coleccionar pinturas de Amberes. Que le cantasen en italiano con el laúd. Si la abadesa quería, podía ir con él a Dirschau pero ¡ira de Dios!  no a la India. ¿Por qué no podía financiar él, en su propia región, una factoría exterior para las piadosas monjas de Santa Brígida? Allí no les faltaría pimienta en grandes cantidades para su cocina. Entonces la monja Rusch llenó por cuarta vez de callos el cuenco de su padre y, luego, los de los huéspedes. Mientras tanto, maldecía la poltronería masculina. Después calló. Entonces se desahogó el verdugo. Ladevigo se quejó de la ruindad de su oficio. Sólo el desollado de animales le proporcionaba algunos ingresos suplementarios. Ni siquiera podía cobrar por eliminar los innumerables perros. Y, sin embargo, la ciudad estaba inundada de excrementos y orines. Ladevigo, que en sus trabajos en la cámara de suplicios tenía por norma utilizar métodos lentos y no aceptaba confesiones apresuradas, esbozó un sistema sanitario ejemplar para la ciudad amurallada; con todo, sólo le escuchaba el herrero. Una vez más, Ferber no fue suficientemente previsor para confiar al verdugo la limpieza municipal, la captura de perros sin dueño, la lucha contra las epidemias y el vaciado obligatorio, contra remuneración, de todos los cajones de mierda de los vecinos del Motlava (como se hizo letra y ley, sus buenos dos siglos más tarde, en la Ordenanza de Nueva Revisión de 1761). Por muy sensatamente que hablase Ladevigo, preocupado por lograr el favor del patricio Ferber, éste, mientras seguía metiendo su cuchara en el mondongo, estaba ya en su retiro de Dirschau. El abad Jeschke estaba totalmente perdido en sus callos y se imaginaba prebendas en un mundo seráfico, no turbado por ninguna herejía. La monja Rusch, sin embargo, aunque callaba decididamente sobre el tema de la limpieza urbana, no podía dejar el de la pimienta india. Y, como estaba embarazada, le entraron buenas esperanzas. ¡Será una niña! Y fue una niña que se llamó Hedviga y, diecisiete años más tarde, después de haber sido criada por las tías de la gorda Greta en la Empalizada, se casó con el mercader Rodrigues d Evora, de la familia de los Ximenes, comerciantes de especias al por mayor, que había abierto una factoría comercial en Cochin, en la costa india de Malabar. Dos veces al año, por San Juan y San Martín, el yerno enviaba, de acuerdo con las capitulaciones matrimoniales (porque Hedviga era, físicamente, hermosa al estilo báltico) un barril de jengibre, dos balas de canela, una libra marina de azafrán, dos cajas de piel de naranja, un saco de almendras y uno de coco rallado, además de cardamomo, clavo de giroflé, nuez moscada y, en cinco barriles, el peso de la monja Rusch (en el momento de las capitulaciones) en pimienta negra y blanca, y un barril más de pimienta verde húmeda: sus buenos dos quintales de entonces, lo que equivale a un quintal métrico. Cuando el comerciante d Evora y su esposa, así como cuatro de sus hijas, murieron de fiebres en Cochin, la única hija superviviente, que luego casó con el magnate español del mercado de la pimienta, Pedro de Malvenda, siguió enviando especias, al parecer, a la monja Rusch, hasta la muerte de ésta. Isabel de Malvenda vivió en Burgos, y luego en Amberes, desde donde, tras la muerte de su marido, mantuvo correspondencia con el agente para la pimienta de los Fúcar, Martín Enzesperger, e hizo que sus representantes se establecieran hasta en Venecia. En aquella época habían entrado ya en el comercio Londres y Amberes. En Hamburgo que, como todas las ciudades hanseáticas, era hostil a lo extranjero, sólo hubo durante unos años una factoría de especias. Y varias guerras de las especias señalaron fechas, en una de las cuales España perdió su Armada. Y cuando los cuencos estuvieron vacíos por cuarta vez, el herrero y sus invitados no se habían metido todavía suficientes callos con comino y pimienta entre pecho y espalda. Así pues, la monja Rusch sirvió del hondo puchero por quinta vez y rellenó de cerveza negra los jarros. Y también puso de nuevo sobre la mesa su parloteo: insinuaciones sofocadas por cotilleos locales, amenazas mezcladas con su habitual charloteo monjil. Sin embargo, si el patricio Ferber y el abad Jeschke, por atiborrados que estuvieran, hubiesen prestado un oído atento, otro gallo les habría cantado: la monja Rusch hizo saber, hasta en los más mínimos detalles, cómo pensaba cobrarse la factura. Y así sucedió: al rico Eberhard Ferber lo ahogó tres años más tarde en el lecho, con su peso de un quintal; y al abad mitrado Jeschke lo cebó hasta morir cincuenta años más tarde tanto vivió Greta la Gorda para vengarse : Él murió ante un plato de tripicallos. Es posible que el herrero Rusch dedujera de la charla de su hija por dónde iban sus planes y cómo pretendía vengar su muerte, porque el pobre hombre esbozó una amplia mueca sobre la escudilla vacía. Es posible que no fuera sólo el cálido sentimiento de estar lleno por última vez lo que le hiciera feliz. Alabó a su hija y habló luego un poco confusamente. Dijo algo de un pez, que él llamó «roabayo e mar». Elogió a ese rodaballo porque, cuando él tenía aún las guedejas oscuras, le había aconsejado que metiera en el convento a su hija menor, cuya madre había muerto de calenturas, para que se hiciera aguda y ladina, pudiera disponer libremente de su cuerpo de mujer y le calentase la sopita diariamente a su padre en la vejez. Luego calló también él, harto de callos. Sólo de vez en cuando venía, con los eructos, alguna palabra o frase inacabada. Ferber suspiraba por su vida campestre: quería vivir sin querellas en medio de sus obras de arte, instruyéndose con sus libros. El abad Jeschke, después de los callos, sólo podía pensar en los otros tripicallos que, en adelante, pimentados al estilo de la abadesa, quería comerse. Sin embargo, para entonces el mundo entero aunque fuera a la fuerza  debía ser desluterizado. El verdugo Ladevigo, anticipándose a algunos artículos de la Ordenanza de Nueva Revisión, quería encargar a los toneleros toneles del tamaño de los barriles de cerveza, para fines de limpieza municipal. Por vaciar cada tonel sólo cobraría diez groschen. No obstante, el herrero Rusch predijo que el consejo patricio se enfrentaría siempre con disturbios y reivindicaciones rebeldes de los gremios y oficios bajos, lo que, hasta diciembre de 1970, ha resultado cierto en el sentido de Pedro Rusch. Siempre se lucharía contra la arrogancia patricia y la gente se jugaría el cuello por conseguir unos derechos civiles más. Entonces los invitados, hartos, se marcharon. Ferber, sin decir palabra. Jeschke, bendiciendo latinajos. Ladevigo se llevó su plato cinco veces vacío. En el ventanuco, las palomas descansaron. Las antorchas se habían consumido casi en sus soportes. Pedro Rusch, sentado en medio de sus cadenas, lloró un poco recordando su último festín. Su hija, que salía ya, cargada a derecha-izquierda con la olla y el tonel de cerveza vacío, comenzó a parlotear otra vez: «Ora deharáh e sufrí. Ora tirá tó mehó. Ora tendráh tu lugán la samblea el gremio celehtiá. Ora tendráh siempre kayoh suficienteh. Ora no tengah ya mieo. La Greta leh ahuhtará lah kuentah. A ésoh me loh kocino yo». Entonces la monja Rusch exhortó a su padre a que, a la mañana siguiente, mantuviera muy alta en el patíbulo su cabeza de rizos grises, y a que no lanzase maldiciones contra nadie. Debía arrodillarse indómito bajo la espada. Podía confiar en su venganza. Para ella, la venganza tendría un regusto a pimienta india. No olvidaría. No, no olvidaría. Pedro Rusch hizo caso a su hija. Quizá tuviera aún una buena porción de tripas semidigeridas en sus propias tripas cuando, al día siguiente (haciendo el número cuatro entre seis candidatos), en el Mercado Largo, delante del Patio de Arturo donde, en torno a Segismundo, rey de Polonia, los patricios y prelados, de pie, parecían un cuadro, se dejó separar en silencio la cabeza del tronco. No hubo ningún error. Se podía confiar en el verdugo Ladevigo. La abadesa miraba. Un repentino aguacero hizo relucir su rostro. Y, ante el tribunal feminista, el rodaballo dijo: «En suma, señoras. Por muy rigurosamente que persiguiera sus fines Margareta, por imperturbablemente que sacase siempre tajada, por mucho que se demorase su arreglo de cuentas & El 26 de junio de 1526, cuando, con otros sublevados, fue ejecutado el herrero Pedro Rusch, una hija lloró por su padre». Embreado y emplumado Sólo me quería desplumado. Plumas & escribo sobre luchas entre gaviotas y contra el tiempo. O un joven, con su aliento, impulsa el plumón sobre la valla hacia ninguna parte. Plumón es sueño y gansos por kilo y precio. Cada lecho lleva su carga. Mientras ella desplumaba entre sus tontas rodillas y las plumas, como está escrito, volaban, dormitaba entre edredones el poder establecido. Aves, ¿para quién? Pero yo soplaba, mantenía las plumas flotando. Así es la fe, cuando se transmite: dudas embreadas y emplumadas. Recientemente, a la buena de Dios, me he tallado plumas. Primero los monjes, luego los cronistas municipales, hoy los secretarios mantienen la mentira en movimiento. Greta la Gorda tenía un culo como dos granjas colectivas. Y cuando yo, como le gustaba los miércoles, le entraba por detrás, no sin antes, para que se pusiera todo blando y bañado en lágrimas, lamerle ojete y aledaños como una cabra (ávida de sal) lo que resultaba fácil cuando Greta la Gorda ofrecía su doble tesoro a la adoración , vosotros, sociólogos sexuales que contáis las patas de las moscas, y obispos, gordos con la grasa de las frustraciones, hubierais podido presenciar, de haber sido citados como testigos, el arquetipo del amor al prójimo: el fervor por la pareja; sin embargo, mi Ilsebill que a veces, los jueves, se muestra emprendedora  jamás me ha lamido el culo, por muy devotamente que se lo haya pedido de rodillas, y es que teme que, con los últimos restos del pudor, pudiera caérsele la lengua. Ha sido demasiado bien educada. Siempre teme perder la compostura. Hace remilgos para que no se le note lo cachonda que es. Y como, con la boquita fruncida, pronuncia a todas horas la palabra dignidad, padece el estreñimiento crónico de todos los puritanos. No obstante, Ilsebill lee libros de todos los tamaños en los que el vencer las inhibiciones es el primer requisito para una sociedad no represiva. Pero yo le quitaré, desmontándolos, esos mecanismos de rechazo propios del burguesismo tardío «por algún motivo», dice, «no me atrevo, no me atrevo aún»  y lo haré como dicen sus libros de emancipación femenina: mediante juegos de roles conflictivos centrados en la pareja; hasta que uno de estos viernes católicos ¡créeme, Santo Padre!  ella empiece, empiece a darle gusto a la lengua. Porque ese gusto no puede pagarse con dinero. Está al alcance de cualquier fortuna. No está determinado por la clase social. El viejo Marx nada sabía al respecto. Es el gusto anticipado de la belleza. El que todos los perros conocen. Husmearse, lamerse, chuparse, olfatearse. Sin embargo, cuando le digo a mi Ilsebill: «Mañana es sábado. Me daré un buen baño y oleré a lavanda por todas partes», ella dice: «¿Y qué?». Porque hemos perdido la costumbre. Porque sólo leemos de eso. Porque, todo lo más, nos referimos a ello simbólicamente. Porque lo hemos discutido con demasiada frecuencia lo hemos discutido hasta la saciedad. Porque ni sospechamos que constantemente es decir, durante la semana entera  esos ojetes fruncen los labios graciosamente en un beso, llenos de esperanza. Y nuestros terrenos de juego los tuyos, Ilsebill; los míos  están bien medidos: ningún especulador o constructor ebrio de cemento puede parcelar tus solares, ni ningún capitoste rojo expropiarte mi culo (ni a mí el tuyo). Las ideologías no se atreven con él. No pueden clavar en él sus garras. No se presta a metafísicas. Por eso se le calumnia. Autorizado sólo para maricones. Todo lo más, se permite la palmada en el culo. Y, con un gusto pésimo, se utiliza el culo como palabrota. Aunque se habla despectivamente de los lameculos, los especuladores capitalistas y los capitostes rojos se lo lamen mutuamente, pero sin placer porque, oficial u oficiosamente, lo hacen siempre con pantalones: sus culos saben a franela, un cincuenta por ciento de estambre y un cincuenta por ciento de fibra sintética. No, Ilsebill. Tiene que estar desnudo. Mis tierras y mis suelos, tus colinas. Nuestros campos. Pensamiento redondo de Dios, yo te venero. Síseñor, siempre, desde aquel neolítico de nubosidad variable en que los hoyuelos de Aya eran todavía incontables, el cielo estuvo para mí engalanado de culos. Y cuando Margareta Rusch, la monja cocinera, permitió que su sol saliera por primera vez para el fugado fraile franciscano es decir, para mí  pude comprender sin velos el cántico de San Francisco: devoción-júbilo-fervor. No olvidar ningún hoyuelo. Descansar junto a los caminos. Las colinas quieren ser suavemente pastadas. Quedar absorto en el diálogo. La entrada y la salida se saludan. ¿Adónde vas, comida? ¿Quién besa a quién? Una visión más profunda. Pronto te conoceré del todo. Vamos, Ilsebill, ahora que estás embarazada y floreces por todas partes, deberías, deberías & ¡Decídete de una vez, anda! Mañana es domingo y los dos, durante toda esta larga semana, sólo hemos hablado de ello y discutido, con excesiva seriedad, la fase anal de los niños pequeños. Cuando Greta la Gorda se tiraba un pedo porque yo la había lamido demasiado sutilmente, los dos arrostrábamos los vientos adversos. Al fin y al cabo, como acostumbrábamos los miércoles, habíamos comido pochas con nabitos y costillas de cerdo picantes; y quien no puede oler el pedo de su amada no debiera hablar de amor & Ríete un poco. No pongas esa cara. Sé humana. Ten corazón. Los nabitos son divertidos. Déjame hablarte de judías blancas y pedos de monja. De cómo se discutía sobre el orden debido en la comunión: durante todo aquel siglo pendenciero del que Margret Greta la Gorda  se reía saludablemente. Para animar un poco a mi Ilsebill, ahora en su tercer mes de embarazo ella, sin embargo, permaneció muy tiesa y me llamó «grosero»  había cocinado judías blancas espesas con carne de cerdo asada y salsa de pimienta. Además había nabitos de Brandeburgo, todo lo cual figuraba en el menú que la monja Margareta Rusch sirvió para el almuerzo, así de pimentado, en la primavera de 1569, al abad Jeschke, al castellano de Danzig Juan Kostka y al obispo de Leslau Estanislao Karnkowski, en el monasterio de Oliva. Los tres dignatarios se habían reunido para tratar de introducir algunas trampas en un puñado de decretos contrarreformadores. Porque los Statuta Karnkowiana, sin duda, eran utilizados por Segismundo Augusto, rey de Polonia, como instrumento de Contrarreforma, pero su verdadero sentido era limitar el poder económico de la ciudad de Danzig y, al mismo tiempo, incitar a los gremios, políticamente carentes de derechos, contra el consejo de los patricios. Y como esa idea, metida en siniestras disposiciones contra la herejía, no había brotado de las cabezas de Jeschke, Kostka y Karnkowski, sino en la de la monja cocinera Margret, le conté a mi Ilsebill la historia de la Margareta Rusch: porque quiero librarme por fin de Greta la Gorda, que sigue en mí acuclillada. En el año 1498 de la Encarnación del Señor, cuando el almirante portugués Vasco de Gama, gracias al conocimiento del viento y las corrientes de un piloto árabe, avistó por fin tierra, atracó en Calicut, abriendo de esa forma la ruta marítima hacia la India con todas sus consecuencias hasta hoy intrincadas, en el asentamiento pomorsco de la Empalizada, perteneciente al Barrio Viejo de Danzig, le nació al herrero Pedro Rusch de su mujer Cristina, que murió de sobreparto, una hija, Margareta, precisamente el día de San Martín: por eso, a Greta la Gorda, más adelante, manadas de gansos se le enfriaban entre los dedos desplumadores. Desde los doce años, la niña Margret estuvo en la cocina de las monjas de Santa Brígida, en el Barrio Viejo, pelando nabos, desescamando carpas, descascarillando grano o cortando mondongo en tiras de un dedo de largo: el rodaballo había aconsejado al herrero Rusch (o a mí en mi tempotránsito) que metiera en el convento a aquella niña superflua inmediatamente después de su nacimiento; por esta razón, ante el tribunal feminista, al arrogante pez plano se le hicieron preguntas que en otro lugar responderá. En cualquier caso, Margareta era novicia a los dieciséis años e hizo sus votos perpetuos el año en que el monje Lutero clavó sus tesis con pesado martillo. Como monja, pronto al frente de la cocina del convento, Margret (tempranamente llamada Greta la Gorda) cocinaba también para fuera, siempre que los ramificados asuntos de las monjas de Santa Brígida requerían su diplomacia culinaria. Cuando el predicador Hegge, en la Hagelsberg, predicaba luteranamente, ella preparaba al pie del cerro, para la población congregada, callos y sopa de pescado contrarreformistas. Y cuando yo, el prófugo franciscano, fui su pinche de cocina y, según su humor, su compañero de cama, dirigimos la cocina del burgomaestre Eberhard Ferber, odiado por los gremios, en su casa patricia de la Calle Larga, en sus tierras feudales de la Isla o allí donde se refugiaba, en su estarosta de Dirschau; porque Ferber tenía que huir con frecuencia de la ciudad: así de mal les caía aquel hombre amargado a los toneleros, pañeros, carniceros y hombres de mar. Precisamente cuando en Cochin, en el sur de la India, el virrey Vasco de Gama murió de viruelas negras, fiebre amarilla o ponzoña dominicana, Ferber fue destituido como burgomaestre. Los partidarios de Hegge, cada vez más numerosos, guiados por el herrero Rusch, se habían rebelado y tomaron el gobierno de la ciudad, aunque por poco tiempo. Porque al año siguiente el rey Segismundo de Polonia se presentó con ocho mil hombres ante la ciudad y la ocupó sin lucha. Se fijaron los Statuta Sigismundi. Ferber volvió al poder. Se inició un proceso criminal. Antes de que lo ejecutaran, la monja Margret cocinó para su padre lo que a éste le gustaba; luego se marchó con el amargado Eberhard Ferber, quien, apenas reintegrado a sus funciones de burgomaestre, se retiró enseguida, fijando su penúltima residencia en la estarosta de Dirschau. Tres años después murió, cuando Greta la Gorda cocinaba para él. Dejó al convento varios solares en el Barrio Viejo, la dehesa de Praust y algunas tierras en la Isla; la realidad es que, gracias a cocinar libremente fuera de casa, la monja cocinera Margret aumentó de tal modo las riquezas de la Orden de Santa Brígida que, poderosa y pronto temida, se convirtió en abadesa, aunque tenía fama por todas partes de mantener a una banda de pinches de cocina aptos para la cama y de ser un completo pendón. Porque yo siempre estuve con ella. A mí o a algún otro monje franciscano, siempre renovado, fugado de Santa Trinidad, se nos abría de piernas, nos enterraba en su carne y nos resucitaba, nos aclimataba con calor de establo, cubiertos por su grasa como menudillos de ganso en salsa negra, satisfechos como niños de teta y rápidamente consumidos en una época de rápidos cambios. Daba igual que fuera se reformasen o que la contrarreforma dominica volviese del revés las palabras de cualquier pobre pecador: en el camastro de Margret se conservaba inamovible aquel olor que el rodaballo, ante el tribunal feminista, llamó «pagano practicante». El rodaballo dijo: «Si se puede llamar confortable una revolución, entonces hay que decir que los procesos revolucionarios se desarrollaban en el lecho de la abadesa Margareta Rusch en zonas liberadas cálidamente confortables». Y también yo le demostré a mi Ilsebill que, en cualquier caso, las monjas eran entonces mujeres emancipadas: libres del fastidio de los deberes conyugales, no infantilizadas por ningún patriarcado, nunca ridiculizadas por la moda, protegidas siempre por la solidaridad de sus hermanas, no engañadas por ningún amor terreno al estar prometidas a un esposo celestial, seguras por su poder económico, temidas hasta por los dominicos, siempre alegres y bien informadas. La monja Rusch era una mujer instruida y, por añadidura, tan gorda que sus embarazos apenas se notaban. Dio a luz dos hijas. Estando de viaje. Para los alumbramientos encontraba siempre un establo. Sin embargo, no se le podía hablar de paternidad-deberes paternos-derecho patriarcal. «Sólayun padre», decía siempre con una gran carcajada, «keh Nuehtro Señó kehtán loh cieloh». Le daba igual también que los artesanos de la moral protestante o católica encontrasen parecido a las dos niñas, educadas ambas en la Empalizada por las tías de la gorda Greta, con el predicador Hegge, con el patricio Ferber o incluso con frailucos franciscanos vagabundos. Los padres le parecían todos ridículos. Por eso llamaba a las mujercitas casadas en sus jaulas burguesas «conehitoh e pelo rizao» que tenían que aguantar quietas al macho, mientras que ella, en cambio, podía disponer libremente de su bolsa. Por lo demás, Greta la Gorda tampoco se estaba sumisamente quieta, sino que se subía sobre sus rápidamente agotados compañeros con tanto peso, que a menudo me dejaba sin aliento. Realmente me aplastaba. Después me quedaba flojucho y como desfallecido. Ella me tenía que dar friegas con vinagre para que me recuperase. Es muy posible que al arrogante Eberhard Ferber le cortara el aliento de la misma forma, que aquel viejo cabrón se ahogara en la cama bajo su peso. Porque ella no quería sólo cocinar para sus sucesivos hombrecitos. Tenía que ser divertido, tenía que haber entretenimiento y juego; todo lo cual podría parecer obsceno a un temperamento puritano. Así, la abadesa Margareta resolvió a su modo, es decir, en la cama, la cuestión más encarnizadamente discutida de su siglo cómo se debía dar el pan y el vino, la comunión , al colocar gimnásticamente el chumino en posición vertical y ofrecerlo como cáliz para que se lo llenasen. El vino tinto rebosaba dentro. Se podía mojar pan. U hostias consagradas. Así no se planteaba la pregunta: ¿es realmente o simboliza sólo el cuerpo y la sangre? Resultaban ociosas todas las querellas teológicas sobre el papel. No había ya ambigüedades. Nunca comulgué con más devoción. Con cuánta sencillez me ofrecía Margret el sacrificio y la transubstanciación. Con qué fe de niño me sumergía en el gran misterio. Por suerte, los ojos de los dominicos no espiaron nunca nuestras misas en la cama. Ay, si esas costumbres domésticas se hubieran convertido en religión práctica para papistas y luteranos, menonitas y calvinistas. Pero ellos se entredegollaban de forma poco amistosa. Pero ellos permitían que las disputas sobre los modales en la mesa costasen largas campañas militares, saqueos y devastaciones de encantadores paisajes. Pero ellos siguen peleándose y ensartándose hasta nuestros días, viven tristemente enfrentados y han rechazado el cáliz de Greta la Gorda como pecaminoso según su moral adusta. Y, sin embargo, Margret era piadosa. Agradecía a Dios Nuestro Señor hasta el placer más fugaz, con una acción de gracias. Cuando, dos años después de la Paz de Augsburgo, también Su Majestad polaca Segismundo Augusto se mostró dispuesto a permitir al menos la comunión bajo dos especies, los burgueses de Danzig se decidieron en su mayoría por las costumbres de mesa de Lutero y, en lo sucesivo, sólo se pelearon con los calvinistas y los menonitas. Entonces la abadesa Rusch, después de veintisiete años de regencia, se sintió cansada. Pidió a sus hermanas de la Orden de Santa Brígida que le permitieran retirarse y le dieran autorización para poder ser útil otra vez, como monja cocinera, fuera del convento. Tanta humildad fue interpretada como contrición. Sin embargo, la vieja mujer, todavía firme dentro de sus grasas, quería moverse otra vez políticamente. En lo sucesivo, siempre estuvo un poco por delante de las vicisitudes de la Historia, al trabajar para la causa protestante so capa de catolicismo. No le importaba sólo la comunión sino, una vez más y aún, el reconocimiento de los denegados derechos de los gremios. Al fin y al cabo, Margret venía de la Empalizada. Lo que a su rebelde padre, el herrero Rusch, le había costado la cabeza el democrático refunfuñar y los discursos subversivos en todas las asambleas de los gremios  era lo que su hija hacía ahora: sin embargo, lo hacía en voz baja, entre hígados de bacalao estofados, liebres a la pimienta y tordos que envolvía en lonchas de tocino y rellenaba de bayas de enebro. Cuando Estanislao Karnkowski se convirtió en 1567 en obispo de Leslau con lo que, bajo su égida, una segunda contrarreforma trató de encontrar sus arreglos de mesa  la vieja monja empezó a cocinar para el abad Jeschke, cuyo convento de Oliva había sido siempre un foco de reacción contemplativa. Allí Greta la Gorda servía, después de la sopa de pescado con leche, liebre a la pimienta, o corazón de buey relleno de ciruelas, o un asado de cerdo picante con judías blancas y nabitos que ayudaba a los frailes conspiradores a soltar unos pedos altamente politizados. La monja cocinera creía en la fuerza liberadora del pedo. La expresión pedo de monja procede de su despreocupado arrojo al hacer volar sus vientos intestinales. Lo mismo si cocinaba para amigos que para enemigos: en medio de su charloteo de mesa, casi siempre para subrayar un punto o como respuesta a una pregunta, pero también como intermedio, en alegre sucesión, dejaba escapar sus pedos. Ecos de tormentas lejanas. Descargas de mortero solemnemente espaciadas. Pólvora en salvas. O mezclados con sus risas, porque la Naturaleza había dado a su espíritu alegre un doble medio de expresión, de dos bocas: como en aquella ocasión, cuando presentó al rey Batory las llaves de la ciudad sitiada como relleno de una cabeza de cordero que rellenaba a su vez una cabeza de cerdo, en que la perpleja dignidad del rey la hizo reír y tirarse pedos de tal forma, que Su Majestad polaca y su séquito se vieron arrastrados, envueltos en sus risas y ablandados por sus vientos posteriores. Al rey no le quedó más remedio que dictar suaves condiciones a la ciudad y perdonar también el desafuero de la monja cocinera. Porque había sido Margret quien, el 15 de febrero de 1577, incitó a los oficios bajos a la rebelión y (digna hija de su padre) los guió en el incendio del monasterio de Oliva. Cuando el fugitivo abad Jeschke, inmediatamente después de la solemne firma de la paz, volvió al monasterio, quemado hasta los cimientos, para vigilar la prestación personal de los campesinos en su reconstrucción, insistió en que la monja Margret por mucho que ella le odiase  se encargase de la cocina. Greta la Gorda nunca había tenido que cocinar a la fuerza. La cocina había sido para ella un acto de amor. Durante tres años disfrazó su venganza de pecho de toro hervido, gansos rellenos, gelatinas agrias o lechones que rellenaba de repollo, manzanas y pasas picadas, sin escatimar la pimienta. Lo que tragó aquel hombre. Lo que se movieron sus mandíbulas. ¿Por qué era incapaz de dejar nada en el plato? Cuántos tenían que pasar hambre para que él regoldase satisfecho. Por fin, en el verano de 1581, ella consiguió cebar al abad Gaspar Jeschke hasta matarlo. Murió en la mesa. Es decir: su mofletuda cabeza de monje, en cuyas mejillas había brillado el poderío católico durante decenios, cayó precisamente en el plato que Greta la Gorda, una vida antes, había cocinado para su padre, el herrero Rusch: tripicallos con pimienta. La monja cocinera no había olvidado nada. Y también el rodaballo opina: cebar a un abad hasta matarlo era sin duda una utilización drástica del arte culinario, pero estaba plenamente de acuerdo con el estilo de vida del finado. En 1585 murió Margareta Rusch de una espina de lucio atragantada, en presencia del rey Esteban Batory, que había confirmado al consejo de la ciudad de Danzig, en el llamado Convenio de Capitación, todos los derechos de aduana y comerciales, así como los privilegios de los patricios. Una vez más se fueron con las manos vacías los gremios, los oficios bajos y los hombres de mar. Los patricios y los cortesanos celebraron banquetes durante días enteros. A la vieja monja se le debió atravesar algo más que una espina de lucio. De pronto, cuando sólo quedaban restos del asado de cerdo con judías y nabitos, mi Ilsebill, con la insistencia tozuda de las mujeres embarazadas, quiso saber qué tenía que ver Greta la Gorda, aparte del año de su nacimiento y del desembarco en Calicut en la misma fecha de 1498, con Vasco de Gama. Cuando intenté contestar con historias de monjas contando cómo la abadesa Margareta Rusch se aseguró envíos anuales de pimienta de la costa india de Malabar por un comerciante de especias portugués, a cambio de su hija mayor , Ilsebill se levantó de la mesa y dijo: «Lo planeaste muy bien. O quizá el rodaballo. Cambalachear una hija por pimienta. ¡Muy típico también!». Aplazamiento Una punta de cuchillo de sal redentora. Otra vez aplazamiento, cuando a mi pregunta: ¿En qué siglo estamos? se respondió culinariamente: Cuando bajó el precio de la pimienta & Nueve veces estornudó sobre la escudilla, donde los menudillos de liebre nadaban en su jugo. No quería acordarse ya de que fui su pinche de cocina. Miraba sombríamente la mosca en la cerveza y quería (sin más aplazamientos) deshacerse de mí aprovechando la ocasión y la peste & Potajes en que la cebada vence. Cuando ella elogiaba el hambre como si fuera un manjar, cuando reía causalmente y no a causa de los nabitos, cuando obtuvo de la Muerte en el banco de la cocina, con guisantes grises (llamados arvejos) un aplazamiento & Se acuclilla en mí y quiere liberarse escribiendo & De todo lo que se le ocurrió al rodaballo sobre la vida monjil Quizá porque no sé exactamente con qué nombre tempotransité en relación con la monja Rusch y porque, relativamente, me acuerdo más de mi tempotránsito neolítico que de las embrolladas situaciones de la época de la Reforma, las declaraciones del rodaballo ante el tribunal feminista fueron calificadas de contradictorias: pretende haberme aconsejado primero como padre de la pequeña Margret, luego como patricio Ferber y, por último, como gordo abad Jeschke. (También aludió a obligaciones de política mundial, en otra parte. Al parecer, quería hacer bajar el precio de la pimienta, y por eso envió a un tal Vasco de Gama por la ruta marítima de la India.) Sin embargo, el rodaballo se puso sin vacilación de parte de Margareta. Tres días después del nacimiento de la pequeña niña, el herrero Rusch lo llamó en el áspero mar de noviembre: ¿qué hacía con la mocosa? Su madre había muerto de calenturas. Había que empapuzar a la cría con leche de cabra. Y además, tibia de la ubre. Se convertiría en una buena moza. ¿Le podía aconsejar el rodaballo qué hacer, cielo santo? La desesperada pregunta de Pedro Rusch se comprenderá mejor si se sabe que el herrero pertenecía a los oficios bajos y no a los gremios. Así al menos me presentó el rodaballo ante el tribunal, como un caso de marginado medieval hundido por el egoísta comportamiento de los gremios: «Ese Pedro Rusch, mis respetadas señoras, pertenecía al proletariado miserable de su tiempo: sin poder sentarse en ninguna asamblea gremial, despreciado por los oficiales de los gremios aunque ellos, como él, carecieran de derechos políticos y estuvieran a merced del capricho de los patricios  y, por añadidura, con siete niñas. Entonces, inmediatamente después del nacimiento de su hija Margareta, se le murió la mujer, Cristina. Y, por si fuera poco, estaba entrampado. En suma: un agitador nato. Rápido en echar mano al cuchillo. Obtuso por naturaleza, pero siempre buscando la justicia. Un pobre diablo que me pidió consejo». Así pues, ése fui yo. ¿Y no el siempre prófugo frailecillo, pinche de cocina y compañero de lecho? El rodaballo debe saberlo. Y si Margret no hubiese reaccionado ante los padres y todo lo paterno tan ofensivamente y, en toda ocasión, con pedos de menosprecio, habría sido con gusto su padre y podría sentirme orgulloso de mi enorme hija, aunque ella sólo me dio su compasión y su sopa de callos. En cualquier caso, el rodaballo me aconsejó entregar a la niña, apenas hubiera sido destetada de la cabra, a las piadosas mujeres del convento de Santa Brígida. Con ese consejo quiso ayudarme. Sin embargo, severamente interrogado por el tribunal, dio otras razones. «¡Por favor, mi distinguida acusadora, señoras mías que me juzgáis! Por pura conciencia social para ayudar a aquel pobre zoquete  nunca hubiera dado un consejo tan cargado de consecuencias. Para decir la verdad: al ponerla a salvo en el convento, quise dar a la pequeña, aunque luego tan sabrosamente metida en carnes Margareta, toda la libertad posible. Porque si no, ¿qué hubiera sido de ella? Habría tenido que casarse con algún calderero no agremiado. Abrumada por la crianza de los hijos y las estrecheces domésticas, se habría consumido en la Empalizada. El camastro conyugal no le habría proporcionado placeres sensuales, sino monótonos revolcones apresurados. Un destino entonces corriente. Porque las mujeres de la llamada época de la Reforma eran en eso poco afortunadas, tanto si tenían que presentar la bolsita a sus maridos al estilo católico como al protestante. Las únicas mujeres libres eran las monjas, y quizá también las putillas del Barrio del Pebre porque se habían organizado de una forma igualmente estricta y podían elegir sus abadesas, más tarde llamadas, peyorativamente, matronas. No eran las esposas regañonas y celosamente guardadas, no, sino las monjas y las putillas las que practicaban esa solidaridad femenina que hoy, en congresos y manifiestos, se reivindica con razón. Sin pretender mezclarme en los asuntos del movimiento feminista, ruego a este Alto Tribunal, por el que tengo el honor de ser juzgado, que reconozca que, si no en los burdeles medievales, al menos en la vida monjil de los monasterios de aquel tiempo hubo un grado sorprendente de emancipación femenina. Mi consejo, dado a un mastuerzo de herrero, abrió al sexo femenino, como demuestra la carrera de la monja Margareta Rusch, zonas liberadas que, en la época actual seamos sinceros, señoras , siguen estando o vuelven a estar cerradas. »Sin embargo, quizá deba corroborar lo que digo con algunos datos. »La monja Margareta Rusch no perteneció a ningún hombre; con todo, según su placer o capricho, más de una docena de hombres la sirvieron. Las reglas de la Orden, supuestamente severas clausura, ejercicios espirituales, silencio , le permitieron ocio, concentración y distanciamiento de la ruidosa vida cotidiana. Aunque dio a luz a dos niñas con los dolores entonces todavía usuales, Greta la Gorda no se vio encadenada al hogar por sus hijas. No estuvo sometida a ningún poder familiar. No fue doblegada por ninguna mano patriarcal. No se convirtió en ninguna bruja discutidora con un tintineante manojo de llaves. Pudo ejercitar libremente sus fuerzas físicas y espirituales, cocinando y ordenando menús incitantes para los placeres de la carne, y dando a la política masculina, orientada siempre exclusivamente al uso despótico del poder, algunos al menos algunos  toques democráticos. Tengo que recordar los Statuta Karnkowiana que, sin la influencia de Greta la Gorda, no hubieran concedido seguramente ningún derecho a los gremios. »En suma: todo eso fue resultado de mi consejo. Porque si yo no hubiera protegido a la niña en el convento, nunca habría habido una Greta la Gorda. Y por lo que se refiere al esposo celestial y los esponsales monjiles, les ruego que me crean si les digo que los conventos de monjas, en el siglo XVI, estaban libres de la mística goticoflamígera. No había ya éxtasis. El Hijo de Dios recibía muy poco o nada. La flagelación de la carne, el ascetismo de pies descalzos y el histérico baile de San Vito estaban totalmente pasados de moda. No había ninguna Dorotea de Montovia que quisiera, emparedada, despojarse de su envoltura carnal. Terrenalmente orientadas, las monjas de la casa de Santa Brígida supieron aumentar sus riquezas y utilizar su poder. Desde luego, hubo también peleas de monjas y disputas monjiles. Sin embargo, desde que la abadesa Margareta Rusch se puso a su frente y mientras lo estuvo, el convento constituyó una liga femenina en la que se practicaba la solidaridad entre hermanas como primera virtud. Unidas fueron fuertes. Los dominicos no se atrevieron a hacer nada, aunque sus murmuraciones sobre las pecadoras actividades de Greta la Gorda apestaron todas las callejas.» A ese discurso respondió enseguida la fiscal Sieglinde Huntscha, con dureza y recursos oratorios efectistas. Dijo que él, el rodaballo, intentaba congraciarse. Decía que había querido fomentar la desde luego  todavía poco desarrollada solidaridad entre las mujeres. Proponía un ejemplo magníficamente adornado. Sin embargo, la monja Rusch se había comportado políticamente de una forma totalmente oportunista. Él, el rodaballo, era responsable, por su consejo de encerrar a la niña en el claustro, de que la monja cocinera hubiera utilizado tan mal su libertad. Bien mirado, lo único que ella hizo en realidad fue siempre prostituirse. El caso Ferber lo demostraba claramente. Los pequeños escándalos lúbricos de las monjas no eran, ni mucho menos, una prueba de conducta emancipada. La pretendida libertad de la monja Rusch podía compararse más bien al liberalismo pequeñoburgués de un ama de casa de la clase media que, a fin de aumentar su dinero para gastos, se inscribe en una cadena de call girls. En el mejor de los casos, el comportamiento sexual de la monja podía considerarse como prerrevolucionario, aunque sólo había estado egoístamente orientado a su cuerpo, sin que fuera transmisible a otras mujeres que vivían en la estrechez y la dependencia. Él, el rodaballo dijo , ofrecía graciosamente sus servicios como consejero femenino, después de haber favorecido sólo, durante tres siglos y medio, la causa masculina. Pero la monja Rusch no era un buen ejemplo. Los pedos de monja no contribuían a una toma de conciencia femenina. Y el mal uso de la vagina como cáliz para la cristiana Eucaristía sólo podía considerarse como ejemplo de perversión masculina. ¡Qué falta de gusto! Lo decía como atea y no porque temiera herir sentimientos religiosos. Para terminar, la fiscal pidió que se limitase el uso de la palabra al acusado pez plano: «¡No podemos permitir que nuestro tribunal, que siguen con esperanza y expectación millones de mujeres oprimidas, sea abusivamente utilizado para hacer propaganda patriarcal!». A esto se opuso la defensora de oficio por razones de procedimiento. Tampoco la mayoría de las vocales querían prejuzgar el fallo. En especial Ulla Witzlaff, por lo demás más bien lenta y a menudo tarda en sus reacciones, fue francamente grosera: había que dar al rodaballo una oportunidad de defenderse. Al fin y al cabo, a las mujeres no les interesaba imitar las prácticas, tristemente célebres, de la justicia de clase masculina. Por ello a pesar de la protesta fiscal  se leyeron los cuatro informes periciales que el rodaballo había encargado a historiadores conocidos, por conducto de la defensora de oficio. El primer informe definía la hechicería medieval como un intento especialmente desesperado de emancipación femenina. Documentos de procesos, estadísticamente analizados, revelaban que la participación monjil en el número de brujas quemadas en el siglo XV era, con un 32,7 %, sumamente alta, mientras que en el siglo XVI apenas fueron un 8 % las monjas que tuvieron que subir a la hoguera. Del siglo XVI no se habían podido obtener datos estadísticos aprovechables. En el segundo informe se demostraba por qué, en el siglo de la Reforma, disminuyó la brujería en los conventos y, en cambio, la cifra de brujas burguesas revelaba una situación de necesidad, especialmente entre las mujeres de los artesanos. En los conventos, que permanecieron exteriormente fieles a la Iglesia Católica, la Reforma había influido de modo emancipatorio, al dar conciencia a las monjas de los asuntos terrenales y fomentar un tipo de monja diligente, capaz, eficiente y tan astuta como despierta. En cambio, a las mujeres burguesas sólo les quedaba el refugio de la locura religiosa o de la brujería excéntrica. Seguían indicaciones bibliográficas. El tercer informe se ocupaba de la influencia política de los conventos de mujeres en la Edad Media: la cocina del convento como centro de poder, los conventos y sus cocinas como lugares para negociaciones de paz, encuentros de conspiradores y vida social licenciosa. Pericialmente se decía: el convento de monjas fue una institución en la que el déficit femenino, al menos temporalmente, se vio compensado. El cuarto informe pericial trataba de la ampliación de los horizontes monjiles desde el descubrimiento del Nuevo Mundo por Colón, Vasco de Gama y otros. En especial, confirmaba la afirmación del rodaballo de que la abadesa Margareta Rusch, en 1549, había casado a su hija mayor Hedviga, por razones de política alimentaria, con un comerciante portugués, que más tarde fundó en la costa india de Malabar una factoría comercial. El mercader debía enviar a su suegra especias curry, clavo, pimienta, jengibre  dos veces al año. En cualquier caso, el informe podía probar que, desde mediados del siglo XVI, buques mercantes portugueses habían atracado en el puerto de Danzig. No había duda: Greta la Gorda mantuvo correspondencia con el Nuevo Mundo. Entonces habló otra vez el rodaballo. Modestamente y sin aprovechar apenas el éxito de los peritajes, se refirió a su pequeña participación en el proceso de toma de conciencia emancipatoria de la joven novicia, luego monja cocinera y más tarde abadesa Margareta Rusch. Trazó un retrato de Greta la Gorda en el que subrayó la comicidad de sus actuaciones. Anécdotas frívolas se mezclaban con escenas grotescas: de cómo obligó al predicador Hegge, cuando éste hizo un llamamiento a la iconoclastia, a comerse todo un San Nicolás de tamaño natural, que había modelado expresivamente en pasta de pan y rellenado de salchichas; de cómo Greta la Gorda había forzado a la colgante minina del patricio Ferber a adoptar una actitud más airosa, formando con gulden de plata y taler de Brabante, a modo de ejemplo, torres verticales; de cómo, cuando había quemado hasta los cimientos el convento de Oliva, hizo asar en las cenizas conventuales tortitas para la plebe; de cómo la gorda Greta, cabalgando sobre una cerda para entrar en el campamento del rey Batory, desplumaba gansos. Y otras historias de las que empezó a reírse el público; porque, tras una breve interrupción el consejo asesor amenazó con disolverse  se volvió a dejar entrar al público. Animado, el rodaballo dijo: «Ya ven, respetadas señoras, capaces todavía de sonreír: la monja cocinera Margret era una mujer decididamente alegre, porque nadie la oprimía. Se la podría considerar, no sólo por ser contemporánea, sino por su ilustrada forma de vida, hermana de aquel François Rabelais, cura de Meudon. ¡Si ella lo hubiera conocido! Estoy seguro de que a él se le habría ocurrido una contrafigura para Gargantúa, tan imponente como él, en el personaje de nuestra gorda Greta, y que le habría inspirado un libro rebosante. Porque nos faltan personajes literarios femeninos en papeles cómicos principales. Ya se trate de Don Quijote o de Tristram Shandy, de Falstaff o de Oskar Matzerath: siempre son los hombres los que extraen de su desesperación un capital cómico, mientras que las mujeres perecen en tragedias ineluctables. María Estuardo o Electra, Agnes Bernauer o Nora, todas están prendadas de sus propios dramas. O se consumen suspirando sentimentalmente. O son empujadas por la locura al pantano. O les remuerden sus pecados. O naufragan en una embriaguez de poder masculino; baste pensar en Lady Macbeth. Totalmente carentes de humor, se ven forzadas al sufrimiento: santas, putas, brujas o todo al mismo tiempo. O se quedan petrificadas en su desgracia: son secas, amargas, un reproche silencioso. A veces, como a Ofelia, se les permite volverse locas y musitar poemas incoherentes. Sólo a la vieja graciosa , alejada de todo deseo carnal, y a la ridícula doncella se las puede presentar como ejemplos de ese humor femenino que suele calificarse de inagotable . Sin embargo, ya sean cómicamente viejas o neciamente jóvenes, sólo en papeles secundarios se les permite ese humor. Y, sin embargo, necesitamos con urgencia el protagonista femenino gracioso. Lo mismo pasa en el cine. ¡No debe seguir siendo privilegio masculino representar el género cómico sentimental, con Charlie Chaplin o el Gordo y el Flaco! Señoras, las exhorto a escenificar la gran comedia femenina. La mujer cómica debe triunfar. Unas faldas para el Caballero de la Triste Figura, a fin de que arremeta contra los molinos de los prejuicios masculinos. Les propongo a la monja cocinera, Margareta Rusch, Greta la Gorda ¡Sus carcajadas dieron a la mujer espacio vital y esa libertad en que el humor, un humor por fin femenino, podría tirar cohetes y armar la de Dios es Cristo!». Quizá el rodaballo esperaba un aplauso amistoso o, por lo menos, un asentimiento regocijado. Pero su discurso fue seguido por un silencio y luego por carraspeos. Por fin, la fiscal, más bien en un aparte, como si quisiera no dar excesiva importancia a algo penoso, dijo: «Acusado rodaballo, ¿no le parece una falta de tacto hacer bromas literarias a costa de las mujeres oprimidas del mundo entero? Desde luego, estamos acostumbradas a que los llamados Señores de la Creación encuentren a lo sumo divertida nuestra lucha por la igualdad de derechos. Sin embargo, para nosotras es algo muy serio. No trágica, sino objetivamente serio. No permitiremos que Electra o Nora sean rebajadas a figuras sólo por desgracia  trágicas. No nos faltan quijotismos femeninos. Por favor, nada de ofrecernos papeles. Sólo falta que se nos quiera engañar aún con una Doctora Faustina y una Mefistofelia en traje de noche con lentejuelas. ¡Al grano! Su monja cocinera, por su compromiso con la sociedad de su tiempo, nos resulta demasiado importante para permitir que sea puesta en ridículo. Al fin y al cabo, Margareta Rusch mató a dos hombres deliberadamente y con larga premeditación. Los dos habían participado en forma destacada cuando su padre, el herrero Pedro Rusch, fue condenado a muerte el 29 de abril de 1526 y ejecutado por la espada. Tres años más tarde, ella ahogó durante el coito al ex burgomaestre de la ciudad de Danzig, Eberhard Ferber, que se había retirado después de aquella sentencia asesina. En aquella época, Margareta Rusch tenía treinta años: la misma edad que el prelado Gaspar Jeschke a quien, cincuenta y tres años más tarde, cuando él era abad del convento de Oliva, atiborró hasta matarlo. Ésa es, señor Rodaballo, su cómica Greta la Gorda, la chistosa monja Rusch, la bola de sebo carcajeante. No señor, fue una mujer de serios propósitos que jamás abandonó. Una mujer que sabía odiar a sus enemigos. ¿Y cuál fue la participación de usted en ese doble delito, políticamente necesario? ¿Fueron sus parlanchines consejos los que avivaron la memoria heroica de Margareta Rusch? Queremos saber la verdad. Nada más que la verdad. Y nada de escapatorias, por favor, al terreno de la farsa». Entonces el rodaballo reconoció haber aconsejado al patricio Ferber y también al abad Jeschke. De todas formas eso aseguró  el viejo Ferber no quiso escuchar su consejo. En su lascivia senil, se había encoñado con la gorda Greta. Y también había sido inútil su preocupación por el abad Jeschke. Sin embargo, no fue la concupiscencia lo que ató al anciano a la anciana Margret, sino la gula y la pasión por la pimienta, entonces tan extendidas. «En cualquier caso», dijo el rodaballo, «en el año 77 del Señor pude convencer al idiota del viejo para que huyera, cuando le avisé del incendio del monasterio. No obstante, su glotonería sabía que la monja quería matarlo de un atracón  no le permitía escuchar un consejo tan bien intencionado. Sí, lo reconozco. Intenté evitar uno y otro asesinato, porque no quería ver empañados por una venganza atrasada los grandes méritos de la monja Rusch en pro del progreso democrático. Ella ayudó aunque inútilmente  a los gremios carentes de derechos. Consiguió del rey Esteban Batory, astutamente y con conciencia de su talento culinario, una paz benévola. Y, lo que no es menos importante: dio libertades a la vida monástica en el siglo XVI que todavía hoy serían ejemplares. En cambio, el llevar dos ancianos a la muerte no sirvió de nada. ¡Sólo cuentan las actividades emancipatorias! Y si, como espero, este Alto Tribunal quiere ser útil en algo con este proceso a las mujeres oprimidas, quisiera que mi consejo experimentado aunque no se escuche  fuera recogido en las actas. Al fin y al cabo, todos estamos interesados en que, de una vez repito, de una vez  el déficit femenino sea enjugado». Se atendió el deseo del rodaballo. Y por eso, en las actas de la sesión de clausura del caso Margareta Rusch, consta que el acusado rodaballo aconsejó al movimiento internacional de mujeres que fundase en todo el mundo conventos feministas con fines estrictamente terrenales para, de esa forma, oponer un poderoso contrapeso económico a las asociaciones masculinas, en todas partes dominantes. Así, sólo así, en un estado de independencia económica y sexual, podría practicarse nuevamente la olvidada solidaridad femenina y ejercerla por fin para lograr la igualdad de derechos entre ambos sexos. Eso modificaría las ambivalentes estructuras de la conciencia femenina. De esa forma se podrían eliminar los déficit específicos del sexo. Y eso tendría también consecuencias divertidas. En las actas no se dice que, inmediatamente después de la sesión, varias señoras del público se presentaron como candidatas a abadesa. El tribunal aplazó su decisión. Sí, Ilsebill, suponiendo que eso ocurriera: que primero en diez, luego en cien, pronto en diez mil lugares, desde Suabia hasta Holstein, surgieran conventos feministas en los que unas quinientas mil mujeres organizadas se sustrajeran al matrimonio y, de esa forma, al comercio sexual organizado por los hombres; y suponiendo que las mujeres pudierais lograr allí ser libres en el sentido deseado y no depender ya, como desde hace siglos, de la posesividad masculina y del patriarcado, de los caprichos de las pililas viriles, del presupuesto familiar, de la moda y de la generalizada sobrepresión masculina; y suponiendo que hubierais podido, en un santiamén, establecer centros de poder económico, ya fuera mediante la creación de una industria femenina de consumo, ya mediante la conquista del correspondiente mercado que, de todas formas (aunque inconscientemente) está dominado por las mujeres, ¿no se habría realizado en su primera fase, y con éxito, el consejo del rodaballo de fundar conventos femeninos en el siglo, siguiendo el modelo de la abadesa de las monjas de Santa Brígida, Margareta Rusch, como contrapeso de los dominantes contubernios masculinos? Porque suponiendo, Ilsebill, que en los conventos feministas y los talleres de producción de los conventos, cada vez más numerosos, se practicase la solidaridad femenina, de forma que no se pudiera ya enfrentar mujeres con mujeres según los ritos de la competencia sexual, ni, a capricho, fijar un ideal de belleza casi siempre de tipo muñeca, constantemente renovado por los hombres, a fin de disfrazar de continuo la permanente dependencia de las mujeres; y suponiendo, Ilsebill, que hubiera en todo el mundo conventos feministas y que esos conventos tuvieran poder económico, y que el tradicional matrimonio patriarcal perdurase sólo en una minoría decreciente; que crecieran en esos conventos los hijos engendrados, sin duda, libremente, pero también sin vinculaciones ni reivindicaciones de paternidad; que se impusieran, quizá fomentados por la conciencia masculina de la propia impotencia, la razón femenina y el matriarcado nuevo, por monjil; que, como consecuencia, no hubiera ya una Historia fechada por los hombres, ni, por tanto, más guerras, que ninguna ambición masculina ni manía de progreso lanzase cohetes y supercohetes al absurdo espacio, que el consumo dejase de utilizar métodos terroristas, que desapareciera por fin el miedo a ser menos que otro, que nadie deseara poseer al otro, que el drama de la lucha de los sexos no tuviera ya espectadores, que sólo aumentase la ternura, que no hubiera en el lecho vencedores, que nadie supiera lo que es la victoria, que nadie midiese ya el tiempo; y suponiendo, Ilsebill, que todo eso fuera posible, calculable, demostrable y mediante (luego inútiles) computadoras, escupible en forma de un Orden Nuevo, que el tribunal feminista le diera toda la razón al rodaballo, al que ayer todavía acusaba, y que, siguiendo el consejo de la boca del pez, florecieran por todas partes, como él profetizó, conventos feministas en los que se guardara la memoria de la gorda abadesa Margareta Rusch, y que tú pudieras ingresar ya mañana (aunque estés embarazada de mí, en el tercer mes) en un convento de ésos, para, libre, liberada y nunca más oprimida, no ser propiedad de mí ni de nadie, ¿podría entonces suponiendo que todo eso fuera así  visitarte simplemente un ratito como hombre? Liebre a la pimienta Corrí y corrí. Contra los indicadores, con mi hambre de lobo corrí bajando por la Historia, fui tobogán y canto rodado, pisoteé para allanar lo que de todas formas era llano, fui mensajero a contracorriente. Guerras rumiadas, la de los Siete y la de los Treinta, dejé atrás los Cien nórdicos. Rezagados que, por costumbre, miraban hacia atrás, me vieron desaparecer dando regates. Y los que me advertían: ¡Está ardiendo Magdeburgo! no sospechaban que atravesaría riendo la ciudad todavía intacta. Sin seguir ningún hilo, sólo la pendiente. Se componían los desmembrados, saltaban de los carros de la peste, salían de las ruedas, de hogueras que se replegaban sobre sí mismas, las brujas brincaban conmigo durante un trecho. Ay, los tiempos difíciles de concilios de años, el hambre de fechas hasta que llegué a ella: sin aliento y demacrado. Levantó la tapa del puchero y removió el caldo. «¿Qué hay de comer, qué?» «Liebre a la pimienta, claro. Me imaginé que vendrías.» Quien quiera cocinar como ella Relleno, por ejemplo. Vivimos expectantes. El invierno no acaba de llegar. La niebla lo acerca todo demasiado y ya amenaza la Navidad en familia. «Nuestra pelea», dice Ilsebill, «está en su punto y jugosa en los platos. Nos gusta & pero no sabemos qué es ni por qué». Mi último intento de darle un sentido: un corazón de buey relleno de ciruelas pasas y en salsa de cerveza que me preparó a mí, el monje exclaustrado, la monja Rusch, sin preguntarme mis razones. Sin embargo, nuestros invitados dos arquitectos, un cura  buscan a todo lo que hay un sentido más profundo. Los ventrículos del corazón se prestan a ser rellenados y lo piden. Comprar el corazón de buey entero y abierto por un solo lado. Quitar la sangre coagulada, cortar los despojos tendinosos, hacer sitio, separar la capa de grasa. Nuestros huéspedes dejan hablar cortésmente sin interrumpirse. «A las ciruelas pasas, remojadas en agua caliente», dice Ilsebill hablando como la monja Rusch, «no hay que quitarles el hueso» & ¿Y qué sentido tendría un sentido, suponiendo que lo tuviera? Para rehogarlo utilizamos la grasa del corazón, en tacos. «Pero tiene que haberlo», dice comunicativo el cura, «aunque sea negativo, porque ¿cómo podríamos vivir al día, sin un sentido?». El corazón de buey, relleno y atado con hilo blanco, se dora por todas partes a fuego vivo, y luego se riega con cerveza negra. («Teológicamente señor cura  esto debería tener también un sentido.») Los arquitectos, siempre con su teoría pura de la Bauhaus. Dejarlo cocer una hora larga, nuez moscada y pimienta para terminar, pero menos de lo que consideraba con sentido la monja Rusch en su tempotránsito y el mío. Por eso la Navidad significa para nosotros dos días de fiesta pagados más. Sin un sentido, el cura se entrega alegremente a la desesperación. Y nata agria, que no se mezcla y forma pensativamente islotes. En aquellos tiempos, Ilsebill, cuando Vasco de Gama, en su búsqueda de Dios & Quizá venga ahora con el anticiclón escandinavo el retrasado invierno y traiga un sentido. Con patatas cocidas, dice Ilsebill, y calentar antes los platos, porque la grasa del buey, como la del cordero, se coagula fácilmente. Había una vez cuarenta y siete corderos que, entre ochocientas sesenta y tres ovejas y un número indeterminado de corderitos, pastaban en el Scharpau, una tierra baja y fértil que el que luego fue burgomaestre Eberhard Ferber administraba censualmente. Los corderos sólo conocían sus pastos hasta el llano horizonte, entre las patas de las ovejas madres. Masticando la hierba no se podía saber de quién era. Hasta 1498, en que se descubrió la ruta marítima de la India y nació la que luego fue monja Rusch, el consejero Angermünde administraba el Scharpau y oprimía a los pescadores, campesinos y pastores; sin embargo, cuando, después de largas intrigas, se deshizo el compromiso entre Moritz Ferber y la hija del patricio Angermünde, a pesar de la comunidad de bienes pactada ya por escrito, los hermanos Ferber se convirtieron, respectivamente, en obispo de Ermland y burgomaestre de la ciudad de Danzig: los dos, empujados por el clero y deudores de la nobleza. Las ovejas del Scharpau y los campesinos de la gleba no lo notaron mucho cuando los hermanos Ferber consiguieron echar a los Angermünde de la administración del Scharpau y de la estarosta de Dirschau. Esquilados y sacrificados, maltratados con censos y obligados a prestaciones personales, siguieron lo mismo. En 1521, las ovejas y los campesinos, sin embargo, no respiraron: los artesanos del Barrio Viejo y de la Orilla Derecha y también los oficios no agremiados de la Empalizada se alzaron contra Ferber y su camarilla clerical. En las iglesias se apagaron las velas. Las piedras volaron contra sacerdotes y dominicos. Las octavillas olían a tinta de imprenta. Canciones burlescas, en las que se comparaba a los pañeros y sastres con las ovejas de Ferber, saltaban por las callejas sobre rimas cojas, y su ritmo era subrayado a patadas en las asambleas gremiales. Además, el fanático Hegge predicaba ya contra toda la clerigalla. Sin embargo, en el Scharpau, en Tiegenort, Kalte Herberge, Fischer Babke o dondequiera que se siguiera tratando a los campesinos peor que a las ovejas, los corderitos crecían tranquilos, porque no sospechaban la Pascua que se les avecinaba. Cuarenta y siete de ellos debían ser sacrificados y, para honrar al obispo de Ermland en la hacienda de la familia patricia Ferber, ser asados sobre recipientes llenos de brasas. La monja cocinera de la Orden de Santa Brígida había obtenido permiso del obispo de Ermland a fin de asar los cuarenta y siete pulmones y corazones de los corderos pascuales, con salsa agridulce, para el Viernes Santo. A la gorda Greta no le había sido difícil convencer al paladar episcopal de que los interiores de aquellas inocentes criaturas apenas podían considerarse como carne, de que los bofes de los corderitos conservaban intacto el olor a tomillo de los prados del Scharpau, y de que a Nuestro Señor Jesucristo le gustaría que el corazón y los pulmones de los corderitos pascuales fueran elevados a la dignidad de manjar de Viernes Santo. La monja cocinera tenía la pretensión de interpretar libremente las reglas del ayuno y la abstinencia. Dijo: «Un korderitasí na kaíon pekao. Nunka la saltao ningún placé. No paré yamarse karne. Ni mucho menoh lo kay dentro». Greta la Gorda, después de preparar los pulmones enteros y los corazones partidos en dos de los cuarenta y siete corderitos en un gran caldero con anís y pimienta y luego, una vez fríos, hacerlos picadillo, dejó cocer en el caldo sobrante un saco de lentejas, sin permitir que se convirtieran en puré. Al picadillo de pulmón con vinagre, espesado con harina de alforfón, le añadió luego uvas pasas y ciruelas secas & Como siempre, cuando se trataba de su cocina, hacían falta granos de pimienta y uvas o ciruelas en gran cantidad. Por lo demás, en aquella comida de Viernes Santo el burgomaestre Ferber se decidió a hacerse a la mar contra Dinamarca, con seis navíos de guerra. A su regreso victorioso, con ayuda de los hombres de mar generosamente recompensados, actuaría con dureza contra los gremios y contra todos los consejeros infectados de luteranismo. Pero de eso nada. En el otoño los buques volvieron sin botín. Hubo que sufragar los gastos de la guerra mediante nuevos impuestos. Eso trajo disturbios. Hasta los hombres de mar abandonaron a Ferber. Sin embargo, la monja cocinera y más tarde abadesa Margareta Rusch guardó el recuerdo del plato de Viernes Santo inventado y, un año tras otro, les ponía a la mesa a sus monjas y novicias bofes agridulces de cordero con lentejas, como primer plato, sobre todo porque los pastores, campesinos y pescadores del Scharpau tenían que pagar desde 1529 un censo al convento de Santa Brígida, y suministrarle corderos pascuales y anguilas vivas en cestos. La química las ha echado de los ríos. Los desagües jabonosos han moteado de rojo sus vientres blancos y sus aletas dorsales y caudales, y han dañado la mucosidad que las protege. Las recuerdan sólo las nasas que se ven, con marea baja, en las dos orillas del Elba. Las compramos caras, venidas de aguas extrañas: las anguilas congeladas de Escocia se deshielan aquí, reviviendo milagrosamente. De eso sé mucho, Ilsebill: pinchadas en ramas, me golpeaban las espaldas. Aparecían en todos los cuadros. Se deslizaban, como yo, bajo las ubres de las vacas. Son tan viejas como el rodaballo. «¿Por qué», dice Ilsebill, «no pueden ver y aprender los niños cómo matas y troceas a las anguilas, con tal de que no tenga yo que mirar?». Comprar las anguilas vivas. «No, hijos, en realidad están muertas. En cada pedazo hay nervios. Por eso se retuercen. Y también la cabeza quiere seguir viviendo y por eso succiona con fuerza.» Los niños saben ahora lo que comen. Emborrachados en vinagre, rebozados de harina, envuelvo los pedazos en hojas de salvia. Un vecino afiló ayer los cuchillos. El arbusto de salvia crecía antes en un jardín, destruido entretanto por las excavadoras, cerca de la desembocadura del Stör, donde ahora se construye la presa con esclusas y un gran puente levadizo, para alterar el curso del río y aislarlo del Elba en las inundaciones de primavera. Colocamos un trozo tras otro en aceite caliente y echamos un poco de sal. Siguen sobreviviendo. Por eso se retuercen en la sartén. Ahora el arbusto de salvia crece en nuestro jardín. Nuestro vecino, que nos ayudó a trasplantarlo, hacía la matanza en casa y sigue haciéndola los lunes, para el carnicero del pueblo: abona el arbusto con sangre de cerdo, murmurando conjuros en su dialecto de la costa. A fuego moderado, los pedazos se asan en la salvia hasta que están bien crujientes: un primer plato al que puede seguir otro ligero. Esperemos que el arbusto de salvia pase el invierno. Para quien quiera un consejo: no comprar anguilas gruesas y grasientas, sino delgadas. Un corte en cruz, inmediatamente detrás de la cabeza, para bloquear los nervios. No les quitamos la piel. Por lo demás, recomiendo cuidado con la bilis al destripar las anguilas: si se abre y derrama las hace amargas y nos deprime, de forma que, como el predicador Hegge, sentimos un pregusto o regusto de pecado y podredumbre. ¡Hegge! Sus sermones me dejaban mudo. Nada podía cerrarle a él la boca. Nada le resultaba más fácil que fabricar palabras. Sólo Greta la Gorda podía soltar retahílas de sílabas semejantes. Cuando él la sermoneaba: «¡Gelatina infernal! ¡Caldo de pecado!», ella se revolvía venenosamente: «¡Kagatintah! ¡Bizantinipollah!». La gorda Greta y el descarnado Hegge: ella les daba nombres de ángel a sus codornices, becadas, chochas y palomas torcaces: Uriel, Ofaniel, Gabriel, Borbiel, Ariel; él tenía un nombre diabólico para cada pasión sensual: zalamero Estaufas, arremetedor Bies, podrido Haamíac, tetomaníaco Asmodeo, plateado Mammón, falo impúdico Belcebú. Y, lo mismo que la cocinera elevaba a un ganso salvaje relleno de ciruelas y salchichas de cerdo al rango de ángel Zedequiel, para el perilludo Hegge todo el placer de la mesa era sólo un relamerse los labios de Belial. Ese Hegge, a quien la abadesa Rusch llamaba casi siempre el Cabronazo, introdujo en Danzig, ya al comienzo de la Reforma, toda la palabrería protestante del bizantinismo agremiado. Su padre, sastre, había venido del lago de Constanza. Sin embargo, su madre era al parecer del país: una de la Empalizada, salobre, viscosa, de boca torcida y escamas en el pelo. En Jacobo Hegge se mezclaban el oleaje parlanchín del Báltico con el chapoteo del lago suabo de Constanza. Consideraba pecado hasta chuparse el dedo y otros pequeños placeres. Los burgueses lo enviaron seis meses a Wittenberg. Querían ser buenos protestantes, desde luego, pero el fervor y hervor calvinista de Hegge les amargaba la vida. Los gremios pagaron el viaje. En Wittenberg, al parecer, el Dr. Lutero le aconsejó que se limitara a hablar de la necesidad de los desterrados hijos de Eva de encontrar consuelo en la Biblia e hiciera cantar himnos a su congregación: «Dadnos, Señor, por Vuestra Gracia la Paz &». Pero Hegge no quería renunciar a su fervor ni su hervor. De forma curiosa, en él pugnaban el monje dominico exclaustrado y su herencia paterna: la manía suaba de la pulcritud. Por muy encarecidamente que se le hubiera exhortado en Wittenberg a que dejara a los buenos burgueses algunas estampitas de colores y las tradicionales imágenes, él quiso por todas partes paredes desnudas. Es posible que volviera de ver al Dr. Lutero con algunos consejos prácticos, pero tan pronto como predicó de nuevo, en el cementerio de Santa Gertrudis, a una multitud creciente, comenzaron a escapársele improperios que hormigueaban como lombrices intestinales echadas por el culo, aunque Jacobo Hegge creyera que estaba enseñando la pura palabra de Dios. Menos mal que los tilos del cementerio arrojaban una sombra moderadora. Así, poco después de su viaje, dijo desde el púlpito de la iglesia mayor de Santa María de Danzig algo que podía entender un pueblo con instintos homicidas: «Los monjes grises llevan un cordón a la cintura. ¡Sería mejor que lo llevasen al cuello!». Unas palabras que podían ponerse en práctica: al día siguiente, varios dominicos colgaban de sus cordones. Y también se le escaparon al fervoroso Hegge otras palabras, por su fuerza como imágenes, aunque, en general, tronase contra toda clase de imágenes y representaciones: quería todas las iglesias limpias y blanqueadas. Y otra vez el pueblo lo tomó al pie de la letra, hizo una limpieza a fondo en Santa María, Santa Catalina y San Juan, destrozó cuadros, estatuas y tallas, arrinconó los altares y quiso ocuparse también de la iglesia de Santa Brígida, en el Barrio Viejo. Ya habían sacado algunos jaboneros arrastrando, de la iglesia de Santa Brígida, a un San Nicolás de madera, para poner en obra literalmente la frase favorita de Hegge «¡a la picota con él!», e iban a colocar al policromado santo en la picota municipal, cuando entró en liza la abadesa Margareta con sus veintisiete monjas y novicias: cerraron contra ellos sin vacilar. San Nicolás se salvó. Hegge fue hecho prisionero y, entre la rechifla de su inconstante público, llevado por la fuerza al vecino convento de Santa Brígida. Lo que sucedió allí aquella noche no lo sé. Seguramente lo corriente. Pero al día siguiente, sin embargo, fue castigado con arreglo a las leyes culinarias de Greta la Gorda. Con trescientos once pastelillos que, con su propia mano, había frito en grasa de cerdo, ella confeccionó un San Nicolás parecido al santo de madera, con glaseado de azúcar de colores, que el predicador tuvo que comer, masticar, remasticar y tragar, desde la aureola fina como una hostia hasta la peana de masa de pan negro. Por añadidura, las monjas hablan rellenado el San Nicolás de morcilla y salchichas de tripa picantes, de las que no debía quedar ni una sola. Hegge mascó durante tres días. Para pasar la pimienta se ayudaba con agua. Rellenó los pastelillos de morcillas, a las que daban gusto las pasas, y acompañó con más pastelillos las salchichas con mejorana. Al principio, al parecer, repasaba la lista de todos los diablos, desde Achomaz hasta Zaroe, pero luego aquel esgrimista verbal se calló. Más tarde, según dicen, como estaba por dentro totalmente engrasado y pimentado, se cagó en los calzones. Se dijo que las salchichas y morcillas le salían por popa sin masticar. Después de aquello, al parecer, sólo conjuró al infierno moderadamente. Cuando, al año siguiente el rey Segismundo de Polonia, con ocho mil hombres, ocupó la ciudad rebelde y ordenó la apertura de un proceso criminal, Jacobo Hegge, vestido de mujer, escapó. Al parecer, la abadesa Margareta Rusch le ayudó a huir. Se dijo que Hegge se había refugiado en Greifswald y vivía allí dedicado a la contemplación. El pueblo, sin embargo tanto católico como protestante , prepara desde entonces el 6 de diciembre sannicolases aunque más pequeños, mucho más pequeños, y sin relleno de salchichas  lo mismo que, en general, la cocina de la monja Rusch se difundió por todas partes, tanto en la ciudad como en el campo cachubo. Quien quiera imitar hoy sus recetas, por ejemplo para zorzales, esos tordos de cabeza gris, deberá envolver los pajaritos con tocino cortado en lonchas finas, rellenar su vida interior con los diminutos higadillos y una buena cantidad de bayas de enebro, y preparar media docena a la parrilla sobre carbón de leña, pero no invitar a ningún ecologista. También a mí, el fugado monje franciscano, me daban pena los sabrosos pájaros cuando Greta la Gorda los rellenaba como aperitivo para el rey Batory, imitando entretanto el piar de las avecillas: por ejemplo, esa especie de balido de las becadas, que hace que a esos pájaros lacustres se los llame también cabras del cielo. Quien, sin embargo, tenga invitados a los que les gusten las historias exageradas, que sofría menudillos de liebre las patas, las cabezas partidas por la mitad, las costillitas, los bofes, el hígado  con tocino entreverado, como hacía Greta la Gorda; que deje cocer a fuego lento, por corto tiempo, un puñadito de pasas previamente remojadas, caliente todo con pimienta negra molida, rocíe sólo entonces lo agarrado a la sartén con vino tinto, y, después de un corto hervor, deje hacerse la liebre a la pimienta a fuego moderado durante una hora o más, si los invitados tardan en llegar; como ocurrió entonces, cuando el obispo de Leslau, que se dirigía a Oliva, se extravió por hayales no transitados, hasta que lo espantó una aparición de la que, luego, hablaba más bien complacido. Cabalgaba por el bosque canturreando, aunque interiormente rico en figuras, cuando desde un árbol hendido le profetizó una liebre, en un latín impecable pero con acento cachubo, que ese mismo día encontraría a otra liebre y, por cierto, llena de vino. «¡Salúdala de mi parte! ¡Por favor, salúdala de mi parte!», dijo la liebre versada en idiomas; deseo que el obispo de Leslau satisfizo, antes de que sus señorías, delante de la otra liebre humeante, discutieran la grave situación política. Quien, sin embargo, quiera sorprender a sus invitados como Greta la Gorda al rey de Polonia Esteban Batory el 12 de diciembre de 1577, cuando le puso a la mesa una cabeza de cordero dentro de una cabeza de cerdo que, abierta, contenía la intrincada llave de la ciudad sitiada y, por fin, capitulante, debe deshuesar con un cuchillo corto una cabeza de cerdo y luego una cabeza de cordero, sin dañar la grasienta piel, rellenar la cabeza de cerdo, previamente taponada con mejorana verde, con la cabeza del cordero, que luego, bien cosida, debe dejar estupefactos a los invitados: cuando la cabeza de cordero de dentro de la cabeza de cerdo, después de asarse durante hora y media, salga del horno y sea cortada, los invitados deben decir obligatoriamente «¡ah!», porque lo que tienen delante brilla, rebosa, es extraño, hermoso, puro y maravilloso, y significa ambivalentemente suerte u otra cosa: por ejemplo, una cajita dorada en la que, muy doblado, hay un contrato de ahorro para la construcción o cualquier otra cosa que responda a los deseos más fervientes de mi Ilsebill. Y quien siga queriendo cocinar como Greta la Gorda y tenga los mismos motivos que ella tenía cuando yo, su tempotransitorio compañero de lecho, no sentía ya ninguna gana ni quería compartir su carne, sino que, flojo de piernas, me preguntaba por el sentido de todo y me limitaba a dar rodeos, perezosos rodeos, debe ensayar esta receta. Se cogen entre doce y diecisiete crestas de gallo, se sumergen en leche caliente hasta que se separe fácilmente la piel, se lavan con agua fría, con lo que su color rojo palidece y se vuelve sorprendentemente blanco, se les echan gotas de limón, como hacía Margret con jugo de pepino, se rebozan las crestas en huevo batido, se fríen brevemente por los dos lados y se sirven sobre rodajas de apio rehogadas en manteca a todos los hombrecitos que, como me ocurría a mí entonces, encuentran difícil mantenerse erguidos como un hombre o ser gallardamente viriles cuando hay motivos de sobra para bajar la cabeza. Porque no resultaba fácil vivir a la sombra de Greta: la cocinera no tenía una gran opinión de los flojuchos. Una y otra vez, la gorda Greta me ayudó a enderezar mi camino. Vale la pena seguir su receta. Sin duda por eso veía yo cómo el público, mientras se juzgaba el caso Margareta Rusch ante el tribunal feminista, tomaba nota diligentemente de las recetas. Sólo la vocal Ulla Witzlaff, cuando se habló de los tripicallos y del picadillo de pulmón, advirtió riendo, riendo por todas partes como sólo sabía reír la gorda Greta, contra el abuso de la pimienta: prometía más ardor del que se podía dar, hubiera debido quedarse donde crecía, no subrayaba cualquier otro gusto sino que lo sofocaba, ponía nervioso y, especialmente a las mujeres, les hacia apresurarse excesivamente & Ulla Witzlaff es organista de profesión y, como la monja Rusch, no puede estarse quieta. Procede de la isla de Rügen y conoce muchas historias insulares. Una de sus bisabuelas que, como mujer de pescador, iba remando desde una pequeña isla llamada Oehe hasta Schaprode, fue, al parecer, la que contó en su día al pintor Runge, en bajo alemán, el cuento del rodaballo parlante. También Ulla habla el dialecto de la costa. Aunque me parece delgada, podría desempeñar el papel de Greta la Gorda. «¡Ké largo se máechol tiempo!», dice; porque después de doce años de oficios protestantes, la santurronería dominical le repatea hasta los tubos del órgano. Está harta de los levitas negras de su parroquia, uno de ellos un perillán tan fanático como el propio Hegge. El otro día, cuando, cansado de Ilsebill y de sus deseos que proliferan como cebollinos se acercan las Navidades , me di otra vez a la fuga y acompañé a Ulla Witzlaff a su servicio dominical en una iglesia neogótica, después de que Ulla había preludiado, cantado el kyrie de la liturgia y dado el tono a la raquítica concurrencia con el himno «Señor, abridme las puertas de vuestro corazón &», nos sentábamos en un banquito, arriba, en el coro, al lado del órgano. Hablábamos del rodaballo y de sus actividades en la época de la abadesa Margareta Rusch a media voz, porque, abajo, el Hegge actual había comenzado su sermón. Ulla tejía del derecho y del revés algo largo, mientras el fanático perillán soltaba, ante diecisiete viejecitas y dos doncellas adolescentes de temperamento pietista, su última revelación espiritual: «Iba yo hace poco, queridos feligreses, en un metro supercongestionado. Todo el mundo tropezaba y se empujaba. ¡Dios mío!, clamé desde el fondo de mi corazón, ¿dónde está tu amor? Y entonces, repentinamente, Jesús me habló &». Momento en el que Ulla, inesperadamente, dijo: «Esa monja Rusch debió de utilizar en el convento un libro de himnos cuyo prólogo había escrito Lutero». Yo asentí: «En 1525, Jacobo Hegge trajo de Wittenberg un volumen de la primera edición del libro de himnos de Klug y se lo regaló a Greta la Gorda. Posiblemente por consejo del rodaballo que estaba siempre al corriente de las novedades editoriales. Por eso la Rusch, todas las noches, cantaba con sus monjas: «Alegraos, amados christianos, y saltemos de xúbilo &». Y Ulla dijo: «Posiblemente la monja Rusch, en Santa Brígida o en la capilla del convento, tendría un órgano, aunque fuera de un solo teclado». Entonces dejó caer la labor, se movió en el banquito, apretó unos botones aquí y movió unas palancas allá, sacó todos los registros y, con manos y pies, hizo rugir al órgano como está mandado. Sin cuidarse del predicador, que luchaba allí abajo, ni de su interminable parida, me hizo una demostración del libro de himnos de Klug y de su importancia en el siglo XVI, dejando oír, con su voz tonante y jubilosa lo mismo que entonces la Rusch, bajo un velo de catolicismo  el latín traducido al tedesco por Lutero y las propias composiciones de éste. En primer lugar: «Con paz y xúbilo voy &». Luego: «En el camino de la vida &». Después: «La salvación nos ha venido &». Y por fin, con la vieja melodía, todas las estrofas de «Es nuestro Dios firme bastión &» hasta «Y la palabra se impondrá &». Para entonces, el entusiasmo de Ulla había dejado la iglesia vacía, porque el actual Hegge y sus beatas no estaban preparados para aquella acometida. Después de un asustado amén y una bendición fugaz, el pastor y sus mujercitas de sombreros de flores se apresuraron a salir afuera, donde hacía un frío decembrino. ¡Oh, maravilla de las iglesias vacías! Durante una horita, la Witzlaff tocó el órgano y cantó sólo para mí. Con ejemplos musicales, me mostró claramente cómo la abadesa Rusch y sus monjas de Santa Brígida habían sido católicas conventuales por una parte y buenas protestantes por otra. De vez en cuando, me daba algunas lecciones elementales de liturgia e himnología. Cuando el órgano, después de un «Ven Espíritu Santo &» final, exhaló el último suspiro, la organista me tomó en sus brazos. Sin embargo, cuando yo, eo loco, quise corresponder sobre el estrecho banco del coro, Ulla dijo, recordando quizá el camastro con calor de establo de la monja Rusch: «Ehpérahta luego. Tié kaber komodiá». Como está escrito: fuimos una sola carne y nos reímos mucho del Hegge de entonces y del de ahora. Y después Ulla me invitó a lentejas de la víspera e historias de islas, por las que nadaba el rodaballo de los cuentos. La cocinera besa Cuando ella abre su boca, más dada a tararear que al canturreo, y la frunce: purés espesos, albondiguillas, o cuando, con dientes hábiles, muerde el pescuezo de cordero mollar o la pechuga izquierda del ganso y, revueltos con su saliva, me los pasa de un lengüetazo. Carne fibrosa premasticada. Pasado por la máquina lo muy duro. Sus besos alimentan. Así viajan cocochas de trucha, aceitunas, nueces también, huesos de ciruela que no ha partido con sus molares, pan negro lavado en un trago de cerveza, un grano de pimienta entero y queso en porciones, que ella vuelve a porcionar en sus besos. Débil ya y enterrado en almohadas, acosado por la liebre, el asco, los pensamientos, yo resucitaba (una y otra vez) con sus besos que nunca llegaban vacíos ni eran sólo besos. Y yo correspondía: carne de marisco-sesos de ternera-menudos de pollo-tocino. Una vez nos comimos un lucio en la raspa; yo el suyo, ella el mío. Una vez intercambiamos tórtolas; incluidos los huesecillos. Una vez (y repetidas veces) nos besamos llenos de judías. Una vez, después de la pelea de siempre (porque me había bebido el dinero del alquiler del piso), nos reconcilió un rábano que, de veras, nos importaba un rábano. Y una vez el comino de la chucruta nos alegró tanto, que nos lo cambiábamos y cambiábamos hambrientos de más. Cuando Agnes, la cocinera, besó al agonizante poeta Opitz, él se llevó una punta de espárrago para el último viaje. En el cuarto mes Examinando las heces Embarazada del cuarto mes (y, por ello, con un súbito antojo de avellanas), Ilsebill, que no quiere haber sido mi fregona, piensa siempre rectilíneamente y podría ser una de las acusadoras del rodaballo, perdió un molar superior derecho, revalorizado por una corona de oro, que, como si se le hubiera subido un sapo macho, se tragó de un susto: sólo escupió la cáscara de la avellana que, por si fuera poco, estaba vacía. Yo dije: «¿Qué? ¿Has mirado? Al fin y al cabo es de oro». Pero ella se negó a examinar al día siguiente su deposición matutina y, mucho más, a sondearla con un tenedor lavable. Y a mí me prohibió escarbar en lo que, desdeñosamente, llamó sus «heces». «Es tu falsa buena educación», dije; porque nuestros excrementos deberían ser importantes para nosotros y no repelernos. No son nada extraño. Tienen nuestro calor. Recientemente se describen otra vez en los libros, se muestran en las películas y aparecen, como naturalezas muertas, en los cuadros. Sólo se nos habían olvidado. Porque hasta donde recuerdo retrospectivamente: todas las cocineras (que hay en mí) examinaban sus heces y también en todos mis tempotránsitos  las mías. Siempre estuve sometido a supervisión. Greta la Gorda, por ejemplo, durante sus años de abadesa, no sólo se hacía mostrar todos los orinales de las novicias; también los pinches de cocina que contrataba tenían que acreditarse previamente mediante una sana defecación. Y también cuando, como espadero Alberto, me atormentaban diariamente con vigilias, estuve sometido a censura posterior. Mi esposa Dorotea, que cocinaba sin carne, estaba tan inconmoviblemente aferrada a su ascética forma de vida que, no sólo me ponía una mesa sin grasas, sino que comprobaba también si, en mesas ajenas, había ingerido alguna cosa grasienta: hurgaba en mis excrementos buscando restos de tendón no digeridos, rastros de cortezas de tocino o pedazos de callos, y los comparaba con sus propias deposiciones goticoflamígeras y penitentes, que eran siempre secas y de una palidez sobrenatural, mientras que yo solía ser culpable: en las comilonas de los gremios, cuando se trinchaban lechones rellenos de mijo con leche para herreros y espaderos, o cuando, con mi amigo el tallista Lud, asaba a escondidas sobre un fuego de leña en el campo o en las barracas de los canteros de San Pedro, en el Barrio del Suburbio, riñones de oveja y grasientos rabos de cordero. A Dorotea no se le escapaba nada. A menudo me traicionaron ternillas y huesecillos tragados enteros, que salían por el otro extremo incólumes. Y cuando fui general Rapp y gobernador napoleónico de la República de Danzig, fue la cocinera Sophie Rotzoll quien, por haber calificado yo de indigestos sus platos de setas, me sirvió mi propia mierda vistosamente extendida sobre una bandeja de plata. Yo encajé aquel valiente desacato con buen humor de soldado. Pero ella tenía razón: no quedaba ni una piel de seta, ni un gusano. Pronto, con paladar cada vez más fino, llamé delicados sus colmenillas, níscalos, boletos y rebozuelos. Ni siquiera, así educado, quise renunciar a la arenosa seta polaca de los caballeros, aunque su arena podía observarse en mi caca gubernamental. No me atrevo a imaginar lo sugestiva que hubiera sido, indudablemente, mi última cagada napoleónica, si hubiera probado la guarnición de setas de la cabeza de ternera rellena preparada por Sofía, que sirvió de última cena a seis de mis huéspedes entre ellos tres oficiales polacos y uno de la Confederación Renana , aunque sabido es el devastador efecto que produce el inocibe lobulado. Todas mis cocineras, como digo, examinaban los excrementos, leían en los excrementos el porvenir y, en los tiempos prehistóricos, sostenían incluso con los excrementos diálogos paganos. Vigga, por ejemplo, vio en el montón de mierda, todavía humeante, de un caudillo gótico que, indecorosamente, se había aliviado en las proximidades de nuestro asentamiento de la Empalizada  el inexorable destino de los godos, que poco después iniciaron su invasión. En nuestro lenguaje pomorsco primitivo (precursor del cachubo actual), ella predijo su división en ostrogodos y visigodos, en godos espléndidos y sublimes: Ermanarico y los hunos, Alarico en Roma. Que Belisario haría prisionero al rey Vitiges. La batalla de los Campos Cataláunicos. Etcétera. En el neolítico, por otra parte, cuando gobernaba Aya, mi cocinera primitiva, el examen de los excrementos era un acto religioso. Los hombres del neolítico teníamos costumbres muy distintas, y no sólo en lo referente a las comidas. Éstas las hacíamos solos, apartados de la horda y, aunque sin avergonzarnos, sí con recogimiento, absortos en la masticación y como con la mirada perdida. En cambio cagábamos juntos, acurrucados en círculo y animándonos mutuamente con gritos. Después de la cagada de la horda charlábamos y cotilleábamos, alegre y colectivamente aligerados, enseñándonos mutuamente nuestros productos acabados, haciendo expresivas comparaciones con logros anteriores o tomándoles el pelo a los estreñidos, que seguían inútilmente acurrucados. No hay que decir que también los pedos ocasionales eran un acontecimiento social. Lo que hoy se llama pestazo y se relaciona militarmente con letrinas y cagaderos «¡Huele a pedo de sargento!»  era para nosotros natural, porque nos identificábamos con nuestros excrementos: al olerlos, nos olíamos a nosotros mismos. No evacuábamos nada extraño. Si el comer nos era necesario y nos daba gusto, el echar el alimento utilizado sólo podía darnos placer. Contemplábamos agradecidos, aunque no sin cierta melancolía, aquello que nos abandonaba. Por eso, a la cagada colectiva de la horda para la que, por cierto, nos reuníamos dos veces al día, mejor dicho, estábamos obligados a reunirnos  seguía un cántico de despedida, la acción de gracias, el hosanna, el último homenaje. Aya, nuestra sacerdotisa, examinaba (en calidad de cocinera de la horda) nuestros excrementos que, entretanto, se habían enfriado , para lo cual, sin establecer ningún orden jerárquico, daba la vuelta al círculo, encontrando para cada uno, hasta para el cegador más modesto, una palabra apropiada; por eso hay que reconocer en esa actividad humana a la primitiva democracia. Nadie se acuclillaba más alto que otro. Al fin y al cabo, todos éramos sus hijos. Amonestaba al que, estreñido, no había tenido éxito. Quien, sin embargo, permanecía varios días taponado, era castigado a cagar solo, como es hoy costumbre. Y a quien, a pesar de todo, no conseguía fabricar un buen mojón nudoso y duro se le hacían tragar huevos de sapo: Aya manejaba la cuchara neolítica, el omoplato cóncavo de un anta. ¡Y daba resultado! Lo que nuestra moderna época humanista ha inventado (amén de otras bestialidades) para castigar y torturar a los delincuentes políticos los enemigos del pueblo descubiertos tienen que comerse su propia mierda fascista o comunista, anarquista o incluso liberal  no hubiera sido para nosotros humillante, porque nuestra relación con los excrementos no era sólo religiosa sino también práctica: en las épocas de hambre nos los comíamos, sin gusto pero también sin asco. Sólo los niños pequeños conservan todavía esa actitud natural hacia los resultados de su digestión y el placentero proceso del metabolismo, que los mayores describen con una multitud de circunloquios: hacer de vientre, poner un huevo, hacer aguas mayores o menores. O ir a telefonear. O ir a hacer algo que nadie puede hacer por uno. O tener que desaparecer un momento, o buscar cierto sitio. «¡Bárbaros!», gritó el rodaballo cuando le hablé, más bien de pasada, de nuestras necesidades tutelarmente inspeccionadas. «¡Pandilla de guarros!», vociferó. «En el palacio del rey Minos tienen ya inodoros.» El rodaballo quería que me avergonzase. Y pronto, sólo dos milenios más tarde, me avergonzaba ya y cagaba solo, como todo el mundo caga hoy por su cuenta. El rodaballo me daba conferencias sobre cultura y civilización. Yo le escuchaba atentamente, aunque nunca entendí muy bien si la individualización de la defecación era resultado de un proceso cultural o civilizador. De todas formas, en el neolítico, cuando sólo conocíamos la cagada colectiva y nuestra Aya entonaba dos veces al día su canto rico en vocales, la higiene no nos era desconocida: hojas de tusilago, nunca superadas. (Ay, si por lo menos tuviéramos un retrete doble, ya que no familiar.) Sé sincera, Ilsebill, aunque no quisieras pescar tu muela de oro en los excrementos y sólo utilices la palabra mierda (como la mayoría de las personas) ilógicamente, en calidad de palabrota. Reconócelo, Ilsebill, y no te excuses con tu embarazo: también tú miras detrás de ti, aunque tímidamente y con demasiada educación. Lo mismo que a mí, te gusta olerte. Y yo también te olería con gusto, como me gustaría ser olido por ti. ¿Amor? Sí, eso es amor. Y por eso la fregona Agnes Kurbiella, que cocinaba comidas de régimen para el pintor Möller y el poeta Opitz, dedicaba diariamente sus aleluyas a la caca de sus queridos señores. Siempre se le ocurrían versos salutíferos. Y cuando la Peste Negra fulminó a Opitz, Agnes conoció que estaba condenado en sus calzones con palominos, y se lamentó suavemente: «Tus designios, Señor, son intrincados: Mierda negra y gusanos enroscados Traen la muerte después de los pecados.» Vacío y solo Los pantalones bajos, las manos en actitud orante, mis ojos ven de lleno: el tercer ladrillo desde arriba, el sexto desde la derecha. Diarrea. Me oigo. Dos mil quinientos años de Historia, primeras intuiciones y últimos pensamientos se lamen entre sí y se absorben mutuamente. Es la infección de siempre. Favorecida por el tinto o por la pelea en la escalera con Ilsebill. Miedo, porque el tiempo el reloj, quiero decir  tiene cagalera crónica. Lo que gotea por detrás: problemas a la hora del desayuno. El excremento se niega a hacerse compacto y también el amor fluye hacia un pozo sin fondo. Vaciarse tanto es ya un placer: solo en el retrete con mis posaderas que son sólo mías. Dios-Estado-Sociedad-Familia-Partido & Fuera, todos fuera. Eso que huele soy yo. Si pudiera llorar. La pesadumbre de un tiempo malo En el decimosexto año de la guerra, cuando los sajones negociaban con los imperiales y otra vez estaba a punto de caer Silesia, Andreas Gryphius, de dieciocho años, cuya ciudad natal de Glogau había sido reducida a cenizas, se marchó a Danzig para pagarse sus estudios de Historia, Teología, Astronomía y Medicina dando clases a hijos de burgueses que vivían tras fachadas cuya renovación daba expresión boyante y un profundo sentido dorado a la vida, a fuerza de molduras, estrías e inscripciones. Hasta entonces, el joven sólo había compuesto épica heroica en latín, pero ahora, al conocer un opúsculo sobre las reglas del arte poético, escribió versos en alemán que, en su primer impulso, derribaban tan bruscamente barreras, que llamaron la atención del autor del libro de reglas poéticas que, en calidad de historiógrafo de la corte del rey de Polonia, había fijado su residencia en Danzig  por su voluptuosa obsesión por el dolor, su cólera al proclamar la vanidad de todo lo existente y su exuberante tristeza; en efecto, Martin Opitz von Boberfeld leyó, en una copia que le dejó un amigo: «Qué somos, pues, los humanos: ¡Hogar de dolor rabioso, Juguete de falsa dicha, fatuo fuego de la edad, Asiento de toda angustia y de toda adversidad, Nieve que presto se funde, vela muy pronto en reposo!» de forma que, por mediación de su amigo el matemático Peter Crüger, quiso conocer al joven poeta. A sus treinta y ocho años, Opitz era un hombre valetudinario, harto de las continuas guerras y del fracaso de la diplomacia. Sólo el año anterior, cuando su padre, el indestructible carnicero de Bunzlau, se casó por cuarta vez, había escrito, juzgándose a sí mismo: «Mi alma no quiere arder Ni remontarse como solía; Las causas yo las maldigo: El odio a la servidumbre, Lo que hace amigo o enemigo, De un tiempo la pesadumbre». El encuentro tuvo lugar en casa del predicador reformado Nigrinius, en donde Opitz vivía totalmente solo si se prescinde de una extraña muchacha, llamada Agnes, que cocinaba medio día para él y medio día para el pintor municipal Möller , el 2 de septiembre de 1636, de lo que queda constancia en una carta a Hühnerfeld, el editor de Opitz: «Agora vino a mi encuentro un hombre de letras nuevo, dotado de feliz lengua, mas no versado en todas las reglas. Su nombre es Andreas Gryph y es natural del Glogau. Me ha ofendido su personalidad toda». Opitz y Gryphius hablaron hasta que oscureció. El veranillo de San Martín báltico quedaba ante sus ventanas. De vez en cuando tocaban a vísperas. La fregona iba y venía descalza sobre los azulejos verdes y amarillos. Los dos hablaban con dejo silesio eso no se puede transcribir  y, a veces, como un libro: eso se puede citar. Gryphius tenía un rostro redondo de niño, que repentinamente podía ensombrecerse y parecer como descarnado, de forma que por su boca hablaba un arcángel furioso. Su boca de anunciador. Los ojos asombrados de espanto. A pesar de su aspecto sonrosado, el joven poeta era de natural atrabiliario, mientras que al más viejo que siguiendo la moda hispanoflamenca se sentaba rígidamente  los párpados superiores le velaban la mirada de forma que, siempre que hablaba más para sí que para su huésped , miraba como un perro azotado a todos los rincones de la estancia o, por lo menos, desviadamente. Evidentemente, a Opitz le molestaban los ruidos. Fuera estaban poniendo a golpes aros metálicos a los barriles. Al principio, Gryphius pareció apocado y habló con ingenio, al estilo estudiantil, a la fregona Agnes quien, sin embargo, no respondió mientras servía al joven poeta vino con especias y al más viejo jugo de bayas de saúco. Se habló del ruido de las ciudades portuarias y de la Silesia nuevamente perdida. Gryphius dijo que la peste se le había llevado a los dos hijos de su protector Caspar Otto, de Traunstadt, es decir, a sus alumnos de latín. Luego se satirizó el carácter advenedizo de los comerciantes locales. Se nombraron conocidos comunes de Glogau y Bunzlau. Sobró desprecio para la Sociedad Fructuosa, el círculo literario de Silesia. Quizá de una forma demasiado casual, después de haber mencionado la muerte del último protector de los refugiados silesios en las polacas Lissa y Fraunstadt, el príncipe Raffael Leszczynki, Opitz alabó los audaces sonetos de Gryphius, a veces, sin duda, demasiado liberados de la métrica. Luego lamentó que la proclamación de un dolor desenfrenado, lo jeremíaco del tono de valle de lágrimas y la condenación, como nadería, del más mínimo placer terrenal resultasen excesivos. Dijo que el hermoso verso «¿Debe subsistir esa burbuja, ese hombre insustancial?» le afectaba también a él dolorosamente, tanto más cuanto que, en otro tiempo, había escrito versos igualmente nihilistas; sin embargo, no podía rechazar toda actividad humana como «paja, polvo, ceniza y viento» y desear que se disipara. Al fin y al cabo, había cosas útiles. A menudo yacían entre ruinas, lo que aseguraba su persistencia. La huella continuaba. Hasta en lo estéril podía reconocerse el valor de un hombre honrado. Nada se perdía por sí solo. El canciller sueco Oxenstierna le había convencido de la necesidad de la acción política. Lo bueno no se encontraba, sino que había que cribarlo. Por otra parte, Gryphius era demasiado joven para calificar al mundo entero de valle de lágrimas y, con unas mejillas rosadas como las que ahora mostraba, desear la muerte y el pudridero. Todo eso, placer y dolor, había que vivirlo antes. Entonces el joven Gryphius vació su jarro de vino con especias, miró fijamente los clavos de giroflé y flores de nuez moscada que quedaban en el fondo, se ensombreció an­ti­guo­tes­ta­men­ta­ria­men­te y no pretendió hacerse ya el gracioso en presencia de la escanciadora fregona, sino que habló sin vacilaciones, como si hubiera preparado su discurso, marcando con el índice derecho los ritmos contra el borde de la mesa. Ante todo, reconoció que su generación poética había utilizado agradecida la obra teórica de Opitz, y que él y otros jóvenes se habían dedicado con decisión a la versificación alemana, apartándose de las insulseces latinizantes; luego apuntó al elogiado maestro con el dedo desnudo que, un momento antes, tamborileaba aún. Dijo que él, el gran Opitz, había dilapidado sus fuerzas politizando; él, el Opitz coronado por el Emperador, el ennoblecido Opitz, había dado a la diplomacia lo que hubiera debido dar a la poesía; él, el reglamentador Opitz, había ocultado toda la miseria humana con su palabrería; él, el siempre activo Opitz, desde que había guerra se había ocupado de los negocios sucios de los sucesivos príncipes e incluso ahora, aunque se encontrase en puerto seguro, no podía dejar de aconsejar por un lado al rey Vladislao de Polonia, escribiéndole cartas para ponderar alguna pequeña ventaja, ni de enviar por otra al canciller sueco Oxenstierna informes secretos sobre el reclutamiento de mercenarios prusianos para los ejércitos del Emperador. Todo eso lo hacía Opitz, sin duda, por amor a la pobre Silesia, otra vez católicamente oprimida, pero también a cambio de táleros contantes y sonantes, que le pagaban polacos y suecos por sus dudosos servicios como agente doble, por sus chivatazos y sus servicios de comadreja. Por eso era la ambigüedad lo que a él, Opitz, le cortaba la palabra, cuando la guerra exterminadora y la miseria de los desvalidos hijos de Eva hubieran debido hacer hablar sin rodeos a los poetas. Él, en cambio, el flexible Opitz, según las circunstancias, había servido a los protestantes o traducido al germano para los jesuitas el manual antiherético. En las misas católicas se había hincado hipócritamente de rodillas. Cuando Magdeburgo cayó y sobrevino la miseria, Opitz escribió incluso poemas satíricos sobre esa ciudad temerosa de Dios «Siempre dormía sola, la beata solterona &»  por lo que había sido maldecido en el campo protestante. Y a las hijas de Breslau se sabía de dos  les había hecho niños estando de paso, pero se había negado luego a pasarles una pensión. Y todos los anticuados himnos de alabanza y de gracias que él, el servil Opitz, había actualizado en verso sin duda observando fielmente las reglas  para el chupasangre del conde Dohna «Tú me elevas sobre mí, mi libertad no rehúsas. Con el peso de tus armas, quieres donarme a las musas &»  eran sin duda magistrales de acuerdo con lo que tan meritoriamente enseñaba su librito de versificación alemana, pero sin el sentimiento ni la cálida palabra necesarias, y más bien insípidos. Y, sin embargo, él, Gryphius, podía recitar poemas de Opitz, por ejemplo los primeros, los de Transilvania, pero también los de la peste en Bunzlau, en los que el arte no adoptaba actitudes y la palabra no escondía nada, sino que mostraba un valle de lágrimas sin salida: « & Cuánto había de sufrir ahora Quien enfermo yacía / hasta llegar la hora / De abandonar su cuerpo. Su sangre inficionada / Subía a su cabeza cual ceniza abrasada / Y bañaba sus ojos / de fuego encendido. Privado de palabra su pecho entumecido / El pulmón sollozaba. / Su cuerpo yacía / Dejando huir sus fuerzas. Hedía / Cual pútrida carroña Por dar de sí recado / Olía todo él; su ser tan delicado Estaba ya a la puerta / buscando con anhelo / Si en aquel gran dolor no hubiera algún consuelo.» Entonces, después de una pausa en la que la fregona Agnes atravesó el cuarto, puso platos de estaño sobre la mesa y, fuera, la ciudad portuaria siguió su vida habitual hacían rodar barriles , el viejo Opitz dijo al joven Gryphius: Síseñor, casi todo era verdad. Se había extraviado en asuntos embrolladamente bélicos, siempre viajando, siempre llevando mensajes, propuestas de mediación y peticiones de ayuda; se había agotado, más que divertido, con las hijas de Breslau; había tenido que precaverse de los jesuitas y asegurarse el favor principesco, pero, sin embargo, se consideraba como el muy docto Grocio, que precisamente se había sentado así ante él en París  como un irenista u hombre de paz, porque no le movía ningún partido, sino el deseo de tolerancia hacia todas las creencias, por lo cual él, aunque fatigado, quería inducir aún al canciller Oxenstierna, con sus cartas, para que ahora, cuando el Emperador era débil, fortaleciera el ejército del mariscal Baner, a fin de que los suecos, con la caballería de Torstenson y los regimientos escoceses de Lesley y King impidieran la unión de las tropas imperiales con los traidores sajones; sí, en realidad se esforzaba ya que el infante real era educado de una forma totalmente absurda por su madre en el castillo de Estocolmo  porque el poderío sueco, en lo posible, se aliase con el polaco Vladislao contra los Habsburgo, sobre todo porque el rey de Polonia seguía pensando en la corona de Suecia; y por eso él, Opitz, el pasado año había compuesto un panegírico a Su Majestad polaca, en el que se ensalzaba el amor a la paz del rey y la tregua inteligentemente mantenida « & Pues él, gran Vladislao, prefiere la paz a cualquier guerra &» ; sin embargo, debía ocuparse incesantemente, aunque fuera en perjuicio de la Poética, de la miseria silesia, si bien había fijado su residencia en un lugar seguro para poder escribir todavía versos. Porque sólo de eso se trataba, dijo Opitz para terminar, amonestando al joven Gryphius con la mirada: «En fin de cuentas, todo verso es yámbico o trocaico; no porque, al estilo griego y latino, nos preocupemos de la longitud de las sílabas, sino porque, por el acento y los tonos, sabemos qué sílabas deben ser fuertes y cuáles débiles». Entonces, antes de que Gryphius pudiera desahogarse tormentosamente, la fregona, que sólo sonreía siempre en torno a su propia boca, trajo sobre una bandeja de plata un bacalao guisado, que ella llamaba abadejo. Luego, Agnes habló a través de la mesa. Rogó al joven señor que, por amor del cielo, no discutiera más, a fin de que su amado señor, cuyo estómago se destemplaba fácilmente, pudiese comer con calma su pescado cocido con leche y sazonado con eneldo. Con una aleluya que recitó con su ancho acento campesino y acentuación equivocada, y que decía así: «Discutir ante un buen abadejo es olvidar de Dios el consejo»  logró poner paz; porque el pescado se separaba suavemente de su raspa y, con sus ojos blancos, no miraba a nadie. No sólo por eso comieron en silencio. No tenían nada más que echarse en cara. Sólo quedaban las medias palabras. Se lo habían dicho todo. El joven Gryphius se cebaba hambriento con la mano izquierda, mientras que Opitz, más bien inapetente, pinchaba con un tenedor que, hacía unos años, se había traído de París como cubierto de última moda. Gryphius chupó la raspa y sorbió además la gelatina de las órbitas de la cabeza del bacalao. Las dos esferas ciegas quedaron a un lado. Opitz no probó el puré de mijo endulzado con miel, en el que nadaban flores de saúco garrapiñadas, que Agnes puso a la mesa cuando sólo quedaban del abadejo las espinas limpias, las aletas caudales y traseras rechupadas y los saqueados huesos de la cabeza; sin embargo, el joven Gryphius, como si tuviera que desempeñar el papel de protagonista en el cuento del país de Jauja, se abrió camino devorando la humeante montaña de mijo: tan tempranamente huérfano, tan juvenilmente desesperado, tan silesiamente hambriento. Al principio se oyó sólo el relamerse del poeta, que pronto se haría famoso por su elocuente deseo de morir y su renuncia a todo placer terrenal, pero luego se oyó al inquieto estómago de Opitz, cuyos nervios estaban seguramente excitados por la presencia del huésped: borboteos, gorgoteos, regüeldos agrios. Tras unos párpados entornados ocultaba Opitz sus dolores, aunque a veces se pellizcaba la perilla que, al estilo sueco, debía subrayar su débil mentón. Cuando hubo liquidado también la montaña de mijo, el joven Gryphius preguntó, en medio del silencio, qué hacía, qué planeaba y en qué gran obra había meditado el maestro, y cuál era su posición hacia la tragedia germánica, después de haber traducido con tanto esmero a Sófocles. Opitz entonces sonrió, es decir, suavizó el melancólico diseño arrugado de su fealdad con una mueca y aseguró que, como desde hacía tiempo carecía de fuego interior, no podía dar ya mucho humo. En un horno frío no había que buscar la brasa. Sin duda también por esa razón su idea juvenil, totalmente sofocada por las malas hierbas, no maduraría para convertirse en un verdadero drama sobre la antigua Dacia. Y una tragedia germana debía escribirla alguien que, como Gryphius, estaba todavía sobre la escena. Sin embargo, quería traducir al alemán cuidadosamente los salmos de David, para lo cual estudiaría la escritura hebraica con una orientación docta. Luego pensaba «verter a nuestra lengua y dar aquí a la imprenta» epigramas griegos y latinos. También tenía la intención de descubrir los tesoros de Breslau y de dar a conocer nuevamente el canto de Annón, olvidado desde los tiempos antiguos, para que pudiese perdurar. Nada más. Como si quisiera disculparse, Opitz señaló la mesa devastada y dijo: «Nadie puede por eso censurarnos que dediquemos el tiempo que muchos consumen en festines, inútiles pláticas y reyertas, a los deleites del estudio, ni que renunciemos a lo que los pobres a menudo disfrutan y los ricos no pueden comprar». Esto hubiera podido ser un estímulo para que el joven Gryphius no dijese una palabra más, se marchase y, en una estancia tranquila, se pusiese a estudiar diligentemente. Pero el joven se puso en pie, mostrando un rostro consternado, que expresaba lo lastimosamente agotado que le había parecido el siempre venerado maestro. Y cuando Opitz apenas había recogido los platos la extraña, ahora canturreante en tono monótono, fregona  confesó, con una mueca senil, que las cálidas carnes de Agnes, aunque tuviera que compartirlas con el pintor municipal, lo enternecían últimamente, lo vivificaban, le daban deseos aunque demasiado tarde y con éxito incierto , Gryphius se abotonó asqueado el jubón: tenía que marcharse. No quería molestar. Ya había aprendido suficiente. Se había quedado demasiado tiempo. Ya en la puerta, el joven poeta formuló aún una petición. Sin titubeos y abiertamente, le pidió a Opitz que interpusiera sus buenos oficios con algún editor benévolo. Aunque él, Gryphius, sabía que todas las impresiones y la búsqueda de la fama eran vanos, quería ver impresos sus sonetos, que había escrito aquí, en esta ciudad falsamente brillante y llena de una felicidad engañosa, porque estaban dirigidos contra esa vanidad. Opitz le oyó, pensó un poco y prometió luego ocuparse de lograr los favores de un editor. Marcando las distancias repentinamente en latín culto y con citas (con lo que también Gryphius se pasó al latín), Opitz dijo, después de una larga cita de Séneca, que conocía a un consejero imperial que, retirado por enfermedad, llevaba una vida contemplativa y sentía debilidad por las artes. Esperaba que a Gryphius no le molestase el título. No todos los imperiales eran malos. Escribiría para interceder por él. (Así ocurrió pronto. Gryphius se fue a vivir a la hacienda de un tal señor Schönborner, se granjeó sus favores, enseñó a sus hijos y, al año siguiente, financiado por el consejero imperial, hizo imprimir sus sonetos en Lissa, a fin de que le sobrevivieran.) Sin embargo, cuando el joven Gryphius, lleno de pescado y mijo pero también colmado de tristeza, se hubo marchado por fin, la fregona Agnes encendió dos velas, puso el papel en orden y, junto a él, una pluma de ganso recién cortada. Luego colocó al lado una escudilla con cominos, que a Opitz le gustaba comer mientras escribía cartas. Los cogía humedeciéndose la punta del dedo. Su pequeño vicio: la pasión por los cominos. Escribió al canciller sueco que debía movilizar de una vez las tropas de Torstenson y el regimiento escocés. Según sus informaciones las de Opitz , que había recogido en la ciudad puertaria «pues Dantzik es el centro de todas las gentes y todos los correos cortesanos posibles» , había llegado el momento de derrotar a los sajones en Brandeburgo, antes de que pudieran aliarse al poderío imperial. Tanto la miseria silesia como la situación militar estaban maduras para una decisión. (Con lo que, un mes más tarde, el 4 de octubre de 1636, las tropas imperiales, separadas de las sajonas, fueron derrotadas por los suecos, mandados por el mariscal Baner, en Wittstock sobre el Dosse, un afluente del Havel, entre el bosque y los pantanos, en donde los regimientos escoceses de Lesley y King jugaron un papel decisivo: después de pérdidas innumerables por ambos lados, se contaron los estandartes, cañones y forrajes capturados. Y eso fue todo.) Opitz, tras haber sellado la carta para Oxenstierna, permaneció aún algún tiempo inmóvil ante las velas, comiéndose el resto de los cominos, olvidado de todo ruido y esperando a la fregona Agnes, que llegó pronto y lo arregló todo o casi todo. Remolachas y menudillos de ganso En noviembre, con el agua de enjuagar tirada, los últimos colores usados y los gansos desplumados, en San Martín puntualmente cocinaba Agnes que sabía siempre qué-cuándo debe cocinarse  el cuello de piel colgante, estómago y corazón, alas las dos: los menudillos de ganso con remolacha y calabaza en taquitos mucho tiempo a fuego lento y pensando en un portaestandarte llamado Axel que prometió volver: pronto en noviembre. Se cuecen también: un puñadito de cebada, cominos, mejorana y un poco de beleño contra la peste. Todo eso: masticaba el estómago, mordisqueaba las alas, chupaba el pescuezo el pintor Möller al que Agnes ponía la mesa, mientras el poeta Opitz comía y comía, sin encontrar palabras, los suaves caldos, la blanda remolacha & aunque por todas partes en noviembre y en un caldo turbio nadaba un corazón de ganso buscando su paralelo. Por qué quiso el rodaballo encender de nuevo dos hornos fríos Cuando el tribunal feminista se ocupó del caso Agnes Kurbiella, las medidas de seguridad con respecto al acusado rodaballo se consideraban garantizadas, aunque había que seguir contando con atentados (rapto, veneno); el pez plano respiraba la mayor parte del tiempo enterrado en arena del Báltico y sólo podía ser adivinado: las protuberancias de sus ojos y su torcida boca parlante quedaban al descubierto. Sólo cuando la representante del Ministerio Fiscal solicitó que se abreviase el confuso proceso y quiso reducir el caso a la como dijo  «relación más pertinente» de Agnes Kurbiella con el historiógrafo de la corte Martin Opitz von Boberfeld, protestó el rodaballo, removiendo su lecho de arena con las aletas. «¡Alto Tribunal femenino! Ese aparente ahorro de tiempo reduciría a la mitad toda comprensión de las cosas, mejor dicho, la destruiría, porque la joven Agnes no sólo sostenía una doble relación, sino que estaba auténticamente dividida también, sin que por ello resultase dañada su alma. Su naturaleza espaciosa le permitía, sin solución de continuidad, dirigir la casa como cocinera y amante, precalentar la cama y ¿cómo podría decirlo de forma conveniente?  reanimar el fuego, primero del pintor Möller, luego del poeta Opitz y, finalmente, tanto del uno como del otro; y aprovecho para confesar desde ahora que en esto aconsejé tanto a Möller como a Opitz: los dos me llamaron en el lugar de marras para que saliera del Báltico, y yo los escuché y ayudé. Fue un día en que soplaba un viento de tierra del nordeste. Sin embargo, si la respetada acusación quiere absolutamente, es decir, con dudosa ventaja, ahorrar tiempo, quisiera también desdoblarme como Agnes. Los tiempos requieren aparentemente decisiones radicales. Todo hay que hacerlo de golpe.» La defensora de oficio, Sra. Von Carnow, que resultaba patética porque el rodaballo hacía caso omiso de ella, se unió a la protesta del pez. Con voz piante dijo: «Si, por razones de tiempo, se hiciera eso, podría darse la impresión de que se quería dictar una sentencia prefabricada, acabando con prisas un proceso simulado. La mujer no debe utilizar jamás esos métodos. ¡Se trata de pervertidas prácticas masculinas!». La agitación del público no permitió saber claramente lo que opinaba. Tras una breve deliberación, el tribunal decidió tratar el caso Agnes Kurbiella como caso doble. Sin embargo, exhortó al rodaballo a ser breve y a renunciar a descripciones abusivas de los viajes artísticos de Möller y a una larga exposición de la labor diplomática de Opitz. Eso no interesaba en el presente caso. Al fin y al cabo, el pintor municipal Anton Möller era un anciano de sesenta y ocho años cuando redujo a Agnes, que acababa de cumplir catorce, a un estado de dependencia, y Opitz debía de andar también por el final de sus treinta cuando Agnes, que entretanto tenía dieciocho, entró a su servicio. «Me ahorran ustedes explicaciones», dijo el rodaballo. «Fue precisamente porque ambos caballeros aunque uno hubiera podido ser hijo del otro  estaban ya tan caducos, desplumados, usados y consumidos por lo que aconsejé a aquellos dos pobres diablos. Me dieron pena cuando estaban en el agua poco profunda de la desembocadura del Vístula y el uno, años después el otro, me llamaron: ¡Rodaballo, dime algo! Mi cama está siempre medio vacía. Me hielo interior y exteriormente. Estoy lleno de lacras y huelo a humo frío . Por eso mi consejo fue: Buscaos algo juvenil. Refrescaos, rejuveneceos. Calentaos con lo femenino. Resucitad . Tanto Möller como Opitz necesitaban la inspiración, el estímulo sensual, yo diría: un fuego en aquel horno apagado si se quería pedir a sus medianos talentos algún fruto en la vejez, un tardío relámpago de juventud. Aquellos dos moribundos necesitaban un boca a boca intelectual. Les hacía falta el proverbial beso de la musa. Aunque corra el peligro de que aquí, bajo la escudriñadora mirada de unas señoras marcadamente refrigeradas, se rían de mí por anticuado, lo diré: recomendé al pintor y al poeta que tomaran por musa a la dulce Agnes.» No fue sólo el público presente el que se rió del rodaballo. Como presidenta del tribunal, la Dra. Schönherr dijo: «Eso suena muy generoso, que atribuya, si no a la mujer en general, sí a Agnes en concreto, además de las labores de la cocina y de la misión de calentar la cama como una botella de agua caliente, otra función más: ser musa, dar besitos, abonar una tierra caliente y húmeda y ayudar a artistas agotados, transmitiéndoles una alta inspiración, a producir obras mediocres. Si volviera a ponerse de moda, se podría ayudar por fin a nuestros seniles genios. Éstos podrían además deducir a las musas de sus impuestos. El Kursbuch, ayer todavía revolucionario, encontraría mañana, como Nuevo Almanaque de las Musas, unos lectores bien dispuestos. Pero, bromas aparte: ¿que resultó de esa división del trabajo?». «¡Poco, por desgracia muy poco!», dijo el rodaballo. «Surgieron algunos grotescos, aunque semipresentables desnudos de Agnes embarazada; porque, después de todo, el viejo Möller consiguió arrancar a su potencia senil un testimonio de fabricación casera. A Opitz no se le ocurrió ningún soneto, ni una oda a Agnes. Ni siquiera logró estar yámbicamente a la altura del jardincito de eneldo de ella. Más bien de mal humor se ocupaba de preparar la nueva edición de sus viejos poemas. En cada nueva edición de su traducción de un novelón inglés llamado Arcadia garrapateaba nuevas correcciones. La traducción de los Salmos de David le resultó más correcta que inspirada. Obras de encargo: los habituales panegíricos a los príncipes & eso sí. Y ni siquiera consiguió embarazar a Agnes, como cabría suponer, porque cuando ella, tres años después de la muerte de su primera hija, se hinchó por segunda vez, el inquieto Opitz estaba otra vez de viaje: Thorn, Königsberg, Varsovia. Probablemente fue el pintor Möller quien consiguió atizar de nuevo un poco de brasa bajo la ceniza. »No, Alto Tribunal, desde el punto de vista artístico, ni Möller ni Opitz pudieron arrancarse del alma un regalo al mundo, una obra maestra; por ejemplo, una tabla tardía la tanto tiempo planeada crucifixión sobre la Hagelsberg, con Danzig la pecadora al fondo  o una estremecedora alegoría de la guerra, la peste y el valle de lágrimas, comparable al temprano poema sobre la peste en Bunzlau, aunque la joven Agnes, con su gracia conmovedora y su aire siempre un poco insensato, supiese crear el silencio lleno de murmullos en que el arte empieza a germinar. Es verdad que, a menudo, Opitz se quedaba embobado mirándola cuando Agnes, pareciendo transparente como un cuerpo astral, le batía un huevo en el caldo de gallina, pero todo se quedaba en primeros versos de poemas y prometedores tartamudeos que nunca encontraban su orden yámbico. Es cierto que surgían fugaces esbozos que dejaban adivinar grandes proyectos, pero nada llegó a realizarse. Todo se quedó en promesas. En suma: después de haber prendido como la yesca mi bien intencionado consejo en el pintor y en el poeta, aquellos dos hornos se enfriaron de nuevo.» Tras una pausa, en la que el rodaballo quiso escuchar seguramente el efecto de su semiconfesión, porque los ruidos de la parte de la sala reservada al público se transmitían a su tanque de cristal a prueba de bala, dijo, ahora con voz de falsete: «Oigo risitas burlonas. El público, evidentemente incansable, pretende hacer humor a mi costa. Sin embargo, confieso sin rodeos haber derrochado las cualidades de musa de la joven Agnes Kurbiella. La esperanza me engañó. Creí que se podría arrancar todavía al genial Möller, al teórico Opitz, alguna obra duradera. Porque, al fin y al cabo, Möller no era en balde el pintor de la ciudad. Y sin Opitz la poesía alemana difícilmente hubiera logrado rimas correctas y alternancias regulares de sílabas fuertes y débiles. Por eso pido al Alto Tribunal que preste oído a los dictámenes historicoliterarios que he solicitado sobre la obra de Opitz y me permita dar una conferencia con proyecciones, a fin de que el público ignaro vea qué prometedoramente comenzó el pintor Möller, con qué rapidez se volvió alegórico y de qué forma más lamentable malgastó su talento, siempre brillante. Sólo entonces podrá juzgarse si yo, el rodaballo tan severamente acusado por las mujeres, obré criminal, equivocada o quizá acertadamente, al proporcionar una musa a esos dos casi extintos artistas». Aunque surgieron protestas del público «¡Quiere meternos el cuento del beso de la musa!» & «Ahora se ve lo que es: ¡un filólogo de mierda!» , el tribunal decidió atender la solicitud del acusado, tanto más cuanto que la defensora de oficio, Sra. Von Carnow, amenazó, con gestos descompuestos y voz temblorosa, con renunciar a su cargo. (Lloró un poco, con éxito.) En primer lugar se proyectaron en la pantalla del cine transformado en sala de juicio diapositivas que mostraban especialmente las obras maestras de Möller El Juicio Final y El denario del César, enteras o en fragmentos. Luego se ofrecieron ejemplos de su veta popular: burguesas de Danzig ante ostentosas y opulentas fachadas hanseáticas, pescadoras en el Puente Largo, alguna moza rolliza, doncellas que se dirigían a misa, todas ellas en atuendo de la época. Un especialista holandés en historia del arte habló informativamente sobre el desconocido pintor de provincias: de cómo, siendo de la corte de Königsberg, se formó en sus viajes, más por los Países Bajos que por Italia; de cómo había que lamentar que todas sus copias de Durero hubieran desaparecido; de las razones por las que, a pesar de sus muchas influencias, no se le podía clasificar como epígono; de lo difíciles que eran las cosas para los jóvenes de talento entre el Renacimiento que acababa y el temprano Barroco; de por qué había que incluir El Juicio Final de Möller, a pesar de sus coqueteos alegóricos, entre los testimonios destacados de su tiempo; de lo notable que había sido Möller antes de que, hacia 1610, su fuerza creadora desapareciera, y de las grandes esperanzas que había suscitado su talento pictórico. Después se leyeron los informes de algunos famosos especialistas en historia de la literatura. Se supo que Opitz, comparado con Gryphius y con Hoffmanswaldau, había adolecido de falta de dominio de la metáfora y de refinamiento formal. Se probó, mediante citas, con cuánta perfección había recurrido Opitz a citas ajenas en su propia producción. Sobre la base de su biografía, se fijaron las fechas de una vida llena de peripecias, aventurera y cada vez más dudosa, ensombrecida por su actividad como agente doble. Luego se afirmó con pesar: «Eso se refleja poco en sus poemas. Todos en clave, espiritualizados, mitologizados o reducidos a tesis didácticas, hasta los poemas de amor. Lástima que su libreto de ópera, lo mismo que la música sin duda superior  de Heinrich Schütz, se haya perdido». Después se citaron algunos versos « & la Libertad quiere ser oprimida, atropellada, discutida &»  para demostrar que, en cualquier caso, algunos perdurarían. «Fue un hombre conciliador que, ejerciendo la diplomacia unas veces al servicio de los católicos y otras al de los protestantes, intentó mediar entre las religiones en discordia: ¡La violencia no hace a nadie piadoso, no hace a nadie cristiano! .» Otro informe puntualizaba la inalterable posición política del poeta, a pesar de sus cambios aparentemente oportunistas: en plena Guerra de los Treinta Años, fue un irenista. Lo inspiraba la eiréne, la palabra griega para paz. Podía decirse que la tolerancia fue su lema. Por eso tampoco sus poemas mostraban ninguna pasión partidista, sino una comprensión artística equilibrada, a menudo en su propio perjuicio. Había sido demasiado inteligente y había estado demasiado sometido a una razón ordenada para permitirse metáforas audaces, extravagantes y tontas en su misma belleza. De ahí también, casi al principio de su estancia en Danzig, el encuentro doloroso para Opitz  con el joven Gryphius, liberador del lenguaje, que había reprochado al venerado maestro su politiqueo debilitante, su actividad como agente mercenario, su miedo a manifestar su dolor y su puro egocentrismo. A pesar de todo, Opitz había ejercido una influencia literaria. Recientemente la diligencia de los filólogos había podido probar que la descripción de la batalla de Wittstock sobre el Dosse en Simplicissimus había sido inspirada, por lo menos, por la descripción de escenas de batalla de la traducción de Opitz de la Arcadia. Era posible que el joven Grimmelshausen, como testigo presencial desde un árbol, hubiera comparado las escenas bélicas con las metáforas impresas y comprobado su veracidad, porque la realidad se parecía atrozmente a la forma en que se habla de ella en la literatura: lo que demostraba, una vez más, que todo lo que sucedía estaba ya en los libros. Sin embargo, la verdadera aportación de Opitz como confirmaban todos los informes  estaba en su opúsculo teórico Sobre el Arte Poética. Había purificado el lenguaje, desde Lutero popular pero sólo apto para versos ramplones, convirtiéndolo en lenguaje artístico. En un informe se llegaba a decir: «Gracias a Opitz, la gran poesía se vio liberada de su cautiverio latino de siglos; su obra fue emancipadora». El tribunal tomó nota de todo ello y, sin duda, hubiera dictado una suave sentencia si la fiscal Sieglinde Huntscha no hubiera hecho al rodaballo preguntas incisivas y provocadoras. Aquella mujer, de aspecto heroico hasta cuando estaba sentada, se puso en pie, enrojeció hasta la raíz del pelo, cargó de desprecio su voz antes de hablar, apuntó con un índice flaco al recipiente de vidrio blindado en que el rodaballo, posiblemente animado por los informes de los historiadores literarios, agitaba todas sus aletas a unos palmos por encima de su lecho de arena, y dirigió, no, disparó (con acento repentinamente sajón) una pregunta tras otra contra el acusado pez plano, logrando enseguida un primer éxito: el rodaballo se dejó caer como alcanzado por un balazo. Se enterró en la arena del Báltico, se echó arena con su aleta caudal sobre su antiquísima piel pedregosa y enturbió las aguas de su tanque de cristal, sin duda a prueba de balas pero no de preguntas certeras: como ido, desaparecido, pareció haberse escapado, se hizo inaccesible. Y, sin embargo, las preguntas de la fiscal ni siquiera contenían escondidos anzuelos intelectuales. No atacaban por principio al rodaballo. De forma totalmente directa, Sieglinde Huntscha quiso saber: «Si una mujer puede ser musa de profesión, ¿puede haber también hombres que desempeñen esa tarea? En caso afirmativo: ¿qué hombres han inspirado como musos a artistas famosas, es decir, han fomentado indirectamente su arte? ¿O es que quizá el acusado opina que la relación de la mujer con el arte sólo puede ser mediadora, fertilizadora, pasiva, servidora? ¿Sólo servimos para encender vuestros apagados fuegos? ¿Hay un salario por hora para remunerar el trabajo de musa? ¿Es que el rodaballo va a proponernos paternalmente, ahora, que nos encuadremos como trabajadoras del hogar sometidas a una tarifa y formemos un sindicato de musas? ¿O es que el acusado sólo quiere, con esa charlatanería por encargo de los informes periciales, enmascarar el verdadero sentido de su discurso? Porque lo que en realidad quiere decir es: las buenas chicas pueden tocar a veces el piano de forma muy mona y ser muy habilidosas como ceramistas y también en trabajos de artesanía; como dibujantes con ideas, la decoración interior les resulta apropiada; y tampoco les es difícil escribir versos conmovedores, absorbentes o melancólicos con sangre de su corazón, jugo de su vagina o bilis negra, siempre que sufran, amen o sean, por su esquizofrenia, hermanas de Ofelia. No obstante, el Mesías de Händel, el Imperativo Categórico, la catedral de Estrasburgo, el Fausto de Goethe, El pensador de Rodin y el Guernika de Picasso, todo eso, las cimas del arte, les está vedado. ¿Es así, rodaballo?». Entretanto, la arena del Báltico removida se había posado otra vez. El pez plano yacía sin remover las aletas. Sólo las burbujas ascendentes mostraban por dónde respiraba, a través de las branquias. Y su torcida boca vivía: «Sisí &», dijo, «así es, por desgracia». La concurrencia autorizada ni siquiera pudo indignarse. Sólo un respirar profundo unía al público. Únicamente la Sra. Von Carnow, defensora de oficio, suspiró: «Es horrible». El silencio empujó al rodaballo a seguir. «Quisiera, hablando de Agnes, elogiar el privilegio femenino de ser musa, pero no para suavizar ese sí. Ella valía más que Möller y Opitz juntos. Ni siquiera un Rubens o un Hölderlin hubieran podido agotar todo lo que ofrecía. Mi error fue derrochar su abundancia en dos talentos agotados. No, Agnes no era artista. Sin embargo, fue fuente de todas las artes: sus formas esbeltas, su silencio épico, su pensamiento en el que la Nada pensaba, su pluralidad de significados, su tibieza húmeda. Sólo cuando cuidaba el estómago enfermo de Opitz con unos sesos de ternera estofados con puntas de espárrago su cocina se elevaba a nivel creador, sobre todo porque cantaba ante los pucheros, limitándose a una sola nota insistente, que bastaba porque era más rica que todas las melodías. Cantaba casi siempre cancioncillas en las que los suecos rimaban con los horrores de la guerra. Conviene saber que, en la primavera de 1632, Agnes, a los trece años, fue convertida en huérfana de padre y madre y utilizada como agujero para sus astas por los caballeros suecos del regimiento de ocupación de Oxenstierna, en la península de Hela, lo que trastornó su razón. A veces hablaba de un tal Axel. Debió de ser uno de los caballeros. Sólo él logró penetrarla mentalmente. »Esto, respetado tribunal, por lo que se refiere a Agnes Kurbiella. Sí, señoras, lo afirmo; una vez más, sí. Agnes no tenía que hacer formas ni reformas. No tenía que ser creadora. Porque ella misma era una creación: acabada.» Aunque es posible que el discurso del rodaballo, que ahora tenía otra vez tonos profundos de órgano, hubiese conmovido tanto al público como al tribunal feminista, la sentencia le fue adversa. Fue declarado culpable de haber entregado a una niña ya trastornada por los masculinos horrores de la guerra a dos hombres agotados, a fin de que abusaran de ella como estimulante. Se habló de celestineo masculino. Sonriendo como si sintiera en la boca un sabor a almendras amargas, la presidenta, al leer los resultandos de la sentencia, admitió que había que tener en cuenta, hasta cierto punto, el limitado conocimiento del ser humano que tenía el acusado: «Esos señores de la creación no saben ser de otro modo. Para ellos, el privilegio de crear es irrenunciable. Nosotras las mujeres tenemos que ser criaturas y, naturalmente, criaturas acabadas. Hay que agradecer a los caballeros suecos, en especial al funesto Axel, el haber enloquecido la mente de la infantil Agnes de una forma tan artísticamente apropiada. Las mujeres un tanto chifladas resultan extraordinariamente adecuadas para musas. Estamos ansiosas por saber de qué nueva forma viscosa se pronunciará el acusado en la próxima audiencia, en relación con el amor». Cuando la defensora de oficio del rodaballo se puso en pie para hacer sus contraalegaciones, una buena parte del público abandonó la sala ruidosamente. Ni siquiera el consejo consultivo revolucionario del tribunal feminista quiso escuchar a la Sra. Von Carnow. Y hasta yo tuve dificultades para soportar su voz quejumbrosa, lloriqueante, de gorjeante monotonía, aunque Bettina exteriormente una persona atractiva, interiormente un ángel desplumado  se pareciera a mi Agnes: su rizado cabello del color de la herrumbre, sus ojos siempre parpadeantes, su sonrisa que nada era capaz de borrar, su alta frente infantilmente abombada. Muy pocos oyeron la inoportuna queja de la Sra. Von Carnow: «¿No es hermoso y meritorio ser, como mujer, la musa del artista, su cristal quebradizo, su vuelo vivificador, su forma primitiva? ¿No ha nacido todo lo que es grande gracias a la colaboración silenciosa de las mujeres que lo inspiraron y sólo a causa de ellas? ¿Queremos las mujeres rechazar ese alto servicio y cegar las fuentes del Arte? ¿No es la devoción la prueba más firme de la fortaleza femenina? ¿Queremos endurecernos hasta ser impenetrables? ¿Y dónde quedará entonces, me pregunto, el Eterno Femenino?». «¡Ya está bien!», la interrumpió el rodaballo. «Sus preguntitas me conmueven hasta a mí. Sin embargo, dignísima señora, está usted pasada de moda. Es lo peor que le puede ocurrir a una mujer. Me temo que sería incluso capaz, como aquella Agnes cuyo caso se trata aquí, de ofrecer un amor incondicional. ¡Cielo santo! Hoy eso no lo aguanta ya nadie.» (Entonces me marché yo también, aunque Bettina von Carnow me traía atractivos recuerdos.) ¡Ay, Agnes! Tu pescado hervido. Tu sonrisa vacía. Tus pies descalzos. Tus manos dormidas. Tu voz adormecedora. Tus huecos imposibles de colmar. Siempre había eneldo fresco en casa: tu amor vivaz, siempre vivaz & Tarde Sólo conozco, en la medida en que se muestra, la Naturaleza. Con mano titubeante la veo en pedazos, jamás o sólo cuando estoy de suerte entera. Qué quiere decir o qué fin tiene tanta hermosura como la que, ya de mañana, se aprecia en mis excrementos, no lo sé. Por eso vacilo en irme a la cama, porque el sueño hace borrosos los objetos y les da sentido. Quiero permanecer despierto. Quizá se moverá la piedra o vendrá Agnes trayendo lo que me hace dormir: comino y eneldo. Hablando viscosamente de amor y de poesía Nos engañó con él a todos los hombres (y se lo prescribió a todas las Ilsebill como marcapasos). Porque al principio, cuando reinaba Aya y todas las mujeres se llamaban Aya y todos los hombres Edek, no conocíamos el amor. No se nos hubiera ocurrido considerar a una Aya determinada como algo especial. No teníamos ninguna elegida, aunque existía aquella Superaya que fue luego venerada como diosa madre y que a mí me favorecía un poco porque sabía dibujar figuras a su semejanza en la arena o modelarla en el barro. Sin embargo, enamorados, chalados, mutuamente atocinados, no lo estábamos. Por eso tampoco había odios. En las relaciones colectivas de la horda nadie era apartado, si se exceptúa a los pobres diablos que habían violado algún tabú y, por ello, eran excluidos individualmente y empujados hacia los pantanos. Un tabú era, por ejemplo, comer charlatanamente en compañía o cagar en silencio aislada y antisocialmente. Y, sin duda, nuestra Superaya hubiera tabuizado severamente el amor entre dos personas si alguna vez nos hubiera ofuscado  y lo hubiera castigado con la expulsión de la pareja. Algo así debió de suceder: en otra parte. Entre nosotros no. Lo individual nos importaba muy poco. Para nosotros, todas las Ayas estaban igualmente gorditas. Y también nosotros, los Edeks, éramos aceptados como éramos. Naturalmente había diferencias. Naturalmente había pequeñas predilecciones, por utilizar esa palabra. No hay que pensar en nosotros como en una informe masa neolítica. La estructura de nuestra horda no estaba determinada sólo por los grupos de edad, sino también por la división del trabajo. Algunas mujeres recogían setas y se encontraban en los hayedos con las cuadrillas de hombres que se habían especializado en la caza del oso pero, en su mayoría, alanceaban tejones. Como yo estaba entre los pescadores aunque iba con gusto a pescar solo, lo que no era tabú  fui más utilizado por las mujeres que tejían nasas que por las recolectoras de setas. Pero con el amor, incluso con el amor en grupo, aquello no tenía nada que ver. Y, sin embargo, nos dominaba un gran sentimiento que hubiera podido llamarse tutela. Cuando el rodaballo, apenas lo hube capturado y puesto nuevamente en libertad, me preguntó por mi vida en la horda, quiso saber a qué tritetuda mujer neolítica le gustaba yo especialmente, de qué almeja me ocupaba con celo estajanovista, a qué Ilsebill tejedora de cestos o de otro modo ocupada quería enamorar: «Dime, hijo. ¿A qué hembra has vuelto loca?». Para responderle algo le expliqué nuestro sistema de tutela hórdica. «Primero nos cuidamos de nuestras madres y de las madres de nuestras madres. Luego de sus hijas y de las hijas de sus hijas. Luego, si faltan los hombres por accidente de trabajo, nos cuidamos de las hermanas de nuestras madres y de sus hijas y de las hijas de sus hijas. Nuestra tutela caza, pesca, leche de anta, panales de abeja y otros productos recolectados  se reparte por las madres de las madres del modo que nuestra Superaya decide. De esa forma, nuestra tutela vuelve a nosotros y los ancianos son los primeros que la reciben.» Según ese principio, ninguna Aya ni ningún Edek resultaban favorecidos, aunque nuestra Superaya, al amamantarme por la noche, me daba siempre un poco de más. Si quisimos a alguien, fue a ella. Porque la pregunta del rodaballo: «Bueno, ¿pero no hay nadie que te guste, que quieras tanto que, aunque sólo sea simbólicamente, quisieras comértela?», fue claramente contestada por nuestra horda: cuando la Superaya se murió un día, nos la comimos, cada uno por su lado. Pero no por amor, sino porque Aya, moribunda, nos ordenó que no la sepultáramos, como era costumbre, en los pantanos, en posición acuclillada, sino que nos la comiéramos enterita. Hasta nos dejó tutelares instrucciones sobre la forma de cocinarla. Quería ser (por cierto, por mí) destripada y rellenada luego con su propio corazón e hígado, setas silvestres y bayas de enebro. Debíamos cubrirla de una capa de barro de un dedo de grueso, colocarla sobre brasas bajo la ceniza y cubrirla de cenizas y brasas. De esa forma cocinamos a Aya: hacia la noche estaba a punto. Se le podía rascar el barro quemado. De esa forma, después de repartírnosla tutelarmente, nos la comimos. A mí me tocó un pedazo de pescuezo, el índice de su mano izquierda, algo de hígado y un bocado de su pecho central. No sabía especialmente bien: algo así como un anta hembra de más de un año. No, rodaballo, no nos la zampamos por amor. Un invierno riguroso que no acababa nunca había helado los ríos y el mar, enterrado en nieve las remolachas y ahuyentado los tejones, cerdos salvajes y antas. Se acabaron las reservas de esteba. Reinaba el hambre. Masticábamos cortezas de abedul. Se nos empezaban a morir las madres lactantes. Sólo las viejas se conservaban coriáceas. Entonces Aya se ofreció a sí misma. Únicamente después, mucho después, se convirtió en costumbre cocinar y comerse a la Superaya reinante, de acuerdo con la receta transmitida, aunque no hubiese hambre. Puedes llamarlo canibalismo. Es posible, rodaballo, pero por amor, desamor, amoroso ardor o hambre de amor jamás nos comimos a nadie. Tampoco en la época de Vigga ni, mucho después, en la de Mestuina nos arrebatábamos, sonrojábamos o palidecíamos. Es verdad que yo fui el carbonero de Vigga y lo seguí siendo y que Mestuina sólo rara vez me cambiaba por un pescador o un cestero. Pero sentimientos grandiosos, capaces de oprimir o ensanchar el corazón o de reventar en el pecho, el pulso acelerado, el deseo de abrazar al árbol más próximo o al mundo entero, de entregarse por completo, de deshacerse, de disolverse en el otro, de pertenecerse mutuamente, de compartir el pan y la cebolla, el absurdo deseo de buscar la muerte con la amada, la amadísima, o de perder el seso de amor, todo eso, esa exaltación insondable, ese desfile cantarín de almas en celo nos era ajeno y, sin duda, tampoco lo necesitábamos ocultamente. No es que fuéramos indiferentes. Por muy ruda y neoliticotardía que fuera la forma en que Vigga nos gobernaba a los hombres, sobre las pieles de oveja sabía ser cariñosa y, cuando había preparado albóndigas de lucio, hasta juguetona. Y cuando éramos ancianos de miembros nudosos por la gota y la carne no nos inquietaba ya, nos sentábamos a menudo en silencio delante de nuestras cabañas y contemplábamos el sol que se hundía tras los bosques. Casi se hubiera podido pensar que, a pesar de todo, éramos capaces de sentir el amor senil: ese andar temblorosamente de la mano y esos confusos teacuerdasdé. También con Mestuina hubiera podido envejecer. Aunque ninguno era propiedad del otro y, cuando llegaba la primavera, nos acostábamos aquí o allá, nos habíamos acostumbrado a invernar juntos. Como el amor no nos había herido nunca, tampoco nos herían los celos. En marzo nos tolerábamos (ella) mis saltos de carnero y (yo) sus relinchos de yegua. Todo eso cambió cuando vino el obispo Adalberto con su cruz. En cualquier caso, el rodaballo dice que cuando Mestuina se ocupó de la cocina de aquel piadoso varón, compartiendo pronto su ascético lecho de hojas, tenía la mirada húmeda y mostraba a menudo una tensa sonrisa melancólica. «Créeme, hijo», dijo el rodaballo después de morir el santo, «él la amaba, aunque fue ella quien lo mató. O quizá le dio con el cucharón porque lo amaba y él no quería dejar de amar a Dios Nuestro Señor. Y por amor despechado comenzó a beber: hidromiel y leche de yegua fermentada. Sea como fuere, el amor parece ser algo que priva a las mujeres de su supremacía natural: se someten, quieren ser sometidas, se aproximan sumisas y sólo caen en un amor violento cuando su ofrecimiento de una esclavitud incondicional es rechazado o cuando, como en el caso de San Adalberto de Praga, es mal interpretado como tentación diabólica. En suma, el amor es un instrumento que hay que manejar con cuidado. Ya practicaremos, hijo». Y entonces el rodaballo expuso su teoría del amor como medio de acabar con el matriarcado: el amor liberaría los sentimientos. Fijaría normas que nadie podría cumplir. Alimentaría una insatisfacción permanente que no podría saciar. Inventaría un lenguaje de suspiros: la iluminadoramente oscurecedora poesía. Se apropiaría de la caída de la hoja, las nieblas, la carcoma, el deshielo y el sensual reventar de los capullos. Fabricaría sueños de colorido sobrenatural. Lo pintaría todo de rosa. Empujaría a las mujeres a tener exigencias siempre voraces, como sustitutivo del poder perdido. Sería el prolongado lamento de cada Ilsebill. El rodaballo dio entonces sus instrucciones: había que levantar la superestructura del amor para que, bajo su cubierta religiosa, pudiese desarrollarse el práctico matrimonio, garantía de la propiedad. Porque el amor nada tenía que ver con el matrimonio. El matrimonio traía seguridad; el amor sólo podía tener por consecuencia el sufrimiento. Esto no se traduciría sólo en poemas conmovedores, sino también, por desgracia, en actos criminales: la rival envenenada, estrangulada, atravesada con una aguja de hacer media. Sin embargo, por otro lado, el amor podía perfeccionarse y extenderse a terceros y cuartos de tal forma, que fuera interesantemente tratado en el teatro, a lo largo de varios actos, puesto en música y filmado y, de paso, provocara en las mujeres enfermedades psíquicas, o sea, complicadas. (El rodaballo enumeró desde la inapetencia hasta la locura furiosa, pasando por las jaquecas, todo lo que, en los seguros de enfermedad, aparece entretanto en el apartado de enfermedades mentales.) Para acabar con su teoría, que estaba cuajada de citas de poemas líricos, desde los minnesinger hasta los Beatles, y anticipaba las canciones de moda y el moderno lenguaje publicitario, una frase programática: «Sólo cuando se logre convencer a las mujeres de que el amor es una fuerza liberadora, y la seguridad de ser amada la felicidad más alta, y los hombres se nieguen consistentemente, incluso cuando sean amados hasta la adoración, a amar igualmente o a hacer durar los amoríos fugaces es decir, cuando la mujer dependa de la seguridad, nunca garantizada, de que él la ama, la sigue amando, sólo a ella, menos que antes, otra vez, ya no, y ello se convierta permanentemente en angustia, infravaloración, tormento y aplastante esclavitud  se habrá derrotado por fin al matriarcado, vencerá el símbolo fálico y se depreciarán todos los ídolos vulvares, saldrá a la luz el hombre desde la oscura prehistoria del seno materno y se perpetuará a sí mismo, como padre, en forma soberana». Sí, Ilsebill. Lo mismo que tú, muchas mujeres se indignaron cuando hace pocos días el rodaballo, ante el tribunal, comenzó a desbarrar. La fiscal, al comienzo del proceso, había considerado la posibilidad de tratar las teorías sobre el amor del rodaballo ya durante la vista del caso Dorotea de Montovia; sin embargo, como el espadero Alberto Slichting no fue amado ni adorado por Dorotea, sino que fui yo quien, en contra de todas esas viscosas teorías sobre el amor, estuve enamorado como un bobo de aquella embrujadora, la acusación se reservó el ambiguo tema hasta que se viese el caso de Agnes Kurbiella. A mí, en cualquier caso, el amor no me trajo ninguna libertad, sino una infelicidad de largos cabellos. Es verdad que el rodaballo me había dado también el consejo de no casarme nunca con una mujer a la que pudiese amar, pero yo me casé con aquella pálida muñeca y, si yo hubiera sido un señorito feudal, habría cantado además a aquella beata, imitando la moda de la época: «O dulçes mugeres amables &». Porque las languideces trovadorescas coleteaban aún en mi tempotránsito goticoflamígero. Una repulsiva afectación que convirtió a nuestros Caballeros Teutónicos, por lo general ya refrígidos, en mozalbetes suspirantes y balbuceadores. Hasta en la maritornes más rolliza veían a una pequeña madona. Nuestros antiquísimos juegos eróticos pasaron a ser pecaminosas fornicaciones. Sólo lo prohibido nos excitaba. Aquel amor cursi ensalzaba la castidad eterna para, dos estrofas después «arrebatado por la trova»  y tras haber encontrado la llave del cinturón de castidad, enzarzarse en la ensalada de carne habitual. Sin embargo, nuestras damas sobre todo mi Dorotea  permanecían piadosamente distantes y, en cuanto había una bragueta abierta, bajaban pudorosamente los ojos. Sólo los hombres colgábamos pataleando del hilo con el que, por consejo de un pez parlante, debíamos atar a las mujeres al lecho conyugal. ¡Dorotea! Qué no habré hecho yo para lograr de aquella zorra frígida un poco de amor. Sin embargo, hasta cuando se ofrecía se negaba. Ya podía yo gimotear, tartamudear o dar saltos como un bufón; ella, displicente, seguía con sus complicadas penitencias y sólo la apasionaba el amor celestial. Esclava de su dulce Jesús, a mí me anonadaba, convirtiéndome en un lastimoso harapo. Eso, Ilsebill, hizo conmigo el amor. Ésa, rodaballo, fue tu contribución a la emancipación de los hombres. Ojalá me hubiera quedado con Aya-Vigga-Mestuina y su tutelar dominio: con aquel calor y aquel lecho constantes, con aquel suelo húmedo. Aya y sus sacerdotisas nunca nos destruyeron con su amor. Sólo cuando Greta la Gorda cocinó para nosotros aflojó la presión. Entretanto, el matrimonio garantía de la propiedad había sido tan practicado que las mujeres, posiblemente hartas de las efusiones de amor celestial y de los gastados juegos de la castidad, estaban realmente ansiosas de uncirse al yugo; la casa, las llaves y la cocina les dejaban mandar lo suficiente. Hacia sus maridos eran fieles y cálidamente abnegadas. Y como la infidelidad del ama de casa se castigaba severamente con azotes, picota o repudiación, los hombres podían estar seguros también como padres de los hijos nacidos del vínculo matrimonial. Por fin la viscosa teoría del amor del rodaballo se había traducido en una praxis doméstica: cómo sacaban brillo a cada centavo, cómo cloqueaban, chismorreaban, alcahueteaban y se peleaban con sus vecinas, convirtiéndose en arpías o matronas. Sólo las furcias y las monjas no eran de la partida & Sobre todo Greta la Gorda, que hubiera podido ser no sólo abadesa sino también patrona de una casa de putas. Mientras Dorotea se rebelaba contra el matrimonio dejando entrar diariamente a su esposo celestial por la puerta trasera de las vigilias, Margareta Rusch no se dejaba arrastrar a relaciones atormentadas. Como monja, estaba prometida al cielo. Su sólida humanidad, sin embargo, quería vivir en la tierra. Por eso, también como abadesa, enseñó a sus jóvenes monjitas a no dejarse arrebatar el corazón por los hombres, fueran monjes o padres de familia salidos. Lo mismo que el rodaballo nos había aconsejado que hiciéramos a las mujeres ansiosas de amor, pero sin permitirnos nunca o sólo con cautela fuera de casa  sentimientos de amor vertiginosos, Greta la Gorda aconsejaba a sus correteantes monjitas que no se creyeran los arrumacos de ningún hombre: «No me deih máh kebraderoh. Vosotrah ehtáih ya kasadah». Sin embargo, dos o tres monjas (porque era la época de la Reforma) se escaparon del convento de Santa Brígida, siendo reducidas a la miserable condición de esposas inconsolables. Es posible que Mestuina tuviera a San Adalberto en un altar; y quizá Ilsebill me idealiza cuando busca sus llaves del coche. Pero Greta la Gorda estoy seguro  no quiso a ningún hombre, por muy tutelarmente que cocinase para la docena que tuvo. En el mejor de los casos me dio a mí, el exclaustrado fraile franciscano, algo así como un amor materno. En aquella época, Margareta era una lozana treintañera y yo un novicio de diecisiete años. No tenía que ocultarme sus sentimientos. Yo contaba muy poco. Su pinche de cocina, siempre renovado. Había por todas partes tantos frailes desarraigados que buscaban cobijo y calor, su grasa maternalmente protectora. Margareta Rusch tenía de sobra. Y se lo daba a quien le placía. Algunos hombres (como yo) quizá creyeron que era amor. Sólo Agnes, la suave cocinera de régimen de los pies descalzos, fue la gran sentimental que el rodaballo, con su frialdad de pez, pudo haber imaginado, porque Agnes Kurbiella me amó incondicionalmente a mí, el pintor municipal Möller y a mí, el poeta Opitz al servicio del rey de Polonia, tan totalmente de acuerdo con las normas de la teoría rodaballesca, que se hubieran podido enganchar a su amor todas las palabrejas que luego pasaron al lenguaje corriente: abnegado, sacrificado, silenciosamente humilde, desbordante, más allá de la muerte, sin egoísmo sin preguntas  sin reproches. Y, sin embargo, no fue querida sino utilizada. Opitz estaba demasiado egocéntricamente enfermo del estómago y mezclado en demasiadas intrigas políticas para poder concentrarse en el gran sentimiento; y el pintor Möller sólo amaba la buena vida y las francachelas. Con todo, Agnes nos amaba sin exigir nada a cambio. Era nuestra sirvienta. El cubo en que vomitábamos nuestra miseria. El paño para enjugar nuestros sudores fríos. Era el agujero en que nos escondíamos. Nuestra alfombra de musgo, nuestra botella de agua caliente, nuestro somnífero, nuestra oración de la noche. Quizá quiso Agnes un poco más a Opitz que a Möller, aunque durante seis años, sin arrugar la nariz, le cambió al pintor los calzones cuando se los había cagado otra vez. Sin embargo, estuvo más unida al poeta, por mucho que éste le regatease su dinero y sus sentimientos. Cuando la peste se lo llevó, ella no quiso entregar el jergón en que había muerto ni su sábana empapada de sudor. Los alguaciles tuvieron que arrebatárselos por la fuerza. Amaba de una forma total. Cuando Hoffmanswaldau, otro poeta de Silesia, llegó a Danzig para recoger los papeles póstumos del fallecido Opitz (y se produjo una disputa con el señor Roberthin, a quien Simon Dach había enviado desde Königsberg), Agnes Kurbiella, al parecer, quemó en el fogón de su cocina la última versión de la traducción de los Salmos, un montón de poemas apenas esbozados, el manuscrito inacabado de la Dacia Antiqua en el que, desde sus años de joven profesor en la Transilvania romana, trabajaba Opitz de cuando en cuando, y su correspondencia de muchos años con el canciller sueco Oxenstierna. Ni siquiera quiso entregar a Hoffmanswaldau las plumas de ganso de Opitz. (¿Serías tú capaz, Ilsebill, de aceitar un día mi vieja máquina de escribir portátil y conservarla limpia de polvo como algo casi sagrado?) El rodaballo opinó que tanto inconmovible amor era otra vez dominante y no coincidía con su idea. Agnes Kurbiella, en su amor no correspondido, no había sufrido ni una sola horita, no había mordido ningún pañuelo empapado en lágrimas, sino que había irradiado más bien una alegría serena, de forma que podía decirse que el amor no la había hecho dependiente y sumisa, sino que la había fortalecido y le había dado una dimensión más que humana. Aunque tal triunfo no estuviese de acuerdo con sus planes originales, él, el rodaballo, tenía que expresar su respeto por aquella fregona: cuánta indulgencia, entrega y resignación. Y ante el tribunal feminista, cuando, por fin, la teoría del amor se convirtió en uno de los puntos de la acusación, el rodaballo dijo en su propia defensa: «Poco a poco, mis respetadas damas. He reconocido ya que, al principio, cuando los hombres eran mantenidos todavía en minoría de edad y, con motivo, se podía hablar de su opresión, concebí el amor como antídoto: de forma compensadora, debía producir una preeminencia masculina y una dependencia femenina. Sin embargo, siguiendo el ejemplo de Agnes Kurbiella, muchas mujeres han conseguido convertir mi como dice la acusación  instrumento opresivo tan pérfidamente imaginado en símbolo de la eterna grandeza femenina: cuántas victorias sobre sí mismas, cuánto altruismo, cuánta fortaleza de ánimo, cuánto sentimiento vencedor de todas las barreras, cuánta fidelidad. ¡Todas esas figuras de mujeres que fueron grandes amantes! ¿Qué sería sin ellas de la literatura? Romeo, un muchachuelo inútil si Julieta no hubiera existido. ¿Con quién, si no con su Diotima, hubiera podido Hölderlin expansionarse líricamente? Ay, el amor que aún hoy nos conmueve de la pequeña Catalina de Heilbronn: ¡Mi dueño y señor! . O la muerte de Ottilia en Las afinidades electivas de Goethe. »El amor de nuestra Agnes tenía esa fuerza silenciosa, a veces melancólica, siempre presente pero, sin embargo, nunca agresiva. Aunque tengo que reconocer que las respetadas damas del tribunal que me acusa adoptan deliberadamente otra actitud y tienen que adaptarse a los tiempos que la Sra. Huntscha, por ejemplo, racionaliza sus sentimientos, sin duda existentes, antes de verbalizarlos , quisiera pedir un poco de comprensión fraterna para aquella pobre niña entregada, lo reconozco, entregada por mí a dos tipos gastados. He hablado de las cualidades de musa de Agnes sin haber podido convencer a este Alto Tribunal de la existencia de esa cualidad exclusivamente femenina. Sin embargo, quizá la lacónica Agnes hubiera podido hablar en mi favor. Al transformar mi sucio truco, el amor esclavizador, en un sentimiento puro, venció en fin de cuentas la capacidad de amar de la mujer, dejando al hombre pequeño, muy pequeño». Para concluir su discurso, el rodaballo exhortó a la presidenta, las vocales, la fiscal y todo el consejo consultivo revolucionario a que no siguieran endureciéndose sino que, imitando el ejemplo de Agnes Kurbiella, se entregasen totalmente al amor. «Ésa, sólo ésa es vuestra verdadera fuerza. Eso no lo podrán hacer jamás los hombres. No es vuestra inteligencia por muy agudamente que me haya conocido, desnudado, culpado y rebatido  sino la fuerza de vuestro amor la que un día cambiará el mundo. Ya veo surgir la nueva ternura. Todos y todas se acarician entre sí y acarician a los otros. La luz del amor lo embellecerá todo. Millones de Ilsebills sin deseos. Avergonzados de tanta dulzura, los hombres renunciarán a su poder y a su gloria. Sólo habrá amor y por todas partes &» Entonces interrumpieron al rodaballo. Desconectaron la instalación de altavoces de su recipiente de vidrio blindado. Aun cuando la Sra. Von Carnow, defensora de oficio, se echó a llorar protestando y el consejo consultivo revolucionario se dividió (de nuevo) por primera vez se formó un grupo llamado partido rodaballesco , el tribunal feminista se negó a considerar el amor de la fregona Agnes como contribución a la emancipación femenina. Se aplazó la vista. Peritajes y contraperitajes. Luchas de grupos. Sin embargo, el tema del amor fue tratado aún con frecuencia, aunque fuera en forma marginal: cuando, durante el proceso, se debatió el caso de Amanda Woyke y se calificaron de cartas de amor sus misivas al conde Rumford, aunque en aquellas epístolas sólo se hablaba largamente del cultivo de la patata, las cocinas económicas, las cocinas populares y la sopa de beneficencia del conde Rumford. El caso de la cocinera Sophie Rotzoll, cuya vida fue considerada por el tribunal como un intento revolucionario estaba, en opinión del rodaballo, mucho más marcado por el amor trágico: al fin y al cabo, cuando tenía catorce años, tuvo que renunciar a su bienamado Fritz, condenado por conspiración a cadena perpetua en la fortaleza de Graudenz. Durante cuarenta años, dijo el rodaballo, Sophie resistió todas las aproximaciones masculinas, y finalmente él volvió: bastante estropeado. Había que reconocer que se trataba de amor, y de dimensiones agnesianas. Y tampoco el caso de la cocinera de pobres Lena Stubbe, el de Sibylle Miehlau, llamada para abreviar Billy, que con tan mala fortuna quiso ser diferente, y el caso todavía no cerrado de María, la cocinera de la cantina de los astilleros, quiso el rodaballo considerarlos objetivamente como alejados de todo amor. El amor aparecía por todas partes. Movía los hilos. Aguantaba hambres-pestes-guerras. Rechazaba todo cálculo de rentabilidad. Devastaba y era, en lo que a Lena Stubbe se refería, un tormento mudo. Prisionera de él, Sophie Rotzoll fue hasta la vejez una señorita de delicadas arrugas que nunca dejó de esperar. Billy lo buscó en otra parte. Amanda lo puso en clave en sus cartas. E indudablemente María, porque el amor puede endurecer, se irá convirtiendo lentamente en piedra. «¡No!», dijo el rodaballo ante el tribunal feminista, totalmente enterrado en la arena. «No me arrepiento de nada. Sin amor sólo quedaría el dolor de muelas. Sin él las cosas no serían siquiera animales, y lo digo deliberadamente como pez. Sin él no podría vivir ninguna Ilsebill. Y si se me permite volver otra vez a la cocinera Agnes: al cocinar con devoción para el hígado inflamado del pintor Möller y la gastritis nerviosa del poeta Opitz, dio un sentido tutelar al dicho, en el fondo bastante tonto, de que el amor es un estómago agradecido . ¡Sus gachas de avena! ¡Su gallina con caldo! »Les ruego, mis rigurosas damas, que me sigan escuchando sólo un momento. Porque uno de los poemas perdidos de Opitz decía, si se me permite hacer una cita para concluir: ¿Acaso es sólo amor aquello que me enciende? Vayamos pronto, amor, a fin de que el pescado no pierda su calor, con leche suavizado, y no pueda lograr lo que tu amor pretende. » Agnes recordada ante el pez cocido Hoy, sobre el bacalao que he cocido a fuego lento en vino blanco, pensando en la merluza y en cuando era barata aún ¡abadejo!, ¡abadejo! , he puesto, cuando sus ojos eran ya lechosos y ojos blancos de pez danzaban sobre el blanco papel del calenturiento Opitz, pepinos verdes en largas tiras y luego, retirándolo del fuego, eneldo en el caldo. Sobre el pez cocido sembré colas de cangrejo que nuestros invitados dos señores que no se conocían  habían pelado con los dedos, parloteando, mientras el bacalao se cocía, preocupados por el futuro. Ay cocinera, tú me contemplas mientras yo, con la espátula, voy separando la carne delicada: renuncia de buena gana a sus espinas y quiere ser recordada, Agnes, ser recordada. Ahora los huéspedes se conocían mejor. Yo dije: Opitz, a nuestra edad, murió de la peste. Hablamos de las artes y los premios. Lo político no nos excitaba. Luego sopa de cerezas agrias. Se contaron también otros huesos anteriores, de cuando éramos todavía noble-mendigo-campesino-pastor & Al parecer se llamaba Axel Lo que pasa con el amor, Ilsebill, es algo muy diferente. No es algo imaginado sólo porque la idea se le ocurriera al rodaballo de los cuentos. Existe más bien como existe la lluvia. No se puede desconectar, no huele a pescado, no lo ponen en el cine, encuentra ocasiones impensadas, por ejemplo: a alguien le gusta la leche batida, es curioso, a mí también & y ya está ahí. Tú estás ahora embarazada del cuarto mes porque los dos buscamos una expresión para el amor: ¡en la práctica ha de salir algo de él! ¡No debe ser un fin en sí mismo! Sin embargo, el amor es más amplio que una cama de matrimonio y crece sin consideración al tiempo: por todas partes se mete, totalmente disperso, dividido y, sin embargo, entero. Por eso a Agnes Kurbiella no le era difícil hacer, con el pescado cocido que había dejado Möller, una sopita para Opitz, agregándole eneldo fresco. Y también tú, si yo dejase restos, los utilizarías sabrosamente fuera de casa: en alguna parte, en otro sitio, donde ningún teléfono separase. Tiene que ser posible encontrarnos dando marcha atrás: por ejemplo, en la Puerta Verde que, en tiempo de Dorotea, se llamaba Puerta de las Carabelas. Agnes acaba de volver del mercado y ha cocinado un pollo sin desplumar para el pintor Möller, mientras yo (en tratos con el rey Vladislao) me siento interiormente rico en figuras y lleno de citas ajenas. Ella está embarazada y la escena es también invernal. Camina pesadamente por la nieve cenagosa. Sus andares son patosos. Tuerce por la calle de los Bolseros. Con tal de que no tropiece & «¡Todo eso son evasiones!», dices mirando con severidad por la ventana el enero actual. Pero cómo podríamos vivir sin evasiones. También tú eres una evasión. Por eso Agnes nunca cerraba las puertas. Sólo estaban entornadas. Entre sus idas y venidas no había transición. A menudo ella estaba allí, pero yo sólo me veía a mí, mientras que algún otro (Möller) la veía a ella, aunque Agnes estaba conmigo. Su amor no ocupaba lugar. Por eso nunca pude comprender su presencia: lo que echaba en falta estaba allí. Y tampoco el rodaballo, para quien todo, como su raspa, debe adelgazarse lógicamente hasta convertirse en aleta caudal, ha podido comprender que lo que nunca le faltó a ella fue el eneldo. Él creía que el amor tenía que funcionar como una ratonera: ella debía de haber caído en la de Möller y en la mía. Sin embargo, fue uno de los cuatro o cinco suecos que, con su regimiento, habían ocupado Putzig y sólo habían salido a caballo a cazar conejos, atravesando las dunas, donde se tropezaron con Agnes que, con su cabello ensortijado, se sentaba en medio del limo arenario. Estaba cuidando sus gansos y, de pronto, los tuvo a los cuatro encima: uno tras otro, terminaron rápido. Pero sólo el primero contó realmente. Para ella fue más que lo que fueron luego Möller y Opitz. Y al parecer se llamaba Axel. Y al parecer su barba de pelusilla era rubia. Y su voz ronca conservó su resonancia: imperativa. Nunca volvió y siempre estuvo cerca de ella, mientras yo sentado, cuando Agnes atravesaba la estancia, volvía ante el papel blanco a Zlatna donde, en mi época de joven profesor en Transilvania, fui sorprendido sobre las guisanteras por una moza que nunca cocinó para mí: lo mismo que tú escuchas siempre, mientras estoy ahí, si viene alguien más. Y, sin embargo, yo me he marchado hace mucho y sólo sigo fumando. Mis evasiones & las tuyas. Encontrémonos, te propongo, donde el riachuelo de Striess se une al Radauna y el Radauna se une al Motlava y el Motlava se une al Vístula y todas las aguas juntas desembocan en el Báltico. Allí te explicaré lo que pasó con Agnes, en la que pienso cuando estoy contigo, Ilsebill, y, distraído lo que siempre provoca una escena , te llamo mi pequeña Agnes. Cuando Agnes Kurbiella vino a la ciudad desde la península de Hela, donde estaban acuarteladas las tropas de ocupación suecas, el pintor Möller, viejo y entregado ya desde hacía años al bebercio, la vio ante la iglesia de Santo Tobías, jugando infantilmente con unas conchas, que era lo único que había traído de las playas de Hela. Los suecos se habían llevado a su padre, su madre y todos sus gansos. (Luego nunca supo exactamente quién o qué fue lo primero.) Möller observó la posición inclinada de su cabeza, como pensativa, y se llevó a la niña a su casa de la Charca de las Carpas, donde le dio trabajo en la cocina. Después de haber posado Agnes durante tres años para el pintor municipal como vendedora del mercado, cestera cachuba, seria pasamanera o acicalada hija de burgués y, por añadidura, haberle cocinado platos ligeros (aunque a él le gustaba comer bien), a Agnes comenzó a subírsele el borde del delantal: se convirtió en modelo embarazada. Tras muchos dibujos a la sanguina más bien correctos, Möller, poco antes del alumbramiento, pintó su autorretrato con tizas de colores, como si quisiera confirmar su paternidad, en el cuerpo abombado de su fregona: un retrato animado porque, en cuanto el nonato cambiaba de postura o estiraba las piernas, achichonaba la tensa efigie de su padre putativo. Éste tenía aspecto de aldeano, con sus ojos risueños, sus carrillos hinchados y su barba rojiza en torno a la boca. Luego Möller pintó a Agnes, en su avanzado estado de embarazo y con la sana fisonomía de él por delante, de tamaño natural y al óleo sobre lienzo, pero dejando un espacio libre en el lado derecho del retrato. Inmediatamente después del nacimiento la niña no llegó a cumplir el año  se dibujó primero con tiza en el vientre fláccido de la joven madre, y luego pintó al óleo a Agnes, con el rostro de enfermo del hígado de él, en la superficie todavía vacía del retrato, junto al vientre abultado (con su rostro de guasa): el padre mofletudo y el padre melancólico. El pintor Möller se veía de dos formas distintas. Para él, todo era una alegoría. Es una lástima que no nos haya llegado aquel logrado retrato, atractivo a pesar de su manierismo; porque después de la muerte de la pequeña Jadwiga, Möller, al parecer, rascó el lienzo, lo perforó, lo rajó y en lo que a él se refería  lo asesinó doblemente. En las estadísticas se puede leer, junto a otros horrores convertidos en papel, que los lactantes europeos, gracias a su alimentación especial, ingurgitan nueve veces más de albúmina, hidratos de carbono y calorías (o dejan que se pudran después de haberlos probado apenas) que lo que queda para los lactantes indios. Agnes Kurbiella no sabía nada de proteínas ni vitaminas. Es cierto que Erasmo de Rotterdam había exhortado insistentemente (en latín) a todas las madres a que amamantasen a sus propios hijos, pero como tras algunos días a Agnes se le cortó la leche y Möller no quiso pagar una nodriza, ella empapuzó a la niña, ya escuchimizada de nacimiento, primero con leche de vaca diluida, luego con papilla de avena y por fin con alimentos que premasticaba: pollo con mijo, sesos de ternera con nabitos, huevas de arenque con espinacas, lengua de cordero con puré de lentejas. Eran los restos que dejaba el pintor Möller. Y con eso fue con lo que yo, más tarde, cuando mi Ilsebill se marchó de viaje (a las Pequeñas Antillas) alimenté a nuestra hija: con potes etiquetados que costaban entre 1,50 y 1,80 marcos cada uno, y cuyo cierre al vacío tenía que hacer ruido al abrirlos. Le di carne de vaca con fideos al huevo en salsa de tomate. Esa comida contenía un 3,7 % de albúmina, 3 % de materias grasas, 7,5 % de hidratos de carbono y 82 calorías por cada 100 gramos, con lo que el peso total de 220 gramos contenía 28 gramos de carne. Para lograr una dieta equilibrada, en el programa semanal espinacas a la crema con huevos frescos y patatas, pavo con arroz, jamón con ensalada de legumbres y fideos al huevo , las cifras variaban. En el caso de la merluza en salsa verde con patatas, la etiqueta indicaba un 5,4 % de albúmina y 93 calorías. La parte de pescado pesaba 49 gramos. Además, mientras mi Ilsebill estaba de viaje (corriendo rubia entre hombres morenos por playas blancas, lo mismo que en el prospecto), yo disolvía una vez al día, en agua recién hervida, sémola perlada para niños de una bolsa herméticamente sellada de conservación en fresco. La papilla contenía, además de leche, grasas vegetales y sémola de trigo fanfarrón, miel y azúcar. Estaba (lo decía el paquete) enriquecida con vitaminas. Por la mañana temprano, a las seis y media, y al mediodía, le daba a nuestra hija leche en polvo, igualmente desleída y enriquecida, en un biberón, para lo que, siguiendo las indicaciones de Ilsebill, esterilizaba antes la tetina en agua hirviendo. (¡Ay, si le hubiese pagado a Agnes la nodriza, aquella señora Zeinlein que vivía al lado!) Empapuzar a los niños. Hoy no es ya un problema para el hombre abandonado, porque todo está hecho y al alcance de la mano: pañales de papel absorbentes y desechables después de usados, pomadas y polvos; en caso necesario, supositorios calmantes y números de teléfono que prometen un doctor o una doctora. Hay además libros de bolsillo con instrucciones y dibujos ilustrativos de todas las operaciones. Pronto se podrá confiar en el hombre. Pronto podrá arreglárselas solo. Pronto habrá aprendido a dar su propio calor al hogar. Ya es más maternal de lo previsto & «No te preocupes. Es un juego de niños. Eso puedo hacerlo en un coser y cantar. Por qué no iba a poder un hombre solo & Claro que no es sólo cosa de mujeres. Buen viaje, Ilsebill. Y descansa. Y que te liberes mucho. Y que no nos olvides. Y quiéreme un poco de cuando en cuando. Y cuídate. Dicen que hay tiburones. Ponnos unas líneas sobre tu isla. Ya nos las arreglaremos.» Cuando Dorotea se fue a Finsterwalde y Aquisgrán de peregrinaje y me convirtió en hombrecito de mi casa con las cuatro niñas que nos quedaban, entre ellas dos mellizas que no tenían todavía el año, todo era más difícil. He visto en Calcuta madres que, lo mismo que yo cuando mi Dorotea me abandonó goticoflamígeramente, premasticaban la comida de sus hijos, lo mismo que Agnes masticaba para su hija Jadwiga los nabitos y la pechuga de pollo hasta convertirlos en papilla. (Así la dibujó a la sanguina Möller que, tacañamente, le negó la nodriza.) Pero el bebé no quería, no podía, engordaba cada vez menos, no retenía nada, cagaba unas veces duro y otras líquido sin digerir, era un crío lloriqueante, se apergaminó pronto y se marchitó: alimentado a morir. Eso era corriente entonces, como han determinado las estadísticas retrospectivas: en todas partes, y no sólo entre los curtidores del Barrio del Suburbio y los siervos de la gleba. La diminuta Martita, Anita, la pizca de Gundel. Stine, Trude, Lovise: se me murieron tantas hijas que tuve con Dorotea, Agnes y Amanda, tenía tantas penas a mis espaldas que, cuando le daba a nuestra hija su biberón esterilizado o abría la ruidosa cerradura al vacío de los tarros de contenido exactamente medido, o cuando disolvía la semolina perlada para niños en agua hervida y veía los resultados bien digeridos ¡olía a bien alimentado!  en los pañales desechables, me sentía realmente eufórico y cantaba líricamente a la industria centroeuropea de la alimentación infantil, aunque sabía que nuestro hijo y millones de otros encantadores bebés les quitan diariamente de la boca a los lactantes sudasiáticos lo más necesario. Y lo que es peor: sabido es que nuestra leche en polvo enriquecida con vitaminas resulta literalmente mortal para muchos lactantes no europeos, por lo que la propaganda de una gran empresa suiza, que busca en África un mercado para su leche en polvo, debe calificarse de criminal. (Quitan a las madres africanas la fe en su propia leche.) Por eso el rodaballo, cuando ante el tribunal feminista se trató de la alimentación infantil, pudo decir con preocupación profunda y melodiosa: «Señoras, en este caso la solidaridad femenina sería imprescindible. Si ustedes disfrutan ya del lujo de lo desechable, deberían estar dispuestas al menos a ayudar a sus hermanas africanas: por ejemplo, boicoteando todos los productos bellamente presentados de la casa Nestlé. Al fin y al cabo, no se puede resolver el problema mundial del exceso de población mediante la mortalidad infantil. ¿No les parece?». Sin embargo, el público femenino protestó ruidosamente y no quiso renunciar a su leche en polvo. El consejo consultivo revolucionario se pronunció mayoritariamente en favor de los alimentos preparados en botes de cierre al vacío: el rodaballo debía de estar chiflado. Proponer precisamente a las madres que renunciaran a la sociedad de consumo. La mujer que trabajaba lo necesitaba. La facilitación del trabajo doméstico liberaba fuerzas emancipadoras. No se podía renunciar a eso. A pesar de la solidaridad. Enviarían un telegrama de simpatía a África. Naturalmente, lo que la Nestlé hacía allí era una cerdada. (Y se redactó una resolución, aprobada por mayoría, a la que se dio más peso con firmas recogidas entre el público y que fue telegrafiada urbi et orbe &) Después de habérsele muerto a Agnes su hijita, quiso pronto tener otra, pero no con el pintor Möller, que le había negado el ama. Cuando Martin Opitz, que se llamaba también a sí mismo Von Boberfeld, entró al servicio del rey de Polonia y fijó su domicilio en Danzig, no tenía aún cuarenta años, mientras que el pintor Möller había cumplido los sesenta. Poco después de su llegada, el poeta se enamoró como un bobo de una muchacha de familia patricia, que sabía recitar poesías latinas pero estaba ya formalmente prometida al hijo de un mercader local. Agnes, que por mediación del pastor Niclassius se ocupó también pronto de la cocina de Opitz, anuló por completo a aquella pobre tonta Ursula se llamaba  con su presencia muda y sus pies descalzos. Sin embargo, él suspiraba por su Ursulina y, sin duda, le dedicó también poemas en latín. Siempre evasiones. Nunca lo consiguió: que durara. Agnes fue la primera que durmió con él regularmente. El padre de Martin, el carnicero Opitz, tomó, después de la temprana muerte de su mujer, una segunda, tercera y cuarta, y les hizo a las cuatro mujeres un hijo tras otro. En ese campo, el hijo no tenía mucho que hacer. Siempre asuntillos sin importancia, casi siempre de amor cortés. Uno o dos asuntos burgueses con consecuencias pecuniarias en Breslau, después de lo cual se dio nuevamente a la fuga. Cuando era joven tutor al servicio del príncipe Bethlen Gabor, al parecer una moza dacia le enseñó por vez primera lo que era bueno y se quedó horrorizado. Tampoco la guerra, que duró toda su vida, le dio lo que daba a cualquier caballero sueco (como el portaestandarte Axel). Siempre solo y feo su barbilla huidiza  sobre libros y pergaminos, echado en un lecho de paja o en una cama. Siempre versos y epístolas de agradecimiento a príncipes que se sucedían. Tan cansado y baqueteado estaba Opitz que, cuando no pudo tener a su Ursulina, se enamoró de Agnes Kurbiella y de sus delantales. Agnes, que tenía de sobra, no quería recibir sino sólo dar. Durante tres años ella le dio su calor de hogar. Sin embargo, por muy diligentemente y a cambio de un doble salario  que él enviase sus cartas de espía a unos y otros, cuando se ponía a versificar sólo aparecían sobre el papel florituras y especulaciones de color ala de mosca; de nada servían las plumas que Agnes le traía cuando había desplumado un ganso para Möller; en cambio a mí, sobre mi Ilsebill, se me ocurre siempre algo: sólo hace falta que, como en los cuentos, manifieste sus deseos. Ilsebill quiere esto. Ilsebill quiere aquello. Por suerte he conseguido ponerla enferma escribiendo. (Sé hacerlo.) La puerta entornada mantiene el espacio que hay a mi espalda abierto hacia la habitación de al lado. De allí viene su tos, que exige ser oída y convertirse en puntos y rayas. Nudos corredizos y nidos de suaves contornos (en torno al zapato que he dibujado) pueblan el papel. La pomada para uso externo contiene sesenta miligramos de alcanfor. El viento del oeste sopla contra la casa. Y el fuel-oil ligero es cada vez más caro. (¡Que tosa todo lo que tenga que toser, maldita sea!) Porque también con un tiempo como éste llega Agnes, trayéndose a sí misma. La fregona Agnes Kurbiella y nosotros, dijo el rodaballo, formábamos un triángulo clásico: con todos los ángulos ocupados. Por eso puede ser o es  que, como Anton Möller, pintase a Agnes embarazada embarazada por mí  aunque (poco después) fuese aquel Opitz que intentó en vano poco antes de que yo estirase la pata de mala manera  describir a Agnes en lenguaje barroco. Después de habérsele muerto de caquexia su primera hijita tuve que aportar mi testimonio, por orden del rodaballo: entre estrofas malogradas, le hice a Agnes un bombo sin preguntarme en quién pensaba ella: al parecer se llamaba Axel. El pintor, el poeta. No podían verse. Para Opitz, Möller era demasiado basto; Möller consideraba a Opitz como una teoría montada sobre unas patitas. Agnes, sin embargo, tenía que inventarse un menú para ambos y cuidar el estómago fácilmente asustadizo de Opitz y el hígado inflamado del borracho. Yo quise ser pintor y poeta a un tiempo: dibujar con mano ágil a la sanguina y medir minuciosamente pies de versos. Lo que nos gustaba en Agnes era su vacío alegórico. Se podía poner dentro lo que se quería, porque siempre le daba un sentido. (No tenía un aspecto definido; podía tener aproximadamente el aspecto de.) Y a diario había mijo con leche, endulzado con miel y enriquecido para ambos con avellanas. Agnes sabía lo que era igualmente inofensivo para las tripas del pintor y del poeta: caldo de huesos de buey, en el que nadaban ravioles rellenos de espinacas, pechugas de pollo con guisantes dulces o también sopas de cerveza: con nuez moscada y canela. Sin embargo, Möller pedía, exigía, reclamaba tocino ahumado y grasientas cortezas de cordero. Y a Opitz le chiflaba el comino. Se convirtió en cominómano, porque el excesivo comino emborracha: sueños despierto con un toque de esperanza en los que el valle de lágrimas se hacía otra vez habitable, poblado de ninfas y de musas que cantaban versos jamás escritos, en los que triunfaba la paz, siempre la paz. Agnes permitía que ambos degenerasen en la buena vida y la cominomanía, hasta que al uno se le volvía del revés el estómago y al otro se le ponía el hígado como un puño. Entonces los dos pedían otra vez su régimen: pescado cocido que se desprendía solo de la espina, mijo con leche y tortitas de harina de alforfón. El borrachuzo Möller, el malhumorado Opitz: por muy cuidadosamente que Agnes cocinara para los dos, ellos buscaron otros sabores muy distintos y los encontraron: fatalmente. Todavía aguanta la puerta. Sin embargo, cuando ceda, tú iniciarás una pelea o, con tu pregunta «¿tienes dos monedas de un marco para la máquina?», me harás buscar monedas de un marco. Pero entonces la puerta se abría silenciosamente y entraba Agnes, se inclinaba sobre mí, sobre mis garrapateos, y me decía palabras juguetonas. Lo mejor que puedo hacer es resistir ese miedo o esperanza y mientras la puerta siga aguantando  trazar mis rayas y puntos. Aquí se me puede encontrar, aunque nunca por entero. Y también tú vienes sólo fugazmente y te has ido ya antes de haber llegado. Una vez y antes, más antes y antes de antes viniste y te quedaste durante una corta vida; ninguno de los dos sabemos por qué. Y una vez viniste sin duda fue Agnes  y sólo quisiste oírme garrapatear un ratito. Acuérdate. Yo me llamaba Martin. Venía de Bunzlau. El de las reglas del arte poético. Pero tú no querías saber por qué había estado tanto tiempo al servicio de los católicos y no había vuelto a escribir óperas profanas con el piadoso Schütz. Sólo querías oírme garrapatear. Sin embargo, yo quería morirme y dejar este valle de lágrimas: desnudo como llegué. Si por lo menos supiera si, de fiebres, me seguiste en la muerte al nacer tu hija: Ursel se llamaba. Fue también un año de peste, y en la muerte había mucho de caprichoso. Cuando yo reventé porque, en mi avaricia, le pedí a un mendigo la vuelta de una moneda, no se abrió ninguna puerta. Sólo Niclassius, el predicador de San Pedro, estaba allí. Luego cantó mi reventón en versos latinos. ¿O viniste realmente y no oí abrirse la puerta? Cuando Martin Opitz von Boberfeld, en el verano de 1639, dio a un mendigo que tendía la mano delante de Santa Catalina un florín de plata y, siendo de natural ahorrativo, quiso que el mendigo le diera a cambio la calderilla que había mendigado, recibió, al mismo tiempo que la vuelta, la peste negra. Antes de quedarse incapaz para cualquier cosa, escribió aún cartas a Oxenstierna, el canciller sueco, y a Vladimiro, rey de Polonia, y comió todavía un poco de merluza que su fregona le había cocinado en salsa de eneldo. (Agnes le mullía los almohadones. Agnes le secaba el sudor. Agnes le cambiaba las sábanas llenas de mierda negra. Agnes recogió su último aliento.) Inmediatamente después de su muerte, antes de que se pudiera quemar su jergón mortuorio y fumigar la casa, la habitación del poeta fue forzada y saqueada. Faltaron en sus papeles póstumos (hasta hoy) algunos de sus manuscritos, entre ellos el material recogido sobre Dacia y toda su correspondencia política. Al parecer fue un coronel sueco quien, con dos mercenarios, puso a buen recaudo los testimonios escritos del general Baner y de Torstenson, las cartas de Oxenstierna y la parte polaca de las cartas de agradecimiento por los informes de Opitz. No conocemos el nombre del coronel, pero durante mucho tiempo se sospechó que la fregona Kurbiella hubiera sido agente de la Corona sueca y estado en contacto con aquel oficial. Ya anteriormente habría actuado por encargo, sustrayendo documentos. Pero a Agnes nunca se le pudo probar nada. Y el rodaballo, ante el tribunal feminista, sólo dijo sus habituales oscuridades: «Sabemos demasiado poco, señoras que siempre quieren saberlo todo exactamente. Sin duda, la violación de Agnes Kurbiella a los trece años por soldados de caballería del regimiento de Oxenstierna pudo haber marcado tempranamente a la muchacha de tal forma que permaneciera siempre sometida a uno de aquellos cuatro animales al parecer se llamaba Axel , pero la muerte del poeta sigue sin casar con nada. Lo único seguro es que su fregona, poco después, tuvo una hija. Las dos vivieron aún mucho tiempo». Excremento en verso Humea, es examinado, no huele extraño, quiere ser visto, ser con su nombre. Heces. El metabolismo o la defecación. La caca: lo que circularmente se deposita. ¡Un choricín! ¡Un choricín! dicen las madres. Plastilina precoz, pellas vergonzosas y temerosos residuos: lo que fue a parar a los pantalones. Nos reconocemos: guisantes, huesos de cereza no digeridos y el diente que se tragó. Nos miramos atónitos. Tenemos algo que decirnos. Mis desechos, más cercanos a mí que Dios o que tú o que tú. ¿Por qué nos parapetamos tras una puerta atrancada y no dejamos entrar a los invitados con los que, la víspera, en una mesa ruidosa fijamos el destino de ese tocino y esas judías? Ahora queremos (por decisión) comer aislados y defecar en sociedad; neolíticamente el conocimiento será más fácil. Todos los poemas que profetizan y riman la muerte son excrementos que caen de un cuerpo estreñido en el que fluye la sangre y sobreviven los gusanos; así vio el poeta Opitz, que se equivocó al prescribirse la peste como alegoría, su última cagalera. Sólo una fue quemada por bruja Y, sin embargo, las brujerías se hacían, si es que se hacían, en todas las cocinas. Todas las mujeres sabían y se daban recetas para espesar purés, sopas y extractos que eran densos, de color ceniza o turbios y hacían hincharse a uno, purgaban al otro y volvían sordo a un tercero. Desde el principio (Aya) el beleño sirvió para todo, se utilizó el cornezuelo y la amanita matamoscas (seca), rayada en polvo, desleída en leche o embebida en orina de yegua, facilitó el viaje a la trascendencia del súcubo. Los hombres obedecíamos como embrujados a Vigga que, junto con otras raíces, extraía la mandrágora. Mestuina nos rallaba ámbar en las sopas de pescado. (Y también Ilsebill estoy seguro  mezcla, revuelve, añade.) Yo siempre he estado en un círculo mágico. No es que no hubiera brujas; es que se quemaba sólo a las falsas. Ninguna de las esquiladas herboleras, doncellas y matronas de los montones de leña de rápida combustión fue una verdadera bruja, aunque en el tormento confesaran abstrusas actividades, como cabalgadas sobre escobas y abominaciones con cirios benditos. Todo eso, naturalmente, no existía: aquelarres, galanes con patas de cabrito, marcas diabólicas, mal de ojo & pero cocinas y caldos de bruja sí que había. Yo vi con mis propios ojos cómo Dorotea freía en la grasa de niños nacidos muertos, que sacaba del hospital del Corpus Christi, granulosos huevos de sapo, y los rociaba con agua bendita de la iglesia de Santa Catalina. Por toda la casa olía cuando aquella bruja pálida, sola en la cocina, reducía a cenizas una pezuña de cabrito. Todos sabían que echaba en sus sopas cuaresmales cenizas de cuerno y no sólo de féretros carcomidos. Se decía que traía directamente a nuestra cocina el agua de lavar de las casas de los apestados en las que, piadosamente, entraba y salía. Se decía que reunía en botellas las costras de los leprosos y los sudores de agonía de las mujeres con fiebres puerperales. Se decía que había cocido las cotas de malla de los Caballeros Teutónicos, antes de que se marcharan a Lituania, en orina de doncellas. Pero sólo se decía. Nunca fue puesta en tela de juicio. Quemaron a otras: tontas vecinas normales que cocinaban hacendosamente para sus maridos, pero estaban marcadas por lunares peludos en las posaderas o en los pechos. (Estoy seguro de que Dorotea, que tenía un cuerpo sin defectos, daba el soplo a su confesor dominico: porque las pobres mujeres y damas patricias la visitaban, secretamente avergonzadas, y le pedían pomadas contra verrugas y lunares. Y quizá algún conjuro.) Y también Greta la Gorda sabía recetas de bruja y no fue quemada. Quién no recuerda cómo, con lecha de arenque y esperma de franciscanos prófugos, volvió a dar acometividad a Eberhard Ferber que, al mismo tiempo que el cargo de burgomaestre, había perdido su vigor viril; cómo enturbió la memoria del anciano abad Jeschke que políticamente sabía demasiado  tomando una cucharada de los excrementos de él, formando una pasta con esa muestra, granos de pimienta, adormidera, miel silvestre y harina de alforfón, y cociéndola en Adviento como pan de especias; cómo me embrujó a mí también. No sé con qué. Ella mezclaba todo con todo. No cocinaba nada por puro gusto. Pasas revueltas en sangre de ganso. Corazones de buey rellenos de ciruelas secas con salsa de cerveza. Cuando me refugié en ella y me convertí en huésped asiduo de su piltra, a menudo me alimentó con zanahorias que había remojado en su vulva. ¡Y cuántas cosas más, sin vergüenza alguna! Era sabido que no sólo se hacía enviar desde muy lejos especias indias. Se sabía, aunque no exactamente, que había celebrado festines de bruja con sus monjas y ofrecido sacrificios paganos. Al parecer, con sus correteantes monjitas de Santa Brígida, había mordisqueado muñequitas de bollería (se piensa enseguida en los tres pechos de Aya) ¡y cantado luego, en el librito de himnos de Wittenberg, «Cuando Dios no ha bendecido una casa &»! Sin embargo, tampoco para ella se formó ninguna pira. No fue Dorotea ni Margareta Rusch, sino la dulce Agnes la que subió a la hoguera. Es cierto que prefiero creer que, después de llevárseme la peste, ella murió de puerperio en la flor de su juventud, pero el rodaballo declaró en el juicio que sólo me siguió cincuenta años más tarde, siendo ya una vieja arpía, y desde luego en la hoguera. No, no voy a describir cómo el viento amainó súbitamente, una nube se abrió, cayó la lluvia y casi ocurrió un milagro. Sabido es que la versión del rodaballo fue aceptada por el tribunal feminista. Al parecer, mucho tiempo después de morir de peste el poeta Opitz, Agnes Kurbiella, desvariando con su igualmente desvariada hija, la pequeña Ursel, erraba por las calles citando en latín y en alemán obras del difunto poeta, hasta que, a principios del verano de 1689, encontró a otro poeta, Quirinus Kuhlmann, el llamado monarca frío (Kühlmonarch). También Kuhlmann fue objeto de informes de especialistas del Barroco ante el tribunal feminista. El rodaballo lo calificó de precursor del expresionismo. Sin embargo, la acusación no pudo sacar nada en limpio de la excentricidad de ese genio. Kuhlmann, sin ningún escrúpulo, había alimentado el desvarío de Agnes con sus propias especulaciones. Diariamente había adoctrinado a aquella alma bendita con su megalomanía. Ella, explotada, habría sido también, para él al parecer  una musa: él le habría producido peligrosas quimeras y habría arrastrado consigo a la muerte a la anciana. A las acusadoras feministas les venía muy bien el que Agnes hubiera sido víctima de la extravagancia masculina, que hubiera seguido a Kuhlmann desde Danzig, por Riga y a través de la ancha Rusia, hasta Moscú, que se convirtiera en su esclava y sirviera de médium en representaciones organizadas por la comunidad mística de Jakob Böhme, que incluso ante el tribunal y durante el tormento musitara versos de Opitz y soltara cataratas de palabras a la Kuhlmann, y que hubiera tenido que subir a la hoguera por bruja, lo mismo que la trastornada Ursel, mientras Kuhlmann y otros dos exaltados espíritus masculinos ardían en piras vecinas, por blasfemia y conjuración política contra la Corona de los zares. Como prueban las estadísticas, también los hombres eran combustibles. Sin embargo, en opinión del tribunal feminista, la Inquisición y sus cazas de brujas fueron instrumentos de dominación típicamente masculinos para quebrar en el huevo las ansias de libertad de la mujer. La fiscal dijo textualmente: «Como ficción masculina, la llamada bruja es a un tiempo la representación de un deseo y la proyección de un temor». Es posible. Sin embargo, Agnes no quería la libertad y tuvo que consumirse en la hoguera, mientras que Dorotea de Montovia y Margareta Rusch que, las dos, querían libertades y se las tomaban, no tuvieron que ser enaltecidas por ninguna hoguera. Fue el ligero y poético desvarío de su cabeza el que hizo a Agnes apta para la profesión de musa; sólo el mundo enemigo de las musas la llamó loca, posesa, hechicera y montura de Belial. Hasta su plantel de eneldo se hizo sospechoso, ya en época de Möller y de Opitz. Tuvieron que proteger a la pobre criatura de las garras católicas y luteranas, pues, cuando se trataba de quemar brujas, los beatos de ambas religiones se ponían de acuerdo en menos tiempo del necesario para juntar ramas y troncos. Y hasta Amanda Woyke, que sabía recetas, y sin duda alguna Sophie Rotzoll, para la que no tenía secretos ninguna seta, hubieran sido aptas para las hogueras de los caballeros cristianos. Sin embargo, en las épocas de Amanda y de Sophie los higienistas de la revolución se habían buscado otras víctimas: los llamados contrarrevolucionarios. Se los ajusticiaba en nombre de la Razón. El rodaballo, como flotando sobre su lecho de arena, les dijo a sus juzgadoras: «Como pez, cuyos iguales de buen paladar son estofados y fritos, sé de qué hablo cuando se trata de la fuerza purificadora del fuego. Pueden alegrarse, señoras, de que hoy en día la brujería más bien se subvencione que se castigue. Se busca ansiosamente una dimensión telecinética. Sin embargo, ¿y si hubiesen tempotransitado ustedes en aquella época? Señoras. ¡No sé! ¡No sé! Si hago un examen crítico y las contemplo, sentadas en sus altos asientos y juzgándome: cuánta severidad reunida, cuánta concentración enérgica. Oigo chisporroteos de videntes. Mi piel pedregosa recibe miradas a veces imperiosas, a veces hipnóticas. Y, sin embargo, rostro por rostro, una belleza especial. Un ego once veces desafiante. Sonrisas fugaces, de retorcidos pliegues. Un acuerdo ya en un pestañeo, ¿sobre qué? Cabellos once veces cortados en rastrojo o rizados a la africana, pero también hechiceramente alborotados, fáciles de inflamar. En suma: las veo arder a todas. A la honorable presidenta, al coro de vocales, y también a usted, mi querida Sra. Paasch, las veo acarreadas en la carreta infamante, vestidas de sayal, mientras el pueblo medieval las mira embobado, los monjes mascullan sus latines y los niños se meten el dedo en la nariz. La veo a usted, bella Srta. Simoneit, junto a la Sra. Witzlaff, en todo su esplendor corporal, sobre piras artísticamente apiladas, primero rodeadas de humo y luego vestidas de llamas. ¡Qué griterío sofocado! ¡Cuántos éxtasis en gavilla! El deseo once veces sublimado y la libertad final. Hasta a la Sra. Von Carnow, mi defensora de oficio tan solícita como torpe , la veo disolverse muy poéticamente en las llamas, aunque es tan inofensiva como el eneldo del jardín de la fregona Agnes Kurbiella. Las veo arder a todas, a todas. Y también la mayoría del consejo consultivo revolucionario merece la hoguera. Sólo la Sra. Huntscha no: mi acusadora tiene un parecido de familia excesivo con mi cocinera cuaresmal Dorotea de Montovia. Ella estaba demasiado místicamente arrobada y desprendida de la carne, en su belleza y palidez ultraterrenas, para tener que sufrir, como la pobre Agnes, una purificación tan física &». (Cuando, después de un corto aguacero, comenzó a arder por fin, sus murmullos eran sólo poesía de régimen, pero políticamente poco interesante; por lo que el embajador sueco en la corte del Zar, señor Axel Ludström, dio instrucciones a Estocolmo para que se cerrase el caso Kurbiella.) ¿Y tú, Ilsebill? ¿Hubieras preferido la madera de abedul a los troncos de haya, entonces habituales? Yo te entregaría a la hoguera. Sería el amable padre dominico Hyazind, que llegaba de Cracovia con su instrumental especializado en cajas de herramientas chapadas en plata. Me acercaría a ti cada vez más con los flexibles hierros. Cuidadosamente, sin olvidar ningún miembro, haría que tus articulaciones saltasen de los cotilos donde se alojan y quedasen fuera de sí. Cuánta piel, por toda la blanca espalda desde los hombros. ¡Ay los pensamientos! Revelados por fin. Dolorosamente penosas llegarían mis preguntas, formuladas con amabilidad. Tu confesión desnuda. Porque vengo de lejos para soltar tu lengua. Eso es lo que queremos oír. Susurrado en voz baja. Leerlo en los labios dolorosamente fruncidos: sí, he. Sí, varias veces. No, no sola. Con otra Ilsebill. Luego llegó una tercera en medio de la niebla. Hemos y somos. Por las noches, pero también todos los días. En la luna nueva y en la noche de San Juan. Con nuestra sangre menstrual. Hemos puesto pequeñas señales sobre objetos y placas con nombres. Hemos puesto el signo sobre pilastras de puentes e instalaciones industriales, en el terreno donde se instalará la central atómica, sobre computadoras recién programadas y en algunas máquinas de escribir. Sí, también en la tuya. Dentro, bajo la tecla I & Cuando mi Ilsebill ardió por fin, aunque sin querer desprenderse hasta el final de su belleza, yo lloré bajo mi capucha. Sentí haberle dado, rodaballo, esa libertad. Inmortal Cuando abrí hacia todos los vientos las ventanas que me habían prometido, estaba seguro de no ver nada después de muerto. Sin embargo, vi: en un paisaje llano pulcramente urbanizado, y enfrente, en ventanas abiertas, en las que hombres y mujeres parecían viejos, contra el cielo de nubosidad variable, estorninos también en los perales, colegiales que había dejado el autobús, el edificio de la caja de ahorros, la iglesia con su reloj: la una y media. A mi protesta vino la respuesta: Ésa era la otra vida normal y acabaría pronto. Ya me saludan los viejos vecinos. Pretenden haberme visto realmente desde todas las ventanas. E Ilsebill vuelve cargada del supermercado. Mañana es domingo. En el quinto mes Para qué es buena la fécula de patata Cuando el tribunal feminista comenzó a ver, a principios de febrero, el caso de la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke y el rodaballo, inmediatamente (basándose, como siempre, en informes periciales), dio una conferencia sobre las relaciones entre hambres, movimientos de tropas y epidemias, citó bibliografía especializada la peste en Londres, la peste en Venecia  y señaló que tenemos que agradecer a la peste negra de Florencia el Decamerón y su género: el cuento-marco dilatado. Por primera vez permitió que la Sra. Von Carnow, su defensora de oficio, le ayudase. Ella citó: « & en sus comienzos aparecían, tanto en el hombre como en la mujer, en las ingles o en los sobacos, bultos que, en unos en mayor número, en otros en menor, alcanzaban a veces el tamaño de una manzana corriente y a veces el de un huevo y eran llamados por la gente bubones». Luego el rodaballo siguió hablando didácticamente sobre la lepra, la fiebre amarilla, el tifus, el cólera y las enfermedades venéreas. Se mostraron diapositivas. En mi entorno, desde que en el año 1332 se filtró desde la India hacia Occidente, pasando por Venecia, ha tenido siempre la puerta abierta. Se llevó como de pasada a tres de las hijas que tuve con Dorotea, y también la sirvienta que vino conmigo y con la pequeña Gertrudis murió en Konitz de la peste pulmonar exantemática que, como teñía la piel de un color azulado, era también llamada la Peste Negra; en cambio, mi hijita conservó su piel blanca y vivió aún mucho tiempo. Sin embargo, una de sus hijas, Brígida, fue arrebatada por la pestilencia que, como un azote de Dios, recorrió el país con los husitas. Y cuando la abadesa Margareta Rusch, en 1523, me sacó en plenas vísperas de la iglesia de la Santísima Trinidad (junto al convento de los franciscanos), me salvó a tiempo al llevarme del grupito de hermanos oficiantes a su camastro; al año siguiente, todos los otros monjes y también el abad fueron arrebatados por la peste bubónica. Y cuando en el año 1602 de la Encarnación del Señor se quemó en las calles de la rica ciudad de Danzig la paja en que habían muerto 16 919 hijos de Eva, la peste me quitó a muchos de los modelos que, como pintor de la ciudad, necesitaba para un mural El Juicio Universal  que debía adornar la Corte de Arturo de los roñosos patricios y comerciantes y, en calidad de obra admonitoria y ofrenda, protegerlos contra una peste siempre recurrente. Aunque salvé el cuadro, perdí una vez más modelos cuando la peste volvió veinte años después, se quedó unos meses, se marchó otra vez, volvió de nuevo como si se le hubiera olvidado algo, y arrebató en un año nueve mil y en otro siete mil personas. A pesar de haberse prohibido el mercado de los dominicos y la procesión del Corpus y aunque se cerraron con cerrojo las cervecerías y expendedurías de aguardiente, hubo que acarrear los cadáveres de las casas por todas las callejas, y enterrarlos en grandes fosas detrás de la Hagelsberg. También luego volvió la peste, una vez titubeante, sólo de paso, y luego para tomar la ciudad, y se llevó a mis lozanas mozas y a mis compañeros de francachelas. Sólo me quedó, como fregona, la joven Agnes. Ella me vio envejecer sufriendo de mi hígado de borracho, hasta que llegó aquel Opitz para quien, del mismo modo, se ocupó de la cocina y a quien tomó apego igualmente. Cuando en 1639 la peste se transmitió al poeta, de todas formas achacoso, yo también morí con él; Agnes se fue sin volver la vista atrás, como si yo, el pintor alegórico Möller, hubiera ido a la fosa de los apestados con el ampuloso Opitz de los valles de lágrimas. En realidad, fue de debilidad senil. Muerto, aunque todavía aficionado a la bebida, lo estaba yo hacía tiempo. No era necesario que me arrebatase ninguna peste. Todas ellas eran inmunes. Ni Dorotea, ni Greta la Gorda, ni Agnes, ninguna de las cocineras fue castigada con bubones, manchas negras ni otras epidemias más modernas por Dios o por su socio infernal. Y cuando Amanda Woyke, después de la segunda partición de Polonia, ayudó a popularizar la patata prusiana, creyó incluso, y así se lo escribió a su amigo de pluma, el muy viajado conde Rumford, haber encontrado en la fécula de patata un remedio contra el cólera; porque cuando, después de la Guerra de los Siete Años, varias cosechas malas generalizaron el hambre entre las clases bajas, y las ratas, cocidas en sopas de emergencia, tenían su cotización en el mercado, el cólera (amén de otras epidemias) era corriente. En el dominio público de la Corona prusiana en Zuckau, todos los siervos, siervas, jornaleros, aparceros, pensionados y señores de la administración se frotaron preventivamente el cuerpo entero con fécula de patata, siguiendo las instrucciones de Amanda. Mientras duró la epidemia, las carretas de cadáveres tuvieron que hacer diariamente dos veces la ronda en Danzig y en Dirschau. También en Karthaus se registraron casos. Entre nosotros, las campanas funerales no tenían más trabajo del normal. Nos frotábamos el cuerpo y teníamos fe. Los señores de la ciudad podían reírse. También el conde Rumford dudaba en sus cartas, un tanto ceremoniosas, del poder medicinal y la fuerza disuasoria de los residuos obtenidos del jugo de la patata. Más tarde, Amanda friccionaba con fécula de patata para prevenir todo lo imaginable, la servía en puré, llenaba con ella saquitos que colgaba en los armarios y la esparcía en los dinteles de las puertas. La gente acudía a Amanda con quemaduras. Si las vacas no querían parir, la fécula de patata, administrada con embudo, hacía que expulsaran. Y, embadurnada en las empalizadas, alejaba a los espíritus. Y cuando, siguiendo la receta de Amanda, le puse a mi Ilsebill, que arrastra sus caprichos de embarazada de cinco meses, un saquito de fécula de patata bajo la almohada y mezclé también en su caja de polvos una cucharadita rasa, durante una semana fue muy amable conmigo, pareció no desear nada, estuvo maravillosamente libre de jaquecas e incluso, mientras sacaba la vajilla del lavaplatos, cantaba cancioncillas disparatadas: «Mamerta está muerta, Mamerta está muerta y Carla está a punto de hincarla &». Contado mientras machacaban bellotas-desplumaban gansos-mondaban patatas Sobre la forma de contar historias se ha escrito mucho. La gente quiere oír la verdad. Sin embargo, si se les presenta la verdad, dicen: «Todo eso es pura invención». O se ríen: «¡Qué cosas tiene!». Y después de una larga historia sobre el poder salutífero de remedios caseros populares para el dolor de muelas, las penas de amor, el estreñimiento, la gota y el cólera diarreico, que yo había contado mientras el puchero de sopa de patata era vaciado hasta el nopuedomás (incluso a Ilsebill le gustó un poco), uno de los invitados dijo: «Eso no se puede inventar. Una cosa así quiero decir su cocinera de la servidumbre  no se inventa por casualidad. ¿Existió realmente? Quiero decir, ¿de veras? ¿O sólo hubiera podido existir?». E Ilsebill dijo: «¡Eso cuéntaselo a otra, pero no a mí!». Sin embargo, son las peladuras de patata de Amanda las que, remontadas, son los retorcidos caminos que llevan al teacuerdasdé, recuerdos tardíos de mi cordón umbilical que, rebobinados, llevan hasta ella: sentada en su taburete de la cocina. Su cuchillo de pelar patatas sabía la continuación de la historia. Yo leía, leo en sus mondas lo que, en bucles, se deslizaba sobre su pulgar y constituía un informe finamente pelado: sobre el hambre de los campesinos del arenal situado entre Tuchel-Stolp-Dirschau, cuando las lombrices se convirtieron en alimento, con lo que los niños se quedaron como lombricillas y volvieron a la tierra arrastrándose; de las siete hijas que, mientras duró la guerra, le hice entre campaña y campaña, tres murieron y se convirtieron en historias mortalmente tristes, que se llamaban Stine-Trude-Lovise y acabaron todas en el cielo con Dios Nuestro Señor. Ella prefería utilizar para la sopa las patatas de invierno germinadas. Las peladuras caían sin cesar, siempre con distinto significado. Porque cuando yo me marchaba otra vez, me largaba de aquí, a Sajonia o más lejos, Amanda, que me había querido acompañar, se volvía con su espuerta tras las hogueras de las malas hierbas y decía: «Me keo con loh patatoh», con lo que, cuando yo volvía en un estado cada vez más lastimoso, podía contarme por encima de su cuchillo de pelar todo lo que, entretanto, se había hecho irrelevante convirtiéndose en calceta. Ella misma había vivido poco (y sin viajar). Amanda Woyke, nacida sierva en 1734 en Zuckau, monasterio, cuando todavía era polaco; muerta en 1806 en el Zuckau prusiano, como sierva del dominio público. Sin embargo, las aventuras corrían tras ella: yo, con mis siete años de guerra, nueve cicatrices y veintitrés batallas. El loco del conde Rumford, que nunca paró mucho en ninguna parte y siempre tenía que inventar algo útil. El viejo rey que llegó, doblado por la gota, y la escuchó (lo mismo que yo, su soldado veterano e inspector), mientras ella pelaba patatas. Porque Amanda sabía que las historias no pueden acabar, que siempre habrá un ladrón que corra por los campos con la plata robada en la iglesia; que el próximo año de ratones se hablará todavía del anterior año de ratones; que la última monja premonstratense muerta hace años buscará eternamente sus antiparras remendadas con alambre, las noches de plenilunio, en la artesa de la harina; que siempre volverán los suecos o los cosacos con sus perillas y sus mostachos; que por San Juan las terneras hablan; y que toda historia quiere ser contada mientras queden patatas en el cesto. Mestuina no conocía la patata. Contaba historias mientras machacaba con una mano de madera en el almirez de piedra, para convertirlas en harina, bellotas lavadas en agua de cal. Mezclábamos harina de bellotas y guisantes para estirar la masa de nuestro pan. La monja cocinera Margareta Rusch narraba mientras pelaba gansos bajo el haya, el tilo, en el patio del convento o en el establo. En una sola tarde pelaba nueve u once gansos para una comilona gremial. Al golpear, al desplumar. Mestuina sabía historias de Aya: cómo trajo Aya el fuego del cielo, cómo inventó Aya la nasa de anguilas, cómo fue devorada Aya por sus hijos hambrientos y, por ello, se convirtió en diosa. La monja Rusch contaba historias de risa: cómo el hijo de un comerciante, que tenía ganas de folgar con ella, se encontró bajo una cerda sacrificada el día anterior. O: con qué rellenó ella la cabeza de oveja de dentro de la cabeza de cerdo. O: cómo ayudó a saltar los muros de la ciudad al predicador Hegge, cuando éste tuvo que escapar de los católicos. Y otras historias que no se alimentaban, como las historias de Mestuina, de materiales míticos, sino que estaban terrenalmente estercoladas. Mestuina machacaba durante el invierno las bellotas para convertirlas en harina, que mezclaba con cebada triturada y cocía en forma de tortas. La monja Rusch desplumaba gansos desde San Martín hasta Reyes. En la primavera, en el verano, no había nada que contar. Sin embargo, Amanda Woyke, la cocinera de la servidumbre, cuando consiguió por fin hacer del cultivo de la patata una virtud prusiana, pelaba patatas el año entero. Hasta cuando, en la primavera y el otoño, aparecían en la mesa las patatas con piel y requesón, seguía pelando como complemento patatas viejas para su sopa de patata de todo el año, inagotable y siempre caliente; ¿cómo hubiera podido si no llenar el estómago a la servidumbre del dominio? En realidad, yo no quería contarles historias (a mis invitados y a Ilsebill), sino dar cifras y, de una vez, desecar estadísticamente el pantano de las leyendas cachubas: cuántos campesinos, después de la Guerra de los Treinta Años, quedaron convertidos en siervos; lo que había que hacer como prestación personal en la Prusia occidental antes y después de las particiones de Polonia; cómo los hijos de los siervos aprendían muy pronto a servir; cómo las tierras del monasterio de Zuckau, catastróficamente administradas, se hicieron rentables en manos prusianas; con qué trucos los terratenientes del Elba oriental (y también la administración de los dominios reales) burlaron todos los decretos de reforma agraria y consideraron como un deporte quitarles las tierras a los campesinos; cómo la nobleza rural prusiana ganaba o perdía a las cartas a sus siervos, que eran considerados como semovientes, o se los intercambiaba a capricho; por qué en Holanda y en Flandes se cultivaba ya en los terrenos baldíos, rotando las cosechas, el trébol y la calza, mientras que entre nosotros el cultivo obligatorio por rotación trienal impedía toda innovación; por qué en los tratados de agronomía y baladas pastoriles se elogiaba la vida del campo, mientras el campesino, cuando se le acababa el mijo, tenía que morirse de hambre en marzo, lo mismo que el ganado; desde cuándo en las ciudades de Danzig, Thorn, Elbing y Dirschau se fumaba tabaco inglés, se bebía café de ultramar y se comía en platos con cuchillo y tenedor, mientras en el campo el tiempo se había quedado plantado. Sin embargo, por muchas cifras y por muchos rendimientos por hectárea que acumule, por muchos impuestos sobre la sal y otras gabelas que sume, por muy espantosa que fuera la mortalidad infantil, por mucho que aumentase el éxodo rural, se extendieran las tierras baldías o la peste fuera reemplazada por el tifus y el cólera, por muy afanosamente, en fin, que espulgue el siglo XVIII en busca de datos y hechos, no conseguiré ofrecer un cuadro de aquellos tiempos: como un siervo tengo que acurrucarme junto al cesto de Amanda y, como entonces, contemplar su cuchillo de pelar patatas. «Anteh», decía ella, «solabía sémola y mah nada kuando sémola nabía. Entonceh el viego Frich noh mandó loh patatoh con suh dragoneh para que loh plantásemoh &». Ilsebill dice: «Eso me gustaría saberlo exactamente. Remuneración en especie, ¿de qué cuantía? Prestaciones personales, ¿con qué frecuencia? ¿Cómo estaba organizada la Cámara de los Dominios prusiana?». Sin embargo, lo que cuenta no son las cuentas, sino los cuentos. Se transmiten de boca en boca. Hedviga, la biznieta de Mestuina, mientras hacía cestos, hablaba todavía del bautismo a la fuerza en el riachuelo Radauna, lo mismo que su biznieta Marta, mientras cocía ladrillos para el monasterio de Oliva, hablaba de la muerte de San Adalberto, a fin de que su biznieta Damroka, que se había casado ya en la ciudad con el espadero Conrado Slichting, les contara a sus biznietos, mientras hilaba, cómo fue acogotado San Adalberto, cómo fueron bautizados los pomorscos y obligados los pescadores de la Empalizada a cocer ladrillos para los monjes cistercienses, cómo siempre había guerras e incursiones de los pruzzos, hambre después del pedrisco, pero también prodigios, como la luminosa aparición en medio del pantano, en que la Madre de Dios, contando historias, recogía arándanos, razón por la que como luego contaba a sus hijos la cocinera cuaresmal Dorotea mientras limpiaba guisantes , se levantó la iglesia parroquial de Santa María. Y también la historia del rodaballo se transmitió así. Cada vez se contaba de un modo distinto, pero también real. Unas veces se decía que el pescador quería comérselo asado de la raspa misma, pero Ilsebill, su mujer, dijo: «Déxalo hablar». Otras se decía que Ilsebill quería echarlo al puchero, pero el pescador quería saber antes esto o aquello. Otra vez quería el propio rodaballo ser estofado y decía: verme liberado de una vez, pero el pescador y su mujer deseaban siempre algo más. Y una vez, cuando Mestuina hablaba del rodaballo mientras machacaba bellotas, se acercó a la verdad. Dijo en pomorsco: «Eso ocurrió cuando Aya vivía aquí y sólo contaba su palabra. Esto irritaba al Lobo del Cielo, porque Aya le había robado el fuego y se había vuelto poderosa. Todos los hombres le eran adictos. Nadie quería hacer sacrificios al Lobo, sino sólo al Anta Hembra. Por eso el Lobo del Cielo se convirtió en pez. Podía hablar, aunque tenía el aspecto de un rodaballo corriente. Cuando, un día, un joven pescador echó el anzuelo, el Lobo de dentro del rodaballo lo mordió. Echado sobre la arena, se dio a conocer como el viejo dios-lobo. El pescador se asustó y prometió hacer todo lo que ordenase el rodaballo. Entonces dijo el Lobo por boca del rodaballo: «Vuestra Aya me ha robado el fuego. Desde entonces, los lobos tenemos que comernos la carne cruda. Como Aya ha logrado con el fuego poder sobre todos los hombres, tenéis que dar al fuego, con el que se cocina, se conserva uno caliente y se cuecen cacharros de arcilla, un sentido viril. Lo duro debe ser fundido y, al enfriarse, endurecerse de nuevo». El pescador se lo contó a los otros hombres, que empezaron a quebrar piedras que eran especiales. Cuando los fragmentos de piedra fueron calentados al rojo, se fundió el hierro que había en ellos, convirtiendo a los hombres en poderosos herreros. Con sus puntas de lanza traspasaron a su Aya, porque el Lobo que había en el rodaballo se lo mandó. «Y también a mí», decía cada vez Mestuina mientras machacaba las bellotas en el mortero para convertirlas en harina, «me matará una espada forjada en el fuego». No obstante, parece ser que el rodaballo de que hablaba Mestuina se transformó de nuevo, al saber la muerte de Aya, en lobo feroz y, con el hierro forjado, llevó la guerra a todo el país. Razón por la que también Amanda Woyke, cuando hablaba de los suecos-panduros-cosacos-poloneses, decía siempre para terminar: «Eran tal komo loboh. Y no dehaban títere sa-no. Y kortaban ademáh a loh niñitoh en kachoh». (El cuento, sin embargo, que el rodaballo transmitió por medio de una anciana al pintor Runge y los poetas Arnim y Brentano, y a los hermanos Grimm, estaba ya en versión definitiva, listo para la imprenta y con un solo sentido, mientras que el cuento no impreso tiene siempre en cuenta la siguiente historia, la totalmente distinta, la más reciente.) Mestuina y Amanda contaban, mientras machacaban las bellotas para hacer harina o dejaban que las mondas de patata les crecieran sobre el pulgar, historias de tiempos pasados, pero siempre como si hubieran estado presentes: cómo los muchachos atravesaron con puntas de hierro a la madre primitiva Aya hasta causarle la muerte, cómo los suecos invadieron la Cachubia desde Putzig y, buscando florines de plata, llegaron a abrir el vientre a las embarazadas. Sólo Margareta Rusch no hablaba nunca de tiempos remotos, sino siempre de ella y de su tempotránsito monjil: cómo, el 17 de abril de 1526, su Majestad polaca pone fin a todas las herejías, ocupa la ciudad, hace cerrar todas las puertas, mete en la Torre de los Condenados a todos los revoltosos (incluido el padre de ella, el herrero Rusch), nombra un tribunal y hace clavar los Statuta Sigismundi en las puertas de las siete iglesias parroquiales. Cómo el predicador Hegge, en un estado lamentable, busca refugio entre las monjas de Santa Brígida y éstas, ante todo, se divierten por turno con él, hasta que Greta la Gorda se compadece, lo viste ridículamente con unas sayas de mujer, lo saca del convento en las sombras de la noche, con la luna en octavo menguante, por el desagüe de las calles, hamelinizadas de ratas, a lo largo de la calle del Paraíso y hasta el Foso del Pudridero, detrás del hospital de Santiago, donde de día y de noche humea la paja mortuoria de los cadáveres, e intenta alzarlo sobre los muros de la ciudad, que son allí bajos. Pero por mucho que ella empuje y se esfuerce, Hegge no consigue echar la mano salvadora. Es posible que las hermanas de Santa Brígida lo hayan agotado en demasía. Cuelga como un saco de la parte interior de la muralla. Ya se oye a la guardia real polonesa que, desde el Barrio del Pebre, viene haciendo su ronda: cantan, porque están borrachos, canciones marianas y hacen ruido con su chatarra. Entonces la gorda Greta agarra por los muslos, bajo las sayas, al antes ágil predicador y cabronazo de Hegge. Lo levanta, más alto aún, hasta que los cojones de él bailan ante las narices de ella porque no lleva nada bajo las sayas  y le grita: «¡Salta, cabrón, salta!». Él consigue agarrarse al borde del muro, invoca a todos los diablos, desde Asmodeo a Zadek, se le escapan pedos y suspiros a discreción, pero ni siquiera la cercana y vociferante letanía de la guardia real logra hacerle pasar la muralla. Ya el pedacito de luna pone reflejos en los cascos tambaleantes. Entonces Greta la Gorda, después de haberlo llamado tío mierda y pichafloja, junta cólera y tutela, se apodera de las bolsas del predicador y le arranca el cojón izquierdo de un mordisco. Es cierto, Ilsebill: eso es lo que temen los hombres, que los muerdan así. Hay teorías que dicen que en toda mujer palpita el deseo de morderles a los hombres los cojones y la picha también. Vulvas aprisionantes o envidia del pene se llaman los capítulos de libros leídos de cabo a rabo con avidez. La vagina dentalis es un símbolo conocido. Hay por ahí más ciclanes de lo que las estadísticas muestran: héroes fatigados, mediomaricas, castrados hipersensibles, cabestros y gatos capones. Mejor que cualquier otro insecto, la mantis religiosa que, después del acto sexual, devora lentamente a su macho, podría ser el animal heráldico de todas las Ilsebills. Ya sonríen mordaces, enseñan los dientes, conocen el sitio y no quieren seguir mordisqueando sólo zanahorias. «¡Guardaos!», gritó el rodaballo ante el tribunal feminista, «estáis a su merced. Desde los tiempos prehistóricos os amenaza un deseo de venganza. En verdad os digo: cuando le pregunté por su macho a la viuda negra, un raro ejemplar de araña exótica, me habló con grandes rodeos de los vicios de él, que, según ella, lo habían destruido, destruido totalmente &». La monja Margareta Rusch, sin embargo, estaba libre de venganzas atávicas y secretos deseos viviseccionistas, aunque, de broma, quisiera animar al pobre Hegge y a otros monjes exclaustrados con expresiones como «¡me guhtaría morderte lo ke yo me sé!», aunque posiblemente los asustase. Sólo por necesidad y por tutela desesperada, porque el peligro se acercaba cada vez más, mordió y se llevó el pedazo, con lo que el predicador Hegge, en un santiamén, se encontró al otro lado del muro y, chillando, puso pies en polvorosa por la zona maderera del Barrio Nuevo. (Corrió hasta Griefswald donde, como predicador, encontró nuevos seguidores.) Cuando Margareta contaba esa historia mientras desplumaba gansos, podía ocurrir que, mientras las plumas volaban alegremente, ofreciera un suplemento. Al parecer, la guardia de Su Majestad polaca había interrumpido inmediatamente su letanía mariana, se había dirigido a ella con rudeza y le había preguntado la causa de los gritos que se oían al otro lado del muro. No le había quedado más remedio que tragarse el testículo izquierdo del predicador, porque no quería perecer, por causa de su mudez, a manos de aquellos borrachos. Por cierto, los muchos gansos que Greta la Gorda tenía que pelar desde San Martín hasta Reyes eran para las comidas gremiales de los boteros y forjadores de anclas, para los patricios de la cofradía de San Jorge o para los banquetes que el consejo de la ciudad ofrecía en la Corte de Arturo a delegaciones hanseáticas o a los obispos que llegaban de Gnesen, Frauemburgo o Leslau. Y también para el hijo de Ferber, Constantino, y el abad del convento Jeschke desplumó gansos durante toda su vida en la hacienda Las tres cabezas de cerdo, lo mismo que en el monasterio de Oliva, teniendo siempre entretanto algo que contar: cómo cambió a un arcabucero de Brandeburgo cincuenta y tres sacos de pólvora y eso, el día antes del asalto a la ciudad  por otros tantos sacos de adormidera. Cómo ella, para mejor sazonar, hizo que un mosquetero disparase contra una pierna de gamo ya adobada con pimienta los negros granos que su hija le enviaba de la India. Cómo ella (riéndose) bajó rodando, dentro de un tonel, la Hagelsberg y, de esa forma, les ganó una apuesta a los dominicos. Y siempre de nuevo: cómo ella, mediante un mordisco y un tirón decididos, ayudó al predicador Hegge a salvar los muros de la ciudad. Amanda Woyke, en cambio, que nunca hablaba de sí misma como mujer importante y, por lo tanto, con proyecciones en todas partes, sino que informaba siempre sobre los otros y sus tribulaciones, sabía historias cuyas raíces se hundían en tiempos remotos y, sin embargo, se encontraban, del tamaño de una nuez, en los campos de patatas del dominio público de la Corona prusiana en Zuckau: surgían a la luz al labrar las tierras (todavía con el arado de madera al que, como escaseaban los bueyes, se uncían jornaleros polacos) trozos de ámbar, tan límpidamente transparentes que podía pensarse que, en un principio, mucho tiempo antes de Aya, el mar Báltico había devorado los bosques cachubos hasta dejar sólo aquellas lágrimas de resina que, con el tiempo, se convirtieron en ámbar. Sin embargo, aquellos hallazgos sorprendentes debían fecharse mucho después. Y Amanda hablaba, mientras las mondas de patata se amontonaban imperturbables, del día exacto en que el ámbar se extendió súbitamente hasta las colinas del país cachubo. El 11 de abril del 997 de la Encarnación del Señor, un verdugo de Bohemia, para reparar el asesinato de Adalberto, obispo de Praga, decapitó con su espada a la pomorsca mujer de pescador Mestuina, y su golpe no sólo separó la cabeza del tronco, sino que cortó la delgada cuerda embreada que rodeaba el cuello de ella, con lo que todos los pedazos de ámbar ensartados se soltaron y volaron hacia el interior desde el lugar de la ejecución, donde el Radauna se une al Motlava, porque el deseo expresado por Mestuina (el día ya declinaba) de arrodillarse mirando a occidente no había despertado ningún recelo en el verdugo ni en los otros cristianos apostólicos. Todo eso lo contaba Amanda, no en lengua cachuba, para mí incomprensible, sino en el muy asendereado dialecto de la costa: al parecer, mientras volaban aún sobre las colinas de las crestas bálticas, los agujeros de los pedazos de ámbar se habían cerrado solos, en señal de duelo por Mestuina. Y siempre que Amanda Woyke fundamentaba históricamente los hallazgos de ámbar en los campos de patatas de Zuckau, una de sus hijas tenía que ir a buscar la cajita de cartón policromada que yo le había regalado después de la capitulación de Pirna, llena de bombones sajones, y en la que ahora estaban, sobre algodón, los pedazos encontrados, con sus incrustaciones de insectos. Mucho más tarde, cuando Amanda se había quedado tan sorda que ya no oía borbollear las patatas con piel en el gran puchero, cuando apareció por primera vez el escarabajo de la patata trayendo malas cosechas y nuevas hambres, un día de primavera apareció vacía la caja de cartón. Mientras Amanda hablaba de hambres anteriores comparándolas con la actual, hizo algunas insinuaciones de que había devuelto los pedazos de ámbar a los campos de patata, enterrándolos allí. La plaga de escarabajos remitió entonces transitoriamente. Se ha escrito mucho sobre la narrativa y los diferentes estilos de narrar. Hay investigadores que miden la longitud de las frases, clavan como mariposas los motivos principales, cultivan los campos semánticos, excavan las estructuras lingüísticas como si fueran estratos geológicos, sondean psicológicamente las oraciones de subjuntivo, dudan por principio de la ficción y han descubierto que describir lo pasado es un comportamiento evasivo para escapar del presente; sin embargo, en las evocaciones de mi Mestuina, en la incontenible verborrea de Greta la Gorda y en el parloteo de la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke (por inexorablemente que dependieran del pasado), sólo los trabajos que estaban haciendo en aquel momento determinaban el estilo. Por ejemplo, el machacar bellotas en el mortero de forma casi mecánica reducía las evocaciones míticas de Aya por Mestuina a breves frases periodísticas. Entrecortadamente informaba de la rebelión de los hombres contra el matriarcado: «Ahora tienen sus lanzas con hojas de hierro. Van a hacer que las puntas decidan. Los exaltan: las luces metálicas. Hacen ruido de metales forjados. Ya bailan al son de las armas. Alancean el aire, las nubes, el enemigo imaginario. De pie en las colinas plantados. En busca de un objetivo. Y Aya se ofrece: golpean su corazón en la carne. La cortan, la rajan, la despedazan, se la reparten, la devoran cruda, beben su sangre recogida en cráneos de lobo profundos como cálices. ¡Es un acto viril! ¡Es un matricidio!». Muy distinto es el caso de la monja Margareta Rusch, a la que el desplumado de gansos inspiraba un estilo airoso, ligero como una pluma. «Vaya me dije yo , con que el jovencito quiere, sin soltar su dinero con pestazo a arenque, sus doce táleros de Escania, manosearme la anatomía con sus dedos de usurero, como si yo fuera una cerda de pocilga que, por cierto pensé , es lo que se va a encontrar: muerta ayer, llena hoy de ladrillos calientes y vestida con mi camisón, dispuesta para él y calentita en su cama para que pueda arremeter contra ella». Y también el horror del joven comerciante Moritz Ferber, cuando descubrió que, en lugar del cuerpo de la monja, había inseminado a una cerda muerta, aunque recalentada, se convertía en la desplumadora Greta en un narrativo revolotear de plumas. «Dio algo así como un grito y se le puso la carne de gallina entre las piernecitas. Salió del camastro como si le hubiesen picado. Y eso tuvo secuelas. El deseo no enderezaba ya su bastón patricio. Cabecita baja, cabecita baja. Por eso peregrinó a Roma más tarde, para renunciar por entero a la carne. Y aquel santo varón pudo embolsarse las pingües prebendas del obispado de Ermland: ¡el amante de la cerda!» Y también el pelar patatas, ese trabajo sólo interrumpido para sacarles los ojos, determinaba el estilo narrativo sin altibajos, sólo cortado por expresiones piadosas como «¡No lo permita Nuestro Señor!», de historias campesinas en las que, después de años de ratones, sequías y pedriscos, se pasaba hambre hasta comerse la corteza de los árboles; en cuyo transcurso la peste seguía siempre a los suecos amantes del pillaje y el cólera a los merodeadores cosacos, y en cuyo final provisional porque las historias de Amanda se continuaban como mondas de patata  siempre se cantaba la victoria definitiva sobre el hambre perenne de los campesinos feudales: «Y kuando loh dragoneh del rey tío Frich noh tragueron unoh sakitoh e patatoh, nadie sabía kacer. Entonceh me digue yo mihma: adentro e tierra kon loh patatoh. Y kuando guerminaron y ehtuvieron en fló, pero sólo produgueron patatiyoh amargoh, me digue a mí mihma: ¿Ké va a pasar aura, Señó? Pero kuando sizo ohkuro en oktubre y yegaron lah gabalinah de loh bohkeh de Rankau y ehkavaron bago logarahka, me digue y digue a Erna y a Stine y a Annchen y a Lisbeth: vamoh kon loh patatoh. Yabía suficienteh. Y bahtaron paral invierno. Y sabían bien ademáh. Graciah sean dadah al Señó». Sólo más tarde, cuando Amanda Woyke había empezado ya a cartearse con el conde Rumford, el inventor de la cocina económica y de la sopa de beneficencia que lleva su nombre, cambió, si no su estilo porque siguió relatando sus historias mientras pelaba patatas  sí el ámbito temporal de sus relatos: Amanda anticipaba el futuro. Hablaba de grandes cocinas que atenderían las necesidades de todos. A partir de la práctica de la cocina de la servidumbre, imaginó la utopía de una sopa de patatas prusianooccidental distribuida en el mundo entero. Ella siempre tenía bastante. En sus pucheros había siempre posibilidad de reenganche. Eliminaba el hambre del mundo. No olvidaba a ningún necesitado. Hablaba tutelarmente de «moros y mamelucos» bien alimentados. Incluso para los esquimales y los salvajes de la Tierra de Fuego resultaba pintiparada su cocina de la servidumbre. Y con la seriedad de un técnico en lo que podía apreciarse la influencia del inventivo Rumford  hablaba de la utilidad práctica de las futuras máquinas de pelar patatas: «Sólo darán un bufío. Y en un santiamén ehtará el cehto vacío». Sin embargo, ¿qué pasa con los teacuerdasdé y con los éraseunavez? Nuestros invitados a los que les había gustado la sopa de patata de Amanda hasta acabar el puchero, estuvieron de acuerdo conmigo en que el trabajo normalizado en cadena no permite contar historias. Aunque Mestuina ensacase la harina de trigo semiautomáticamente, aunque Greta la Gorda aspirase las últimas plumas de unas escaldadas aves hormonizadas, colgadas de los ganchos de una cinta transportadora en un gran matadero, aunque Amanda Woyke viviera hoy y (cobrando el salario mínimo) metiese patatas uniformemente peladas en latas: no habría tiempo durante el ensacado, la aspiración o el metido para contar a lo largo y lo ancho las necesarias historias, ni siquiera unos cuantos chismes (y además, ¿a quién?). «¡Eso es verdad!», dice Ilsebill. «Pero machacar bellotas en un mortero para hacer harina: de eso no queremos saber nada las mujeres. Los gansos prefiero comprarlos desplumados. Las pocas patatas que necesitemos me las pelo como si nada y me fumo un cigarrillo además. Tú lo que quieres es que nos sentemos otra vez a la rueca. Sientes nostalgia de la máquina Singer de pedal. Debes de estar cansado y quieres sentarte ante el hogar.» Luego se calló resueltamente. Y yo me perdí en la historia que sigue. Planto y plegaria de Amanda Woyke, cocinera de la servidumbre Cuando las tres lombricillas, Stine-Trude-Lovise llamadas, se le murieron de hambre porque la cosecha se pudrió de lluvia, fue arrasada por el pedrisco y mordida por la sequía y los ratones, de forma que, desgranada, no quedó nada, el mijo no se granaba, la sémola no alimentaba, no había papilla de avena dulce ni pan de maíz ácido, antes que oscureciera en marzo dos veces, porque también la cabra había saltado contra el cuchillo de un cosaco, la vaca arrebatada por prusianos que forrajeaban, ninguna gallina escarbaba, de las palomas sólo quedaban los palominos, y también el tipo del bigote retorcido, que con su herramienta había hecho, como quien no quiere la cosa, a las lombricillas Stine-Trude-Lovise, porque Amanda se le abría siempre de piernas, se había ido otra vez y, por una paga de adelanto, estaba en Sajonia, Bohemia, Hochkirch, porque el Rey, el Rey lo llamaba & cuando las tres muñecas de trapo, de nombre Stine-Trude-Lovise, se quedaron colgando en sus brazos, Amanda no quiso creerlo ni quiso dejarlas ir. Y cuando las niñas pálidas, azules y encogidas por el hambre, ancianas atrozmente precoces, poco antes nacidas, apenas destetadas pronto hubiera aprendido a andar Lovise  fueron puestas en la caja y claveteadas y enterradas con pala, Amanda se lamentó en voz alta en un tono que era más que un quejido: un lamento tembloroso con muchos ai-mai-uai-nai-iai, que entre prolongados oi y uoi dejaba pasar frases (de las que los humanos dicen en su dolor): Ehto no eh posible soportarlo, ehto apiadaría al mihmo diablo, ehto sólo un hideputa lo llamaría gusticia. Ehto no ebiera permitirlo el Señó. Lah lágrimah tendrían kablandarlo. Nay ningún Dioh en el cielo aunke layan ehcrito así & Lloró durante tres días de marzo limpios como la porcelana, hasta que su planto, filtrado, fue sólo un iiiih. (Y también en otras chozas de Zuckau, Ramkau y Kokoschken, donde a alguien se le había muerto alguien de hambre se lloraba así: ihhh &) Nadie se preocupaba por eso. Como si no pasara nada, echó brotes el sauce. El alforfón y la avena no quedaron estériles. Había bastantes ciruelas para secar. Valía la pena recoger setas. Y, llevando una vaca del ronzal, volvió el tipo ensortijado de sus cuarteles de invierno, como de costumbre inválido. Desde Zorndorf tenía dos dedos de menos, tras Torgau vino riéndose con un ojo, después de Hochkirch, con una cicatriz en la cresta, que lo dejó más chalado que bobo. Sin embargo, como ella se estaba quieta, enarboló su herramienta y, como quien no quiere la cosa, le hizo mozas llamadas Lisbeth, Annchen, Martha y Ernestine que siguieron con vida, de forma que Nuestro Señor pudo ser otra vez rezado: Él debía de saber por qué tanto sufrimiento. Al fin y al cabo, siempre llevó su cruz. Él recompensaba los pesares y tenía amor, artesas de harina celestiales llenas & Había mucho amor en su honor allí, palabras rimadas luego con patatas en flor: y la esperanza como un grano de trigo de que Stine-Trude-Lovise fueran ángeles ahora con el estómago satisfecho. El Tío Fritz Patatas, patatas, tubérculos, papas & Se dice que Raleigh o Drake los trajeron a Europa. Sin embargo, como venían del Perú, fueron los españoles en tiempos de la abadesa Margareta Rusch. Shakespeare debió de conocerlas como objeto de invocación exaltada, cuando hace decir a Falstaff: «¡Que lluevan patatas del cielo!» & A lo que hay que hacer una puntualización: Shakespeare se refería a la patata dulce, un manjar exquisito que, a alto precio, estaba ya en el mercado cuando nuestra patata común, como todas las solanáceas exóticas (tomates, berenjenas), se consideraba aún sospechosa, era puesta en tela de juicio y sentenciada por la Inquisición, condenada a la hoguera y hasta despreciada como alimento para las vacas. Los que primero cultivaron las patatas fueron los famélicos irlandeses. Parmentier se las dio a Francia y la reina María Antonieta se adornó, al parecer, con flores de patata. El conde Rumford las introdujo en Baviera. ¿Y quién nos ayudó a los prusianos? Hoy las comemos: harinosas patatas cocidas, patatas crudas ralladas, cocidas en hirviente caldo de huesos, patatas con perejil o patatas con piel y nata agria. Conocemos las patatas al vapor con cebolla o salsa de mostaza, las patatas con mantequilla, gratinadas con queso, en puré, cocidas en leche, asadas en papel de plata, las patatas invernalmente almacenadas, las patatas nuevas de primavera. O las patatas en salsa verde. O el puré de patatas con huevos escalfados. O albóndigas de patata de Turingia, de Vogtland, de Henneberg, en salsa blanca con migas de pan. O, en copa de Jena, con queso o, como las hacían los hermanos Nostiz, al horno con mantequilla de cangrejos. O bien (en tiempo de guerra), mazapán de patata, torta de patata, budín de patata. O aguardiente de patata. O el cordero con patatas de mi Amanda cuando (los días de fiesta) echaba a la falda de cordero rehogada en grasa de riñones las papas partidas en cuatro, las cubría de agua y las dejaba cocer hasta reducir el caldo. Sólo entonces rociaba de cerveza negra las patatas con cordero. O su sopa de patatas que se comía la servidumbre del dominio público de la Corona prusiana en Zuckau, cuando el cielo derramaba su tinta y los bosques se iban acercando cada vez más. Esto fue después de la segunda partición de Polonia. Todo debía ser de otra forma, más ordenado, más productivo, prusiano. Los subexplotados bienes del monasterio (fundado en 1217 por Damroka, la hija de Mestuina) habían sido secularizados y declarados dominio público. Lo llamaban progreso. El progreso debía ser inspeccionado, controlado: por Él en persona. Cuando Él llegó a Zuckau, llovía. Llovía ya desde hacía días, de forma que había que sacar los tubérculos. La servidumbre del dominio real removía la tierra, escarbaba, recogía en cestos, cargaba sobre sus espaldas los cestos chorreantes hasta los lindes del campo: enormes cornejas tristes entre las que las cornejas comunes buscaban su parte, mientras la carroza embarrada del Rey, con sus cuatro caballos, sin suspensión, en las últimas, ya legendaria, seguía rodando. Esta vez la calesa llegó desde Karthaus por la carretera nacional, llena de baches, y torció a la derecha, traqueteó por el camino vecinal de Zuckau, donde la servidumbre enderezó la espalda en los campos inundados por la lluvia, mientras el vehículo real aparecía entre los abedules, desaparecía en una hondonada, reaparecía de mayor tamaño un acontecimiento  y se quedaba luego inmóvil sobre los charcos de lluvia; detrás de los humeantes caballos negros, se abrió desde dentro la portezuela derecha y, con el sombrero por delante que todos conocían, temían y reverenciaban, descendió el viejo rey, Federico II, Fredericus Rex, Su Majestad, el Tío Fritz, con el bastón colgado del jubón tal como, luego, fue pintado al óleo , y se puso a dar grandes zancadas por los campos de patata: su ayudante y yo, August Romeike, su veterano y, por ello, inspector, dimos zancadas tras él. Lo mismo que a todas partes, llegó a Zuckau sin anunciarse. Quería sorprender y evitarse memoriales, guirnaldas, doncellas de honor y representantes de los Estados provinciales. Una cosa no le gustaba: las alharacas. Su leyenda podía más que él. Así pues, dio grandes zancadas a través de los campos, curvado por la gota, bajo su sombrero y con el bastón, exhortó a la servidumbre con breves ladridos a no quedarse boquiabierta y seguir doblando el espinazo, y sólo se detuvo junto a los cestos llenos de papas. Primeras observaciones sobre la calidad del arenoso suelo cachubo en comparación con los suelos de la Pomerania ulterior. Cosas instructivas leídas en tratados de vulgarización que habían traducido (para él) al francés del inglés y el holandés: sobre la rotación de las cosechas y el cultivo del trébol. El ayudante tomaba notas bajo la lluvia. Yo, su inspector, tuve que recitar rendimientos por hectárea. Él quería escuchar cifras exactas, que demostrasen el comercio creciente de la patata de siembra. Cuando no supe cuántos pfennigs de florín más caras resultaban en el mercado de Hannover las variedades holandesas (entre ellas, la bisabuela de la actual bintje), me dio un palo con su bastón. También eso se convirtió luego en anécdota, aunque se dio otro motivo para el bastonazo real. Entonces, reluciente bajo la pertinaz lluvia cachuba, preguntó por la buena mujer que había sido la primera en preconizar el cultivo de la patata, dando ejemplo a las nuevas provincias prusianas y que, de esa forma, había demostrado no sólo su capacidad para aplacar el hambre, sino también el buen sabor del nuevo tubérculo. Lo llevé ante Amanda. Ella, como siempre, estaba sentada en la cocina de la servidumbre, en un banco junto al fogón, y pelaba patatas para la sopa cotidiana. Sin sorprenderse en absoluto, dijo: «Vaya, ha yegao el Tío Frich». En aquella época había inventado ya las patatas fritas. Tortitas de patata: otro invento de Amanda. Al parecer, con pepino, cebolla, levística finamente picada y aceite de girasol, preparó la primera ensaladilla de patatas: un plato para los días de fiesta. También acostumbró a la patata cotidiana a la variación, al darle siempre nuevos gustos con comino, eneldo, granos de mostaza, mejorana y perejil. Sin embargo, la sopa de patata de Amanda, hecha con corteza de tocino, permaneció fiel a sí misma en su gusto fundamental, porque cada día se pelaban para ella nuevas patatas: no se acababan jamás. Debía, categóricamente, seguir pelando, ordenó el Rey sentándose en un taburete junto al cesto de tubérculos. Como estaba chorreando, se formó un charco a sus pies. La hija de Amanda, Ernestine, encendió velas de sebo, porque en la cocina de la servidumbre empezaba a oscurecer. Amanda utilizaba sus antiparras para pelar patatas. Al principio, el Tío Fritz comprobó el espesor de las mondas, pero sin duda encontró la pérdida insignificante, y luego escuchó, inclinando su cabeza de anciano, mientras seguía chorreando y las hijas de Amanda Lisbeth, Anna, Martha y Ernestine  le miraban boquiabiertas, porque Amanda, mientras manejaba el cuchillo, comenzó a hablar de antaño, cuando sólo había mijo y alforfón, siempre demasiado escasos, y lo hizo, por cierto, tan largamente como le crecían las cáscaras sobre el cuchillo. Primero las viejas historias del hambre. Se lamentó de la muerte por inanición de sus lombricillas Stine-Trude-Lovise. Luego enumeró los remedios contra el escarabajo de la patata (enterrar ámbar en los campos), luego afirmó que la fécula de patata, en fricciones, era buena contra el cólera, y luego, dirigiéndose al Rey directamente: era una suerte que hubiera llegado por fin, la lluvia había que tomarla como venía, que si quería un par de calcetines secos. Luego entró en materia. Dijo que había sido un acierto hacer un dominio público en regla del arruinado monasterio de moza había bordado aún casullas con tulipanes  en el que sólo quedaban cuatro o cinco monjas sobrantes, que no servían para nada y pronto habrían muerto; sin embargo, no podía comprender que el Tío Fritz hubiera permitido que el inspector, ese botarate, les quitase a los campesinos su último pedazo de tierra propia y, además, los campos arrendados al monasterio. Las tierras habían quedado en baldío y se habían llenado de ortigas. Y, por eso también, los campesinos, que no querían trabajar por nada, se habían largado a Elbing y Danzig, hasta que la administración del dominio y el superzoquete ése que se llamaba a sí mismo inspector habían tenido algo así como una iluminación. Únicamente entonces se había parcelado la tierra en torno a las chozas de los colonos, siguiendo el plan de ella porque ella, Amanda, sabía lo que hacía falta , y se la habían arrendado a los siervos por un precio bajo y a cambio de su promesa escrita de cultivar en esas parcelas sólo patatas, lo mismo que en los latifundios del Estado, que se cultivaban por nada con prestaciones personales y en donde, desde hacía tres años, sólo había algunos tubérculos verdes y un poco de avena y cebada para sémola. Sin embargo, por desgracia, el tipo ese, que tenía la desfachatez de llamarse a sí mismo inspector Amanda me apuntó con su cuchillo de pelar patatas  había imaginado algo infecto. Eso tenía que oírlo el Tío Fritz. Todo se hacía y planificaba en nombre del Tío Fritz. El inspector y toda aquella patulea que se llamaba a sí misma administración del dominio a saber, el viejo coronel en su sillón, que no tenía calor ni en agosto  querían reunir otra vez todas las parcelas, porque así sería posible administrarlas más estrictamente. Por eso les habían prohibido cultivarlas por cuenta propia y, por cierto, categóricamente. Y por eso en Zuckau no quedaban ya campesinos independientes, sino sólo siervos de la gleba. Como si no bastase con ser siervo. Y, además, de forma hereditaria. Ésa no podía ser la intención del Tío Fritz & Sí, ella cocinaba para todos. No sólo para los jornaleros y los ladrilleros polacos. También para los niñitos y los viejecitos y para el viejo coronel en su sillón. Setenta y ocho bocas. Lo que tenía también sus ventajas, porque con una cocina tan grande, como debía de saber el Tío Fritz, se ahorraba combustible: si quería, podía calcularle los metros de turba y los estéreos de leña. El Rey escuchaba todo aquello y dio instrucciones a su ayudante, lanzándole su característica mirada, para que anotase algunos detalles sobre las ventajas, desde el punto de vista ahorrativo, de las cocinas de la servidumbre y sobre el porvenir de las grandes cocinas en general. De la misma forma, se tomó nota del método de Amanda para obtener la fécula de patata. También escribió el ayudante cuando Amanda me tomó el pelo (y todavía más al Rey), al decir que la «armaúra korporal del señó inspektó» era un libro ilustrado, en el que estaban inscritas, en forma de cicatrices, todas las batallas que el Rey había librado para su propia gloria. En efecto, el señor inspector, además de un ojo en Kolin, había ingresado en la cuenta de la Historia de Prusia algunos dedos a derecha-izquierda en Hochkirch, de forma que ya no podía hurgarse pensativamente en la nariz y, como consecuencia, se volvía cada día más tonto, por lo que incordiaba a los pobres y pronunciaba discursos imbéciles. Lo único que sabía hacer era destilar aguardiente de patata para sus compinches. Luego habló Amanda aún de los años de pedrisco y de ratones y dijo, una vez más, que, de siete, se le habían muerto de hambre tres hijitas todas ellas se las había hecho el Romeike, a toda velocidad, cuando ella era todavía una moza bobalicona, entre batalla y batalla gloriosa , sin que el Señor se hubiera compadecido de ella. En aquella época no había papas, sino sólo un poco de mijo y un alforfón siempre demasiado escaso. Por último, cuando el cesto estaba casi vacío y las mondas de patata yacían, enredadas como mi cerebelo, en un montón; cuando Lisbeth, la hija de Amanda (engendrada después de la batalla de Burkersdorf), había cortado las patatas lavadas en el gran puchero, suavemente borboteante, sobre el hogar; cuando Annchen (engendrada después de la batalla de Leuthen), ahora embarazada por un traficante de aguardiente transeúnte de la que luego fue Sophie Rotzoll, había empezado a rehogar cristalinamente en sebo de buey la cebolla cortada, y Marthchen (engendrada después de Hochkirch) desmenuzaba en la sopa la mejorana de los tallos; mientras Ernestine (engendrada entre la capitulación de los sajones, en Pirna, y la batalla de Kolin) fregaba la larga mesa de la servidumbre; cuando por fin y entretanto, se hubo secado la ropa del Rey, que se sentaba cerca del hogar, Amanda le pidió al Tío Fritz que, en adelante, sólo librase batallas con patatas. Esbozó un paisaje futuro, desde la Marca de Brandeburgo, por la Pomerania y la Cachubia, hasta la Masuria, cubierto totalmente de plantas de patata a lo largo y a lo ancho, y prometió también abastecer, de cosecha en cosecha, a las grandes cocinas creadas según su plan: «Entonceh nabría máhambre ninguno. Sólo hartahgo. Y el Tío Frich sería también kerío por el Señó». (Y si Amanda hubiera sabido más de lo que creían saber los sabihondos de su época, le hubiese enumerado al Rey hidratos de carbono, albúminas y vitaminas ABC, amén de los minerales de sodio, potasio, calcio, fósforo y hierro: todo lo cual encierra la patata.) No es cierto lo que luego se popularizó en anécdotas: que el viejo rey hubiera llorado cuando la cocinera de la servidumbre le pidió que, después de tantas carnicerías sin cuartel, derrotase pacíficamente al hambre; probablemente es verdad, sin embargo, que ella después de que la última patata fue pelada y, en pedacitos, echada al puchero  lo compadeció por su infancia sin amor: «Kuando nabía un alma ke kariciase y mimase al ninyito». Había contemplado al Rey, empapado por la lluvia que ahora se sentaba en seco , con mirada comprensiva. Con auténtica ternura lo había llamado «mi Tito Frich» y «pekenyito» (porque Amanda le llevaba la cabeza a su encogida Majestad). Un Rey que tomaba rapé, que tomaba rapé continuamente como impulsado por una necesidad interior. Se sentaba, con ojos legañosos y acuosos, envuelto en aquellas palabras tranquilizadoras y cordiales. Oímos que ella le susurraba como a un niño: «Pronto irá todo megó. No tengah máh miedo ya. Vamoh, Tío Frich. También tendráh tu sopita kaliente. Te va a guhtar mucho y a ponerte alegre». Durante una hora cachuba larga (que, en tiempo normal, dura más de hora y media), ella lo mimó, mientras el puchero de sopa borboteaba. Hasta le quitó al Rey, con café de malta frío, algunas manchas de rapé del traje. Quizá él se durmió un ratito mientras ella, para terminar, picaba el perejil. Los pensionados, junto a las paredes y al lado, en la cocina donde se hacía la comida para los animales, cuchicheaban entre sí, con conciencia del momento histórico. Cada uno tenía en la mano su propia cuchara. Y con sus cucharas de estaño golpeaban suavemente en la madera del banco de la cocina. En la larga mesa de la servidumbre estaban ya dispuestas las escudillas de las que comerían: siete de cada cazuela. Entonces el Rey comió con todos nosotros porque, al oscurecer, los siervos volvieron de los campos  la sopa de patata de Amanda. Le habían preparado su propia escudilla pequeña. Se sentó junto a Amanda: un hombre prematuramente envejecido que, como temblaba, se salpicaba de sopa. De vez en cuando, sus ojos pitarrosos y enrojecidos se transformaban en grandes ojos azules de Rey (reproducidos en retratos posteriores). Como todos hacían ruido al sorber la sopa, los sorbidos del Rey no llamaban la atención. Yo, que me sentaba lejos, no oía lo que los dos cuchicheaban entre cucharada y cucharada. Al parecer, se quejó a Amanda de la nobleza campesina prusiana: sus edictos no se cumplían. La servidumbre no debía ser, al menos, hereditaria. La expropiación de las tierras de los campesinos debía cesar de una vez. Cómo se podía mantener un ejército en condiciones tratando a las gentes del campo como animales. Porque eso era lo que tenía que hacer Prusia: precaverse de sus muchos enemigos y estar siempre en armas. En realidad eso contó luego Amanda mientras pelaba patatas y se lo escribió también a su amigo de pluma Rumford  el Tío Fritz sólo le pidió la receta de su sopa de patata, que calificó de digestiva y reconfortante para sus huesos gotosos; sin embargo, para su gusto, le hubiera echado pimienta a la sopa. No había pimienta. En la cocina de la servidumbre de Zuckau, dominio público de la Corona prusiana, no había pimienta molida ni en grano. Amanda sazonaba con granos de mostaza y comino, y con hierbas como mejorana o perejil. (Naturalmente, se pueden cocer también con la sopa salchichas o echarle torreznos. A veces, Amanda hervía algunas zanahorias, con apio y puerro para darles gusto. En el invierno, dejaba que se cocieran setas secas: algunas múrgulas y setas de los caballeros.) Cuando el Rey se marchó en su carroza sin suspensión, seguía lloviendo. A mí, el inspector Romeike, no me regaló ninguna caja de rapé. Amanda no encontró ningún ducado en su delantal. Sus hijitas Lisbeth, Anna, Martha y Ernestine no recibieron ninguna bendición. La servidumbre, todavía empapada por la lluvia, no entonó ningún coro. Ningún edicto espontáneo abolió la servidumbre de la gleba. No se produjo ningún milagro ilustrado bajo el dominio absolutista. Sin embargo, la fecha del histórico encuentro fue transmitida por el ayudante de campo: poco después de dejar el empapado Zuckau, el 16 de octubre de 1779, la sopa de patata de Amanda Woyke, por decreto, fue elevada a la dignidad de plato real favorito; lo que hizo que se popularizara, y no sólo en la Prusia occidental. Y cuando el tribunal feminista, como el caso de Amanda Woyke se vio en tiempo de carnaval, en lugar de un Martes de Carnaval corriente para mujeres, organizó una fiesta femenina con trajes de la época de Amanda, la vocal Therese Osslieb, que hubiera podido estar muy bien al frente de una cocina de la servidumbre, preparó una sopa de patata prusianooccidental, según la receta de Amanda, en sus cacerolas acostumbradas a los sabores de Bohemia. Todas, incluido el consejo consultivo revolucionario en pleno, fueron invitadas al restaurante de la Osslieb El cobertizo de Ilsebill; hasta la defensora de oficio. Los hombres, naturalmente, no. Helga Paasch, al parecer, se vistió de Tío Fritz. Ruth Simoneit fue de August Romeike. La Witzlaff se tejió una corona de mejorana y perejil. Naturalmente, Therese Osslieb, como Amanda, llevaba un traje de color patata. Y al parecer, después de la sopa, las mujeres bailaron la polka entre sí. Hablando del tiempo De repente nadie quiere pasar antes que el otro. ¿Adónde vas y por qué tanta prisa? Sólo atrás pero ¿dónde es atrás?  se atropellan aún. Si debiera impedirse a esos muchos que se mueren de hambre muy lejos pero, por lo demás, no llaman la atención, morirse de hambre es una cuestión que, de pasada, se sigue planteando. La Naturaleza eso dice también el Tercer Programa  sabrá encontrar una solución. Seamos realistas. Hay tanto que hacer aquí. Tantos matrimonios destruidos. Métodos, según los cuales dos por dos son cuatro. En caso necesario, el Estatuto de los funcionarios. Por la noche nos damos cuenta furiosos de que también el tiempo previsto estaba equivocado. De cómo se citaron cartas ante el tribunal Las encontré en aquella caja de cartón policromada que, después de la capitulación de Pirna, llena de bombones sajones, me traje a casa como botín de guerra en unión de otras cosas. Más tarde la caja se llenó de pedazos de ámbar de los arenosos campos cachubos. Y todavía más tarde, cuando el ámbar fue enterrado de nuevo en los campos como remedio contra el escarabajo de la patata, Amanda Woyke guardó en la caja las cartas del conde Rumford y, encima, sus antiparras. Luego ella murió, mientras yo estaba en visita de inspección en Tuchel. La primera carta fue escrita en Múnich, el 4 de octubre de 1784. La última lleva la fecha «París, 12 de septiembre de 1806». Hasta el verano de 1792, todas las cartas están firmadas por «su sincero amigo, Benjamín Thompson»; luego, elevado a la dignidad de conde del Imperio, firmaba sinceramente el «Conde Rumford». En total, encontré veintinueve cartas en la caja de cartón de Amanda. Y como en la herencia de Sally, la hija de Rumford, se encontraron también veintinueve cartas, firmadas por Amanda Woyke con tinta violeta, cabe suponer que no se perdió ningún pensamiento, sobre todo porque las cartas concuerdan, sin lagunas. Cuando Rumford (todavía como Benjamín Thompson), en el año revolucionario de 1789 informa detalladamente desde Múnich sobre la creación del Jardín Inglés y describe el desenfrenado consumo de cerveza del público el día de la inauguración, Amanda, en su carta de respuesta, quiere saber cómo es de grande el jardín, y si el terreno es fértil o arcilloso, a lo que, en la carta siguiente, se le da, como superficie, la de 612 fanegas de tierras sin cultivar. «Óptima tierra de pastos», escribió Thompson. «Aquí, junto al parque público, en una granja modelo, criaremos ganado bovino de Holstein, Flandes y Suiza para mejorar la miserable cabaña bávara, y seremos un ejemplo veterinario.» Después de mi óbito de aquel tiempo, la correspondencia se perdió y permaneció olvidada. En ninguna biografía de Rumford se cita a Amanda Woyke. Y también Sally Thompson, por celos o estupidez, ocultó el intercambio de ideas entre su padre y una cocinera cachuba de la servidumbre. De todas formas, cita en sus memorias algunas ideas de su padre, que éste le escribió a Amanda, como «la utilización de formularios de registro por la policía, para el control de todos los extranjeros». Todo eso, Ilsebill, debe remediarse ahora. Porque se han encontrado las cartas perdidas. Y, por cierto, en Amsterdam, donde todo sale a la luz. Fue un anticuario el afortunado. El rodaballo, ya al comenzar el proceso, hizo que las buscaran. (Tiene agentes en todas partes.) Por eso, mientras se veía el caso Amanda Woyke ante el tribunal feminista, las citas de las cartas determinaron el curso del proceso. De mí sólo se habló marginalmente, aunque yo, por consejo del rodaballo, hice que perdurase la servidumbre en todos los dominios públicos puestos bajo mi vigilancia, interpretando con toda clase de artimañas los edictos reales y las leyes de reforma agraria; no suprimí (o sólo excepcionalmente) el carácter hereditario de la servidumbre y, mediante un reglamento, prolongué la antigua situación. Por eso fui en Prusia un inspector aborrecido que no conoció la indulgencia: hasta Amanda murió como sierva. El rodaballo reconoció ante el tribunal que me había utilizado como instrumento de la reacción. El pueblo del Elba oriental, según él, no estaba maduro para reformas. Como gran familia sujeta a la tierra se sentía relativamente bien. El reglamento de la servidumbre garantizaba seguridad y, en un sentido infantil, protección. A los jornaleros polacos excepto en la época de la cosecha en que, en Zuckau y en todas partes, se hinchaban de comer  les había ido considerablemente peor. Y, a fin de cuentas, el tribunal no podía negar que la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke, a pesar de la falta de libertad de su tiempo, había sido capaz de pensamientos de amplios vuelos que, por lo demás, había tenido sus repercusiones en otros lugares: Múnich-Londres-París; siguiendo una ingenua inclinación, ella se había servido de un tal Benjamín Thompson. Como rodaballo, él sabía más de lo que constaba en los documentos o se consideraba admisible en los libros de texto. Por ello, con ayuda de las cartas encontradas, quería levantar un monumento sobre cuyo pedestal, al lado de ese Thompson, estuviese también la cocinera de la servidumbre, en pie de igualdad. «Una vida de mujer», dijo el rodaballo, «que también para el movimiento feminista debiera ser ejemplar: Amanda Woyke no sólo hizo que nos gustase la patata sino que, con su gran cocina de la servidumbre, nos dio asimismo un anticipo de la futura y ya comenzada alimentación mundial de tipo chino». («Y cuando se llegue a eso», le digo malvadamente a Ilsebill, «quisiera saber qué pasará con tus caprichitos».) El tal Benjamín Thompson nació en el año 1753 en la provincia colonial inglesa de Massachusetts. Su padre murió pronto y fue sustituido por un padrastro & o, como le escribió Thompson a Amanda: «Por el tiránico esposo de mi pobre madre». Durante su aprendizaje del comercio, Thompson se interesó por el almacenamiento y el transporte marítimo adecuados del pescado salado. (El rodaballo no negó ante el tribunal que había tenido contactos de asesoramiento con el joven: «Directos o indirectos. Al fin y al cabo, todos los mares son mi hogar».) Entretanto, Boston hervía antibritánicamente. Fabricando petardos, que debían quemarse para celebrar una victoria de los colonos americanos sobre la administración colonial en Londres los liberales habían conseguido derrotar en el Parlamento la llamada Ley del Timbre , Thompson tuvo un accidente. En adelante tomó partido en favor de la Potencia colonial, se convirtió en espía y, en calidad de tal, ensayó su último invento: una tinta invisible que, al cabo de cierto tiempo, se hacía otra vez legible. Cuando se curaron sus quemaduras, estudió en su tiempo libre en el Harvard College y se convirtió en maestro de escuela en la pequeña ciudad de Concord, que anteriormente se había llamado Rumford. La circunstancia de que una rica viuda tomase al joven maestro por marido pudo influir en Thompson como otra explosión prematura de petardos, porque entró en el ejército, se convirtió en mayor del segundo regimiento provincial de New Hampshire, vistió casaca escarlata, actuó aún brevemente como padre de su hija Sally, huyó luego, despreciado por sus compatriotas, fue hecho prisionero por la milicia urbana, los llamados minutemen, juzgado por un tribunal en Concord y puesto nuevamente en libertad, aunque persistió la sospecha de que había sido agente secreto al servicio británico y enviado cartas cifradas, con su tinta simpática, al gobernador. Al estallar la guerra de la independencia, Thompson, en el último momento, tomó un barco en la sitiada Boston para dirigirse a Londres. Esa huida la disculpó el rodaballo ante el tribunal feminista por la ambición juvenil: Thompson quería labrarse un porvenir. De forma curiosa, en la vieja Europa. En Londres lo nombraron secretario de la provincia colonial de Georgia. Lamentablemente, fue él quien propuso reclutar mercenarios de Hessen, se ocupó del asunto y organizó el transporte. Sin embargo, su elección como miembro de la Royal Society confirmaba que también había desarrollado actividades científicas. A eso respondió la acusadora del tribunal, en medio de la general hilaridad: «¿Méritos científicos? Vamos a llamar a las cosas por su nombre. El señor Thompson determina cuál es el mejor punto de ignición de las armas de fuego de la infantería. Desde su juventud, su debilidad es la pólvora. Al señorito le gusta jugar a las guerras. Crear un nuevo regimiento en Nueva York, aunque la guerra esté ya perdida. Y éste es su único hecho heroico: hace construir un fuerte en el cementerio de Huntington. Su material son las piedras sepulcrales. Hasta el horno para cocer el pan de munición se construye con lápidas, con lo que los nombres de los difuntos grabados en la piedra, luego, en relieve invertido, bautizan como Josiah Baxter, John Miller, Timothy Vanderbilt o Abraham Wells los panes recién salidos del horno, dando así testimonio de las inquietudes científicas del coronel Thompson. En reconocimiento de esa hazaña, apenas vuelve a Inglaterra se le concede una pensión vitalicia de media paga. Como no le dejan jugar a la guerra en la India, se traslada al continente: confiando en una guerra europea. Se lleva su caballo. Sigue ridículamente vestido de uniforme escarlata. Por Estrasburgo y Múnich, llega a Viena. Representa su papel por todas partes. Pero de la guerra contra el Turco no hay nada. Entra al servicio del elector de Baviera Theodor Karl (el de Mannheim), pero antes se hace nombrar caballero a la inglesa y, en calidad de sir Benjamín, fija su residencia en Múnich. »Eso, acusado rodaballo, por lo que se refiere a la vida anterior de su magnífico protegido, el señor Thompson. Un archirreaccionario. Un espía. Un charlatán aventurero. Un fantasma. Un filántropo hosco, por haber sido privado del juego de la guerra, que, no carente de talento, aprende rápidamente idiomas porque, ya en el otoño de su primer año bávaro, escribe a la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke una ampulosa carta en que le pide consejo sobre cómo extender al pueblo bávaro los beneficios del cultivo de la patata, siguiendo el modelo de la Pomerelia y la Prusia occidental.» La fiscal citó: «Conozco, no, el mundo entero conoce sus muchos méritos agrarios, que han hecho que Prusia, enferma por la guerra, pudiese sanar tan admirablemente». Créeme, Ilsebill: no fue el rodaballo; fui yo quien le dio a Thompson la dirección de Amanda. Sin embargo, como ante el tribunal feminista sólo se reconoció mi tempotránsito en cada época y no mi tenaz supervivencia, no pude declarar como testigo. Lástima. Les hubiera dado a aquellas mujeres lo que se merecían. A mí no me la hubieran cortado (me refiero a la palabra). Al fin y al cabo, con mis dragones, por orden real, llevé las patatas de siembra a los dominios de la Prusia occidental. Después de lo cual (como veterano nueve veces herido) me hicieron inspector. Robustecí Prusia con la patata. Organicé el transporte, la comercialización de los excedentes. Puse un poco de orden en el desmadre polaco. Mis cuentas fueron elogiadas en la Cámara de los Dominios. Viajé mucho: hasta Hannover. Y discutí con los veteranos los experimentos de Thompson para determinar el retroceso, la velocidad del proyectil y la más eficaz colocación del fulminante en los fusiles corrientes. En consecuencia, escribí a la Royal Society. (O escribió un camarada del regimiento, que dominaba el inglés.) Y Thompson respondió desde Múnich. Prometiéndonos medidas exactas para los fulminantes de los fusiles prusianos, nos pidió a cambio información sobre el cultivo de la patata en la Cachubia después de la partición de Polonia. Entonces, además de mis experiencias como organizador, le comuniqué con atolondrada generosidad la dirección de Amanda. Y a vuelta de correo él mejoró nuestro fusil, lo que, sin embargo, no mereció la atención de las altas esferas. Un descuido de los señores de Postdam que se pagaría caro en Jena y Auerstedt. Pero a mí nadie quiso escucharme nunca. Todos recurrían siempre a ella. Ella sabía. Ella se acordaba. Ella predecía. Ella veía lo que había de venir. Ella tenía visiones. Por desgracia, las cartas de Thompson se me perdieron con todo el equipaje en Leipzig, donde visitaba la Feria, después de una noche de orgía. Ante el tribunal feminista sólo se citó su correo con Amanda y las respuestas de ella. Y, preguntado por el origen de esa correspondencia, el rodaballo dijo: por intermediarios le había dado a sir Benjamín información detallada sobre la visita del rey de Prusia, en octubre de 1779, al dominio público de Zuckau. De esa forma, el americano británico al servicio de Baviera supo del memorable coloquio de la cocinera cachuba de la servidumbre con Federico II de Prusia, porque Thompson, en su primera carta, mencionó a Amanda el histórico encuentro. «Ha llegado a mi conocimiento, distinguida amiga de la útil patata, los muy elogiosos términos en que Su Majestad se ha pronunciado sobre sus buenos servicios. Federico el Grande dice así en un documento que tengo ante mis ojos: Una buena mujer cachuva cueze un potaje de patatos que podría hacer deliziosa la paz para nuestros puevlos . Sin embargo, lo que me asombra, estimada amiga, es el hecho sorprendente de su rápido éxito. ¿Cómo ha podido enseñar tan rápidamente al indolente pueblo el cultivo de la patata? Aquí reinan la superstición y la medrosidad católica. Se dice de nuestro útil tubérculo que favorece el raquitismo y la tisis, y difunde la lepra y el cólera. ¿Podría aconsejarme? Dispongo, por la gracia del Elector, de un regimiento de caballería de jóvenes aldeanos reclutados por la leva, que pierden su tiempo acuartelados, porque desde la curiosa Guerra de Sucesión, que aquí se llama Guerra de las Patatas , nada se ha movido; sólo la mendicidad aumenta.» El rodaballo pudo demostrar ante el tribunal que los consejos de Amanda, puestos en práctica por el coronel sir Benjamín Thompson, impulsaron la introducción del cultivo de la patata en Baviera. Las entregas de tierras arrancadas a la administración (y a mí), el arrendamiento de parcelas baldías a los siervos sin tierras del dominio de Zuckau para el fin exclusivo de plantar patatas (luego yo lo deshice todo) & Thompson lo trasplantó literalmente a su regimiento, creando huertas militares parceladas en los eriales del que luego fue Jardín Inglés: cada soldado y cada cabo disponía durante su tiempo de servicio de 365 pies cuadrados de suelo de patatas, cuya cosecha le pertenecía; cada hijo de labrador licenciado regresaba con sacos llenos de patatas de siembra a su asombrada aldea. (Cuando le quité otra vez a la servidumbre sus pequeñas parcelas, a fin de poder cultivar grandes superficies, Amanda dijo: «Eso no le guhtará al Señó».) Por cierto, también le comunicó a su amigo epistolar su panacea contra la peste, el cólera y la lepra costrosa: frotarse el cuerpo entero con fécula de patata; Rumford debe de haberse reído. A finales del verano del año 1788, Thompson fue nombrado ministro de la Guerra y de la policía del Electorado de Baviera, elevado a la dignidad de consejero de Estado y ascendido a general de división. Al enumerar esos títulos, el rodaballo dijo ante el tribunal feminista: «Eso no les dirá a ustedes nada, señoras. Ya me imagino su comentario: ¡Una carrera típicamente masculina! . Es posible. La ambición de Thompson cobraba a veces dimensiones ridículas. Y, sin embargo, el intercambio epistolar con la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke debió de transformarlo tan esencialmente como sólo pueden transformar a alguien unas cartas de amor. Sí, lo afirmo: la robusta cuarentona y nuestro americano que, entretanto, tenía ya treinta y cinco años  se escribieron, por motivos de razón apasionada, cartas de amor sobre política alimentaria. Por una vez, nada de languideces sentimentales. Nada de corazones sangrantes. Escuchen lo que él escribe a Zuckau: » Sólo a usted, mi distinguida amiga y bienhechora, tengo que agradecer la verdad grande e importante de que ningún ordenamiento político puede ser realmente justo si no sirve al bienestar de la comunidad. Me he propuesto conciliar el interés del soldado con el de la población civil y poner el poder militar, también en tiempo de paz, al servicio del bienestar del pueblo; hoy, todas las guarniciones de los territorios hereditarios de Baviera tienen huertas militares, en las que, además de la excelente patata, se planta también el colinabo y, en rotación de cultivos, el trébol. Me permito, mi benefactora amiga, enviarle con este mismo correo algunas semillas y esquejes de colinabo. Esta planta cárpida, sumamente nutritiva, se ha obtenido, no sin mi colaboración, de la colza. Por lo demás, sólo mi tacto diplomático me impide anunciar a los bávaros lo que mi corazón sabe de cierto: que una excelente mujer prusiana les ha dado la patata y, con ella, las albóndigas de patata. Para concluir: ¿sabe usted qué medida razonable podría adoptarse contra la mendicidad que impera en Múnich? Una simple acción de policía carecería de todo sentido. » Debo intercalar aquí que, gracias al paquete urgente de Thompson, el colinabo se asentó en la Prusia occidental, y pronto se popularizó con el nombre de rutabaga: rutabaga con menudillos de ganso, falda de cordero con rutabaga, callos cocidos con rutabaga Y también rutabaga cocida con nada, en el invierno del colinabo de 1917. Sobre eso el rodaballo no dijo nada ante el tribunal. Pero la hazaña de Thompson la detención, registro y traslado repentinos de todos los mendigos de Múnich a un establecimiento de trabajo  fue celebrada por el rodaballo con citas epistolares, en las que otra vez correspondía a Amanda el honor de haber inspirado al ministro de la guerra y de la policía. La verdad era que ella le había escrito a Thompson: «Mi eztimado señor. Si mendigos i pordiozeros biniesen por Zukau, tendrían que cortar primero leña dura de pino i dezacer prendas de lana en el cuarto de los traztos, antes de consejir mi zopa de patatos». Esta sugerencia le bastó a Thompson para ordenar sus ideas. Respondió: «¡Oh, mi queridísima amiga! Si pudiera ver hasta qué punto el delito de mendicidad es aquí general. A tiernos niños se les sacan los ojos o se les amputan miembros a fin de que, así expuestos, susciten la compasión pública. Se considera que la cosa no tiene ya remedio. Las gentes se acostumbran cada vez más a considerar al mendigo como una de las instituciones naturales de la sociedad burguesa. O se da por sentado que a los hombres viciosos hay que tornarlos primero virtuosos para hacerlos felices. Pero ¿por qué no debería intentar, siguiendo su excelente consejo, realizar esa operación a la inversa? Hechos felices por el trabajo, se tornarían virtuosos». Sabido es lo que sucedió. Thompson requisó un antiguo convento del Barrio del Suburbio, mínimo y en ruinas, y lo hizo arreglar como casa de trabajo militar, con talleres para torneros, herreros, tintoreros, guarnicioneros, etcétera, y además con dormitorios, un refectorio y una gran cocina con un horno de mampostería, como el que luego Amanda hizo construir en su cocina de la servidumbre (siguiendo los planos de Thompson): en forma de herradura, con numerosos hogares y fogones. Entonces Thompson fundó comités de beneficencia en los dieciséis distritos de Múnich, mandó escribir con letras de oro sobre la puerta del patio del establecimiento de trabajo el lema: «¡Aquí no se aceptan limosnas!», y finalmente, el 1 de enero de 1790, hizo detener en una gran redada a 2600 mendigos, los registró en formularios previamente elaborados y los llevó a trabajar al día siguiente al establecimiento. Thompson informó por carta a la cocinera de la servidumbre: «Fabricamos escabeles, sudaderos y uniformes para todo el ejército bávaro. Hilamos el hilo, tejemos la lana. Los 1400 internados permanentes se muestran diligentes y felices. Hasta los niñitos ayudan. ¡Que mi satisfactorio logro pueda animar a otros a seguir mi ejemplo!». Sin embargo, ante el tribunal feminista no se trató de la acción de policía coronada por el éxito del ministro Thompson, sino de la tesis del acusado rodaballo: el consejo de una cocinera de la servidumbre, cachuba y por añadidura sierva, de que se diera a los mendigos y a otros menesterosos trabajo y, con él, salario y pan, impidió que la Revolución Francesa se extendiera al Electorado de Baviera. Protegido por su tanque de cristal blindado, el rodaballo dijo: «Si esos consejos se hubieran dado a un práctico francés, es decir, si se hubieran construido para el populacho de Francia casas de trabajo bien caldeadas con las correspondientes grandes cocinas, o sea, si se le hubieran garantizado pucheros de sopa con sus ojos de grasa flotando, seguramente no se hubiera producido la Revolución, no hubiera tenido que funcionar la guillotina tantos miles de veces, y no hubiéramos conocido ningún Robespierre, ningún Napoleón, sino que unos príncipes ilustrados hubieran tenido que decidirse por una acción bienhechora en beneficio común. Sin embargo, tal como fueron las cosas, el consejo de Amanda Woyke sólo aprovechó al pueblo bávaro. Mientras en otros sitios las furias campaban por sus respetos, en Múnich se educaba a los mendigos para convertirlos en útiles ciudadanos». Otra vez tienes razón, Ilsebill: una de cal y otra de arena. Cabría imaginar que la acusadora, Sra. Huntscha, de forma estrictamente materialista, destrozó las especulaciones del rodaballo, aplicando la máxima «y si mi tía tuviera ruedas y trole &», pero lo que dijo fue muy distinto: «Una deducción perfectamente lógica». Luego rechazó los «ritos revolucionarios masculinos» y abominó de Robespierre y de Napoleón, desenmascarando al uno como «hipócrita» y al otro como «fanfarrón». A partir de ahí, tomó carrerilla para meterse con todos. «Sin embargo, acusado, ¿dónde están las buenas obras de los príncipes ilustrados? Pocos años después, la casa de trabajo de Thompson, con sus ribetes de autogestión, se había convertido en una prisión ordinaria, en la que se azotaba y se vejaba a los presos. Y en el dominio de Zuckau, la servidumbre se prolongó hasta muy entrado el siglo XIX. Más aún: su gran genio, el amigo del pueblo Thompson, fue eliminado de la administración bávara. Y Amanda Woyke tuvo que presenciar cómo un inspector ansioso de notoriedad echaba a la servidumbre del dominio de las parcelas de patatas. Sí, a latigazos. Sus piadosas invocaciones no sirvieron de nada. Y también Thompson, entretanto ennoblecido a la bávara, sólo pudo refugiarse, como conde Rumford en Londres o en París  en ideas siempre nuevas que, como ha podido probar el acusado, se encendían en una cocina cachuba de la servidumbre y explotaban en la cabeza de Rumford. »Lo reconocemos de buena gana: gracias a la división del trabajo, la pareja epistolar Woyke-Thompson logró progresos la cocina económica, la olla de vapor, la cocina popular , pero ¿cuál fue la participación del rodaballo en esa colaboración, a menudo pionera? Pretende haber sido el Espíritu del Mundo. Afirma haber unido la ambición de un advenedizo social con el sentido común de una cocinera de la servidumbre que tenía los pies bien plantados en el suelo. En el sentido de la cocinera Woyke, quiso desempeñar el papel del Señor y, en interés del conde Rumford, encarnar el progreso social. Un alcahuete astuto, ese rodaballo. Parece como si hubiera logrado engatusar al tribunal, como si a las feministas pudiera convencernos su engañosa igualdad de derechos, como si su tardío monumento a la cocinera de la servidumbre pudiera convertirnos en público maravillado, como si hubiera contribuido, a su estilo rodaballesco, a nuestra emancipación. Pero sólo lo parece. Nos deslumbra, pero no nos ilumina. Difícilmente podría admirarnos ni ayudarnos en nada. Su intención es demasiado transparente. Porque la moraleja del rodaballo es ésta: el ingenuo descubrimiento de una buena mujercita en su fogón hogareño por ejemplo: la sopa de patatas prusianooccidental  lo convierte el hombre en hazaña políticosocial & por ejemplo, la sopa de beneficencia de Rumford, que se comió durante un siglo en Múnich, Londres, Ginebra y París. En otras palabras: hay que elogiar-celebrar-perpetuar la modestia de una madrecita ingeniosa, la gloria de su libertad interior en medio de una servidumbre ininterrumpida y su subordinación servil, como igualdad de derechos. ¡Una moral podrida! ¡Una trampa viscosa! Por eso propongo formalmente: ¡basta de citas epistolares!» La propuesta de la acusación no fue admitida. (La fracción prorrodaballo del consejo consultivo revolucionario conseguía ya, como minoría, forzar las decisiones de la mayoría.) Luego el tribunal feminista aplazó la sesión porque el rodaballo fingió o tuvo realmente un desvanecimiento; en cualquier caso, abandonó su lecho de arena, mostró de forma desmayada que sus aletas se negaban a servirle, se bamboleó, amenazó zozobrar y nadar tripa arriba, y susurró en la instalación de altavoces, casi bajo la superficie del agua: «Esas calumnias son lamentables, dolorosas. Tanta injusticia me deja sin habla. Y, sin embargo, en realidad hubiera querido ¡ay! , si no se hubiesen pronunciado esos insultos humillantes, explicar la ideología del conde Rumford con el ejemplo de la Torre China del Jardín Inglés de Múnich. Sin embargo ¡ay! , sólo soy un acusado y estoy ya demasiado débil para insistir en el derecho de réplica que me corresponde y hacer nuevas citas epistolares. ¡Ay! ¡Ay! No obstante, quizá este tribunal severo, por femenino, pueda imaginar que también yo, el rodaballo, el odiado principio masculino, podría ser mortal». ¡No te preocupes, Ilsebill! El pez plano, naturalmente, se recuperó luego. Y también el proceso continuó. Se siguieron permitiendo las citas epistolares. Se leyó la receta de la sopa de beneficencia de Rumford: «Se cuecen durante dos horas y media guisantes, cebada y patatas hasta que se conviertan en puré, luego se echa cerveza agria, luego se fríen restos de pan en taquitos con grasa de buey, hasta que se ponen crujientes y se añaden, y luego se sazona todo con sal». También se citó la vehemente reacción de Amanda ante aquella espesa falsificación de su sopa de patatas: «Zólo al dyablo le guztaría un grudo azí». Después de haber tratado de forma relativamente somera la amarga despedida de Múnich de Rumford, sus actividades en Londres, su traslado a París y su casamiento allí, y de haber resucitado mediante citas epistolares el conflicto del padre con Sally, su hija ultramarina, el credo político de Rumford, su fe en la beneficencia ejercida desde arriba, al estilo chino, y complementada por la tutela cachuba de la servidumbre de Amanda, se convirtieron en el punto climatérico de la vista pública. Una sola frase del rodaballo o, más bien, su pregunta retórica: «¿No anticiparon el maoísmo el conde Rumford y Amanda Woyke, con sus descripciones utópicas de los movimientos culturales de masas y esas grandes cocinas capaces de saciar a todos?», provocó un tumulto y hubiera hecho saltar al tribunal si la presidenta, Dra. Schönherr, no hubiese encontrado palabras apaciguadoras: «¡Acusado!», gritó en medio del alboroto incipiente. «Doy por sentado que, con sus suposiciones, sólo ha querido decir que las ideas del gran Mao Zedong dormitaban ya desde hacía tiempo en los pueblos, aunque a menudo, como en el caso de Rumford, fueran absurdamente mal comprendidas y, como en el caso de la Woyke, quedasen demasiado unidas a la base para poder movilizar revolucionariamente a las masas, y por eso no han encontrado hasta hoy su expresión auténtica.» El rodaballo se apresuró a dar la razón a la presidenta del tribunal. Rápidamente, citó pasajes de cartas pertinentes. «Oigan, por favor, lo que dice aquí Amanda: I un día zólo avrá zervidumbre y cozina de la zervidumbre . Y oigan a Rumford: Y así como hoy los hijos de los campesinos se ven forzados a la ociosidad militar, mañana ejércitos de campesinos podrán laborar los campos y, al mismo tiempo, defenderlos . Había en los dos mucho de corazonada, aunque no pudieran sospechar que sólo este Alto Tribunal daría a sus cartas la significación que también yo, a pesar de todo el escepticismo de que soy capaz, considero necesaria.» Quién lo hubiera creído. El partido rodaballesco del consejo consultivo revolucionario recibió nuevas adhesiones. (También tú, Ilsebill, vacilas.) Aquellas despabiladas muchachas dejaron que el rodaballo les tomase el pelo presentándoles a Rumford como «un fugaz espíritu investigador» y a mi buenaza de Amanda como «heroína de la patata, de color arena». Hasta la fiscal habló sin dureza cuando la vista del caso Amanda Woyke llegó a su final, francamente conmovedor: se compadeció a Rumford, porque su perversa esposa, la viuda del guillotinado Lavoisier, lo agotó con su turbulenta vida social, sin embargo, de aquel rico partido ocho mil libras anuales  no le habían podido apartar ni las violetas cartas de advertencia de Amanda: «Es un dyavlo peliador, una Ilzebil echa carne, una lagartona enpolbada». La acusación se mostró comprensiva hacia el oportunismo de Rumford: su paso de la amenazada Inglaterra a la Francia napoleónica se consideró como prueba de neutralidad científica, aunque en las cartas de Amanda podía leerse con claridad: «Y en lo que ze refiere a Napolión, no le guardarya yo la zopa caliente». El tribunal feminista había decidido, después de la discutida condena del rodaballo en el caso Agnes Kurbiella, demostrar su objetividad. Se reconocieron las intenciones ilustradoras del acusado. Se elevó al conde y a la cocinera de la servidumbre a pioneros de la igualdad de derechos, se citó incluso en las conclusiones el «componente premaoísta» de la pareja y no se discutió lo que el rodaballo, fabuladoramente, había entretejido como corona mortuoria de Amanda: el conde Rumford, inmediatamente después de las desastrosas batallas de Jena y Auerstedt, se habría dirigido de París a la Prusia occidental, pasando por Múnich, lleno de presentimientos. Le habría sido concedido llegar, antes de la invasión del ejército de salteadores de Napoleón (y del sitio de Danzig) al burgo cachubo de Zuckau. Y a la mortalmente extenuada Amanda, antes de que se durmiera para siempre en sus brazos, habría podido hablarle una vez más de su sueño de una gran cocina universal que vencería al hambre en el mundo. Al parecer, la moribunda cocinera perdonó al conde hasta la sopa de beneficencia de Rumford, aquel repugnante engrudo pegaestómagos. (De mí que, después de mi apresurada retirada de Tuchel, fui el que, como único acompañante del cadáver, enterré a Amanda en el antiguo cementerio del convento, ni palabra.) Un sentimental cogerse de la manita hasta el final transfigurador. Al día siguiente, el Tagesspiegel comentaba el ambiente de la sala del juicio. Decía que el tribunal feminista había dado señales de emoción. La mirada de la acusadora, normalmente tan fría, se había vuelto acuosa. El público, en su mayoría femenino y normalmente tan amante de las barricadas, se había permitido algunos sollozos. Un grupúsculo, al que luego se unió la mayoría, había entonado el We shall overcome, no triunfal sino solemnemente. El rodaballo, sin embargo, profundamente hundido en la arena, se había permitido una última burbuja verbal: «Después de la muerte de Amanda, Europa se ensombreció». Eso ocurrió en noviembre. Tres meses más tarde, el 24 de febrero de 1807, después de haber sido derrotados los prusianos en Dirschau y haber ardido la ciudad saqueada, cuyas llamas se veían desde la Cachubia, granaderos franceses del ejército del mariscal Lefèvre ocuparon el dominio de Zuckau y se zamparon nuestras patatas de siembra. Por qué la sopa de patata sabe a gloria celestial Cuando Amanda Woyke murió, sólo se llevó sus antiparras y buscó en el cielo por todas partes al Buen Dios. Él se había escondido, porque tenía miedo de Amanda, que quería decirle cuatro frescas sobre la falta de justicia, ya que no era un Buen Dios y quizá ni siquiera existía. En el camino por las salas del Cielo, Amanda encontró a muchos viejos conocidos de Zuckau, Viereck, Kokoschken y Ramkau, que no sabían nada del paradero del Buen Dios y que andaban por allí, bastante cloróticos, porque sólo vivían de recuerdos. Únicamente en la gran artesa celestial de la harina que estaba vacía, halló Amanda a sus tres hijas Stine-Trude-Lovise, que se le murieron de hambre en la Tierra porque el rey Tío Fritz había hecho su guerra siete años seguidos, con lo que los panduros, cosacos y granaderos regulares prusianos, alternativamente, se habían engullido el poquitín de alforfón y de avena cachubos en ciernes. Stine-Trude-Lovise se habían convertido en la artesa celestial en gusanos de la harina y gritaron: «¡Akí nay nada! ¡Akí nay nada! ¡Danos harina e trigo o cebada!». Entonces Amanda cerró la artesa y la empujó, buscando al Buen Dios, por todas las estancias del Cielo, armando estrépito. En el camino se encontró al rey Tío Fritz, que estaba jugando con soldados de plomo barnizados de colores. Como se había llevado de aquí un saquito con granos de pimienta negra, las municiones no le faltaban. Con los dedos de la mano izquierda disparaba los granos desde la palma de su mano derecha y acertaba a los panduros, los cosacos y la infantería austríaca, esmaltada de blanco, hasta que por fin ganó la batalla de Kolin. Amanda se enfadó y gruñó: «¡No podríamoh tené paz duna vez!». Metió todos los soldados de plomo y la pimienta negra en la artesa vacía, y las tres lombrices Stine-Trude-Lovise tuvieron compañía. Luego enganchó al rey a la artesa, como caballo de tiro. Así se fueron, armando estrépito, por las estancias del Cielo, abarrotadas y, sin embargo, como vacías, buscando al Buen Dios. Amanda empujaba. En el camino encontraron al conde Rumford que, entretanto, había muerto lejos, en París, de unas fiebres repentinas. Él se alegró de ver a Amanda, y le enseñó su último invento: una máquina diminuta, suavemente ronroneadora y fulgurante. Señalando la puerta al rojo vivo  del Infierno, dijo: «Imagínese, mi distinguida amiga, por fin he logrado almacenar en mi maquinita el calor original, el fuego del Infierno, ese escandaloso derroche de combustible, y ahora puedo ofrecerlo prensado en tabletas para su útil aprovechamiento. ¡Basta de supersticiones! Por fin podemos realizar aquí, en las estancias del Cielo, su proyecto favorito, la gran cocina cachuba de la servidumbre y, con ayuda del fuego del Infierno, ponerlo en práctica. Usted y yo sabemos lo que el mundo necesita: un máximo dentro de un mínimo. Empecemos juntos por la alimentación universal. Por desgracia, nos faltan aún los ingredientes para su excelente sopa, sobre todo nuestro elemento llenaestómagos: la patata». Amanda opinó que habría que pedir permiso antes al Buen Dios; era posible que, a cambio de una prestación personal moderada, les arrendase algunos campos del Cielo. Estaba dispuesta a pelar papas. Metió la máquina-para-aprovechar-el-fuego-del-Infierno y la primera docena de tabletas caloríferas en la artesa de la harina, con las tres lombricillas Stine-Trude-Lovise, los soldados de colorines y los granos de pimienta negra, enganchó al conde Rumford junto al Tío Fritz ante la artesa y, con su doble tiro, se fue empujando por las estancias del Cielo buscando al Buen Dios y armando estrépito. En el camino me encontraron a mí, el veterano e inspector de los dominios August Romeike, que, entre las batallas de la Guerra de los Siete Años, le hizo a Amanda siete hijas, de las cuales tres murieron de hambre y ahora, como lombricillas de la harina, estaban acompañadas en la artesa. Precisamente cuando el Gran Ejército de Napoleón volvió de Rusia en pedazos, después de ser zurrado, e invadió también la Cachubia, una horda de granaderos saqueadores, de los que yo quise salvar nuestras patatas de siembra, me acribilló a tiros sobre el montón. Sólo me pude llevar a la eternidad un saco de papas. Estaba sentado en él cuando Amanda, con el Tío Fritz y Rumford enganchados, me vio y empezó a insultarme enseguida: «¡Cretino-bobo-huevón!». Sin embargo, se alegró de las patatas de siembra salvadas y de algunas bolsitas de semillas, entre ellas de perifollo, mostaza, comino, perejil y mejorana, que yo tenía por casualidad en el bolsillo. Y también el Tío Fritz y Rumford exclamaron: «¡Admirable!», y «¡muy acertado!». Tuve que cargar el saco en la artesa de la harina, poniendo atención para no lastimar a las lombricillas Stine-Trude-Lovise o a los soldados de plomo, ni dañar la modélica máquina-para-aprovechar-el-fuego-del-Infierno. Entonces fui enganchado a la estrepitosa carreta, entre el rey y el conde. Amanda no tenía ya necesidad de empujar. Así buscamos por todas las estancias del Cielo al Buen Dios, hasta que llegamos a un agua que hacía olitas como el Báltico y olía también como él. «¡Buen Dioh! ¡Buen Dioh!», llamó Amanda frente a aquel mar de un verde báltico. «¿Dónde tehkonde? ¡Sal! ¡Sal!» Pero no había ningún Buen Dios que se mostrase, porque no existía. Sólo un pez plano saltó fuera del mar y nos miró atravesadamente. Era el rodaballo de los cuentos. Dijo con su jeta torcida: «Como no hay Buen Dios, tampoco yo puedo ser vuestro Buen Dios. Sin embargo, si os pasa algo puedo ser útil. ¿Qué os pasa?». Entonces Amanda, antes de que los tres hombres enganchados a la artesa de la harina pudieran hablar, se quejó al rodaballo, primero de sus tribulaciones terrestres y luego de las celestiales: dijo que lo había soportado todo y que, a pesar de la peste, la miseria, el hambre y la guerra y la injusticia permanente, siempre había estado con el Buen Dios: que estaba buscándolo por el Cielo, pero sólo había encontrado al rey Tío Fritz, a su atontado inspector y a su viejo amigo epistolar, el conocido inventor de la cocina económica, y los había enganchado a la artesa vacía de la harina, dentro de la cual estaban sus tres lombricillas Stine-Trude-Lovise, los soldados de plomo y los granos de pimienta del Rey, algunas bolsitas con semillas como mejorana, perifollo, mostaza, comino y perejil y la máquina-para aprovechar-el-fuego-del-Infierno de su corresponsal, junto con algunas tabletas caloríficas: «¿Qué va a pasar ahora, rodaballete? Si no puedes ser nuestro Buen Dios, sé nuestro Buen Rodaballete y ayúdanos». Así halagado, el rodaballo dijo: «Lo que no pudisteis hacer en la Tierra podréis hacerlo en el Cielo. Vuestro Buen Rodaballete se ocupará de ello, igual que si fuera el Buen Dios». Entonces desapareció en el mar, de un verde báltico. Inmediatamente, las estancias del cielo se transformaron en arenosos suelos cachubos: ligeramente ondulados, ya abonados y labrados, y rodeados de aulagas y zarzamoras. Los soldados de plomo del rey Tío Fritz saltaron de la artesa de la harina y comenzaron a labrar la tierra como campesinos, plantando las patatas de siembra salvadas del saco de papas del atontado inspector y haciendo al lado un pequeño huerto. Y el conde Rumford construyó para Amanda, muy grande, una cocina celestial para saciar el hambre del mundo y la calentó con las tabletas caloríficas prensadas, de las que la máquina-para-aprovechar-el-fuego-del-Infierno escupía tres por segundo. Entretanto, las lombricillas de la harina Stine-Trude-Lovise crecieron hasta convertirse en tres chicas muy guapas y, por añadidura, despiertas, de forma que el Tío Fritz no tuvo necesidad de reinar más, el conde Rumford no tuvo ya que inventar, y el atontado del inspector no pudo hacerle ya la puñeta a nadie, porque en la Cachubia celestial sólo ejercían la tutela Amanda y sus tres risueñas hijitas. Como pronto crecieron hierbas y nabos, había cerdos que gruñían milagrosamente y hasta se consiguió aclimatar en el cielo las cebollas, todos los días había sopa de patata suficiente. Mientras se pelaban las patatas, se contaban ahora las viejas historias del Buen Dios como historias del Buen Rodaballete. Y no eran sólo los niños los que sabían recitar de memoria los aleluyas de Amanda: «Megorana y pereguil / alimentan máh de mil», o «tubérculoh en loh sueloh / libertadeh en loh cieloh». Así, un día tras otro, todos comían en paz la misma sopa, y sólo los granos de pimienta negra del rey Tío Fritz seguían allí, inútiles y peligrosos, porque eran grandes como balas de cañón, hasta que un buen día celestial Amanda los hizo rodar hasta el Infierno, que desde entonces calentó mejor. Sin embargo, el rodaballo que, acusado ante el tribunal feminista, contó ese cuento en su descargo, dijo para concluir: «En suma, señoras: de esa forma me permití, al menos en el Cielo, crear unas condiciones cachubo-maoístas. Sin que yo lo afirme ni lo niegue, pueden ver en mí si quieren al Buen Dios de Amanda Woyke». Comerse los codos de hambre Siempre la artesa de harina trajo consuelo desde el vacío estómago y la nieve cayó como prueba. Si sólo se comiera en la morada Semana Santa ayunar sería una diversión: morder tortas de maíz con nada; pero todo el invierno, hasta marzo, el ayuno cubre en silencio de muerte el país, mientras en otros lugares los graneros son astutos y los mercados surtidos. Se ha escrito mucho contra el hambre. Hay que ver lo que favorece. Hay que ver cómo limpia de escorias el pensamiento. Hay que ver lo tonto que es un gusano en el queso. Y desde siempre hubo suizos que ante Dios (o ante quien fuera) se mostraron caritativos: sólo faltaba lo más necesario. Cuando, sin embargo, hubo por fin suficiente y Amanda Woyke y su cesto, su azada y sus hijas iban a sacar patatas, en otro lugar se sentaban a la mesa unos señores inquietos por la caída del precio del mijo. Es la demanda, dijo el profesor Bürlimann, la que en definitiva lo rige todo & y sonrió, liberal. De cómo el Gran Salto debe conducir a la alimentación mundial de tipo chino Después de unas patatas con piel y mantequilla, con requesón y comino, que están buenísimas, en uno de los raros paseos digestivos a través del campo a que se ha animado mi Ilsebill desde que está embarazada, a finales de febrero yo acababa de volver de un congreso, en el curso del cual se había discutido punto por punto el porvenir del socialismo , en un día claro y soleado que presagiaba el mes de marzo (poco después de las catorce horas), mi Ilsebill, a pesar de mis gritos de: «¡Por favor, no saltes! ¡No! ¡No!», saltó sobre una de las muchas fosas, llamadas aguanales, que desaguan las tierras de pastos situadas entre el Elba y la alta costa, la fértil tierra pantanosa del Wilster. Consiguió saltar la fosa de aproximadamente un metro cincuenta, a pesar de estar gravitante, pero cayó de boca sobre el terraplén, aunque por fortuna en terreno blando. Más tarde se planteó el problema de la culpa: al parecer, yo había provocado el salto con mi maniática insistencia en los cambios lentos, paulatinos, deliberadamente retardados. Había hablado, en los campos pantanosos, del congreso socialista y sus resoluciones. (Qué hubiera podido pasar si no hubiera ocurrido lo contrario.) Cuando dije: «La primavera de Praga llegó sin duda demasiado repentinamente y, poco antes de la ocupación soviética, tuvo rasgos de salto sin tener en cuenta la evolución general del bloque oriental ni las precipitadas esperanzas de Occidente, por lo que, una vez más, la reforma sin duda madura desde hace tiempo pero siempre prematura del comunismo de Estado  abortó en un gran salto, teniendo por consecuencia el harto conocido renquear &»; cuando yo había hablado así, más pensando para mí en el congreso que para provocar a Ilsebill, ella dijo: «¡Qué va! Tú y tu famosa filosofía del caracol. El progreso nunca puede llegar si se limita a arrastrarse. Piensa en Mao y en China. Ellos se atrevieron a dar el Gran Salto. Y están por delante de nosotros. Al otro lado del río». Mi Ilsebill pensaba ya en la fosa de agua, tomaba ya carrerilla, se le había ocurrido ya la idea, saltaba tras ella. Aunque yo dije «¡no!», saltó embarazada hacia finales del quinto mes y contra toda sensatez, y cayó en el suelo blando por la lluvia, girando el cuerpo al caer. Yo salté detrás un juego de niños  y le dije: «¿Te has hecho daño? ¿Por qué no me escuchas? Es una chiquillada. En tu estado &». Por primera vez, durante un embarazo permanentemente peleón, nos preocupaba el niño. Palpar. Auscultar. Pero no era nada. Ilsebill sólo se había torcido el tobillo derecho. Ya nos peleábamos otra vez. («Tú y tus caracoles de mierda», «tú y tus saltos de mierda».) Ilsebill tuvo que apoyarse en mí, lo que no le gusta. Paso a paso, la cojeé hasta casa. Allí seguía preocupado, le puse compresas de vinagre, ausculté otra vez, palpé. El niño «¡Mi hijo!», como decía Ilsebill  se movía pataleando. «Hubiera podido pasar algo peor. Si hubiera habido una piedra. O cualquier cosa dura o puntiaguda. Además, te equivocas al atribuir el éxito chino a los grandes saltos. Ésos se han dado también de narices con su eterna revolución cultural. Una cosa así no puede hacerse de golpe. Piensa en Amanda Woyke. Hicieron falta decenios para que el mijo fuera sustituido por la patata. Y la abolición de la servidumbre exigió más tiempo aún. Siempre retrocesos. Después de Robespierre vino Napoleón y entonces aquel Metternich &» Luego como estaba allí tendida y no podía escapárseme  informé a mi caída Ilsebill sobre el tribunal. Para animarla, imité la forma arrogante en que el rodaballo había torcido la jeta cuando se habló de la utopía de Amanda: la cocina de la servidumbre a escala mundial. Me burlé de su truco de afectar comprensión y benevolencia para todo, hasta el más absoluto desatino. Luego parodié su discurso: «Pero, mis señoras benévolas aun dentro de la severidad, naturalmente que me alegraría que mi tesis de la nutrición mundial rumfordwoykesca, que conduciría a un hartazgo igualitario, encontrase seguidoras entre sus filas, pero eso es algo que no puede hacerse atropelladamente. Lo primero que hace falta es formar grupos de trabajo que se ocupen de los productos alimenticios básicos, históricos y actuales: a fondo y con conocimiento de causa. Por ejemplo, se plantea la cuestión: ¿qué importancia tuvo en las épocas de hambre la sémola de esteba obtenida de plantas silvestres? O bien: ¿qué postura debemos adoptar ante la carencia de albúmina y, por lo tanto, ante el problema de la soja? O bien: ¿puede compararse la escasez de mijo en Europa antes de la introducción de la patata con la escasez de arroz en China antes de la era de Mao Zedong? Sin embargo, si quieren aplicar de golpe la alimentación mundial de tipo chino a la situación en la Europa central, les ruego que pasen sin rodeos de la teoría a la práctica y recurran a la sopa de patata prusianooccidental de Amanda Woyke. Por lo que sé, la vocal Therese Osslieb es propietaria de un restaurante floreciente. ¿No se podría establecer en él una cocina experimental? ¿No sería ése el lugar apropiado para comenzar el Gran Salto lentamente, de forma deliberadamente demorada, escalonadamente y, por decirlo así, con movimiento retardado?». «¿Y qué?», dijo mi inválida Ilsebill. «¿Se han dejado enrollar las chicas? ¿Hay otra vez una gran demanda de delantales de cocina? ¿Se pretende ahora ¡cielos!  liberarnos con ayuda del cucharón?» Ya cuando se trató de las libertades monjiles de la abadesa cocinera Margareta Rusch y el rodaballo (más bien de broma) propuso la fundación de conventos femeninos, se comenzó a formar, entre todos los grupos del consejo consultivo revolucionario y luego también entre los miembros del tribunal, un grupo poco definido pero después estructurado que, mientras se vio el caso Agnes Kurbiella, más bien vegetó que ganó definición, pero se convirtió en auténtico grupo en cuanto la cocina de la servidumbre de Amanda Woyke fue puesta como ejemplo, con lo que ese grupo, tachado de revisionista, fue llamado, primero por la Prensa y luego por todos, «partido rodaballesco». La propietaria de restaurante y vocal del tribunal Therese Osslieb pasaba por su portavoz. Ulla Witzlaff y Helga Paasch pertenecían a él. Ruth Simoneit, con reservas. La presidenta del tribunal, Dra. Schönherr, había expresado en privado, al parecer, su simpatía. E incluso la defensora de oficio del rodaballo, Bettina von Carnow, intentó congraciarse con el partido rodaballesco. Esa evolución orientada a una escisión, mejor dicho, a una partición de la mayoría de los grupos, especialmente los liberales y espontarradicales, produjo disputas permanentes con los grupos ideológicamente consolidados del consejo consultivo, sobre todo cuando la herejía se extendió a las marxistas. La disciplina de grupo se hizo más severa. Quien se inscribía en los grupos de trabajo del llamado partido rodaballesco era destituida o excluida. Y, sin embargo, cada vez ganaron más influencia las feministas que, injustamente, eran consideradas como «moderadas», porque el partido rodaballesco era severo con el acusado rodaballo y Therese Osslieb hasta grosera: lo mismo que Amanda Woyke había llamado al inspector del dominio August Romeike atontado o huevón, la Osslieb apostrofaba al rodaballo con epítetos como «chato» o «superhegel». Se consideraba al rodaballo críticamente, pero se estaba en contra de una condena global. La acusación tenía que reconocer al menos que la actitud burguesoilustrada del rodaballo había sido para su época relativamente progresista. Al fin y al cabo, había que agradecerle y agradecer a su protegido Rumford  una documentación reveladora sobre la función pionera de la cocina de la servidumbre. La situación actual de la alimentación mundial más de la mitad de la Humanidad subalimentada  exigía la supresión radical de la cocina familiar y el retorno a las formas históricas de la gran cocina. Esa tesis del rodaballo era difícilmente atacable y debía convertirse, en sentido estricto, en programa espontáneo del movimiento feminista. Había que estar agradecidas al rodaballo sin dejar de criticar y rechazar justificadamente su arrogancia masculina  por sus sugestivas ideas. Como vocal, ella, Therese Osslieb, tomaba en serio la nutrición mundial igualitaria o, como decía el rodaballo, de tipo chino. Había que comenzar alguna vez. Y empezaría en su propia casa. A los hombres podía bastarles con limitarse a charlar sobre el Gran Salto, si eso les divertía. Incumbía a las mujeres atreverse a darlo de una vez. Ahora bien, el restaurante de Therese Osslieb en Kreuzberg era un local más bien elegante, frecuentado por excéntricos y cuya cocina era refinadamente bohemia; la abuela de Therese por parte de madre había sido, al parecer, una vienesa de origen checo. Sin embargo, la dueña consiguió, en poco tiempo, ahuyentar a la mayoría de los genios, compenetrarse con la cocina de la servidumbre de Amanda Woyke y popularizar, además de la sopa de patata prusianooccidental, otros platos sencillos: sémola de esteba con cortezas de tocino derretidas; espinacas de acedera agria; mijo con leche; patatas con piel, con requesón y comino; salchicha de sémola con puré de patata; naturalmente, también albóndigas de patata: bávaras, bohemias; y patatas fritas con una cosa o con otra: arenques, huevos al plato, picadillo de carne o cabeza de jabalí. Aunque el restaurante había sido conocido hasta entonces por un nombre esotérico, pronto se llamó, por ser lugar de encuentro de las feministas, El cobertizo de Ilsebill. Desapareció el decorado austríaco (basura kakánica). Objetos rústicos adornaron sobriamente unas paredes recién blanqueadas. Sólo quedó una pequeña parte de la clientela de antes. Sin embargo, al cabo de algún tiempo, los precios subieron de nuevo un tanto, porque noche tras noche, fomentado por el marido de Therese Osslieb, que sabía adaptarse, se presentaba un programa destinado a instruir al público deleitándolo. Se daban conferencias: «Sir Walter Raleigh y la patata», «La patata en Shakespeare», «La introducción de la patata, condición previa para la industrialización y proletarización de la Europa central». Y de candente actualidad: «El precio de la patata, ayer y hoy». La vocal del tribunal feminista Helga Paasch prometió para la primavera dedicar a patatas, especialmente para El cobertizo de Ilsebill, media fanega de tierra de su vivero de Britz, de cultivo biológicamente irreprochable y utilizable con fines de capacitación. Pronto, después de un concurso de dibujos para hijos de las politizadas mujeres, motivos patatáceos adornaron el local. Además, se compusieron, armonizaron e interpretaron canciones en que se celebraba la patata. En una sala auxiliar se podían hacer impresiones de grabados hechos en patata. Sentado en círculo, como en cualquier reunión social, el público comensal podía pelar patatas para sí y para otros clientes. Algunos bebés de sexo femenino, que nacieron durante la vista del caso Amanda Woyke y cuyas madres (y padres) pertenecían al público habitual de El cobertizo de Ilsebill, recibieron para el resto de su vida el nombre de Amanda. Y, sin embargo, a pesar de todos los jugueteos algunas chicas llevaban patatas de invierno (germinadas) como collar  se siguió prestando atención a las cosas serias: se discutía en grupos de trabajo el valor nutritivo de los productos alimenticios básicos, las semillas de soja ricas en proteínas, el mijo y el arroz, el carácter ejemplar de la cocina de la servidumbre, la necesidad de luchar contra el hambre a escala mundial, el objetivo final la nutrición mundial de tipo chino  y siempre el Gran Salto, del que se decía: se ha iniciado ya. Estamos a mitad del salto. Concebido dialécticamente, el Gran Salto no es una acción precipitada, sino un proceso continuo, que se desarrolla en fases. Se salta permanentemente. Cuando Ilsebill corrió hacia la fosa de agua, yo no hubiera debido gritar: «¡No! ¡No saltes! ¡Por favor! ¡No! ¡No saltes!», porque entonces tuvo que saltar y afirmar su personalidad según esa ley, para mí desconocida, de acuerdo con la cual actúa, aunque sólo fuera en un salto rápidamente ejecutado que a mí, desde luego cuando la vi repentinamente ingrávida con su enorme vientre , me pareció estirado en muchas fases. Vi a mi Ilsebill después del despegue, mientras mi grito de «¡no saltes!» vibraba aún, vi cómo se separaba milagrosamente del suelo pantanoso, la vi ganar una altura de dos pies escasos, luego, impulsada por su propio peso, recorrer una distancia de un metro sin perder altura y entonces, después de una clara inflexión, caer: consiguió hacerlo justo al otro lado de la fosa. Sin embargo, antes de ocuparme de la caída de Ilsebill, quisiera cantarla por un instante prolongado en el punto más alto de su trayectoria. Pareció hermosa durante el salto, aunque se hizo más visible su pesadez, la torpeza incluso de su estado. Su rostro de cabra obstinada, como ofendida por el mundo entero. Me hubiera gustado grabarla en cobre como una «Melancolía» brincadora (libremente inspirada en Durero). En Cnosos, las muchachas minoicas (para honrar a Hera y cabrear a Zeus) saltaban sobre un toro lanzado a la carrera. Y nuestra madre nutricia Aya, cuando descubrió su propia sombra y quiso librarse de ella, saltó sobre el riachuelo Raduna &, lo mismo que Dorotea, cuando volvíamos de nuestro peregrinaje, atravesó el río Elba saltando de témpano en témpano. Sin embargo, cuando vi a Ilsebill saltar así y presentí su caída, remonté el tiempo, vi a Aya, vi a Dorotea saltando, me refugié por fin en los últimos años del siglo XVIII, cuando Amanda Woyke, sierva del Estado de Prusia, se sentaba, con todo su ser sedentario, en un banco junto al hogar de la cocina de la servidumbre y pelaba patatas imperturbable, y visité, cien años más tarde, la vivienda obrera de Lena Stubbe (en el Brabank 5), encontrando allí confirmada la inmemorial miseria, como cuestión social. Sólo entonces me convertí en participante del congreso que en Bièvres, cerca de París, pretendía ocuparse del socialismo democrático. Unos emigrantes checoslovacos me habían invitado. Un comunista francés, que se exponía a que lo echasen del Partido, me recogió en el aeropuerto de Orly. Apenas instalado en el hotel, compré una postal, que quería enviar a mi Ilsebill llena de frases como: «¡Ten cuidado! ¡Cuídate! En tu estado no puedes dar saltos. La reunión promete ser interesante. Hay unos cien revisionistas &». Se sientan a la larga mesa y tienen mirada de emigrados. Barbas ralas en las que todavía se enredan restos de la última y de la penúltima revolución: convertidas ya en algo natural. Entre los veteranos se sientan barbas jóvenes, todavía sin definir, en las que anida el futuro y la esperanza hace concebir esperanzas. La reunión de Bièvres (al parecer, en otro tiempo hubo aquí bièvres, castores) ha sido preparada con ponencias que se estiran y no dejan por tratar ningún aspecto histórico. Los discursos se distribuyen fotocopiados mientras se pronuncian, traducidos al francés. Todos hablan como ante asambleas más numerosas, como en otro tiempo en las plazas, en las naves de las fábricas, ante los delegados del hoy célebre congreso del partido, ante las masas trabajadoras. Las palabras se escuchan a sí mismas, asintiendo. El estalinismo condenado en rebeldía. La voluntad de seguir siendo socialista a pesar de todo. Los llamamientos a la razón. El lamento de los ilustrados. Quien no habla, dibuja sistemas de cubos geométricos o coños peludos. En las cabinas de interpretación, mujeres liberadas trasladan con seguridad los discursos de hombres erráticos al inglés, alemán, checo o italiano. Ante ventanas que no pueden abrirse, febrero pretende ser marzo. Han llegado de todas partes. (Sólo los camaradas de Chile no han venido.) Un viejo trotskista, marcado por cuatro escisiones, redacta actas (en español): su testamento. Protege tus ojos, tu frente, con palmas y dedos entrecruzados hasta que se haga el vacío: una nueva promesa. Tiene que ser así, desde que la Razón y la patata vencieron a las supersticiones & Tiene que ser así, desde que todos sabemos que, por lo menos las mayores hambres & Tiene que ser así, si no queremos hundirnos, hundirnos todos, el Gran Salto por fin & De repente quiero estar fuera con mi abrigo, sentado en un banco para jubilados y gorriones, y comer queso con cuchillo y beber tinto de una botella de litro, hasta que, frente al paso del tiempo, me encuentre desmoralizado y absolutamente falto de esperanzas, o me reúna con otros veteranos con los que me haya sentado en la cocina de la servidumbre de Amanda Woyke y haya recordado, de punta a punta, todas las batallas, desde Kolin hasta Burkersdorf, ante patatas sin pelar con comino y cuajada. Tiene la palabra el siguiente. Nace aparte una revolución. A propuesta de los italianos. Se trata de la primavera de Praga: no quiere acabar. (¡Nonó! Sigo pensando igual. Fue una tontería. Aunque tuviéramos suerte.) Como al caer desvió el vientre hacia un lado y dio primero con el codo, la cosa resultó relativamente bien. Como era mi deber, salté tras ella. Sin embargo, durante mucho tiempo aún, mientras yo pronunciaba mi frasecita «Tuviste una suerte del carajo. Pero fue algo completamente irresponsable por tu parte» , la comida de los veteranos se prolongaba en la cocina de la servidumbre de Amanda (y el congreso de revisionistas europeos se desarrollaba, punto por punto, según el orden del día). Porque, inmediatamente después de la Paz de Hubertusburgo, fui nombrado por mis méritos inspector de los dominios. Mis camaradas de regimiento se las arreglaron de algún modo, bien o mal, dedicándose en su mayoría a la enseñanza. Y Amanda no tenía nada en contra de que, una vez al año después de haber dado de comer a los siervos, nos sentásemos en torno a aquella mesa demasiado larga y bebiésemos aguardiente de patata, con patatas con piel, hasta que caíamos en la beatitud de las batallas: «Ay compañero, cuando pienso en Torgau & Te acuerdas de cuando, entre las provisiones de los sajones, encontramos, además de tabaco, aquella caja de bombones &». (En Bièvres, en las pausas de la reunión, me contaron algunos chistes políticos que no conocía: Brezhnev y Nixon se encuentran con Hitler en el Infierno &) Y a mi Ilsebill le dije, después de la caída: «Hubiera podido acabar mal, cariño. Cuando Amanda estaba embarazada de su hija más joven, la Annchen, que le había hecho su Romeike poco antes de acabar la guerra, después de la batalla de Burkersdorf, se cayó buscando setas, al saltar un arroyo del bosque, sobre rocas micáceas, lo que le produjo un parto prematuro». Sin embargo, Annchen nació Y su hija Sophie fue incluso más tarde cocinera de Rapp, gobernador de Napoleón. Y cuando nosotros, los antiguos caporales, celebrábamos nuestras reuniones, la pequeña Sophie servía esas patatas sin pelar, con cuajada y comino (y aceite de linaza) que hoy vuelven a estar de moda. El otro día, cuando mis pasos me llevaron otra vez a Berlín el tobillo torcido de Ilsebill estaba mejor  Ruth Simoneit me llevó con ella. Conseguimos convencer a Sieglinde Huntscha, que califica el Cobertizo, por principio, de «mierdoso». Nos sentamos en una mesa con Ulla Witzlaff. Y también la Osslieb, como hacen las propietarias, vino a sentarse varias veces con nosotros para charlar un rato. Como único hombre, no lo pasé tan mal. Ulla Witzlaff tejía, uno del derecho y uno del revés, un jersey de caballero (estas chicas son mejores de lo que parecen). Y hasta me escucharon cuando hablé de mi desesperado congreso socialista. Sólo Ruth Simoneit que, apenas llegada, había encargado un aguardiente de patata doble, se metió conmigo: «¡Lameros las heridas! ¿No? ¡Lameros las heridas! Eso se os da bien. Los hombres no sabéis ser más que brutales o lloricas». Sin embargo, luego nos divertimos más. Helga Paasch, tras unos saludos efusivos, se unió a nuestra mesa. La Osslieb nos trajo sopa de patata. Ulla Witzlaff llenó debidamente los platos hondos. Hasta muy entrada la noche se habló del futuro: la gran crisis y el hundimiento de todos los sistemas (masculinos). Todas se alegraban ya de la inminente alimentación mundial de tipo chino. Yo invité a unas rondas de aguardiente de la casa: «¡Por la futura bazofia unitaria!». Luego invitó la Paasch. Ruth Simoneit estaba, naturalmente, como una cuba. La Witzlaff cantó: «¡Nuestro rodaballo es maoísta! ¡Nuestro rodaballo es maoísta!». Y Sieglinde Huntscha intentó ligarse a la Osslieb. Se pusieron a achucharse desconsideradamente. Lástima que mi Ilsebill no estuviera allí. Pero no, ella tenía que saltar sin falta la fosa. Ya podía yo gritar y rogarle: «¡No saltes! ¡No! ¡Por favor, no saltes!» & Saltó, y, en realidad, quiso caerse. Allí estaba en el fango. Yo había saltado tras ella. Allí estaba ella de culo. Yo le grité. Ella me gritó a su vez: «¡Saltaré con mi tripa cuando quiera y donde quiera!» «¡No es sólo tu hijo, será nuestro hijo!» «Tú no eres quién para decirme cuándo puedo saltar.» «Si no quieres tener el niño, hubieras debido pensarlo antes.» «¡Mierda de fosa! No lo haré más.» «Júrame que no lo harás, Ilsebill.» Sin embargo, jurar que no saltaría más, abjurar del Gran Salto, eso no quiso hacerlo mi Ilsebill. Carne de vaca y mijo histórico La cocinera que hay en mí y yo no nos perdonamos nada. Ilsebill, por ejemplo, tiene un cocinero en ella sin duda, debo de ser yo  contra el que lucha. Nuestra pelea desde el origen, sobre quién se acurruca como complejo gordo o delgado en quién, requiere nuevos platos o platos viejos que se ponen de moda otra vez  desde que cocinamos con conciencia histórica. Ahora, mientras dos kilos de corvejón de buey se cuecen a fuego lento y yo, servicial, limpio verduras por encima de mi pulgar, ella lee un libro con muchas notas al pie, en el que se dice también algo sobre el mijo como alimento de pobres, comida de fiesta, tema de cuentos y pienso avícola. Yo me estoy quieto y me imagino historias siempre distintas, que hubieran podido endulzar las gachas de los siervos del dominio público de Zuckau en la época de la servidumbre: cuando no quedaba ya nada en la artesa de la harina y granizó granos de mijo gordos como guisantes, con lo que todos se llenaron el estómago milagrosamente & Por encima de mi cuento, Ilsebill dice: «De nosotras, sencillamente, se ha olvidado el autor. Son sólo los hombres los que. Sin embargo, fueron las mujeres las que hicieron que, a partir de 1800, la superficie cultivada de mijo disminuyera de 53 000 hectáreas a 14 877, porque el cultivo de la patata, especialmente en Prusia, se extendió rápidamente. Hoy el mijo es, en el mejor de los casos, una especialidad. Lo venden en las tiendas de dietética con los piñones, el cuzcuz y la soja. Ya nadie sabe lo que quiere decir un mal año de mijo». Yo dije: «Y antes aún, antes de que la patata venciera al mijo en Prusia y en otras partes, la novia, al día siguiente de la noche de bodas, para que la simiente germinase en ella, tenía que cocer un puchero lleno de mijo hinchado con leche. Luego se lo echaba caliente en la mano, con una espátula de madera, a los hijos de los pobres canasteros, que gritaban de júbilo y se pasaban la pasta de una mano a otra hasta que podían comérsela, una vez fría». «Tú y tus malditas historias», dijo Ilsebill. «Sólo sirven para desviar la atención del verdadero problema. Quieres enrollarme.» Cerró el libro lleno de notas históricas. «En otro tiempo, el mijo nos hizo pasar por idiotas. ¿Y hoy? ¡Hoy también!» Yo me callo temeroso. Tiene razón, maldita sea, la tiene. (Y, sin embargo, la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke aprendió a escribir tan bien, mirando al inspector de los dominios Romeike, que pronto pudo sostener un intercambio epistolar, más inteligentemente que él, con el famoso conde Rumford y leerles en voz alta a los siervos, en la última gaceta, lo que había dicho Mirabeau sobre el precio del pan y los principios de la Revolución.) El cocinero que Ilsebill tiene alojado, aunque sólo sea para pelearse con él, le obedece a rajatabla. Ella decide que hoy no se pelarán más patatas cada día más caras , sino que se cocerá mijo histórico con su buen litro de caldo y en un cuenco tapado, sobre la olla donde se cuece la carne de buey: el mijo se hincha ahora a la antigua usanza, mientras yo sigo pelando verduras. «¡No cortes las zanahorias! Y también los salsifíes deben echarse enteros. Típicamente masculino: cocerlo todo junto hasta que nada tiene su propio sabor.» Mientras yo intento escabullirme bajando por las escaleras de la Historia, ella grita: «¡Gachas de avena! ¡Sémola de cebada! ¡Papilla de mijo! Con eso conseguisteis mantenernos sometidas durante siglos. Sin embargo, eso ya no sirve, ¿me oyes? Ahora os toca a vosotros. A ver cómo te portas y deja de soñar». Obedientemente, parto el repollo, el apio. Dejo enteros las zanahorias, las cebollas, el salsifí negro, el colinabo y los tres dientes de ajo. (Ay, cuánta belleza ofrece una col al cortarla: esas estructuras, cuánto sistema, el trazado laberíntico, la línea interminable &) «¿Y qué pasa con la rutabaga?», dice ella desde ella y no él desde ella. Todo lo que yo he limpiado, más un pedazo de rutabaga del tamaño de un puño, lo deja Ilsebill hervir y hacerse bajo el mijo que se hincha con la carne (pronto a punto), en lugar de cocerlo y recocerlo, como haría un hombre típico. Después llegaron los invitados. Elogiaron nuestro plato cocinado con conciencia histórica y se dejaron servir: una y otra vez. Cuando los invitados se habían ido y yo había llenado y vaciado el lavavajillas, más tarde, mucho más tarde, después de medianoche, soñaba yo junto a Ilsebill: tengo que abrirme paso, devorando, a través de una montaña de mijo. Sin embargo, cuando he dejado el mijo por fin atrás, tengo delante una montaña de patatas, cocidas y todavía humeantes. Ya empiezo a abrirme un agujero masticando, decidido como soy, cuando, a mitad de camino, me entra el miedo de que, después del mijo dulce y de las humeantes patatas con piel, haya, antes de la tierra prometida, una montaña de colinabos crudos, también llamados rutabagas. Los dos No dice mi, dice la mujer. A la mujer no le gusta. Eso tengo que hablarlo antes con la mujer. Miedo anudado en nudo de corbata. Miedo de volver a casa. Miedo de ceder. Los dos, con miedo, se poseen mutuamente. El amor reclama sus derechos. Y el besito habitual después. Sólo cuenta ya la memoria. Los dos viven del valor en litigio. (Los niños observan algo por el agujero de la cerradura y deciden que más adelante no harán lo mismo.) Sin embargo, dice él, sin la mujer no tendría tantas cosas. Sin embargo, dice ella, él hace lo que puede y más de lo que puede. Una bendición que se convirtió en maldición y, como maldición, en ley. Una ley que cada vez se hace más social. Entre los armarios empotrados, ya pagados totalmente, el odio hace nudos en la alfombra: no es fácilmente lavable. Los dos se descubren uno a otro, cuando son lo bastante extraños, únicamente en el cine. En el sexto mes Vestidos indios Embarazada del sexto mes, no quiso comprimir más su vientre, encorsetarlo, reducirlo a una forma ideal, dejó de oscurecer los espejos, de maltratar su constitución con pastillas y de encontrar, mientras buscaba las llaves del coche, motivos caprichosos de pelea. Como el niño, ahora bajo su ombligo, golpeaba también su protesta, Ilsebill comenzó a llevar su embarazo con más calma y a presentar su barrigón, dondequiera que lo llevase, como algo digno de ser admirado. Nada de saltos irresponsables. Sólo rara vez agujeros y un odio primitivamente espumeante hacia el macho. Hubo momentos de ojos apaciblemente bovinos. Ya preparaba la canastilla del bebé. Y después del salto de la fosa de agua, en que todo hubiera podido malograrse, se confeccionó, como vestidito de circunstancias, una túnica de color caca que yo califiqué de imposible. Por eso fuimos a las boutiques de los indios, que en Hamburgo y en otras partes son baratas y están abarrotadas hasta el techo: calles de vestidos y avenidas de blusas. Había tanto donde elegir. Sólo hacía falta alargar la mano. Ilsebill cogió, mejor dicho, arrebató de las perchas, cinco o siete de los vestidos anchos de talle y entallados bajo el pecho, de estilo más o menos Imperio, y se refugió con su botín en uno de los vestuarios, separados por cortinas. Luego, con pequeños intervalos, apareció cinco o siete veces, a la indiana, vestida de algodón o de seda: recamada, cubierta de espejuelos en torno al abultado pecho, de amarillo maíz o verde místico, o totalmente de rojo bandera. Una representación para mí solo. Yo asentí, hice reflexiones, elogié lo que no me gustaba, puse reparos a lo que me hubiese gustado que llevase, representé bien mi papel y conseguí una victoria a medias cuando ella se decidió, si no por el amarillo maíz de amplias mangas y sólo por un minuto por el de seda verde místico, al cabo por el sencillo y fuerte, sólo bordado de rojo en torno al pecho y de un rojo claramente bandera. Un vestido hasta el suelo, de amplias mangas. Sus abundantes pliegues resultaban apropiados para un cuerpo en desarrollo: solemne y, sin embargo, informal. Una ganga a ochenta y cinco marcos con cincuenta, que no plantearía problemas hasta el octavo mes y que no sería necesario tirar después del nacimiento. Yo la veía ya otra vez esbelta, en sociedad, en fiestas, en congresos, de viaje. «Eso está bien aquí en Occidente», dijo Ilsebill. «Quiero decir revolver, probarse, simplemente no comprar, decidir libremente, poder escoger.» Y sólo en un aparte expresó sus remordimientos: «Claro que esos trapos cuestan tan poco porque se trata también de una explotación. La mano de obra barata del Pakistán, la India, Hong Kong o donde sea». Eso me lo dijo a la cara, vestida de rojo bandera y acusadoramente. Por ser su marido, tengo que responder de todas las fechorías masculinas cometidas en épocas históricas o en la actualidad. «O si no, ¿quieres decirme lo que pagan por pieza los gordos patrones de esos sitios a las bordadoras? Sí. Mira esto. ¡Todo hecho a mano!» Durante sus cinco o siete apariciones indias, yo me había quedado entre mujeres que revolvían, se probaban brevemente, rechazaban y elegían, de las cuales algunas estaban igualmente embarazadas o podían estarlo. En vasos, en cestos, en cajas de cartón de colores: cursilerías asiáticas. Yo, como durante unos segundos no me necesitaban, volví a caer en mi obsesiva idea de haber sido Vasco de Gama y haber descubierto la ruta hacia la India: de pronto la costa de Malabar palmeras, por todas partes palmeras  está ahí, a nuestro alcance. Para probar, enviamos a un galeote a tierra, que regresa sano y salvo y cuenta maravillas. Y también Napoleón, en cuyo tiempo vivió Sophie Rotzoll, la más delicada de todas las cocineras, tuvo al parecer a la India en su mente militar. Sin embargo, cuando yo era todavía Vasco de Gama, lleno de inquietudes e interiormente rico en figuras & La culpa era del olor a almizcle. De varias bandejitas se elevaba un humo agridulce. De alguna parte venía música, envuelta en guata, que lo abarataba todo aún más. Las vendedoras, aunque de tipo hamburgués, se movían como bailarinas del templo en su primer año de adiestramiento. Sólo hablaban en voz baja y sugestivamente: «El añil se lleva mucho también con ribete blanco». Nosotros seguimos fieles al rojo bandera. Ilsebill dijo: «Ahora me siento muy distinta. No india, claro. Sólo distinta de algún modo». Yo dije: «Eso tenemos que agradecérselo a Vasco de Gama y sus sucesores. No fue sólo la pimienta lo que él abarató». Prometimos a las vendedoras volver en el octavo mes. «Sí», dijo la sufriente cajera de las sombras azules, «entonces tendremos también nuestra colección de verano. Verdaderas monadas». Al pagar, eché un marco diez en el cerdito de la campaña «Pan para el Mundo». Fuera, a pesar del vacilante sol de marzo, hacía demasiado frío para el rojo bandera, cuya tonalidad saturada cambió a la luz del día: Ilsebill, dentro de su nueva adquisición de un rojo amanita matamoscas, se helaba. La ayudé a ponerse el abrigo. Sophie Buscamos y creemos encontrar; pero se llama de otra forma y es también de otra familia. Una vez encontramos una que no existía. Mis gafas se empañaron, un grajo graznó, nos fuimos corriendo. En los bosques en torno a Saskoschin hicieron, al parecer, comparaciones. Como aún eran reconocibles se rieron de los rebozuelos. Las setas significan. No son sólo las comestibles las que se sostienen sobre un pie, dispuestas a ser comparadas. Sophie, que luego fue cocinera y también política, sabía los nombres de todas. La otra verdad Cuando la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke había muerto y por todas partes estaban acantonados los franceses, y Sophie, la nieta de Amanda, había empezado a dirigir la cocina del gobernador de Napoleón, con espíritu todavía revolucionario, en el otoño de 1807, cuando en todos los bosques había setas a montones, los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm se reunieron con los poetas Clemens Brentano y Achim von Arnim en la caseta del guardabosque de Oliva, para ocuparse de actividades editoriales e intercambiar ideas. El año anterior, Von Arnim y Brentano habían publicado una colección llena de preciosas composiciones, El cuerno mágico del niño; y como la miseria general de la guerra aumentaba la necesidad de hermosas palabras y el miedo buscaba refugio en los cuentos, querían en paz, apartados del bullicio ciudadano y libres de las diarias rencillas políticas, extraer de aquel cúmulo todavía desordenado de raros tesoros un segundo y un tercer volúmenes, a fin de que el pueblo, después de tanta ilustración fría y tanto rigor clásico, encontrase por fin algún consuelo: aunque fuera mediante la gracia del olvido. Con dos días de retraso llegaron el pintor Philipp Otto Runge, por Stettin, y Bettina, la hermana de Clemens Brentano, de Berlín. La caseta del guardabosque les había sido recomendada a los amigos por el pastor Blech, diácono de la iglesia mayor de Danzig, a través de Savigny, que se carteaba con Blech; por otra parte, a los jóvenes les gustaban las citas secretas en medio de la Naturaleza. Sólo el viejo guardabosque y un leñador cachubo, con su mujer y sus cuatro hijos, vivían, como fuera del tiempo, en la casa de madera, junto al estanque y el prado de los corzos. No les fue fácil a los amigos soportar el silencio. Brentano, cuya mujer había muerto y cuyo segundo matrimonio, contraído hacía pocos meses, comenzaba infelizmente, se encontraba decaído o bien hería a los otros, especialmente al delicado Wilhelm Grimm, con su humor forzado. Su hermana estaba todavía rebosante de experiencias de su viaje: en la primavera había visto a Goethe en persona, con cuya madre se carteaba, y sostuvo una conversación que, de forma muy natural, recayó en apuntes de la infancia del gran hombre. Jakob Grimm y Von Arnim, que inmediatamente después del desastre de Jena y Auerstedt había trasladado su residencia a Königsberg, hablaron con amargura de la recientemente concertada paz de Tilsit, que calificaron de vergonzosa imposición. Von Arnim sólo quería ahora administrar sus bienes. Jakob Grimm no sabía si debía aceptar la oferta de convertirse en bibliotecario privado del odiado rey advenedizo Jérôme, en el castillo de Wilhelmshöhe, cerca de Kassel. (La aceptó.) Wilhelm, que acababa de terminar sus estudios de Derecho, decidió que, en unos tiempos tan malos, era mejor ser investigador independiente. Todos hablaron de sus planes y esperanzas. Sólo el pintor Runge permaneció mudo (aunque lleno de discursos interiores) y apartado de los acontecimientos del momento. Había llegado de Hamburgo y, en el camino, había visitado su ciudad natal de Wolgast y, en sus cercanías, la isla de Rügen, en donde, unos años antes, había escuchado en dialecto bajo alemán de la costa, de una vieja mujer que, entretanto, había muerto, varios cuentos, de los que había anotado alguno. Un hombre de patillas, ojos protuberantes y una frente siempre preocupada, que habría de morir, enfermo de los pulmones, tres años después: malogrado, como suele decirse. La caseta del guardabosque estaba a una hora larga de camino de Oliva, y aunque sus buhardillas, donde los amigos soñaban su felicidad y dormían sus preocupaciones, eran estrechas y de techo bajo, la cocina, sin embargo, con su larga mesa sobre un suelo de tierra apisonada, ofrecía espacio suficiente para idas y venidas excitadas, discursos entusiastas, carcajadas rebotantes y un número excesivo de hojas pulcramente manuscritas y de misivas varias de editores. La estufa de ladrillo, de la que se ocupaba constantemente la mujer del leñador que respondía al nombre de Lovise  calentaba de maravilla. Siempre había café de malta caliente y, en un cesto, una hogaza de pan de centeno, de la que los amigos cogían pedazos, porque, tan recién hecho, daba un hambre voraz. Sólo rara vez lloriqueaba alguno de los cuatro niños, todos los cuales, desde el bebé de seis meses hasta la Amanda de seis años, tomaban del pecho de Lovise. Aquello lo observaban los amigos asombrados y un poco cortados. Únicamente Bettina estaba entusiasmada. «¡Eso es la vida, sencilla y auténtica!», decía. Entonces se exhortaron mutuamente al trabajo. La continuación de El cuerno mágico del niño debía resultar aún más espléndida. Al comienzo sólo se discutió el principio inspirador. Mientras Arnim quería yuxtaponer, sin adulteración alguna, poesía y voz del pueblo, a fin de preservar, en definitiva, una poesía popular alemana «porque cuando los tesoros se han conservado tanto tiempo nadie debe tomar la lima para abrillantarlos &» , Brentano quería mejorar ese tesoro de canciones, cuentos y fábulas, es decir, hacer hablar al pueblo de una forma más artística: «Sólo la mano del artista ennoblece la piedra tosca, aunque también en bruto nos parezca magnífica». Jakob Grimm tenía una visión más objetiva del conjunto y quería introducir metódicamente un orden en aquella exuberancia: «Todo eso es un río de palabras que tiene, por lo tanto, una fuente a la que debemos remontarnos para interrogarla sobre sus orígenes». Sólo el delicado Wilhelm era partidario de escuchar, con toda humildad pero con oído atento, lo que se contaba junto al hogar o en torno a la rueca, y de transcribirlo sin añadidos para conservarlo. «Para mí, eso sólo sería ya mucho», dijo. (Y más adelante reunió efectivamente con paciencia cuentos de hadas, recopilándolos fielmente en un tesoro del hogar.) Lo curioso era que la Srta. Bettina, infantil y sabihonda a la vez, consiguiera estar de acuerdo con todos aquellos hombres, por muy vehementemente que sostuvieran sus discusiones. Era partidaria de yuxtaponer poesía y voz del pueblo, del cuento de hadas artístico, de investigar la corriente del lenguaje y de la simple transcripción de los hallazgos hechos junto al hogar. Y cuando el pintor Runge, atropellada y oscuramente, habló de las fuerzas primitivas de la materia, del hálito del azar, y luego otra vez de los estambres de las flores y de lo fugitivo a que se adhiere todo lo vivo, utilizando otras metáforas, Bettina estuvo también de acuerdo con él. Todos ellos, sus amigos, eran estupendos. Todos tenían razón. Todas las ideas eran aprovechables. Así era la Naturaleza en su hermoso desorden: espaciosa. Había que entregar al lector todo eso en su espontaneidad salvaje y ordenarlo sólo con mesura. El lector lo utilizaría a su modo. «¡Entonces podréis seguir investigando!», exclamó Bettina. El pintor Runge dijo: «Bueno, uno de los cuentos en dialecto aportados por mí  Del enebro   ha sido aceptado, por fortuna, en el Diario de los Anacoretas; sin embargo, el otro, que tomé igualmente hace años, en la isla de Rügen, de labios de una anciana y del que anoté también una variante porque la vieja, extravagantemente tozuda, lo contaba unas veces de una forma y otras de otra a saber, el cuento de El pescador y su muxer , sigue todavía inédito, aunque el librero Zimmer, hace ya dos años, recomendó a los señores Arnim y Brentano que recogieran en El cuerno mágico ese cuento del rodaballo. Ahora hay ocasión de hablar otra vez de ese asunto, que os presento finalmente en dos versiones. Para ello, a instancias de los Sres. Grimm, he venido de tan lejos. Porque, en realidad, debería estar sentado ante mi cuadro. Se titula La mañana y no acabo de terminarlo». Entonces el pintor Runge depositó su cuento dialectal, en dos versiones, sobre la larga mesa llena de papeles. Una de las versiones es el cuento que ha llegado hasta nosotros; de la otra se hablará todavía. La verdad es que la vieja, que vivía en un islote llamado Oehe, entre la alargada isla de Hiddensee y la gran isla de Rügen, pero con viento favorable venía a remo a la isla principal para vender en el mercado de Schaprode su queso de oveja, le dictó al pintor Philipp Otto Runge, para que las anotara en su cuaderno, dos verdades. Una hacía verosímil a la peleadora Ilsebill: cómo quiso más, siempre más, ser rey-emperador-papa pero, en definitiva, cuando le pidió al rodaballo todopoderoso ser como Dios «Como el Buen Dios ser quisiera &»  fue otra vez devuelta a su cabaña de techo de paja, llamada La Bacinilla; la otra verdad dictada por la anciana al pintor Runge mostraba a una Ilsebill modesta y a un pescador desmedido en sus deseos: quiere ser invencible en la guerra. Quiere construir, atravesar, habitar, conducir a su meta puentes que crucen el río más ancho, casas y torres que rocen las nubes, carros veloces no tirados por bueyes ni caballos, buques que naveguen bajo el agua. Quiere dominar el mundo, derrotar a la Naturaleza y, separándose de la tierra, elevarse sobre ella. «Agora volar quisiera &», decía el segundo cuento. Y cuando, al final, el marido, aunque su mujer Ilsebill le aconseje siempre que se contente «No queramos desear más nada, sino estar contentos &»  quiere subir hasta las estrellas «Hasta el cielo volar quiero y volar he &»  se derrumban todo el esplendor, las torres, los puentes y los aparatos voladores, se rompen los diques, se producen sequías, devastan las tormentas de arena, escupen fuego los montes, la vieja Tierra, al temblar, se sacude el dominio del Hombre, y llega el gran frío, la nueva era glaciar que todo lo cubre. «Y allá están bajo el yelo, hasta hoy y mil días», terminaba el cuento del rodaballo que cumplió todos los deseos del hombre que quería más, siempre más, salvo el último de volar más alto que las estrellas. Cuando el pintor Runge le preguntó a la vieja cuál de los dos cuentos era el verdadero, ella dijo: «Eluno yel otro guntoh». Luego se fue otra vez al mercado a vender su queso de oveja, porque, antes de que cayera la noche, quería estar de regreso en su isla «kon argo durce yun frahko». El pintor Runge se volvió a Wolgast, donde vivía en casa de su padre. Allí copió de su cuaderno de notas, con bella caligrafía, los dos cuentos una verdad y la otra , sin cambiar una sola palabra. Cuando los hermanos Grimm, los poetas Arnim y Brentano y Bettina, la hermana de Brentano, hubieron leído una y otra transcripción y, como no sabían suficiente dialecto, hubieron preguntado qué significaba «calandraca» y «tamarrusquito», elogiaron la moraleja y la autenticidad de los cuentos de distintas formas: Arnim quería incluir los dos enseguida en El cuerno mágico; Brentano, en cambio, los quería purificar de dialecto, versificarlos y transformarlos en una gran epopeya; a Jakob Grimm le complacía su gramática desenfadada; Wilhelm Grimm quería recopilar más adelante esos y otros cuentos. Sólo Bettina era incapaz de acostumbrarse a uno de ellos: Ilsebill aparecía en él demasiado mala. Si se publicaba así, los hombres se apresurarían a decir: así son las mujeres, discutidoras y rapaces, todas ellas. «¡Y, sin embargo, las mujeres siempre llevan las de perder!», dijo. A eso contestó su hermano Clemens: «A mí, en cambio, no me gusta que, en el otro cuento, la obra y el esfuerzo del hombre, su sueño de grandezas, se vean frustrados de una forma tan cruel. Todo lo que consideramos sagrado, la Historia con sus múltiples ramificaciones, el glorioso imperio de los Hohenstaufen, las altas catedrales góticas, no existiría si el hombre se contentase con una obtusa modestia. Si se entregase al público así el cuento, mostrando que toda ambición masculina lleva al caos, la autoridad del hombre quedaría pronto en ridículo. Por lo demás, no hay duda de que las mujeres son más inmoderadas en sus deseos. Eso es cosa sabida». Entonces el hermano y la hermana discutieron en torno a la larga mesa. Y también los restantes amigos estuvieron pronto peleándose. Hasta el objetivo Jakob Grimm consideraba más válida a la perversa Ilsebill que al exorbitado pescador. Conocía (de Hesse, de Silesia) otros cuentos en los que era la mujer la que siempre quería más y más. El sensitivo Wilhelm lo contradijo: sabido era que el deseo de poder del hombre oprimía al mundo. ¿No era Napoleón como César  un pérfido ejemplo? ¿No había querido el Corso, siempre trepando, siendo general ser cónsul del Directorio, siendo uno de los tres cónsules ser el primero, siendo Primer Cónsul ser Emperador y luego, siendo Emperador, someter toda Europa? ¿Y no proyectaba invadir la India, no quería quebrar el espinazo a la Bretaña dominadora del mundo y quizá, como lo había intentado el sueco Carlos, adentrarse en la profunda Rusia? En eso estuvieron de acuerdo los amigos, que sufrían por la desgracia de su patria. Sólo Bettina no quiso que se ofendiera a la grandeza del pequeño hombre. El propio Goethe, él mismo un gran hombre, le había hecho comprender con claras palabras la importancia de Napoleón. Con lo cual Arnim se puso insultante hacia Goethe y ruidosamente patriótico. (Luego, en la Guerra de Liberación, fue capitán de un batallón de la reserva territorial y se portó como un valiente.) A todo esto guardaba silencio Runge, aunque estaba furioso contra el Gran Hombre de Weimar porque, en un concurso de pintura, no había encontrado suficientemente clásico su cuadro Combate de Aquiles con los dioses del río. Sólo una vez objetó, sin ser escuchado: la vieja le había dicho que ambos cuentos eran ciertos. Cuando Brentano llamó a la Ilsebill peleadora y rapaz de uno de los cuentos la mujer por excelencia, para lo que adujo groseros ejemplos de su reciente pero ya fracasado matrimonio con una tal Auguste Busmann, Bettina (que, después de la revolución del 30, lucharía por los derechos de la mujer) se enfadó con su destemplado hermano: «¡Como si las mujeres no fuéramos ya suficientemente humilladas!». Echando una mirada a la muda mujer cachuba que se sentaba junto al hogar (y a sus asustados hijos), puso fin a la agria disputa: «Amigos, vamos a pensárnoslo otra vez. La buena de Lovise me decía antes que en los bosques hay setas a montones. Deberíamos confiarnos a la Naturaleza y recoger en cestos lo que ella nos ofrece. Son apenas las primeras horas de la tarde. El sol de otoño nos brinda su luz dorada. Dónde mejor que en la catedral del bosque podrá aquietarse nuestra disputa. Por lo demás, la buena de Lovise ha anunciado para esta noche la visita de su prima. Es cocinera del gobernador local y, además, experta en setas». Así pues, fueron al bosque y lo vieron de distintas formas. Cada uno llevaba un cesto. Pensaban permanecer al alcance de la voz para no perderse. El bosque de Oliva era un hayedo, que se unía al bosque que rodeaba Goldkrug y a las colinas boscosas del interior de la Cachubia. Brentano (como si quisiera ensayar su ulterior conversión al catolicismo) se sintió pronto invadido por un sentimiento de profundo y sublime, universal y concentrado recogimiento; con el cesto vacío, apoyado en un tronco liso de haya y llorando su mal del siglo, fue encontrado por el sensible Wilhelm y consolado de un modo tan ineficaz que también Wilhelm se puso a llorar; con lo que los dos se abrazaron hasta recobrar la calma y luego, por fin, como a ciegas, recogieron algunas setas: en su mayoría lactarias no comestibles y más hifolomas que armilarias. A todo esto, Arnim y Bettina (que unos años más tarde se convertirían en esposos y tendrían ocho hijos) se habían encontrado, como por casualidad, al borde de un calvero que desembocaba en un oscuro estanque. Se mostraron lo que habían reunido en sus cestos: Arnim estaba orgulloso de varios boletos anillados y algunos bayos; la juguetona Bettina le enseñó tres o cuatro boletos subtomentosos comestibles y solicitó su indulgencia para las amanitas matamoscas que había reunido: eran hermosas como en los cuentos de hadas. De ellas emanaba un encanto. Sabía que la matamoscas, incluso cuando se comía muy poco de ella, producía ensoñaciones, absorbía el tiempo, liberaba el Yo y lo conciliaba todo, por muy abiertamente que se contradijera. Entonces quitó la piel al sombrerete, tomó un pedazo de la seta matamoscas, comió de él y dio de comer a Arnim. Los dos se quedaron inmóviles y esperaron los efectos. Pronto se hicieron sentir. Sus dedos quisieron jugar juntos. Al mirarse a los ojos se vieron mutuamente hasta el fondo del alma. Y pronunciaron palabras que se vistieron de púrpura y encontraron su reflejo en todas las aguas: Bettina comparó el cercano estanque del bosque con los ojos tristes de algún príncipe encantado. Cuando el efecto de la amanita cedió un tanto ya oscurecía  Arnim encontró en su faltriquera un cuchillo de aldeano, que había adquirido por poco precio durante su viaje por el Rin con su amigo Brentano. Y con el cuchillo talló en el tronco de un haya, liso como aquel junto al que Clemens y Wilhelm habían llorado, la palabra «eternamente» y, debajo, las letras A y B. (Así dieron un sentido al calvero y el oscuro estanque: mucho después hubo allí una lápida cuya inscripción los recordaba.) Entretanto, Jakob Grimm y Philipp Otto Runge habían sostenido serios coloquios y, sin embargo, se habían topado con muchos paxilos enrollados y algunos boletos comestibles. Como pintor, Runge era también un teórico, capaz de escribir sobre los colores, por lo que, entre sus papeles póstumos, se encontró la obra La esfera cromática; en cambio, Jakob Grimm intentaba investigar, desde el punto de vista de la lingüística histórica, la regularidad de los cambios fonéticos, el trasfondo mitológico de toda realidad y los inmensos campos semánticos; por eso, hasta hoy, citamos el diccionario que lleva su nombre. Finalmente, los dos se pusieron a hablar otra vez del cuento del rodaballo en sus dos versiones. Utilizaría con gusto en la próxima oportunidad la primera versión, según la cual la ansiosa Ilsebill tiene que volver a su bacinilla, dijo Jakob Grimm. (Por eso, un año después de la muerte de Runge, el cuento de El pescador y su muxer fue recogido en la colección de Cuentos de la infancia y del hogar de Grimm.) Sin embargo, la otra versión en definitiva también Runge estuvo de acuerdo  había que retenerla, por su tono apocalíptico. «Sin duda es siempre así», dijo el pintor un poco amargamente: «Los hombres podemos tolerar una verdad, pero no la otra». Entonces el mayor de los Grimm se preguntó si no podría transformarse el otro cuento desde el punto de vista moral, aplicándolo a Napoleón, a fin de que, como panfleto político, fuese útil y sirviese a la desgraciada patria. (Y en 1814 apareció, en alto alemán, un texto de esa clase contra el tirano; naturalmente, éste había sido ya derrotado.) Y como ahora anochecía en el bosque de Oliva, los amigos se empezaron a llamar mutuamente hasta que se encontraron, pero no sabían volver. Ya empezaban a asustarse un poco hasta Runge y el mayor de los hermanos Grimm estaban preocupados  cuando, de lo profundo del bosque, surgió el viejo guardabosque. Al parecer, había oído sus gritos. Sin decir palabra, como si no hubiera nada que decir, se los llevó a todos. A la casa del guardabosque, junto al estanque y el prado de los corzos, ya de noche, había llegado entretanto la prima de la mujer cachuba del leñador, con un pan recién hecho de la cocina del gobernador. Lovise llamó a su prima Sophie. Y mientras la graciosa, pero también ruidosa damisela comenzaba a clasificar las setas recogidas, dando mientras tanto explicaciones «¡Ésta es la bruja, que es venenosa!»  Brentano recordó con dolor que su mujer fallecida hacía menos de un año se había llamado también Sophie. Y Sophie Rotzoll ése era el nombre completo de la cocinera del gobernador francés  limpió las setas buenas y las salteó en una gran sartén, con tocino y cebolla, hasta que soltaron su jugo, al que echó pimienta y, finalmente, sazonó con perejil. Los amigos se las comieron sentados a la larga mesa, y hubo setas también para Lovise y Sophie. El viejo guardabosque y el leñador cachubo, que se llamaba Kutschorra, se sentaron en un banco junto al hogar y mojaron pedazos del pan que había traído Sophie, en escudillas llenas de sopa de cerveza que había sobrado del día anterior. Y también los amigos remojaron trozos de pan. En la alcoba, junto a la cocina, los hijos de Lovise soñaban quizá con galletas. De granos de anís. Con qué calor hablaban los amigos. Con cuánto ingenio les informaba la cocinera Sophie. Cuando, de pronto, se habló nuevamente del rodaballo y de sus verdades, Sophie y Lovise dijeron que también ellas conocían esos cuentos. Pero sólo una de las verdades era cierta. Sólo los hombres querían más, siempre más. «¡Ellos trajeron todas las desgracias!», exclamó Sophie, golpeando el pan con el puño. Eso hubiera provocado otra vez disputas en torno a la larga mesa, si el delicado Wilhelm no hubiera dicho de repente: «¡La luna! ¡Mirad la luna!». Y todos miraron a través de las ventanitas cómo la luna derramaba su luz sobre el estanque, donde dormían los cisnes, y sobre el prado, donde pastaban los corzos. Salieron de la casa. Sólo el guardabosque se quedó en el banco del hogar. Sin embargo, mientras todos contemplaban la luna y encontraban hermosas palabras para nombrarla, el pintor Runge entró en la casa, volvió con un tizón sacado del fuego y encendió con él una hoja de papel escrita por ambos lados. «¡Eh, rodaballo! Ahí va tu otra verdad», dijo Runge cuando el escrito se hubo carbonizado. «¡Dios mío!», dijo el menor de los Grimm, «ojalá no haya sido un error.» Entonces volvieron a entrar en la casa. Y yo, ahora, tengo que escribir y escribir. Tras las montañas ¡Qué sería de mí sin Ilsebill! exclamó el pescador contento. Mis deseos se visten con los suyos. Lo que se cumple no cuenta. Salvo nosotros todo es inventado. Sólo el cuento es verdadero. Siempre viene, si lo llamo, el rodaballo. ¡Quiero, quiero, quiero ser como Ilsebill! Más alto, más profundo, más dorado, el doble. Más hermoso aún de lo imaginado. Reflejado hasta el infinito. Y porque no existe muerte, no existe ya el concepto de vida. Poder inventar ahora la rueda otra vez. Soñé hace poco muchas cosas: todo era como lo deseaba, pan, queso, nueces y vino, para alegrarme sólo yo faltaba. Entonces los deseos se perdieron de nuevo buscando su doble sentido tras las montañas: Ilsebill o yo. A coger setas Nuestros zapatos, que luego fueron encontrados, se podían identificar más fácilmente éstos son los de Max, éstos los de Gottlieb, éstos los de Fritzchen  que nuestro aspecto anterior; con nuestras cabezas redondas podíamos ser confundidos como las setas de los bosques que rodeaban Zuckau y Kokoschken, a los que fuimos con Sophie, que llamaba por su nombre a todas las setas y a nosotros cuando, una vez más, nos perdimos alegremente. Debió de ser en el otoño del 89, porque cuando encontramos el camino para salir del bosque, siete años más tarde, después de haber ocurrido muchas cosas, Fritz Bartholdy quiso proclamar inmediatamente la república; y Sophie, que volvió a casa con cestos llenos de castañas y majestuosos boletos comestibles, creyó en su Fritz. Así eran de vastos entonces los bosques: quien se perdía en ellos de niño volvía de mayor. Casi adulto y con la boca llena de decisión, el estudiante de bachillerato Friedrich Bartholdy, cuando nos reunimos en el desván de la casa de su padre en la ciudad, en el número 7 de la calle de los Bolseros, dijo: «¡La libertad debe fundarse en la violencia!». A veces citaba a Danton, que estaba ya muerto, y a veces a Marat o a Robespierre, igualmente muertos. Sin embargo, como habíamos ido tantas veces a coger setas y durante tanto tiempo, la idea se nos quedó. Era hermosa como un boleto aislado. Y cuando Sophie leyó en voz alta, en la última gaceta, algo sobre el victorioso general Bonaparte, Fritz dijo: «Quizá ese Napoleón sea hoy la Idea». Desde entonces he ido muchas veces con Sophie, con Ilsebill y con no sé quién más a coger setas. Nombres que he gritado en el bosque. El susto cuando no había respuesta. Y también a veces he encontrado, me han llamado también y he respondido demasiado tarde. El pasado otoño, antes de que, después del cordero con judías y peras, engendrásemos al niño como si fuera una Idea, Ilsebill encontró en los bosques de la alta costa que rodean Itzehoe uno de esos boletos solitarios, tan grande que buscaríamos inútilmente algo comparable hasta llegar a Sophie que, en el bosque de al lado, pero sólo doscientos años antes, encontró otro todavía mayor y sin comparación; como todos los bosques de setas que he visitado con Ilsebill, Sophie y no sé quién más, están entretejidos de helechos y cubiertos por un musgo sin costuras, no sé nunca quién encontró realmente el boleto más grande llamado también, en la época de Sophie, seta señorial  ni dóndecuándo. Ilsebill lo encontró a la orilla de un calvero, mientras yo, apartado, sobre un lecho de agujas de pino, encontraba apiñados, un buen plato de níscalos. (Fritos con mantequilla, saben a carne.) Vale la pena ir a buscar setas. Desde luego, se pierde tiempo con cuánta frecuencia Sophie y yo, llamándonos, nos perdimos el uno al otro  pero algunos años, no todos, de los que así se pierden, se encuentran luego otra vez, mientras existan los bosques. Eso no quería creérmelo mi Ilsebill. Ella piensa que cada seta que encuentra es la primera y la última. Nunca ha habido antes otras comparables. Nunca habrá otro boleto que se alce así, sobre ese pie, tan lascivamente coronado y aislado sobre el suelo musgoso, y que mientras la mano vacila aún  haga a alguien tan feliz, tan incomparablemente feliz. Durante siete años, mientras más allá de los bosques se hacía la revolución y se celebraba la guillotina como progreso humano, fuimos a coger setas y tuvimos una Idea hermosa. Nos echábamos entre los parasoles. Desarraigado, el falo impúdico nos perseguía con su cabeza de un verde brillante. En círculos mágicos se alzaban las bolas de nieve. Todavía no sabíamos de lo que era capaz la seta matamoscas, aparte de resplandecer muy roja. Sophie se ponía por sombrero un mojardón de forma de embudo, cuyo pie apuntaba al cielo y parecía la picha de mi padre cuando, con los pantalones abiertos, subía la escalera para buscar a mi madre y engendrarme a mí, su hijo Fritz. Mucho después, cuando Ilsebill posaba para mí bajo el mojardón y yo, con lápiz blando, hacía un retrato en el que Sophie miraba severa, ella no parecía ya una niña. Lo sabía ya todo. No había ya curiosidad. Por eso nunca permitió tampoco al gobernador Rapp, por muy imperiosamente que él lo quisiera, enterrar en ella su falo impúdico. Sophie permaneció cerrada. Naturalmente, nunca nos perdíamos de verdad. Graznaba un grajo, nos mostraba el camino. Las hormigas nos guiaban. Por veredas, con helechos que nos llegaban al pecho, entre hayas de tronco liso, bajábamos hasta encontrar el arroyuelo Radauna, que corría hacia Zuckau, donde la abuela de Sophie se sentaba bajo el porche y leía en la gaceta a Romeike, el inspector del dominio, las últimas noticias sobre el curso de la revolución: las aterradoras palabras «matanzas de septiembre». Luego, la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke examinaba nuestro botín, seta por seta, y hablaba de los boletos que, en las épocas de hambre, cuando todavía no había patatas, había encontrado en los bosques de Zuckau. Max, que iba con nosotros a coger setas, emigró más tarde a América. Gottlieb Kutschorra, que procedía de Viereck, se casó con Lovise, la prima de Sophie, que también iba con nosotros a coger setas. Se hizo trabajador forestal y ella cuidaba de la caseta del guardabosque de Oliva. Como Anna, la madre de Sophie, después de que Danzig se hizo prusiano, se casó en la ciudad. Sophie Rotzoll, que se llamaba así por su padrastro, un oficial cervecero, veía a diario al estudiante Friedrich Bartholdy, que hacía sus últimos preparativos en casa de su padre, en la calle de los Bolseros. Cuando el estudiante Bartholdy, con algunos marineros, almadieros y estibadores y un caporal de la antigua guardia cívica que, el Jueves Santo de 1793, intentó, con fuego de fusilería desordenado, impedir la toma de la ciudad por los prusianos, fundó cuatro años más tarde un círculo jacobino y, siguiendo el ejemplo francés, quiso proclamar la Revolución y, con ella, la República de Danzig, Sophie Rotzoll que, después de la muerte del cervecero, vendía con su madre acedías, eperlanos y lampreas en la puerta de los Buhoneros, tenía catorce años y estaba enamorada de la causa revolucionaria, por estarlo también del estudiante de diecisiete. Conocía desde la infancia a Fritz, cuya madre apremiaba a la familia Bartholdy a hacer excursiones campestres. Fritz y Sophie habían ayudado a los niños de Zuckau a recolectar frambuesas, habían cogido cangrejos de río en el Radauna, habían ayudado a recolectar patatas y, en el otoño, habían ido a coger setas. Para Sophie, Fritz era la Libertad anunciada, la voz de la Libertad, quizá la Libertad misma: en figura pecosa, desgalichada. Aunque el joven tartamudeaba desesperadamente en la mesa familiar, leía sin dificultades en el pequeño círculo proclamas revolucionarias y citaba sin tropiezos a Danton o a Marat. La presencia de Sophie facilitaba su discurso. Para Fritz y su banda, ella cosía escarapelas de cinta tricolor. Para el círculo jacobino había robado, en el viejo arsenal de la Puerta de las Carabelas, cuatro pistolas. Por su Fritz, Sophie hubiera hecho más, todo. Sin embargo, por suerte, cuando el 17 de abril de 1797 fue desarticulada la conspiración de la calle de los Bolseros, era un día corriente de mercado; Sophie estaba vendiendo eperlanos. Los Bartholdy padres no sobrevivieron mucho tiempo a la condena de su único hijo. El comerciante, privado de su ciudadanía, se marchó a Hamburgo, donde, al parecer, su mujer y él murieron poco después del cólera. Fritz Bartholdy, el caporal, cuatro marineros, tres estibadores y dos almadieros polacos fueron condenados a muerte por conspiración revolucionaria; sin embargo, sólo al caporal y a los dos balseros se les aplicó la condena. A Fritz y los otros, como el pastor Blech, diácono de Santa María, pidió en las más altas instancias que se les atenuara la pena, se les conmutó por cadena perpetua. Los marineros y estibadores murieron en cautividad o reventaron como carne de cañón, porque, durante el asedio napoleónico de la fortaleza de Graudenz, fueron situados en los puestos más avanzados. Fritz Bartholdy, sin embargo, como recluso en la fortaleza, vivió la derrota de Prusia, que le hizo concebir esperanzas, la ascensión y caída de Napoleón, que él, como patriota, sufrió y celebró, el Congreso de Viena y las resoluciones de Carlsbad, que confirmaron su prisión perpetua, y finalmente, después de treinta y ocho años de presidio, su propia liberación, porque Sophie no había dejado nunca de enviar peticiones de gracia a los sucesivos gobiernos. Fue un hombre huraño el que volvió a casa con zuecos. Traía una tos fea. El tartamudeo lo había conservado. Fritz Bartholdy no se entusiamaba ya por nada, salvo por el estofado y la lombarda. Sin embargo, como vivió todavía sus buenos diez años y, con la cocina de la vieja señorita Rotzoll, recuperó las fuerzas, se los veía a menudo, en cuanto otoñaba, salir con cestos del Foso de Arena donde vivían en una choza, al pie de la montaña del Obispo, a coger setas. Los niños del Barrio del Suburbio les gritaban pareados burlones a aquella mujer de las setas y a su gnomo del bosque. (Era extraño, si no sospechoso, que los dos viejos recogieran, además de las variedades comestibles, las inútiles setas matamoscas.) Aunque durante mucho tiempo me he negado a ser Friedrich Bartholdy, el Fritz de Sophie, todavía me veo más allá de Schidlitz, donde en aquella época había aún bosques, viejo y acabado, yendo a coger setas porque Sophie lo quiere. El tiempo no había pasado bajo las hayas, en el bosque mezclado, sobre los suelos musgosos o de agujas de pino. Los níscalos y rebozuelos seguían siendo los mismos. Y también el boleto comestible seguía alzándose incomparable, como si la hermosa Idea subsistiese intacta. Nunca, ni siquiera en el bosque, le hablé a Sophie de mis años en la fortaleza, por mucho que se renovasen sus preguntas. Ella buscaba algo en mí, que yo debí de ser cuando, de jóvenes, íbamos a coger setas y jugábamos a perdernos. Sophie seguía creyendo. Para ella, el boleto comestible era aún la Idea. En esto la ayudaba, cuando quería acordarse de la Libertad, vivir la Libertad, la amanita matamoscas; esta seta, por lo demás inútil, suele crecer donde los boletos crecen. A Sophie Rotzoll, que en el proceso contra los conspiradores jacobinos de la calle de los Bolseros fue absuelta, le gustaba cantar. Eso pudo inclinarla luego a la revolución, con la que llegaron muchas canciones nuevas. Incluso cuando Fritz Bartholdy estaba en la fortaleza, siguió siendo fiel a la Revolución y sus canciones, que pronto se convirtieron en cancioncillas. Desde 1801, como cocinera, llevaba la casa del pastor Blech, que no sólo predicaba en Santa María, sino que era también profesor de Historia en el Liceo Real. Allí había dado clase al estudiante Bartholdy y, con ejemplos históricos, había hecho que se entusiasmara por la República y las virtudes de la Razón. Al principio, aunque en clave de Viejo Testamento, el pastor Blech se había pronunciado en favor de la Revolución. Pero cuando la reina María Antonieta fue guillotinada, los ideales de Libertad e Igualdad perdieron un defensor, en principio ilustrado. Sin embargo, y porque últimamente veía en el cónsul Napoleón la fuerza de orden, toleraba las arrebatadoras cancioncillas de Sophie. Le dio a la damisela algunas lecciones de francés, lo que reforzó la expresividad de su canto. Sin embargo, Sophie cantaba casi siempre en el dialecto portuario que, por mor de la rima, estilizaba y enriquecía con las ventajas de la educación pastoral. Sophie estuvo a la altura de su tiempo. También ella cantó al salvador de la Revolución, haciendo rimar en sus canciones principescas canalladas con barricadas, república con colgados en la plaza pública, Egalité con fricassé (de setas), cañones victoriosos con frutos de otoño olorosos y (naturalmente) Napoleón, el último héroe, con Revolución. A su Fritz, que languidecía en la fortaleza, le enviaba morcilla de hígado de vaca, hecha según su propia receta, y pan de especias en el que, además de un ingrediente especial, metía sus hojitas de aliento, sus rimadas canciones de barricada. A la luz mortecina, el prisionero leía: «En otoño, con setas, haré para ti una sopa y Napoleón te sacará de ese agujero con su tropa. Los níscalos se cortan de un solo tajo, también las cabezas de príncipes se vienen abajo. Como flanes tiemblan las reales jetas, muy pronto, mi Fritz, iremos a coger setas. En mi sueño un boleto aislado se ve: la libertad llega. Vive la Liberté!» Y cuando Fritz se había comido el pan de especias de Sophie, volvía a creer un poco y apenas sentía ya, en su calabozo, la fría humedad. Entretanto Sophie iba sola a los bosques y no tenía miedo. También en el bosque cantaba y hacía versos con lo que llenaba su cesto. A pesar de ser corta de vista, siempre encontraba. O bien los paxilos enrollados, boletos subtomentosos, boletos anillados y amplios apagavelas le salían al encuentro. Y, lo mismo que cuando recolectaba setas, la cocinera del pastor Blech cantaba también al revolver, amasar o batir claras, al fregar platos o mientras metía sangre cuajada o hígado de ternera picado en trozos de intestino, para hacer embutido. Algunos de sus platos, que aparecían en la mesa pastoral, recibieron nombres de victorias napoleónicas: repollo con menudillos de ganso a la Marengo. Sin embargo, cuando Sophie llamó a su ragú de ternera con puré de patata y revuelto de setas con el nombre del doble desastre de las batallas de Jena y Auerstedt, el diácono Blech dijo: «Mi querida niña. Aunque pueda parecer que es sólo el rey quien ha perdido esas batallas, los desastres de la guerra nos alcanzarán muy pronto a justos y pecadores. Stettin ha capitulado ya. Aquí se ha empezado a mejorar las fortificaciones de los baluartes. Después de una fugaz estancia en nuestra amenazada ciudad, la familia real se ha dado otra vez a la fuga para fijar su sede en la lejana Königsberg. Y ya están reforzando nuestra guarnición. Ayer llegaron dos regimientos de campaña y dos batallones de granaderos. Para mañana se esperan fusileros. Hasta están anunciados cosacos. No puedes imaginarte, hija, lo que eso quiere decir. Después de todos los asedios de nuestra ciudad, en los que se distinguieron los Caballeros Teutónicos, los brandeburgueses, los husitas, el rey de Polonia Batory, los rusos y los sajones y, una y otra vez, polacos y suecos, ahora nos esperan los franceses con su arte de sitiar ciudades. No es el momento de canturrear cancioncillas sansculóticas a la Libertad ni de ejercitar un impertinente ingenio culinario». Entonces el pastor Blech, que fui yo en mi tempotránsito napoleónico, comenzó a escribir su crónica que, ulteriormente, en dos tomos y con el título de Historia de los siete años de sufrimiento de Danzig, encontró una acogida con división de opiniones. Blech no perdonaba a los ciudadanos colaboracionistas. (Sin embargo, sobre el doble papel de Sophie sólo quise hacer insinuaciones.) En cualquier caso, ella no cantó más en la cocina, en la escalera ni en el jardincillo parroquial, sobre el rizado perejil. Sombríamente muda, hacía el trabajo de la casa como si nada. Todos los días había sopas de pan y de cerveza con albóndigas de harina, aunque en los bosques hubiese abundantes setas de los caballeros y armilarias color de miel, y se pudiese confiar también en encontrar los últimos boletos comestibles. Nada de búsquedas de la felicidad. Sólo las malas noticias alegraban ocasionalmente a Sophie: a mediados de noviembre se evacuaron los suburbios. Se comenzó a demoler el asentamiento de Neugarten. La iglesia de Santa Bárbara se convirtió en almacén de heno y luego en hospital de urgencia. En el país cachubo hacían ya estragos los insurgentes polacos. Es verdad que los éxitos del Año Nuevo, especialmente la victoria de Preussisch-Eylau, trajeron nuevas esperanzas, por lo que, a mediados de febrero, se cantó en Santa María un solemne tedéum, pero entonces cayó Dirschau y, el 7 de marzo, Praust. Dos días más tarde, los franceses bajo el mariscal Lefèvre, los polacos bajo el príncipe Radziwill y los badenses mandados por el príncipe heredero estaban firmemente establecidos en Sankt Albrecht y en Wonneberg, Ohra y Wotzlaff, en torno a la ciudad. Sólo hacia la depresión del Vístula estaba aún abierto el cerco, por la lengua de tierra, de forma que pudo pasar el recientemente nombrado comandante de la guarnición, conde Kalckreuth. Por fin llegaron los boquiabiertamente contemplados cosacos. Pero no sirvió de nada. La lengua de tierra se cerró, el cerco se hizo cada vez más estrecho. Los rusos perdieron la península. Una corbeta inglesa con municiones de reserva se perdió también. Luego, por primera vez, después de un bombardeo de muchas horas y de importantes pérdidas por ambas partes, se reunieron parlamentarios en la puerta de Oliva. Es verdad que la capitulación del 24 de marzo permitió la honrosa retirada de la guarnición, pero los ciudadanos tuvieron que dar alojamiento de nuevo: el mariscal Lefèvre entró en la ciudad con los regimientos franceses, las tropas sajonas y badenses y los ulanos del norte de Polonia. Hubo que evacuar total o parcialmente viviendas. También en la casa parroquial comenzó a faltar sitio. Sin embargo, Sophie volvió a cantar en la cocina, en la escalera y en el jardincillo, porque pensaba que la Libertad se había acantonado. Y cuando en junio el general, luego cónsul, ahora emperador Napoleón Bonaparte, con su sombrero sin galones, entró a caballo por la Puerta Alta, revistó, trotando, en el Mercado Largo, a sus tropas victoriosas, se instaló luego en el Jardín Largo del palacio de Allmond, requisado para él, y allí, al día siguiente, fulminó con veinte millones de francos de contribución a los comerciantes y consejeros convocados para rendirle homenaje, Sophie, con alguna otra doncella cocinera, fue designada para el servicio de los huéspedes. Así fue cómo vio al Emperador (como un boleto comestible que se alzase aislado). Él sólo daba órdenes sucintas. Sus gestos barrían de la mesa objetos imaginarios. Siempre tenía que crear los hechos. Era divertido ver cómo trataba a los pequeños comerciantes. Su conocimiento de las finanzas de la ciudad era inmenso. Su mirada se dirigía a todos, es decir, también a Sophie. Y cuando ella le sirvió a él, que comía de pie bocaditos de salmón del Vístula ahumado, hizo una reverencia ante aquel hombre inquieto y le pidió gracia para su encarcelado Fritz; tras una breve orden del Emperador, fue apartada por su ayudante, el general Rapp. Rapp, que acababa de ser nombrado gobernador de la República de Danzig, prometió a Sophie una rápida revisión del caso. Ejercitó con ella su humor alsaciano, se divirtió con las respuestas portuarias de ella y le ofreció que dirigiera su cocina, la del gobernador: de esa forma, sin muchas dificultades, podría ayudar a su Fritz. A partir de entonces, Sophie no cocinó más para el pastor Blech, sino únicamente para Rapp (que, por otro lado, fui yo también) y para los huéspedes de Rapp. Y como a Rapp le encantaban las setas, ella, cuando brotaban los rebozuelos estivales y, luego, los otoñales boletos bayos, apiñadas setas de los caballeros y boletos comestibles aislados, iba a coger setas sólo para Rapp. Sin embargo, entre las hayas o sobre los suelos de coníferas, en donde encontraba cuescos de lobo y níscalos, Sophie seguía pensando única y efusivamente en mí, en su Fritz. Nuestro amor, Ilsebill, todas las cosas que nos musitamos con voz velada, escondimos en cartas, gritamos desde lo alto de torres o por teléfono, dominando el ruido del mar y más suavemente incluso de lo pensado; nuestro amor, que vallamos en forma tan segura, que habíamos guardado tan secretamente en una sombrerera con fruslerías, que era tan visible como un botón que falta, que estaba grabado en cada corteza de árbol con nombres distintos, él, nuestro amor, que ayer era todavía tangible, objeto usual, pegamento para todo, palabra clave, inscripción de lavabo, parpadeante película muda, una oración de la noche pronunciada temblando en camisón, la tecla mecánica para escuchar cada vez la dulzura de nuestra canción favorita; él, que andaba descalzo sobre la hierba trémula; él, que fue encajado como un ladrillo (desmoronado apenas) en la pared en ruinas; él, que se perdió al limpiar la casa y, cuando buscábamos otra cosa, apareció entre las justificaciones habituales, disfrazado de sacapuntas; él, nuestro amor, que no quería cesar nunca no existe ya, Ilsebill. O sólo quiere ser posible con condiciones, quizá posible. O existe aún & pero en otra parte. O no existió jamás y, por eso, sería aún imaginable. O podemos ir otra vez, como fui con Sophie, a coger setas a lo profundo del bosque para buscarlo. (Sin embargo, cuando un boleto comestible se alzaba aislado e incomparable y era encontrado por ti o para ti, nunca era en mí en quien pensabas.) Se ha escrito tanto sobre él. Dicen que hace daño. Que lo colorea todo de rosa. Lo único que no es, al parecer, es comprable. Donde falta, hay un agujero: estampado en forma de corazón. Nadie puede ponerlo en marcha ni detenerlo voluntariamente. Sólo aparece entero. Sin embargo, la fregona Agnes me quería a mí y también a mí. Y cuando la monja Rusch dejaba exhausto al predicador Hegge, era también en mí, al parecer, en quien pensaba. En cambio Ilsebill se reconoce en mi goticoflamígera Dorotea o me confunde con sus deseos. Sin embargo, Sophie, a la que amé como pastor Blech y como gobernador Rapp, me quiso siempre única e indivisiblemente a mí, a su Fritz que, como objeto apropiado, pasé toda mi vida preso en una fortaleza, apartado e imposible de gastar, mientras Sophie iba a coger setas para otros (primero para Blech, luego para Rapp) y seguía pensando en la Libertad, la hermosa Idea, cuando, anunciado o traicionado por la seta matamoscas, encontraba, solitario, un boleto comestible. Sophie Rotzoll cocinó desde principios del verano de 1807 hasta el otoño de 1813 para el gobernador de la República de Danzig y sus numerosos invitados. (Entretanto, poco después de su abuela, murió su madre, se dijo que de pesar porque se difamaba a su hija llamándola concubina del gobernador.) Y el diácono de Santa María, el pastor Blech, veía así a Jean Rapp, su rival en los favores de Sophie: «Este joven de unos treinta años, mimado de la fortuna, rápidamente ascendido, como su señor, desde una oscura clase media hasta un alto rango militar, adornado con el lujoso uniforme de general y de ayudante de campo y con varias condecoraciones, podía hacerse pasar con éxito con su rostro lozano y su gesto nada inamistoso  por un genio bienhechor. Sin embargo, lo mismo que sus buenas cualidades no se asentaban en los firmes cimientos de la virtud, tampoco sus defectos se derivaban de una perversidad intrínseca de su naturaleza, sino que todos sus vicios y todas sus virtudes eran los propios de un débil de sangre caliente, juguete de las circunstancias y condiciones, de los humores, de las ocurrencias súbitas y de la pasión. De ahí su orgullo, fácilmente herido, y su creciente amor por la ostentación; de ahí esa tendencia a prestar oídos a cualquier miserable repartidor de gacetas y a adoptar, sin más, las decisiones más apresuradas, con gran mortificación de muchos inocentes; de ahí, a menudo, su desconsiderada burla ante las reclamaciones más justificadas; de ahí ese abandono que le impulsaba a hacer con frecuencia, por su honor, las más altas promesas, sin cumplir luego su palabra hacia el engañado; de ahí por fin su libertinaje, que no se recataba de mostrar ante todos con excesiva frecuencia &». Y cuando pienso hoy en mí como Rapp, no puedo menos de estar de acuerdo conmigo como pastor Blech, que así pensaba de Rapp. De qué modo aquel hombre generoso y al mismo tiempo mezquino, a veces juguetonamente galante y a veces bestialmente lascivo, martirizó a la pobre Sophie durante años con sus promesas, siempre renovadas, sobre el encarcelado Fritz; con cuánta frecuencia su amor, en sí conmovedor, sí, torpe y refinado por la timidez, se transformó en insistencia brutal; y finalmente: con cuánta frecuencia su cínico abuso del poder que se le había conferido y su desprecio de la necesidad general de libertad lastimaron la creencia, todavía infantil, de Sophie en la hermosa Idea; de forma que, en el curso de la ocupación francesa, lo napoleónico le resultó sospechoso primero, repulsivo luego y odioso por último. Y cuando, después de cinco años y medio, la Historia volvió atrás y el Gran Ejército fue dispersado en Rusia; cuando Rapp que, por orden del Emperador, había participado en la campaña, intentaba compensar con sus malos humores los daños que le habían causado las heladas, Sophie se había convertido ya en una enemiga que, cuando iba a coger setas, consideraba también, además de las especies comestibles, aquellas que podían tener consecuencias políticas. En enero de 1813, las divisiones de Grandjean, Heudelet, Marchand y Cavaignac, acosadas por los cosacos, buscaron refugio tras los muros de la ciudad. La guarnición fue reforzada por legionarios polacos, westfalianos de la Liga del Rin, un regimiento de bávaros, tres regimientos de napolitanos y chasseurs y cuirassiers franceses. Y cuando los almacenes de la isla del Almacén estuvieron llenos de provisiones, los bastiones dotados de protección complementaria y el ejército sitiador rusoprusiano hubo cerrado por fin su cerco en torno a la ciudad, Sophie había ultimado también su plan; sin embargo, faltaban aún, a principios de marzo, las setas apropiadas. Después de escaramuzas y expediciones de forraje diarias a Schidlitz y la Isla, después de la primera utilización de cohetes de Congreve, después de grandes incendios y epidemias, sólo a finales de agosto, cuando tras seis meses de hambre ininterrumpida las inundaciones de Santo Domingo rebasaron todos los límites porque las grandes lluvias habían hecho hincharse al Vístula, de forma que desde Schwetz hasta la punta de Montovia los diques se rompieron por siete sitios y la depresión del río, hasta los bastiones, fue cubierta por las aguas, todas las fortificaciones exteriores, el fuerte Napoleón y el fuerte Desaix, quedaron aislados y las empalizadas fueron arrastradas con los enseres domésticos por las callejas inundadas, pero se podía coger fácilmente peces con buitrón en grandes cantidades y todos se hartaron milagrosamente ; así pues, cuando las inundaciones de Santo Domingo habían disuadido a sitiadores y sitiados de toda teoría militar y el cerco en torno a la ciudad se hizo permeable por agua para los campesinos fugitivos de la Isla, llegaron de nuevo a la ciudad hambrienta los productos alimenticios que se habían hecho raros, como la fruta, las legumbres, los huevos y la cuajada; desde principios de septiembre, Sophie confió en que le suministrarían las setas que había encargado: su odio se había condensado en una receta de cocina. Sí, Ilsebill. Lo conocemos también. Cuando llevamos el amor con los forros por fuera. Cuando por fin nos hemos atravesado y, por lo tanto, desenmascarado. Cuando todo y también lo contrario de todo se concentra en un solo punto. Cuando volviendo otra vez a los bosques  no buscamos la Idea hermosamente incomparable, sino su opuesta, que también tiene su belleza: disfrazado de seta, el Odio se alza sobre el suelo musgoso bajo las encinas; en el fondo es inconfundible. Por lo demás, el rodaballo, cuando las inundaciones de Santo Domingo llegaron a la ciudad, al preguntarle Rapp advirtió, al parecer, al gobernador de aquella agonizante República de Danzig: «¡Hijo mío! Cuidado con la comida. No todos los rellenos de cabeza de ternera son igualmente digestivos». En busca de otras setas parecidas Una camada de bejines encontrados por suerte al lado. Cuando me dieron la razón, consideré el resto, todo, como perdido. Este sombrero le va a una cabeza más pequeña a medida. Entiéndelo aproximadamente; hasta la luz se cuela a través. Sin duda son bejines, pero falsos, eso es. Escondidas bajo la acedera Cuando una noche de marzo el viento, soplando en rachas huracanadas, llegó del noroeste azotando la casa una y otra vez, habíamos invitado gente de la ciudad, sin sospechar que el tráfico del transbordador del Stör pudiera verse interrumpido. Sólo cuando la sirena del pueblo recordó la guerra y se vio correr contra el viento a los bomberos voluntarios, cuando se cerraron los portillos de los diques y también la gran esclusa del transbordador, cuando en la tienda de Kröger se dijo que, con la marea alta, las cosas podían ponerse tan feas como en el 62, cuando el pueblo, bajo las nubes que galopaban bajas, se agazapó tras los diques, porque las ráfagas adquirían fuerza de huracán, de forma que la luz vacilaba y, durante unos minutos, también el horno eléctrico dejó de funcionar, sólo cuando uno de los álamos jóvenes del jardín se quebró comprendió mi Ilsebill que habíamos puesto tres cubiertos de más. Ya ponía una cara de postigos cerrados por la tempestad. Ya se anunciaba, como respuesta femenina a la tendencia catastrófica de la Naturaleza, una jaqueca que llenaría la casa: tintineo de vasos. Grietas nuevas, delgadas como cabellos, en el enlucido. Los invitados se excusaron por teléfono: los avisos del servicio de carreteras. No se podía pasar de Wedel. Cuánto lo sentían. Se habían hecho ya a la idea. Sin embargo, hubiera habido rutabagas y patatas cocidas con falda de cordero, un plato al que Amanda Woyke (luego, a Lena Stubbe) le solía gustar echar tacos de calabaza agridulce. Pimienta molida, pimiento, tres dientes de ajo y mejorana desmenuzada van bien con este guiso para días húmedos y brumosos. Ya totalmente solo entre los platos vacíos, me consolé & ¿O fue el rodaballo quien me habló al oído? «Vamos», dijo, «el área tormentosa y la jaqueca son sólo la mitad de la verdad. El Vístula se desborda con frecuencia, ¿por qué no el Elba y el Stör? Deja que tu Ilsebill se eche en su cuarto en penumbra y se ensombrezca. También sin transbordador: los huéspedes llegan de lejos. En tiempos de Aya, las mujeres de la horda vecina con panales de miel y múrgulas secas. Cuando Vigga cocinaba sémola de esteba para los godescos, como llamabais a los godos, hasta que se hartaron y se fueron: se llamó migración bárbara. Y cuando los prelados de Bohemia y los caballeros polacos fueron agasajados por Mestuina con jabalí con arándanos. Cuando Dorotea puso a la mesa a los cuatro dignatarios eclesiásticos, aunque no era viernes, arenques de Escania. Y cuando Sophie, para los huéspedes del gobernador, utilizó como condimento setas políticas: ¡aquello fue una fiesta! Ningún huésped se marchó como vino. Sólo tienes que tener una casa abierta, hijo mío: siempre vendrán nuevos huéspedes aunque esté cortado el transbordador. Con las piernas rígidas y crepitantes ruidos parásitos abandonan las fosas comunes, los archivos y los altares votivos. Están agradablemente hambrientos y preñados de historias. Esta vez la monja Rusch ha asado sobre carbón de leña setenta y nueve corderos pascuales de los rebaños de Schidlitz y del Scharpau para el rico patricio Ferber: abades, nobles polacos y otros comensales son sus huéspedes. Debes calentar antes los platos, porque la grasa de cordero coagula fácilmente. Pero en silencio, para no molestar a tu dolorida Ilsebill en su cámara de suplicios &». Sus frases son de hoja de almanaque. «Los huéspedes», dice el rodaballo, «no son más que sopas estiradas, el condimento apropiado, el complemento inevitable; y sólo los más tontos llegan tarde». Imaginarse invitados: históricos, actuales, futuros. Cuando Agnes cocinaba para Opitz y, hambrientos, los refugiados de Silesia se sentaban a su mesa para barbotear una lírica de valle de lágrimas. Y, una vez, Amanda cocinó para mí y para los últimos compañeros de regimiento que quedaban una montaña de puré de patatas, sobre la que volcó cortezas de tocino de la sartén: la comida de los veteranos. Y un día (sin preguntarle demasiado a Ilsebill) invitaré a la vocal del tribunal feminista Griselde Dubertin a un plato de setas. Y también la sémola de esteba de los tiempos de hambre podría de nuevo & Fuera, las ráfagas huracanadas se desanimaban. El viento giraba hacia el oeste. Lluvia de marzo. De las puertas del dique llegaron, calientes por el aguardiente de trigo, los bomberos voluntarios. Mi Ilsebill se quitó su jaqueca, se vistió festivamente de color rojo seta matamoscas y dijo: «Vamos a cenar los dos solos. ¿Para qué queremos invitados? ¿No somos bastantes? ¿Por qué hay que organizar siempre todo ese jaleo y tener luego dos lavavajillas llenos de platos sucios? Allá ellos con sus neurosis urbanas. Allá ellos con sus eternos problemas matrimoniales y sus impuestos. Que se queden en Hamburgo. Prefiero que me hables de Sohpie». Éste era su plan: servir una cabeza de ternera rellena de setas. Al fin y al cabo, era famosa por sus cabezas de ternera rellenas. Y, entretanto, los invitados habituales del gobernador Rapp habían aprendido a confiar en sus platos de boletos comestibles, anillados o ásperos, de rebozuelos o de níscalos. Hasta se comían sin recelo las oscuras sopas de setas con menudillos de liebre y no las daban ya a probar antes, como medida de precaución puesto que estaban en pleno territorio enemigo , al personal doméstico nativo. La cabeza de ternera la consiguió Sophie de los aliados westfalianos, cuyos establos se encontraban en Kneipab, fuera del alcance de las baterías prusianas y protegidos por los bastiones del Oso y del Renegado. La intendencia nunca protestó, porque la escuadra de cocina del gobernador no sólo podía requisar las provisiones de los ciudadanos: al fin y al cabo, los oficiales westfalenses y polacos eran huéspedes regulares. Más difícil resultó introducir setas frescas del bosque en la ciudad sitiada. Las inundaciones de Santo Domingo ayudaron. Sólo porque, con autorización rusa, cada vez más refugiados huían de la inundada Isla al Barrio Bajo, consiguió Sophie entrar en negociaciones con los balseros cachubos. Los refugiados venían en balsas de Petershagen y tenían que pagar cinco ducados prusianos por persona, de los cuales la mitad iba a parar a los centinelas rusos, mientras que al comandante francés del bastión Gertrud había que untarlo con un ducado por persona. Y a cambio de la tolerancia del tráfico de personas, garantizada por escrito por el gobernador de la República de Danzig, los (por principio) apartidistas cachubos suministraban por dinero, pero también por paño inglés incautado, lo que la cocinera Sophie Rotzoll les pedía: a principios de otoño, perdices, liebres y también corzos, cazados en los bosques situados entre los lagos, para la mesa del gobernador, y además cestitos de arándanos encarnados, ciruelas y setas de variedades comestibles; hasta que Sophie maduró su plan y, mediante un mensaje secreto, le pidió a su prima Lovise, de la caseta del guardabosque de Oliva, setas de una clase especial: en medio de la lista habitual de encargos mantequilla fresca, huevos de pollita, cuajada, acederas y eneldo  había unas palabras en cachubo antiguo. 1813. Un año de setas. Lo mismo que Sophie, su prima conocía todas las setas comestibles, incomibles y venenosas. Sabía dónde crecían, en suelo de musgo o de agujas de pino, en los calveros o en el monte bajo, aisladas o en círculos mágicos. De niños habíamos ido a menudo, Sophie delante, a coger setas. En aquella época, la abuela Amanda Woyke vivía aún. Bajo el porche, había enseñado a Sophie y a Lovise a conocer las setas. Ésta es la tétrica trompeta de la muerte. Crece bajo las hayas y tiene buen sabor. Éste es el hidno imbricado, de amplio sombrero, que, escaldado, pierde su amargura y sienta bien. Éste es el lactario anaranjado, que tiene también otros nombres. La foliota cambiante crece en los troncos de aliso y de chopo y aromatiza las sopas. Éste es el boleto comestible, también llamado seta de Burdeos. Se alza solo. Y es dichoso quien lo ve. (La falsa oronja o seta matamoscas lo anuncia.) Ésta es la esbelta bola de nieve, que la abuela conservaba en vinagre para el señor inspector de los dominios. Éstos son los níscalos. Crecen bajo los pinos silvestres jóvenes sobre un quebradizo pie tubular y saben a ternera. Éste es el magnífico apagador. Lo conoce todo el mundo. Bajo su sombrero se desarrollan los cuentos. Protege del mal de ojo. Crudo, sabe a nueces. Ésta es la armilaria de color miel, una seta que crece en grupos. Con los paxilos enrollados, sólo aparece a finales de otoño y no sienta bien a todos los estómagos. Los (sabrosos) caprinos brotan de los escombros y las piedras, a lo largo de los muros del monasterio. Las setas de los caballeros, llenas de arena, hay que lavarlas bien. Y aquí están todavía las colmenillas, que ensartamos en un cordel o pinchamos en ramas espinosas, para que se sequen y, en invierno, den sabor a nuestras sopitas. Y ésas son las setas políticas. Se llaman: inocibe lobulado, amanita pantera, clitocibe blanqueado y oronja verde o seta mortal. Otoño del 13. Sin duda sabía que había llegado el momento, sin duda clamaba venganza para su Fritz encarcelado desde hacía años en su plegaria nocturna, antes del amén, pero durante mucho tiempo Sophie no pudo decidir qué ingredientes debían hacer eficaz su cabeza de ternera rellena de setas. La amanita pintada destruye el sistema nervioso, a menudo con consecuencias mortales. El inocibe lobulado contiene el veneno llamado muscarina, lo mismo que el clitocibe blanqueado, pero en dosis mayores. Y la seta mortal, verde, de olor delicadamente dulce y que suele encontrarse bajo los robles, destruye los glóbulos rojos, pero sólo al cabo de veinticuatro horas, cuando hace ya mucho tiempo que hubiera debido ser digerida. Sophie se decidió por todas. Su prima Lovise le envió desde la caseta del guardabosque, además de un cesto de magníficos boletos casi libres de gusanos, las especies deseadas en un pañuelito anudado. Hasta incluyó, por sus efectos estimulantes, dos jóvenes amanitas matamoscas, de cabeza todavía bulbosa. Además, los balseros cachubos, que seguían llevando en balsas a la ciudad sitiada fugitivos de la Isla, le proporcionaron un cesto de acederas y de perejil verde, que no se podían encontrar en ninguna otra parte. La escuadra de cocina había requisado ya el día anterior la cabeza de ternera westfalense. (La mantequilla, los huevos y la cuajada habían sido incautados por los rusos.) Corría el 26 de septiembre. Durante todo el día, las baterías prusianas de Aschbude y de Schellmühle habían incendiado el convento de los dominicos con balas incandescentes y cohetes de Congreve. Saliendo de Ohra, en medio de un débil fuego de fusilería, los rusos habían atacado las fortificaciones exteriores del reducto de la Estrella. Sin embargo, el mayor Le Gros, que era uno de los invitados a la cena, había abatido al enemigo con fuego de metralla antes de que pudiera llegar a las empalizadas. Siempre que Sophie preparaba una cabeza de ternera para el gobernador Rapp y sus invitados, para servirla con gelatina agria de hierbas o rellenarla, sobraba sopa para su cocina anexa y sus pupilos: detrás de la casa del gobernador en el Jardín Largo, que se alzaba fuera del alcance de las baterías aliadas, blanca y tardioestival, sombreada por tilos y por arces, los hambrientos niños de la Empalizada atravesaban la maleza y golpeaban en sus escudillas de lata. Tan pronto Sophie, con un cuchillo corto, afilado, había desprendido de los huesos del cráneo el panículo adiposo de la piel y los gruesos carrillos, los ojos enterrados, las orejas y el blando hocico, separado la lengua, extraído los sesos del cráneo abierto con una cuchara y llenado luego la envoltura deshuesada de la cabeza de ternera con la lengua precocida, cebolla picada, los sesos y las setas cortadas en rodajas y lo había cosido todo, cocía los huesos desprendidos, es decir, también la mandíbula inferior y superior de la ternera, con cebada y levística que hoy se llama condimento Maggi , hasta que los huesos se quedaban pelados y los largos incisivos delanteros de la mandíbula inferior de la ternera, y también los planos molares posteriores de profundas raíces podían extraerse fácilmente: tenían un bonito aspecto. Y al mismo tiempo que la espesa sopa de cebada, con la que, por encima de la valla, llenaba las escudillas, Sophie les regalaba a los niños de la Empalizada dientes largos y planos de ternera, que eran buenos para el dolor de oídos, daban sueños agradables, protegían contra el plomo perdido, reforzaban el primer, segundo y tercer deseos con luna llena y, en general, traían buena suerte. Decenios más tarde, cuando se dio tierra a la vieja Srta. Rotzoll en el cementerio de Santa Bárbara, había en el cortejo fúnebre algunos maduros caballeros y esposas de burgueses que todavía guardaban en sus bolsillos o sus bolsas de tabaco los dientes de ternera de entonces, como amuletos. En aquellos tiempos, decían sin embargo, ningún niño quería que le hablasen de aquellos tiempos , cuando el hambre llegó a todos los barrios, cuando después de los perros se comieron ratas, cuando hasta la carne humana (cosacos que se perdían de patrulla) tenía su precio en el mercado como gulasch de cerdo, a doce groschen la libra, mientras que la carne de caballo se podía encontrar ya por once &, en aquellos tiempos, un ángel, al que, sin embargo, las mujeres de la ciudad llamaban «la puta de Rapp», nos salvó del hambre con sus sopas espesas. Al gobernador y sus invitados Sophie no les regaló nunca dientes de ternera. Rapp celebraba a diario banquetes grandes o pequeños. En los años anteriores al asedio tenía a menudo huéspedes ilustres: Mural, Berthier, Talleyrand, el futuro príncipe Bernadotte. Sin embargo, también invitaba a ciudadanos notables al palacio de Allmond, a los cuales, después de comer, les pasaba la factura de la contribución. En varias ocasiones, el pastor Blech fue el único invitado del gobernador. Los dos hombres se entendían bien siempre que hablaban sobre los síes y los peros de los años revolucionarios, del arte culinario de Sophie o, con gran erudición, del cultivo de las rosas. Después de la comida, Blech presentaba cada vez una petición de gracia para su antiguo alumno Friedrich Bartholdy, que iba ya por su segundo decenio de prisión en la fortaleza de Graudenz. Sin embargo, Rapp rechazaba todas las súplicas: primero tenía que reinar una paz total en Europa. Mientras Inglaterra no se doblegase, las bandas de Schill fomentasen la insurrección y se resistiese al Emperador en las montañas de España y en otras partes, no se podía esperar el perdón. El orden tenía que ser afirmado perentoriamente. Además, Rapp hizo saber al pastor que el orgullo virginal de la cocinera Sophie porque era en su nombre en el que escribía aquel hombre de Dios las instancias  le obligaba a la severidad. Sí, señor, se había enamorado de aquella obstinada mujer. Ninguna fortaleza se le había resistido tanto como aquella Sophie. No hacía falta que ella lo amase como amaba a su prisionero Fritz. Sin embargo, su eterna negativa no podía ablandar a un hombre como él. Si ella quería recuperar a su hombre, debía mostrarse más abierta hacia él, el gobernador. Lo que reclamaba era al fin y al cabo natural y, por añadidura, les serviría a ambos de solaz. El pastor Blech no volvió a ser invitado nunca. Y Sophie, que quería permanecer virgen para su Fritz, dejó de presentar demandas. Sin embargo, sólo cuando Rapp, de vuelta de Moscú, hubo curado sus miembros helados, cuando la ciudad fue rodeada y sitiada por rusos y prusianos, cuando los ciudadanos de la rodeada ciudad fueron extorsionados, escarnecidos, entregados a la usura de los comisarios y (mientras presenciaban los placeres de la cocina francesa) a un hambre desgarradora, Sophie tomó la decisión, esperó hasta principios de otoño, escribió a su prima Lovise y, escondidos bajo la acedera, recibió los ingredientes deseados: el odio hecho setas. Nosotros la vemos así: una delicada siempredoncella, aunque cuenta ya treinta años y podría ser una señora. Mantiene la cabeza ligeramente inclinada sobre las setas de Burdeos. Su cabello de color pardo turba, trenzado en nido de pájaro. Sus ojos están muy juntos. Dos arrugas verticales en su frente confirman su decisión. Un ángulo agudo: la nariz. Su boquita silba cancioncillas. Ahora corta las setas en rodajas, del pie al sombrerillo. Todos los cortes son limpios. Qué bonitas son. En la cocina reina el silencio. Ya no silba. Sólo ahora se pone las gafas. Saca algo de debajo de la acedera. Afloja el nudo del pañuelo, coge otro cuchillo y se decide. Cuando Sophie rellenó de setas la cabeza de ternera deshuesada del 26 de septiembre, de forma que ésta recuperó su aspecto rollizo, habían sido invitados tres oficiales polacos, entre ellos un joven ulano hijo del general Woyczinski, el heroico mayor francés Le Gros y un comerciante sajón llamado Zetsche. Todos estaban de buen humor y felicitaban a Le Gros, cuyos artilleros habían ametrallado por la mañana a los rusos que atacaban el reducto de la Estrella. Como entrada sólo había, porque era época de hambre, una simple sopa de acederas con albóndigas de harina. Luego Sophie puso a la mesa salmón ahumado del Vístula, que seguía habiendo porque las inundaciones de Santo Domingo habían arrastrado al lucio, el salmón y la lucioperca hasta los fosos y canales de la ciudad sitiada. Y luego llegó a la mesa con arroz de azafrán, que los aliados napolitanos debían suministrar a la cocina del gobernador , crujiente del horno, la cabeza de ternera cuyo relleno Sophie, para vengar la revolución traicionada y las coacciones de muchos años, las ofensas a su orgullo virginal y a su Fritz encarcelado, había condimentado con cuatro argumentos decisivos. (Es posible que hubiese echado a la sopa de acederas, para que sirviese de estimulante, un poco de jugo de amanita matamoscas.) Y, sin embargo, Rapp no le resultaba repulsivo, sino que lo odiaba de una forma más bien indiferente y vicaria. No era el peor. Mantenía los saqueos dentro de ciertos límites. Castigaba con severidad los actos de violencia de los soldados borrachos. Durante unos meses, cuando Rapp se fue a Rusia con Napoleón, los ciudadanos anhelaron su regreso. Al fin y al cabo y eso lo decía también el pastor Blech  Rapp mantenía el orden. El que se hiciese también un patrimonio mediante confiscaciones, el que tuviese su parte en el alza de los precios y pusiese a la venta, en provecho propio, el contrabando inglés incautado (sobre todo paños) por medio de testaferros (entre ellos el comerciante Zetsche), el que Rapp, antes del asedio, mantuviese en quintas de recreo de Langfuhr y Oliva amantes e importunase a las esposas de los ciudadanos con su rudo humor alsaciano: todo eso no hubiera bastado, evidentemente, para que Sophie se decidiese por el relleno mortal de necesidad de la cabeza de ternero; debió de pasarle algo que apretara el gatillo. El pastor Blech dijo luego, sin confirmar esta suposición en sus notas sobre el período francés, que Sophie, poco antes del asedio, cuando la ruta de Graudenz estaba aún abierta, se metió en la cama del gobernador para liberar así a su Fritz; sin embargo, Rapp no pudo. Al parecer, no le fue posible realizar su caprichosa voluntad. Lo natural no quiso convertirse en él en acontecimiento. La desdicha masculina lo hizo fracasar. Ninguna orden pudo lograr que adoptase la posición de firmes. Sin duda fue la inocencia de Sophie la que lo desarmó, a él, el atlético fanfarrón. En cualquier caso, ella salió del sofá del gobernador todavía siemprevirgen y doblemente ultrajada. Rapp no quiso admitir su derrota, le echó toda la culpa a Sophie (a su frigidez heroica) y no se mostró dispuesto a compensar su pequeño deseo insatisfecho con una actitud caballeresca: Fritz siguió prisionero de los franceses. Y cuando Graudenz cayó en manos prusianas, un decreto real confirmó inmediatamente la continuación de su condena. Los sistemas se sustituían con precisión. Ninguna petición de gracia el pastor Blech seguía incansable  pudo liberar al pobre diablo. Sin embargo, quizá no sea cierto nada de eso; probablemente Sophie nunca se metió en la cama francesa de Rapp, es posible que no hubiera ninguna desdicha viril, quizá no se tratase de su Fritz sino de una libertad mucho mayor, porque por muy jacobina que hubiera sido la doncella de cocina en su juventud, la prolongación de la era francesa hizo de ella una patriota de lo más alemana, lo mismo que las cancioncillas sansculóticas de Sophie, en cuanto cocinó para Rapp, adquirieron, tras una breve etapa de entusiasmo napoleónico, una tonalidad patriótica. Es posible que las cuatro setas mortales de necesidad estuvieran dedicadas a esa libertad difusa que sólo dura mientras una canción de varias estrofas alivia el alma oprimida. En cualquier caso, ante el tribunal feminista se rechazó la explicación «privatística» del rodaballo. Sophie, como mantuvo de acuerdo con la acusación  la vocal Griselde Dubertin, no actuó movida por un amor pueril, sino por la causa de la Libertad. Y por cuestión de principio. Ya después de la sopa estaban del mejor humor. Ante el salmón ahumado los chistes corrían por la mesa. Entonces se sirvió lo importante. La cabeza de ternera rellena se dejó cortar fácilmente en tajadas. Rapp sirvió a sus invitados. Todos comieron, sólo el gobernador se abstuvo. ¡Qué bella era la vida! Los ulanos polacos elogiaron el relleno. El coronel westfalense se reenganchó. Le Gros comía y contaba por tercera vez su victoria matutina sobre los rusos. El comerciante sajón Zetsche, totalmente vestido de paño inglés, parloteaba sin reservas con la boca llena. Rapp no quería cargar su estómago demasiado por la noche: después de la sopa y del salmón, sólo llegó a su plato un poco de arroz con azafrán y un bocadito del crujiente hocico de la ternera. Sin embargo, animaba a sus invitados a comer cuanto pudieran y a beber con él por el Emperador, por Francia y por aquel buen año de setas. Cuando el conde Woyczinski, sin embargo, insistió en que se sirviera, cogió con la cuchara el ojo de la ternera que había quedado encima, bocado tradicionalmente exquisito. Siguieron hurras, frases hechas. Ya iba subiendo el tono de las expresiones. El comerciante Zetsche alabó el bloqueo continental, como si hubiese discurrido el genial cerco alguna cabecita sajona. Hasta el westfalense hablaba más de lo previsto. Los polacos cantaban ya. Le Gros se citaba a sí mismo y citaba a otros héroes. Y como conocía a los huéspedes del gobernador y lo mucho que les divertían los acertijos y charadas, Sophie, antes de meter en el horno la cabeza de ternera rellena, había tatuado en cada uno de sus gordos carrillos el año de la Revolución, la fecha actual y, muy pequeñas, las iniciales de su amigo Fritz, subrayando las incisiones con azafrán en polvo. Sobre la piel, muy tostada, podía leerse desde cuándo se había hecho esperanzas la juventud europea. Algunos de los caballeros, que conocían la inquebrantable adoración de Sophie por los héroes de la Revolución, se burlaron un poco, pero sin perder la discreción. El joven conde Woyczinski pronunció incluso un entusiasmado discurso sobre Mirabeau. Otro ulano polaco respondió con citas de Robespierre. Se cedió la palabra a Danton y a Saint-Just. La Gironde y la Montagne, la Convención, antes y después de las matanzas de septiembre, se pelearon por lo mínimo y lo máximo. Y Marat proclamó el despotismo de la Libertad. Sin embargo, mientras con réplicas y contrarréplicas, dando también la palabra a la guillotina en forma pantomímica, se comentaba la Revolución y se trataba de paso de adivinar a quién podían referirse las iniciales F. B. grabadas en la cabeza de ternera Rapp, que lo sospechaba, se mantuvo distante , después de que la estimulante seta matamoscas había creado el ambiente, la muscarina el veneno propio del inocibe lobulado y el blanqueado clitocibe  comenzó a producir mayores efectos. Ligero temblor de los músculos faciales. Pupilas dilatadas. Sudores. Zetsche y el westfalense bizqueaban. Gestos imprecisos. Se derribaron vasos. Le Gros tartamudeaba heroicamente. Entonces la amanita pantera puso a toda la concurrencia salvo Rapp  de un talante belicoso. Si al principio se hablaba aún en broma de las relaciones entre el Comité de Salvación Pública y la guillotina, ahora surgían los antagonismos nacionales: Polonia acusó a Francia de traición. Los sajones dieron a entender que la Liga del Rin era una vergüenza. Cuando no pudieron ya articular palabras, como no había armas en la mesa, recurrieron a las botellas, a los cuchillos de trinchar. Cayeron sillas hacia atrás. Apenas había proferido el sajón despectivamente la palabra «mendrugo» cuando el forzudo westfalense se le tiró al cuello. Horrorizado, Rapp se apartó, sin llamar a la guardia. Rápidamente se apoderó de un pesado candelabro de plata para protegerse. Porque, de repente, después de haber cercenado Le Gros a un ulano polaco con el cuchillo de trinchar, el conde Woyczinski arrancó de la pared unos sables de caballería, que colgaban de ella como decoración. El westfalense soltó al estrangulado Zetsche para ensartarse en una espada sostenida por Le Gros. Luego el heroico coronel derribó al segundo ulano. Y Le Gros y Woyczinski se enfrentaron ya sin ver, con el sistema nervioso destrozado y la lengua paralizada: en jirones, acribillados, yacieron entrelazados en una postura muy natural. Sólo quedaba en pie Rapp con su candelabro. Las llamitas se calmaron de nuevo. Ni el menor estremecimiento de vida. La oronja verde, cuyos efectos se hacen sentir casi siempre al día siguiente, no podría destruir ya glóbulos rojos. Sólo entonces acudió el personal de la casa, entre él Sophie. El oficial de servicio llamó a la guardia. Rapp dio un primer informe: seis muertos, entre ellos un civil. Sólo por casualidad había salido él ileso. Una disputa, al principio inofensiva, había terminado entre oficiales trágicamente. Historias de mujeres, deudas de juego, palabras contra el honor y, especialmente, la petulancia del civil, habían provocado, como podía verse, aquel desenfreno. Entonces el gobernador, con pocas palabras, ordenó poner orden. Se retiró lo que restaba de la cabeza de ternera con el relleno sobrante. Los cadáveres fueron alineados y cubiertos con paños. Lo que quedaba por hacer constar en atestado se lo dejó Rapp al oficial de servicio. Como Sophie amenazaba llorar de forma muy reveladora, Rapp se llevó a su cocinera a la terraza descubierta que daba sobre el jardín. Allí le puso el uniformado brazo sobre los hombros. Ella se dejó hacer, lo que, posiblemente, le hizo a él feliz. Una noche sin luna cubría la ciudad sitiada. De Schellmühle venía el crepitar de un fuego de mosquetes irregular. Sólo por fastidiar, las baterías prusianas disparaban desde Ohra, sin causar grandes daños. En el Barrio Viejo, junto al patio de los Cuberos, dos viviendas burguesas ardían, iluminando lateralmente la iglesia de San Juan. Viento en los tilos, en los arces. Caían las primeras hojas. El jardín olía a otoño. Entonces lloró también Rapp. El gobernador de la República de Danzig, cuyo nombre, todavía hoy, lleva una avenida de París, aconsejó a su cocinera, mientras estaban los dos en la terraza del jardín, que se tomara unas semanas de vacaciones. Dijo que la terrible escena, la abundante sangre joven, la rígida inmovilidad de los cadáveres crispados, el despedazado Woyczinski, todo eso había sido sin duda un choque para ella. No quería que la fatigasen aún más con las inevitables investigaciones. Aunque ella, querida niña, fuera inocente en un sentido superior, había que contar con que le harían preguntas penosas. Le dijo que podía estar siempre segura de su afecto, aunque ella viera en él un enemigo y no quisiera aceptar su amor. Sí, lo comprendía todo y, en el fondo, lamentaba no haber probado el relleno de la cabeza de ternera. Un soplo Rapp no quiso decir de dónde  le había prevenido. Ay, si él pudiera ser su Fritz y estar en prisión. Ella, Sophie, debía tener la bondad de perdonarlo. También él era sólo humano. Ahora ella debía marcharse. La echaría de menos. Así fue cómo Sophie Rotzoll pasó a la clandestinidad. El pastor Blech sabía dónde podía estar segura. Poco después ardieron los almacenes de la isla del Almacén. Al parecer, no fueron los bombardeos enemigos sino atentados terroristas los que provocaron el gran incendio. Rapp tenía ahora rara vez convidados. Para tener miedo Dar voces en el bosque. Las setas y los cuentos de hadas nos alcanzan. Cada bulto provoca un nuevo susto. Todavía bajo el propio sombrero, pero ya los embudos del miedo a su alrededor están hasta arriba. Siempre ha habido alguien ahí. Lecho deshecho: ¿he sido yo? Mi predecesor no dejó nada en pie. Distinguimos: setas sabrosas-incomibles-venenosas. Muchos micólogos mueren jóvenes y dejan un montón de notas. Níscalos, colmenillas, trompetas. Con Sophie íbamos a coger setas antes de que el Emperador fuese a Rusia. Yo perdí mis gafas y recurrí a chuparme el dedo; ella encontraba sin parar. Tres a la mesa Una sola nunca ha podido atarme. Con todas tuve algo que ver, incluso con Helga Paasch cuando, con sus legumbres de Britz, tenía aún un puesto en el mercado semanal de Berlín y yo, durante toda una estación, conseguí mis rutabagas y zanahorias casi gratis. Mal acabó la historia entre yo y Ruth Simoneit; pero no es verdad que, por mi culpa, ella empezara a soplar primero coñac y luego vermut barato. Con Sieglinde Huntscha podía siempre. Eso se debe a una vieja costumbre y no ocurre nunca en sueños. Sin embargo, con Bettina von Carnow estuve a punto de prometerme, cuando éramos jóvenes aún y no veíamos las cosas tan claras, como consecuencia de un ambiente otoñal húmedo y frío. Prácticamente nada tuve que ver con Therese Osslieb, aunque puedo imaginarme muy bien una relación prolongada a base de patatas fritas. Mi admiración por la Dra. Schönherr no ha cedido durante años, aunque ella no quiera acordarse de la noche en Bielefeld (¿o fue en Kassel?): «Debe de confundirme con otra. A los hombres con instintos de coleccionista les pasa fácilmente». Por muy exageradas que puedan ser las sospechas de Ilsebill: con la que mejor puedo es con Ulla Witzlaff. Ella me da su calor de establo. No falta nada. Todo es posible. Cuando se ríe, se rajan las piedras. Lo que más nos gusta es sentarnos en la cocina. Sin duda no estaba yo en mis cabales cuando, el otro día, quise empezar algo nuevo o, lo que es peor: recalentar una vieja historia. Empezamos a hablar en una pausa del proceso, porque, en realidad, el caso Sophie Rotzoll nos había acercado otra vez. Hicimos como si se pudiera empezar de nuevo, como si aquello no fuera algo terminado y sin remedio. También ella es vocal del tribunal feminista y farmacéutica de profesión. Unos años mayor que Ilsebill (que ahora tiene ya algo de señora), Griselde seguirá siendo juvenil muchos años aún. Desde entonces, sólo dos o tres arruguitas más en torno a los ojos, un poco de amargura en torno a la boca; por lo demás apenas ha cambiado. Nos conocemos de la época de la construcción del Muro. (Cuando yo seguía saliendo a medias con Sibylle Miehlau.) Aunque ella me consideraba demasiado masculinamente estable y, por tanto, insensible, nos llevamos bien durante un tiempo. Puntualizaciones exactas como: que yo la protegía siempre, llevaba sus maletas, le daba fuego y me mostraba paternal terminaban sus discursos de ruptura, con frecuencia repetidos. Ella tiene debilidad por los tipos débiles, siempre inhibidos. Por eso me dejó colgado y se sacrificó heroicamente por un tipejo que sólo se interesaba por lo que había en los armarios de su farmacia y que, poco después, la dejó plantada para estudiar teología por cuenta del Estado. Entonces el asunto con Billy fue mal. Y también un tercero, ya no me acuerdo cuál, dejó de funcionar de repente. En cualquier caso, todo aquello era para mí una prehistoria gris y sólo evocable como un malentendido cuando, al comienzo de la vista del caso Sophie Rotzoll, el corazón me dio un vuelco de repente. E Ilsebill, que siempre ha tenido buen olfato sólo lo de la Witzlaff no lo sospecha  puso el grito en el cielo: «Primero la historia con la Simoneit, luego con la Huntscha, ¡y yo embarazada, embarazadísima! Y ahora esto. Por eso haces tantos viajes. No paras. Con ésa voy a hablar yo. Y enseguida. De mujer a mujer. Para que queden las cosas bien claras. ¿Me entiendes?». Yo tuve que achantarme: «Está bien, de acuerdo. Cocinaré algo para vosotras. Una explicación entre los tres. Si es que viene. ¡Esos celos son ridículos! Sabes muy bien que sólo pienso en ti &». Así pues, como Ilsebill me apremiaba y quería las cosas claras, «claras de una vez», invité a Griselde Dubertin (familia hugonota de color gris ceniza) a nuestra casa, a comer cabeza de ternera en gelatina: «Ven. Te pago el avión y el tren. Tenéis que conoceros alguna vez». (Para eso, hubiera debido sentarlas a todas a la mesa, a la Osslieb y a Helga Paasch, incluso a la Dra. Schönherr y para que tuviera de una vez las cosas claras  también a Ulla Witzlaff; costase lo que costase.) Se lo dije también a Ilsebill: «¿Por qué sólo a la Dubertin? Eso es agua pasada. ¿Por qué no a la Carnow y a la Paasch? ¡Limpieza general, Ilsebill! ¡Para que tengas las cosas claras, claras de una vez!». Sin embargo, nos quedamos con la mesa reducida. Comimos los tres. Griselde vino a pasar el fin de semana. Todavía el viernes había declarado al rodaballo traidor y contrarrevolucionario. Ante lo cual, él se hizo otra vez el muerto (panza arriba), obligando a que se levantara la sesión. El partido rodaballesco protestó igualmente y solicitó dictámenes sobre la permisibilidad de determinadas setas como arma política en la lucha por la emancipación. Le pedí a Griselde que viniera de verde místico, porque Ilsebill se vestiría probablemente de rojo falsa oronja. Esperaba con ansia la explicación. Y mi cabeza de ternera en gelatina «Homenaje a Sophie» debía ser esta vez muy especial. Sin embargo, en realidad hubiera preferido refugiarme en casa de la Witzlaff, en su cocina, cerca del castañeteo impasible de sus agujas de punto (dos del derecho-dos del revés). O me hubiera escondido detrás del órgano de su iglesia y me hubiera hartado de llorar, mientras ella atacaba con todos los registros: «Desde mi profunda angustia clamo a ti &». O su voz de soprano ¡Dios, qué voz tiene!  me hubiera transportado al otro lado del Jordán: «Lágrimas, suspiros, triste suerte, miseria, angustia, temor y muerte &». Porque la historia con Ruth Simoneit todavía me persigue. Es posible que por mi culpa comenzara a pimplar vermut. Y con Griselde sólo hablo y discuto de tiempos pasados. Y con Ilsebill me resulta también cada vez más difícil: esas peleas diarias. Su tendencia a hacerle la vida imposible al hombre amado. Su furia, que resurge tras una breve pausa, sólo porque no ha conseguido por sí misma (sin colaboración masculina) quedarse embarazada. Sin embargo, para mí sigue existiendo sólo una: Ilsebill-Ilsebill & Entonces cenamos los tres. (Como regalo, Griselde trajo para Ilsebill un montón de libros de Ibis: instrucciones para un nuevo orden jerárquico. A mí me regaló trapos de cocina: «¡Para el cocinero!».) Por mucho que me hubiera alegrado de antemano, no resultó agradable para mí. Las dos se gustaron a primera vista y armonizaron sus colores y sus voces. Yo me quedé al margen. Hablaban por encima de mí. Antes de que sirviera la cabeza volcándola incólume de la fuente a un plato qué hermosa era temblando en la gelatina , las dos se habían puesto ya de acuerdo: a mí sólo se me podía tener a medias o en octavas partes. Era incapaz de decidirme del todo. Además, siempre estaba planeando algo nuevo. «Evasiones, sus eternas evasiones. ¡Incluso ahora! ¡Otra vez!», exclamó Ilsebill. «Fíjate, Griselde. Con qué frescura hace muecas. No está aquí. Está en otra parte. Tiene siempre visitas. En la trastienda.» No se me permite nada. Todo se controla para que no me desvíe del tema, no divague ni acelere el tiempo. Pero yo no quiero limitarme a estar aquí sentado: en el presente y a plazo medio. Tengo invitaciones para bajarme en marcha y arrojar toda esta mierda momentánea o, como dice Ilsebill: «Lo que quieres es esfumarte otra vez. Mandarte a mudar. No te basto yo, claro. Y hasta dejas a Griselde, que ha venido expresamente por ti. ¡Todavía necesitas algo o alguien!». El asedio de la ciudad, me escribió Sophie a Graudenz, donde yo llevaba dieciséis años preso en la fortaleza, terminó el 29 de noviembre, aunque las tropas de ocupación se quedaron todavía cuatro semanas: por cuestión de honor. Por eso el cerco continuó. Sin embargo, a cambio de precios abusivos, se pasaba de contrabando por las avanzadillas prusianas de los montes Zigankos lo más necesario: jarabe, patatas, tocino y sémola de esteba. Las setas, por desgracia, se habían acabado. Sí, últimamente cocinaba otra vez para Rapp, aunque de mala gana. Después de la terrible carnicería hasta hoy no se sabía por qué fue la pelea  se había despedido, bastante conmovida por tanta sangre («eran unos muchachos tan jóvenes») y se había ido a vivir a la Empalizada. Poco después le habían ardido al Francés todas las provisiones. Para decirlo exactamente, se le habían quemado 197 almacenes. Tenían un aspecto impresionante. Y todavía circulaba el rumor de que no había sido la artillería enemiga, sino patriotas los que habían prendido fuego a la isla del Almacén. También se sospechaba de ella, Sophie, pero sin pruebas. Evidentemente, Rapp no quería perderla (como cocinera). Otra vez cocinaba en los grandes banquetes. La negociación de las capitulaciones y las fiestas subsiguientes habían llenado la casa de oficiales rusos y prusianos. Amigos y enemigos estaban alegres, como si sólo para divertirse se hubieran intercambiado 12 640 granadas de obús, cohetes de Congreve y botes de metralla, y como si la mitad de la guarnición no hubiera sido arrebatada por epidemias o abatida por las balas. Sin embargo en las comilonas, como a menudo preparaba gelatina, quedaba en los hondos pucheros mucho caldo de cabeza de ternera con carne de huesos para los niños de la Empalizada. ¡Si por lo menos hubiera setas! Le hubiera servido a Rapp con mucho gusto un último pastel. Luego Sophie me exhortaba a no perder la esperanza, porque inmediatamente después de la liberación haría una solicitud, escrita con sangre de su corazón: que la Reina, que sabía lo que era sufrir, concediese su gracia y liberase a su bien amado Fritz de la húmeda y fría fortaleza, donde desde hacía ya dieciséis años consumía su juventud y estaba arrepentido tiempo ha. Todo aquello había sido un error infantil. Se habían imaginado una libertad muy distinta & Sin embargo, tuve que pasar aún muchos otoños de setas en aquel húmedo y frío agujero. (Entretanto, se me había olvidado por qué.) Y a Griselde Dubertin le dije: «Esta cabeza de ternera la he hecho en homenaje a Sophie Rotzoll y la he dejado gelatinarse por sí sola, sin añadirle gelatina». (¡Nonó! No quiero haber sido su conspirador Fritz y haber pasado en prisión toda mi vida.) A Ilsebill le dije: «Un caso realmente interesante, el de esa Sophie. Trabajaba con veneno de setas, como pudo demostrar el rodaballo». (Prefiero ser el gobernador Rapp, que sobrevivió a la cabeza de ternera rellena y mantuvo el orden hasta el fin.) En Griselde habló ahora la boticaria. Se explayó sobre venenos bacteriales, vegetales y animales, las denominadas toxinas: «Especialmente el veneno micótico llamado muscarina, que puede observarse, aunque en pequeñas dosis, en la falsa oronja &». (En cualquier caso, Rapp sobrevivió. Y el pastor Blech escribía: «El 2 de enero se marcharon, después de los polacos, los franceses, napolitanos, bávaros y westfalenses. Eran todavía 9000 hombres con 14 generales. Más de 1200 enfermos quedaron en la ciudad. Los oficiales conservaron sus espadas y su equipo. Los bávaros, westfalenses y otros alemanes rompieron filas ante la puerta de Oliva y pidieron que se les permitiera retornar a su patria, para servir contra el enemigo común, lo que les fue concedido &».) Y, lo mismo que ante el tribunal feminista, Griselde Dubertin dijo a Ilsebill (por encima de mi cabeza): «Fue el rodaballo quien traicionó a Sophie. La toxina amanítica de la oronja verde destruye el hígado, los riñones, los glóbulos rojos, paraliza el músculo cardíaco &». No, tampoco quiero haber sido Rapp. Preferiría seguir siendo el paternal amigo de Sophie: después de terminar la espantosa época de los franceses, ella volvió a cocinar para el pastor Blech; y lo hizo durante veinticinco años, hasta que el diácono murió de viejo. No fui Rapp (el traidor). Y después de que Sophie me sirvió (a mí, el buen pastor) gelatina de cabeza de ternera con lengua, mollejas y alcaparras de relleno, escribí, para conmemorar un día especial: «El 29 de marzo se estableció aquí la Audiencia Real territorial y municipal que, mediante un edicto, derogó la Ley de Napoleón». Éramos tres comensales. Dos mujeres a mediados y finales de sus treinta, respectivamente, se sentaban frente a frente en los lados largos de la mesa, mientras que yo, apenas hube volcado la gelatina de la fuente en un plato plano, me quedé en uno de los lados estrechos. (Eso se llama triángulo.) Después de que las dos, evaluándose mutuamente, hubieron sonreído e intercambiado las primeras palabras sobre mi cabeza, resultó evidente: me había sobreestimado (una vez más). Donde yo me sentaba no había al parecer nada, o sólo un agujero, o sólo algo ilustrativo que, sin duda, llevaba mi nombre, pero que, durante hora y media, se trató como caso típico, a veces con miramientos e indulgencia «los años de guerra debieron de endurecerlo»  y a veces con rudeza: «¡En realidad, habría que incapacitarlo!». Siempre que habían expresado su acuerdo, el verde místico y el rojo falsa oronja armonizaban, Griselde e Ilsebill se rozaban con la punta de los dedos o cambiaban miradas como se cambian botones de nácar. Sin llamamiento expreso, comenzó a practicarse en la mesa, delicadamente, la solidaridad femenina. «Sabes, te comprendo muy bien. Lo que dices es exactamente lo que yo pienso. Me hace mucho bien hablar contigo, Griselde. Ay, Ilsebill, qué fuerte eres en tu embarazo.» Con la gelatina, que fue elogiada, pero sin mencionar expresamente al cocinero, sólo había sidra y pan negro. Yo escanciaba, servía y me mantenía silencioso pensando en Sophie, en cuando, en su buhardilla del palacio de Allmond, había levantado a su héroe Napoleón un altar, para adorarlo igual que había adorado antes a la Razón universalmente iluminadora. (Sólo con dificultad podía sofocar el deseo de tener frente a mí a la Paasch, gruñona pero imparcial, o a la Witzlaff, con su labor de punto del derecho y del revés.) Con una cabeza de ternero cortada por la mitad, la lengua de la ternera y las mollejas, también llamadas lechecillas o timo, había preparado mi gelatina, con otros ingredientes y una raíz especial. La verdad es que (del otoño anterior) me habían quedado en reserva dos jóvenes setas matamoscas secas, que había pulverizado en el mortero: musitando deseos mientras tanto; lanzando maldiciones y evadiéndome (por las escaleras de la Historia), dando regates: a mí no me achicáis, a mí no & Después de haberme juzgado como si estuviera en rebeldía, las dos mujeres hablaron simultáneamente de la educación de los niños y de la mala calidad de sus respectivos lavavajillas. Ilsebill dijo que comprar el suyo había sido un error. Griselde dijo que, por principio, dudaba de toda educación. Yo seguí pensando en silencio en Sophie, que me quiso tanto y tanto a mí, a su Fritz, pues, después de la guerra de Liberación (no para mí) siguió presentando peticiones de gracia y, continuamente, me enviaba paquetitos con pan de especias en el que, para animarme, había mezclado seta matamoscas finamente molida. Entonces les serví a Ilsebill y Griselde otra pequeña porción de gelatina temblorosa. Las dos estuvieron de acuerdo en que, a pesar de todas las insuficiencias de sus lavavajillas y por muy descaradamente que hubieran sido engañadas por la industria, de ningún modo volverían a lavar platos a mano. También quedó decidido: en principio, había que atenerse a la educación antiautoritaria. De todas formas, figuras auténticamente paternales no había ya. «¡Eso es verdad!» Ésa fue mi aportación, de la que nadie hizo caso. Sólo había condimentado la gelatina de ternera con limón. Cocí a fuego moderado la cabeza partida sus buenas dos horas, la lengua una hora y media, y las mollejas sólo media hora. Únicamente al final, después de que la carne se había separado del hueso, había echado en pedazos la lengua y las mollejas y había añadido al caldo alcaparras, eneldo y jugo de limón, agregué el polvo de la seta matamoscas: una vieja receta siberiana que conocían también los conquistadores indoeuropeos de la India dravídica y los vikingos. (Por ejemplo, los varegos, poco después de la época de Mestuina, antes de atacar a los pruzzos en la Hagelsberg, bebían la orina de sus yeguas, después de mezclar setas matamoscas al pienso, lo que debió fomentar la creación de mitos en las mismas batallas; y también los Vedas indios fueron escritos bajo la influencia de la soma, la seta de la inmortalidad, porque la amanita matamoscas invita a viajar, absorbe el tiempo, quita toda inhibición, nos hace más reales de lo imaginable &) Después de haber tratado a fondo de los lavavajillas en sí y de la pedagogía en general, fui yo otra vez el tema, aunque sin ser expresamente nombrado. Sólo repetían: otra vez ha. Siempre quiere. No comprende que. Se cree que sólo él. Se considera irresistible. Tiene que, él ha, a él le, su error es, lo que en el fondo le falta & Se me concedió el talento como tara congénita (y circunstancia atenuante): «No puede evitarlo. Siempre se le ocurre algo. Aunque irónico y sin que venga mucho a cuento. Tendrías que oírle hablar de la Naturaleza. En realidad no tiene ni idea. La considera como una catástrofe. Y cuando algo va mal hace unos días no había papel de retrete en casa  inmediatamente anuncia típicamente masculino  que ha comenzado el apocalipsis». Luego se habló de mi actividad política: de todo lo que se ha (o él ha) estropeado a pesar de (mis) sus buenas intenciones. Y lógicamente, porque yo (él) no puedo (puede) decidirme (decidirse) claramente: siempre por un lado por otro. Mi (su) absurda aversión a las ideologías era ya para mí (él) una ideología. «Es una pena. Te da pena realmente, Griselde, cuando titubea y no sabe dónde ni cómo y busca evasivas desesperadamente, casi siempre históricas. Cuando, por ejemplo, yo digo lavavajillas , él dice, sin embargo, en el siglo XIV & .» Después las dos se pusieron de acuerdo en que, por un lado por mi talento «¡siempre tiene que hacer algo!»  y por otro por mis incursiones políticas «¡siempre está fuera, de viaje!»  sus (mis) hijos lo habían pagado, siempre. Las dos comenzaron por vez primera (empezando a viajar lentamente a causa de la seta matamoscas) a pedirme cuentas retroactivas, al hacerme responsable de los arrapiezos ilegítimos del poeta barroco Opitz (las pensiones de alimentos no pagadas) y de la prole muerta de hambre de la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke, en la época de la Guerra de los Siete Años. «No es de extrañar», dijo Griselde o Ilsebill, «que, como imagen masculina de referencia, fuera siempre claramente intercambiable. Por ejemplo, la monja Rusch sólo lo soportaba como visita, siempre que él tenía que huir de nuevo, en su cama o en su cocina». Cuando las dos hubieron pasado revista a sus relaciones y a las de otras mujeres conmigo, en la actualidad y retrospectivamente, Ilsebill dijo: «Ése no cambia apenas». Y Griselde Dubertin, que me conoce desde hace más tiempo del que le gustaría a Ilsebill, dijo: «Nunca cambiará». Eso es verdad. Son impresiones precoces. Quien ha aprendido alguna vez a tener miedo con una Dorotea de Montovia, quien se ha visto alguna vez rodeado por el calor de establo de Greta la Gorda, tendrá siempre miedo, buscará un calor que lo rodee, aunque sea en la cocina caótica de una organista, por lo demás muy bien templada. También mi cabeza de ternera en gelatina la había cocinado, como consecuencia de una impresión precoz, imitando a aquella Sophie Rotzoll que, cuando a principios del verano de 1837 abandoné por fin la fortaleza de Graudenz, había preparado una para mí, a fin de fortalecerme. Todavía no tenía yo sesenta años, pero era ya un anciano. La Srta. Rotzoll, sin embargo, seguía siendo doncella desde muchos puntos de vista. Y lo mismo que Sophie, he condimentado mi gelatina con alcaparras, pepinillos y eneldo, la he sazonado con limón y con unos polvitos ya se sabe lo que puede hacer la seta matamoscas , le he dado un sentido profundo y un doble fondo: ahora te contemplas a ti mismo. Ahora te echas a tu lado, totalmente despierto. Ahora eres absorbido por Aya. Y a tu alrededor se curva, cálida y húmeda, la caverna & ¿Fue Ilsebill o Griselde la primera en hablar de mi complejo maternal? (¿O hablaban ya, como si hubieran sido invitadas a compartir la gelatina, malhumoradamente la Paasch, soñolientamente la Osslieb, impertinentemente la Huntscha, beodamente Ruth Simoneit?) En cualquier caso, Ilsebill dijo: «Desde luego, lo tiene. Y bien hermoso». Después de que también Helga Paasch (con argumentos de la edad del hierro) hubo aireado ese aspecto de mi existencia, Griselde Dubertin, contradiciendo a la Witzlaff que había dicho «bueno, ¿y qué?», me juzgó de forma definitiva: «En cualquier caso, casi todo lo que a él se refiere puede atribuirse a una exagerada fijación materna. Miradlo: aunque tenga ya arrugas, sigue siendo un eterno niño de pecho». Ulla Witzlaff, apoyada por la Osslieb y por Helga Paasch (¿no se sentaba también la Dra. Schönherr a la mesa?) hizo notar que mi innegable talento necesitaba esa dependencia. Bettina von Carnow citó a otros artistas igualmente acomplejados: «¡El gran Leonardo fue amamantado por una cabra!». Ruth Simoneit balbuceó: «¡Todas seguimos teniendo chupete!». Sin embargo, Ilsebill y Sieglinde Huntscha exclamaron: «¡No le han cortado el cordón umbilical! Sencillamente no se lo han cortado. ¡Hay que cortárselo! ¡Hay que cortarle de una vez el cordón umbilical!». Y aquella Griselde Dubertin en la que yo, insensatamente, había buscado a mi Sophie, reveló en la mesa lo que yo, hacía poco (como un idiota) le había confiado: «¿Ése? Ése no va al psiquiatra. Me lo susurró la semana pasada de forma terminante. Verdaderamente furioso dijo: ¡A mí no me lleváis al diván! ¡Mi complejo materno lo exploto yo! Eso lo declaro por escrito, en mi testamento: moriré sin que me psicoanalicen. En mi lápida dirá: ¡Aquí yace con su complejo materno! ». Todas las de la mesa se rieron de mí. Ilsebill lo encontró muy típico. La Witzlaff se sonrió, porque ella sabía más cosas. La Dubertin dijo: «Que haga lo que quiera». Y la Dra. Schönherr que, estoy seguro, comía ahora también con apetito de mi cabeza de ternera especial, dijo en nombre de todas (porque también la Osslieb y la Witzlaff asintieron con la cabeza): «Lo de siempre. En el fondo, sigue siendo un niño». Entonces hablé yo. Debió de ser el diablo quien me aconsejaba, en forma de amanita matamoscas, porque de repente rompí el silencio que se me había impuesto y dije, más a la Dra. Schönherr que a Griselde Dubertin, aunque me dirigía a la Witzlaff pero mirando a mi Ilsebill (y buscando con el pie izquierdo a Ruth Simoneit pero recibiendo respuesta de la Osslieb): «En realidad, querida Ilsebill, esa Sophie a la que tengo que agradecer nuestra cabeza de ternera en gelatina nunca renunció. Un año tras otro, en cuanto recibía autorización, se dirigía a Graudenz para hablar con su Fritz: él tenía que resistir. Le enviaba pan de jengibre y especias, con cartitas dentro. Presentaba peticiones de gracia a la reina Luisa. Se ponía de rodillas, todo por él, hasta que por fin quedó libre. Y después me cuidó, con mucho amor, y fue conmigo a coger setas, lo mismo que en nuestros años mozos, cuando yo tenía aún una Idea &». Las demasiadas mujeres de la mesa no escuchaban, desde luego. Riéndose aún de mí «su infantilismo es, a pesar de todo, encantador»  se confirmaron mutuamente en su opinión: que siempre se estaba haciendo ilusiones que, por temor a afrontar los conflictos, seguía con sus conflictos; que, por eso, sus ruidos gástricos estaban otra vez aumentando; que siempre aplazaba las cosas, las aplazaba siempre; que el pobre, una vez más, se había pasado (concretamente con Griselde); que no quería perder nada, a ninguna de ellas (tampoco a Ruth Simoneit), sino conservarlas a todas, incluida Helga Paasch, lo mismo que a su colección de vasos de cristal; que era un hombre imposible y típicamente machista. Entonces bebieron como hermanas a mi salud y elogiaron, mencionando esta vez al cocinero, mi gelatina: realmente era algo muy especial. Therese Osslieb prometió incluir en el menú de su restaurante, para enriquecer un poco el culto a Amanda centrado en la patata, la cabeza de ternera en gelatina «Homenaje a Sophie». Entonces Ilsebill preguntó a las vocales reunidas del tribunal feminista por las últimas novedades del caso Rotzoll: «Él sólo cuenta lo que le afecta. Vosotras me podríais informar un poco de lo que pasa por dentro. Me gustaría enterarme mejor. Dime, Griselde: ¿se llevará esta vez el rodaballo su merecido?». Aunque tiene hijos de su marido, del que vive separada a la distancia de un barrio para vivir en relaciones rápidamente cambiantes con otros hombres, le queda algo de virginal, por lo que me sentí impulsado a buscar en ella a Sophie; no a la infantil (seria bajo su sombrero en forma de seta), sino a la ligeramente arrugada doncella cocinera, de vuelta a la casa parroquial: a principios de sus treinta estaba Sophie y perturbada por los acontecimientos vividos en la época de los franceses, de forma que, a menudo, miraba asustada, como si viera siempre algo atroz, lo mismo que la farmacéutica y vocal del tribunal feminista Griselde Dubertin, que también (por alguna razón íntima) se ha quedado aterrorizada; por eso perdía a menudo el hilo cuando comenzó a alimentar las necesidades de información de Ilsebill con datos contradictorios, lo que hacía que Helga Paasch y Ruth Simoneit la interrumpieran. Se hablaba del venenoso inocibe lobulado y de la oronja verde. Unas veces decían: el asesinato político con ayuda de toxina debería rechazarse de plano como expresión de la emancipación femenina; otras veces se recomendaba el plato de setas de efectos políticos, precisamente como instrumento de autoliberación feminista. «Pero tendría que funcionar mejor que en el caso de la Rotzoll», criticó Sieglinde Huntscha. Ruth Simoneit rugió: «¡Yo soy partidaria del homicidio! ¡Sin contemplaciones! ¡Y rápido!». Cuando la Paasch dijo que, en realidad, aquella Sophie había sido una pava que sólo había pensado en su Fritz, Griselde me miró fijamente, como si me viera en uniforme de gobernador. Gritó: «¡Eso sólo se arregla con veneno! Si yo tuviera un Fritz encarcelado, actuaría de forma igualmente micológica. ¡Pero sin cometer errores!». Luego se lamentó: por muy evidente que fuera que esa Sophie había sido una esclava, sus actos habían estado al servicio de la Libertad. Ni siquiera el rodaballo podía negarlo. Por lo demás, éste aceptaba todas las culpas. «¡El muy canalla!» Para evitar algo peor, había dicho, hizo fracasar al círculo jacobino de la calle de los Bolseros. «¡El muy traidor!» Instigado por él, el pastor Blech informó a los esbirros municipales. «Bueno», metió baza la Paasch, «es que no puede soportar que los niños jueguen a la revolución». Es posible que Bettina von Carnow quisiera consolarla: «Después de todo, la buena de Sophie, al cabo de cuarenta años de fidelidad, consiguió a su Fritz». Antes de que Griselde pudiera pasar a las vías de hecho, la Witzlaff apaciguó el incipiente tumulto: «No hay nada que reprocharles a Sophie y a Fritz. Los dos viejecitos, cuando se dirigían con paso vacilante a buscar setas, debieron de ser una pareja conmovedora». Tú siempre me cogías del brazo. Pero aquellos no eran ya nuestros tiempos. Desde luego, había setas que parecían crecer exclusivamente para nosotros, pero la Idea, nuestra Idea, había desaparecido o tenía otro nombre, no se alzaba ya sobre un pie, sino que más bien cabalgaba: ahora se hablaba del Espíritu del Mundo a caballo. A él nunca nos lo encontramos en los bosques. Sólo, siempre, a nosotros mismos. Por eso cogíamos amanitas matamoscas. Son setas especiales. Producen visiones. Pagan atrasos de tiempo. Hay que cortarlas en rodajas, con piel y escamas, secarlas y convertirlas en un polvo que se echa en las sopas, las pastas y las gelatinas. O bien no se convierten en polvo, sino que se guardan pedazos del tamaño de la uña y correosos como el cuero, se coge uno de vez en cuando por las mañanas o hacia la noche, y se mastica seta matamoscas hasta que surgen visiones y el tiempo paga sus atrasos, hasta que, otra vez niños, volvemos a ir con Sophie a coger setas a lo profundo y tenemos una Idea. La vieja Srta. Rotzoll y yo vivíamos de setas recogidas, desecadas, pulverizadas y adobadas en vinagre. Junto a la Puerta de los Buhoneros, donde Sophie, de niña, había vendido acedías, nos permitían montar nuestro puesto dos veces por semana. Las setas de los caballeros ensartadas y las múrgulas secas tenían compradores todo el año. Con cretonas, que había dejado como herencia la abuela de Sophie, yo hacía saquitos (en Graudenz había aprendido a coser) en los que los boletos y los níscalos, secos, mantenían su cotización. Sin embargo, desde principios del verano hasta noviembre los compradores vaciaban nuestros cestos llenos de setas comestibles y para sopa. Financieramente nos iba muy bien, sobre todo porque, fresca o seca, siempre teníamos mercancía. Nuestra clientela estudiantes, tenientes de los húsares de la guardia y liberales aspirantes a funcionarios  tenía ganas de viajar y estaba obsesionada, al estilo Imperio, por la evasión. Naturalmente, había también personas ya viejas que, como Sophie y como yo, querían cobrarse sus atrasos de tiempo en visiones y, por eso, se llevaban setas matamoscas, que también tienen su belleza. Entonces, Griselde Dubertin (y las otras vocales), mientras los tres (y, sin embargo, en numerosa compañía) comíamos mi cabeza de ternera en gelatina, informaron de la marcha cotidiana del tribunal feminista. Se chismorreó sobre las tensiones internas entre los distintos grupos de mujeres. Se puso verde al partido rodaballesco y se insinuó una creciente connivencia entre el acusado rodaballo y la fiscal Sieglinde Huntscha, quizá una conspiración. Otra vez andaba alborotado el cotarro. Se discutió (entre Griselde y la Osslieb) la afirmación del rodaballo: Sophie Rotzoll y su amigo Friedrich Bartholdy habrían sido, desde su juventud y todavía en su edad provecta, aficionados a la amanita matamoscas. Más aún, Sophie habría dirigido un lucrativo negocio de seta matamoscas en polvo: hasta por correo y con intermediarios. Ese punto había provocado un tumulto ante el tribunal feminista. La especie, lanzada por el rodaballo, de una «Sophie flipada» había sido confirmada por un peritaje especial sobre «los efectos estimulantes de la falsa oronja»; y sólo la oposición de la Dra. Schönherr, presidenta del tribunal, había podido impedir la lectura pública de ese dictamen, solicitado por la acusación. «¡La Schönherr tenía toda la razón!», dijo Griselde. «A lo mejor se hubiera puesto de moda viajar con setas matamoscas. La prensa burguesa está deseando siempre que metamos la pata. Y de una cosa estoy segura: también Sophie hubiera estado en contra.» En eso estuvieron todas de acuerdo y, de pronto, me convertí en centro de su interés: yo no habría sido ni el Fritz de Sophie, ni el pastor Blech ni Rapp el gobernador: yo «¡ese mierda!»  habría sido más bien el padre de Sophie, un traficante ambulante de aguardiente que estafaba a los pobres aldeanos cachubos y, como de pasada, le había hecho un bombo a la hija menor de Amanda Woyke. «¡Un mangante!» El malo era siempre yo. «¡Odioso! ¡Canalla! ¡Piojoso! ¡Inútil!» La Dubertin gritó: «¡Hay que ajustarle las cuentas! ¡Hay que ajustar las cuentas de una vez a todos los granujas!». Las mujeres adoptaban ya actitudes amenazadoras. Me estaba entrando ya miedo. Ya era imposible toda huida. Ya me sentía acorralado, listo para el descuartizamiento. Un cosquilleo entre las piernas. (¿No había dicho la Simoneit: «¡Con el cuchillo de la cocina, zas!».) Entonces me salvó la seta matamoscas. Nuestra cena para tres, gracias a aquel ingrediente especial, había adquirido entretanto otras dimensiones. Me parecía como si, con la Paasch, la Osslieb y la Witzlaff se sentasen a la mesa, no sólo todo el partido rodaballesco y, con la Schönherr, la autoridad personificada del tribunal feminista; también Agnes Kurbiella y Amanda Woyke, la monja Rusch, Santa Dorotea y Sophie Rotzoll se habían escapado de sus tempotránsitos. La malhumorada Vigga estaba frente a la Paasch. Mi Mestuina consolaba a Ruth Simoneit. Todas tenían su doble en todas. Cómo se había ampliado mi mesa. Y mi cabeza de ternera en gelatina se multiplicaba milagrosamente en muchos cuencos: nunca se acababa. La conversación absorbía el tiempo. A las risotadas de la monja Rusch se mezclaban las risas de la Witzlaff. Y en alguna parte, no, omnipresente, estaba Aya, el principio tripectoral; lo mismo que la Dra. Schönherr lo tutelaba todo. Ella cuidó de que no me pasara nada malo. No dejó que surgieran peleas entre las mujeres, aunque donde la Huntscha se sentaba junto a Dorotea se seguía oyendo un alarmante crepitar. Hacía sólo un momento, Sophie o Griselde habían querido agredir, si no a mí, sí a la dulce Agnes y a la pobre Bettina von Carnow. ¿No veía huellas de arañazos? ¿No había mechones de pelo rubios, de color turba, rizados, ondulados, entre los platos de gelatina medio vacíos? (La Witzlaff y, con ella, la monja Rusch se pusieron de pie para protegerme, hechas una furia.) Sin embargo, luego, después de haber derramado alguna lagrimita, triunfó el mandamiento de la solidaridad femenina. Como buenas hermanas, parlotearon sobre el precio de las patatas en esta época o aquélla. Se habló plañideramente del alto precio del arenque de Escania y de la escasez, cada vez mayor, del mijo. Y ejercitaron su ingenio conmigo, el buen padre de familia, el zoquete y proveedor, el eterno fanfarrón. Y de repente hubo un órgano, mejor, un armonio de cocina-cuarto de estar junto a la mesa. Y la Witzlaff accionaba todos los registros, mientras la monja Rusch, con Agnes y Sophie, cantaba «Bienvenido Rey de los Cielos». Mi Mestuina regalaba a todo el mundo colgajos de ámbar. Y también el rodaballo estaba como presente. Chapoteando en el fregadero, junto al lavavajillas. Ya gangoseaba sus aforismos de hoja de calendario: «En suma, señoras: antes de que, en plazo breve, la administración femenina sustituya al dominio masculino &». El tiempo pagaba sus atrasos. Se suministraban visiones a domicilio. Aya se inclinó. Y yo, el hombre, la pieza preciosa y única, fui absorbido por su tutela. Recostado en el regazo de mi Ilsebill embarazada, chupaba de su amplio pecho: satisfecho, en paz, ausente, feliz, con menos deseos que nunca & Sin embargo, cuando la seta matamoscas nos retiró sus efectos, cuando ninguna felicidad quiso ya amanecer, cuando, cada uno desde distintos tempotránsitos, volvimos a caer en la chata actualidad, cuando nos congelamos en la realidad sin sueños ya de reserva, de la gelatina no quedaba nada. Mi Ilsebill (de rojo) estaba otra vez de mal humor y sólo le apetecía un baño caliente. Griselde Dubertin (de verde) miraba de una forma severamente virginal. Ya hablaban otra vez como si yo no fuera nadie, sin hacerme caso, por encima de mi cabeza y, sin embargo, refiriéndose a mí al decir: «Todo eso se lo inventa. Se engaña de medio a medio. Quiere meternos a todas en la misma gelatina. Tenemos que atarlo corto. Hay que darle un escarmiento. Tiene que pagar, tiene que pagarlas todas juntas. Sin excusas. En plazos mensuales». Cuando quise levantar la mesa y me esforcé por mostrarme conciliador pronunciando un pequeño discurso «Ha sido un verdadero placer para mí cocinar mi cabeza de ternera en gelatina especial para vosotras, queridas hermanas de este siglo o de otro &» , Ilsebill me interrumpió fríamente: «Si cocinar te divierte tanto, puedes recoger también los platos». De manera que recogí los platos. Eran más de tres. Cuchillos y tenedores, más de una docena. Muchas escudillas. Y trece vasos, en los que todavía chapoteaba la sidra. Griselde me echó dos o tres manos. El lavavajillas estaba lleno hasta arriba. (Por lo demás, morí antes que Sophie, en el revolucionario año 48, sin comprender de qué libertad se trataba esta vez.) Sólo niñas Cuando el rodaballo, hacia el final de la vista del caso Sophie Rotzoll, porque la vocal Griselde Dubertin había afirmado que Sophie había muerto virgen, fue interrogado por la Dra. Schönherr, presidenta del tribunal más irónicamente que por necesidad de una información exacta, sobre las diferencias entre los sexos, el pez plano respondió desde el punto de vista de los principios, sin abandonar su lecho de arena. «¡La vieja canción, señoras mías! Las mujeres conciben, gestan, paren, dan el pecho, crían, ven morir a uno de cada seis hijos, se encuentran con otro dentro como si nada, que gestan, paren con dolor lo mismo que antes, al que dan un pecho o el otro y enseñan a decir mamá y a andar; hasta que las chicas y aquí sólo cuentan en principio las hijas  se abren de piernas a algún tipo y otra vez conciben lo que sólo pueden gestar y parir las madres. »Qué pobremente están dotados en cambio los hombres. Lo que conciben son órdenes absurdas. Lo que gestan es pura especulación. Sus paridas se llaman: la catedral de Estrasburgo, el motor Diesel, la teoría de la relatividad, los cubitos de sopa Knorr, la máscara antigás, el plan Schlieffen. Conocemos miles de realizaciones igualmente notables. Nada ha sido imposible para los señores. Tenían que vencer a la pared septentrional del Eiger, descubrir la ruta marítima de las Indias, atravesar la barrera del sonido, escindir el átomo, inventar la lata de conservas y el fusil de percusión, desenterrar las ruinas de Troya y de Cnosos, terminar nueve sinfonías. Porque como los hombres no pueden concebir, gestar y parir de forma natural, y hasta su forma frenética de engendrar es discutible, como algo caprichoso y monovalente, tienen que idear ingeniosos trucos, trepar por paredes septentrionales heladas y atravesar barreras del sonido, construyen pirámides, abren canales de Panamá, represan valles, experimentan como movidos por una fuerza irresistible hasta que todo es sintético, tienen que formularse siempre en imágenes, con palabras, mediante tonos, las preguntas sobre el yo, el ser, el sentido, el porqué, el para qué y el adónde, tienen que uncirse al molino de pedales de la Historia del Mundo, a fin de que escupa productos claramente masculinos, victorias y derrotas fechadas, cismas de la Iglesia y repartos de Polonia, actas y monumentos. Ya verán, señoras: pronto tendrá que retirarse ese Nixon. Un hombrecito llamado Guillaume hizo Historia antesdeayer. Y en Portugal los militares se destituyen unos a otros. »Asuntos y hazañas de hoy: Calcuta. La presa de Asuán. La píldora. Watergate. Así se llaman los sucedáneos de partos de los hombres. Algún principio los ha dejado preñados. Están embarazados por el Imperativo Categórico. El arte militar, que sólo ellos dominan, los pone continuamente en condiciones de anticipar su muerte como un alumbramiento en lo desconocido. Sin embargo, lo que paren sea una creación o un aborto  no aprenderá nunca a andar, no sabrá decir mamá. Morirá de tristeza sin ser amamantado o se reproducirá sólo sobre el papel: niños virilmente nacidos con callosidades en las posaderas. ¿Cultura? ¡Bueno! ¡Bueno! O un depósito de cadáveres. Los mamotretos llenan las bibliotecas. La música se guarda en discos. Las piedras góticas se desmoronan. En museos con aire acondicionado, el arte olvida sus orígenes. Y los archivos secretos, en los que los abortos masculinos siguen viviendo en forma de perversos expedientes ligeramente chisporroteantes. Ya hay bancos de datos. Ya se numera la Humanidad, en todo momento disponible. En suma: todo eso, como obra, resulta aterradoramente asombroso. Hablamos de hazañas que abren nuevos rumbos. Decimos: fue grande hasta en su fracaso. Nos conmueven las pruebas trágicas de unas existencias que, sin embargo, carecen todas de Naturaleza, resultan pobres ante la Naturaleza y, como han sido reforzadas tan antinaturalmente, sólo sirven como pruebas en contrario. En cambio, las mujeres aunque hayan estudiado, se hayan emancipado y puedan perfeccionar las computadoras, aumentar los beneficios, modernizar los armamentos y poner su sello en el Estado  son siempre Naturaleza, incluso con el pelo rizado. Tienen sus reglas mensuales. Dan la vida hasta cuando recurren a una simiente anónima en conserva. A ellas, sólo a ellas les sube puntualmente la leche. Sí, por principio son madres, aunque no lo sean, no lo sean todavía o, por las circunstancias, no lleguen a serlo nunca y, por decirlo así, permanezcan virginales como la Srta. Rotzoll. »Lo afirmo: las mujeres no tienen que preocuparse de sobrevivir, porque encarnan la vida; los hombres, en cambio, sólo pueden lograr su supervivencia fuera de sí, construyendo la casa, plantando el árbol, realizando la hazaña y cayendo gloriosamente en la guerra, pero habiendo engendrado antes su hijito. Quien no puede parir es, en el mejor de los casos, padre presunto y hace un pobre papel ante la Naturaleza.» Cuando el rodaballo hubo dicho todo eso y cosas peores profetizó a las mujeres que, al aumentar la igualación, aumentaría su tendencia a una calvicie masculina  abandonó (como triunfalmente) su lecho de arena y se divirtió jugueteando con sus aletas, mientras las vocales del tribunal feminista calificaban su diferenciación de los sexos de «exclusivamente biológica» y «superconservadora». Griselde Dubertin exclamó: «¡Es y será siempre un reaccionario!», y Sieglinde Huntscha se mofó, antes de leer las conclusiones de la acusación: «¡Pobrecitos hombres! Ni siquiera pueden tener niños. Se me saltan las lágrimas. Qué conmovedor». Después de unas risas que parecieron aliviar al público femenino, dijo secamente: «En cualquier caso, la revolucionaria Rotzoll murió soltera y sin hijos». Excepto ella, todas me dieron descendencia, incluso Billy. Para todas fui, por lo menos, un procreador en potencia. Sin embargo, por mucho que yo, desde que se implantó el patriarcado, deseé tener hijos y quise perpetuar en mis hijos mi nombre y mis crecientes posesiones, todas me dieron sólo hijas. La gente se burlaba de mí, me llamaba fabricante de huchas, y me aconsejaba tinturas, píldoras de caca de ratón y fatigosos peregrinajes, pero después de cada parto sólo me presentaban el característico panecillo hendido; nunca un pitorrillo que me hiciera sentirme paternalmente orgulloso. Ni siquiera el rodaballo conocía algún remedio. Cuando, tras la cuarta hija de Dorotea, le conté mis penas, murmuró oscuramente acerca de las fuerzas matriarcales adversas. Todas ellas: las diosas Deméter, Hera, Artemisa, la Atenea pelásgica y la Aya tripectoral habían sido vencidas, pero subliminalmente su poder seguía actuando. Él, el rodaballo, sólo podía explicarse la falta de hijos en este o aquel caso aislado como venganza de las diosas madres; era el precio que había que pagar. Las sospechas del rodaballo se confirmaron después de cada nueva procreación. Siempre salían únicamente niñas. No quiero hablar de Aya-Vigga-Mestuina: para ellas, el concepto de padre fue mucho tiempo desconocido, y luego motivo de broma. Pero como, en calidad de maestro espadero agremiado que tenía dos oficiales y quería dejar algo en herencia, embaracé nueve veces a mi Dorotea, un solo hijo hubiera sido una recompensa merecida. Y ni siquiera el hecho de que de las nueve niñas ocho murieran (cinco de ellas de peste) puede servir de mucho consuelo, porque tampoco la Gertrudis superviviente tuvo más que niñas (cuatro o cinco), entre ellas Brígida, que se marchó con los husitas y se malogró ante Bautzen, cuando la ciudad fue sitiada. Ya lo dije: niñas y sólo niñas. La monja Rusch dio a luz niñas dos veces. De los padres nunca se supo nada. Mientras que la primera hija, Hedviga, se casó con un gordo especiero portugués que abrió en la costa de Malabar una factoría comercial, a Catalina la metieron en la cama de un carnicero del lugar. Hedviga y su portugués murieron (con tres de sus cuatro hijas) de las fiebres palúdicas indias; las hijas supervivientes de Catalina (tres de seis) se casaron con carniceros locales, con los que tuvieron hijas, sólo hijas. (Por cierto, mi Ilsebill puede aportar dos hermanas. Griselde Dubertin viene de una familia de ésas que llaman de tres Marías. Y tampoco la Witzlaff habla nunca de hermanos.) Era y es como un hechizo. De Agnes Kurbiella se sabe que, además de la mocosa (del pintor Möller) que se le murió de consunción poco después de morir de peste el poeta Opitz, tuvo una pequeña Ursel. Y tampoco Amanda Woyke me dio más que siete hijas. Cuando todavía eran unas lombricillas, Stine-Trude-Lovise murieron de hambre. Las demás fueron cachubas y siervas, salvo la hija menor Anna, que (redimida) se marchó a la ciudad con su hijo ilegítimo, se casó allá con el oficial cervecero Christian Rotzoll y se quedó viuda cuando su hija Sophie tenía nueve años. Queda por decir que Lena Stubbe sacó adelante, en su primero y segundo matrimonios, cuatro hijas, la hija de Billy se crió con los abuelos, y las dos mellizas de María han cumplido entretanto cuatro años. Lo que me gustaba en Sophie es que permaneció cerrada y, de señorita de edad, seguía teniendo un resplandor virginal. Cuando se vio su caso ante el tribunal feminista, el público se entusiasmó con su apasionado placer en excitar a los hombres, hacerlos piafar, mantenerlos en suspenso. De acuerdo con su apariencia supuesta o esbozada por el rodaballo con sus orientadoras palabras, se hizo un cartel multicolor (de cierto parecido con la vocal Dubertin), que se vendió en las tiendas de morralla feminista. En él se veía a Sophie sobre una barricada, vestida como las vendedoras del puerto, cogiendo al rodaballo con la mano izquierda por la aleta caudal, mientras con la derecha empuñaba un cuchillo. Su sombrío rostro alargado. Los cabellos pardos como la turba atados en lo alto con una cinta tricolor. La boquita abierta y redonda, como si cantase una canción revolucionaria. Y, delante de la barricada, setas arrancadas de raíz, sugiriendo significativamente una carnicería castradora. Cabe suponer que Sophie Rotzoll, como cartel político, sirvió para decorar muchas paredes de habitaciones de renta antigua y moderna, junto a otros grabados parecidos (porque también se vendían carteles de Dorotea y de Amanda); y también yo me compré por cinco marcos un cartel recién impreso, porque guardo una Sophie demasiado desintegrada en mi recuerdo. Lo que pasaba era que el cartel simplificaba a la recatada doncella, cuyo padre fui yo, al parecer. Tan claramente no la vi nunca: hija, nunca madre. Y ante el tribunal feminista el rodaballo afirmó: se podía entender la virginidad de Sophie como principio, aunque el hecho de que su amigo de juventud, el estudiante revolucionario Bartholdy, se hubiese pasado en prisión sus buenos cuarenta años, la hubiera ayudado mucho a ser fiel a ese principio. Cuando el fallo declaró gracias a la intervención del partido rodaballesco  que el rodaballo sólo era considerado «idealmente» culpable y que el culto a Sophie había sustituido al culto a Amanda, el pez plano dejó su lecho de arena para cantar a la revolucionaria Rotzoll con unas palabras finales. Como si quisiera avergonzar a la concurrencia, predominantemente femenina, dijo: «Una cosa es segura, mis respetadas señoras: ¡Sophie no dejó que nadie se le acercara! Mientras la santa Dorotea de Montovia concibió-gestó-parió nueve veces, mientras la monja Rusch, a pesar de sus votos de castidad, parió sólo dos veces, pero antes del parto, en el parto y después del parto dio a conocer su carne a sus buenas tres docenas de hombres de distintas confesiones, Sophie Rotzoll, sin haber hecho votos, permaneció cerrada, aunque encontraba divertido echar besitos a los ulanos polacos, razón por la que, entre los burgueses de la sitiada ciudad de Danzig, pasaba por puta. Ay, señoras, si ustedes, que celebran un severo juicio y condenan la causa masculina, permaneciesen cerradas como Sophie. Si todas ustedes permaneciesen definitivamente cerradas. ¿No estaría en su mano poner término al proceso de concepción-parición? ¿No habría llegado el momento de cerrar la tienda, renunciar a hijas e hijos, dejar de gestar y dar a la Humanidad una salida de escena bien meditada? Tengo ante mí estadísticas que dan pie a la esperanza. Del matrimonio de dos al de uno y al de cero hijos. Se acabó la Historia. No más tasas de crecimiento. Después de un envejecimiento paulatino: un eclipsarse tranquilo y sin lamentaciones. La Naturaleza les quedaría agradecida. Nuestro planeta podría regenerarse. Pronto todo sería estepa-bosque-yermo. Por fin podrían los ríos, otra vez sin trabas, desbordar sus orillas Y también los mares darían un suspiro de alivio. Eso lo digo de pasada, con independencia de mi leyenda, simplemente como pez». Sin embargo, cuando le enumeré a mi Ilsebill todas las hijas de las cocineras que hay en mí, le cité algunas hijas de hijas, devané la historia de Sophie, la excepción, y le presenté la propuesta del rodaballo, «por lo menos discutible», como primitiva propuesta mía, ella dijo con la seguridad que le da su embarazo: «Sigo diciendo lo mismo: ¡esta vez será un chico!». Procreación continua Un pensamiento despuebla. Sin er-ratas rueda fuera de juego. El testigo de cargo comparece. Lo de abajo quiere estar arriba. No sin orden: con otro. La seta se alza con su sombrerillo y airea sus raíces. ¿Cuándo se dará el tajo final? Sin embargo, también tú, sorprendida y abierta. Procrea continuamente & muerde. Pero sólo amenaza de broma. En el séptimo mes También con Ilsebill Se podría ir a cualquier parte. Embarazadísima y, entretanto, en su séptimo mes, quiere probártelo, aunque tú no quieras ir a ninguna parte: «Yo soy tu mejor amiga, en quien puedes confiar cuando te vengan mal dadas». Añora las situaciones difíciles. Provoca las situaciones difíciles. Una esposa de pionero que, en pantalla panorámica, sueña con la Gran Senda Go West! , con la peligrosa colonización. Su vestido siempre contra el viento. El cabello agitado. Sus ojos toman posesión y no parpadean. Sin embargo, no somos pioneros. Ni los indios ni los bandidos amenazan la casa. Ni siquiera tenemos una hipoteca. Es verdad, hace poco, la crecida, cuando se cerraron las compuertas de los diques y se paralizó el transbordador. Pero las aguas bajaron. Los daños de la tormenta en casa, un par de ventanas rotas  los pagó el seguro. Pero mi Ilsebill no puede vivir sin peligro que arrostrar, evitar o inventar. Desde que la crisis del petróleo lo ha encarecido todo, dice ya a la hora del desayuno: «No me asusta. Tendremos que mantenernos unidos, más unidos aún que antes». Siempre quiere atravesar montes y valles, venga lo que venga, con alguien, conmigo o contigo. Aparta de ti a la indeseable parentela, pero también a tus mejores amigos, que califica escuetamente de «malas compañías», y espanta de ti la vida con sus moscones: «¡Esos gorrones, esos parásitos! Sólo quieren tu dinero o sacarte algo». Ilsebill se mantiene vigilante en el umbral de la puerta, ahuyentando con sus ladridos todas las tentaciones. Si empiezas a sudar, proyecta sobre ti una amplia sombra. Vigila en cuanto te subes a abstracciones de siete pisos. Silba para avisarte cuando se te acercan por detrás dudas de colores chillones y salvajemente tatuadas. Para salvarte, deja colgar su cabellera de oro en calabozos profundos como pozos. Se calla cuando su curiosidad es torturada. No traiciona que hace tiempo la has traicionado. Se mantiene impenetrable, impenetrable: no se te permite ni una ojeada a lo casual. No es que me queje. Mi heroína sufre en silencio y la pintan también heroica contra un cielo pálido (con niños a izquierda-derecha). La mujer en medio de las ruinas. La espigadora. La eternamente embarazada. La madre sacrificada. Robando carbón. Cambiando la última plata de la familia por jugo de remolacha. Criando musgo en puestos perdidos. Su voluntad fuerza a vivir a los enfermos: sin rechistar. Te pone enfermo para cuidarte abnegadamente. Si estás enfermo, te reanima. Si quisieras morirte, se prostituiría con la Muerte para conseguir un aplazamiento, un aplazamiento más. Nada puede detenerla. Si es necesario, tirará tu dinero para probarte que la pobreza aumenta sus virtudes. Te dejará caer hasta el fondo para enseñarte otra vez cuidadosamente a andar (con muletas), paso a paso. Sólo cuando sufras ella te ayudará a hacerlo  podrás apreciar plenamente su amor compasivo. («¿Puedo hacer algo por ti? ¿Alguna cosa? Estoy segura de que un día me necesitarás aún. Y desesperadamente. Quizá entonces sea demasiado tarde.») Después de haberte dejado ciego, puedes confiar en su guía (aun en pleno tráfico). En una palabra: en Ilsebill se puede confiar. Por mí ha jurado en falso. Ha pagado mis deudas cuando me han sorprendido sin fondos. Ha transfigurado mis desperdicios, muchos montoncitos de mierda. Siempre se preocupó de que mi retrato colgase sin polvo y derecho sobre el sofá. Gracias a Ilsebill se me recuerda: «Era un buen tío, ese Otto». Así me llamaba yo entonces. Y mi Ilsebill, que me protegía de todo, se llamaba Lena. Lena Stubbe me tuvo dos veces por marido. Y de cada matrimonio sólo pudo librarla la acción enemiga: en la guerra del 70-71, una granada francesa acabó con mis fanfarronerías después de veintiocho años de heroísmo de boquilla, y cuando en el invierno de 1914 se llamó a la reserva territorial contra el ruso invasor, morí en Tannenberg, después de cincuenta y cinco años de ininterrumpida existencia alcohólica, mi segunda muerte de soldado. Lena me soportó durante un matrimonio y el otro, y me hubiera sobrevivido por tercera vez. El faro, el baluarte, el puerto, la mujer fuerte. Cómo soportaba mis malos tratos, muda y comprensiva, como torpes caricias. Cómo me ayudaba con buenas palabras, a mí, siempre un fracaso en la cama, para que obtuviera pequeños éxitos los fines de semana. Cómo, cuando robé el fondo de huelgas, pagó mi latrocinio trabajando por las noches, como encargada de los lavabos, en el Hotel Kaiserhof. Cómo traducía en trabajo mis peroratas socialistas de los domingos. Cómo, cuando iban a expulsarme del Partido, habló ante los camaradas y no permitió que le pasase nada a «su Otto». Cómo fue por mí al puesto de policía. Y siempre limpiaba mis vomitonas del entarimado. Y me separó de un tajo del clavo del que yo colgaba. Siempre se podía confiar en Lena. Con Lena se podía ir a cualquier parte. También con Ilsebill. Pero yo no quiero ir a ninguna parte. No quiero que me salven. Me gusta caer en las tentaciones. Me gusta aún más extraviarme. No compensa sacrificarse por mí. Todo lo más, para agradar a Ilsebill, podría estar mañana un poco enfermo, débil, decrépito, ser digno de lástima, un caso típico, posible de salvar in extremis. Sería bueno y no enredaría y llamaría «¡mamá!» en mis sueños. Sin embargo, si Lena no me hubiese mimado tan despiadadamente ni me hubiese mantenido con su farfulleo «Pobrecito. Pronto te sentirás mejor»  como a un niño de pecho, jamás hubiera sido soldado ni (de puro miedo) héroe. Lena reparte la sopa Del fondo de los calderos en los que nadaban berza y cebada en jirones o patatas recocidas con recocidas rutabagas y la carne era sólo un rumor, a no ser que sobrasen tripas o reventase un caballo a buen precio, Lena sacaba espesos guisantes, de los que sólo quedaban las pieles y ternillas y huesecillos, que habían sido pata de cerdo, lacón, y ahora en el caldero, cuando Lena revolvía el fondo, hacían ruido como los que ante el caldero, puestos en fila, hacían ruido con sus platos de hojalata. Nunca a ciegas, tampoco pescando con el cazo. Su golpe de cuchara era famoso. Y cuando ella, erguida, estaba junto al caldero, haciendo con la mano izquierda marcas en su pizarra, revolvía con la derecha y luego, exactamente un litro, volcaba en plato tras plato y con su rostro arrugado de manzana de invierno no miraba el cazo sino que, como si viera algo, contemplaba el futuro, se hubiera podido esperar, esperar alguna cosa. Al mismo tiempo miraba hacia atrás, se veía repartiendo sopas pasadas, antes de la guerra, después de la guerra y en la guerra, hasta que se encontraba de joven junto al caldero. Los burgueses, sin embargo, cuando estaban allí apartados, con sus abrigos, y veían a Lena Stubbe erguida, se asustaban de su permanente belleza. Por eso decidieron dar a la pobreza un significado iluminador: la respuesta a la cuestión social. Una mujer sencilla Como dijo el rodaballo ante el tribunal feminista: «Aquella Lena Pipka, que de casada se llamó Stobbe y vuelta a casar Stubbe, fue y siguió siendo, siempre que estuvo en el centro de la historia regional, una mujer sencilla, aunque nada simple. Si ahora el Alto Tribunal, ante un público selecto, quiere examinar el caso de la vida de Lena Stubbe, mi participación en su destino proletario se revelará insignificante; porque desde la Gran Revolución, la Historia me situó ante tareas gigantescas, que excedían del ámbito regional: comenzó la época de la política mundial. Por todas partes casos discutidos. Libertad, Igualdad, etcétera Me llamaban en todas las costas. Sólo podía atender a la región báltica de una forma rutinaria. Elevado recientemente a Espíritu del Mundo, me vi en ocasiones abrumado como rodaballo (y como Principio): apenas tenía un momento para ocuparme de casos aislados, como el que aquí se trata, con la necesaria atención. Sin embargo, responderé con gusto a las expertas preguntas de la respetada acusación, tanto más cuanto que Lena Stubbe, en su sencillez, fue una mujer importante: su nombre no puede separarse de los orígenes del movimiento obrero socialista, aunque no se recuerde en ninguna parte y ninguna calle, avenida ni placita apartada haya sido bautizada con él». Cuando la presidenta del tribunal leyó los datos de Lena Stubbe, nacida Pipka, la vida de ésta se desarrolló con una continuidad uniforme; porque aparte de la conversación que sostuvo en mayo de 1896 con Augusto Bebel, y de un viaje en tren a Zúrich, sólo su longevidad bíblica murió a los noventa y tres años  parecía notable. Dos veces casada. Una hija del primer matrimonio. Tres hijas del segundo. Y, sin embargo, la historia del movimiento obrero coincide, como por casualidad, con sus fechas: en el año siguiente a la revolución del 48 nace en Kokoschken, distrito de Karthaus, tercera hija de un ladrillero; a los dieciséis años encuentra trabajo en la cocina popular de Danzig-Ohra, se casa un año más tarde con el forjador de anclas Friedrich Otto Stobbe, pronto es, como él, miembro de la Asociación General de Trabajadores Alemanes; se une, después del congreso de unificación de Eisenach, a los socialdemócratas; se queda viuda por primera vez en 1870, casi al empezar la guerra; dirige durante diez años la cocina popular de la calle de la Muralla; se casa, poco después de la promulgación de las leyes antisocialistas, con el forjador de anclas Otto Friedrich Stubbe; administra el fondo de huelgas cuando en el otoño de 1885 van a la huelga los astilleros de Klawitter; obtiene ingresos suplementarios sirviendo comidas los sábados; recibe en su casa pocos años después de la derogación de las leyes antisocialistas al presidente de su partido; no encuentra, sin embargo, editor para su Libro de cocina proletaria; hace un viaje a Zúrich en el verano de 1913 gastándose en él sus ahorros; enviuda por segunda vez al año siguiente, apenas comenzada la guerra; trabaja durante toda la guerra en varias cocinas populares; al terminar la guerra en la del Socorro Obrero, luego en una cocina de Cáritas, después en el Socorro de Invierno y después en la cocina de urgencia de la comunidad de la sinagoga, y por fin distribuye la sopa en la cocina del campo de concentración de Stutthof. No sólo se le murieron los maridos, sino también sus cuatro hijas. Cuando la presidenta del tribunal feminista hubo leído los datos escuetos y rendido homenaje a Lena Stubbe como heroína pasiva, pero ejemplar para su época, se dirigió a todos los presentes en la sala del juicio para pedirles que se levantasen de sus asientos en honor a ella; también el rodaballo abandonó su lecho de arena y se mantuvo durante un minuto a flote mientras movía suavemente las aletas. Luego habló la fiscal. Reprochó al rodaballo que, en su función de asesor de la causa masculina, aunque ejercida cada vez más raramente, no hubiera impedido a Friedrich Otto Stobbe ni a Otto Friedrich Stubbe dar palizas a Lena cuando estaban borrachos. Era posible que incluso se lo hubiera aconsejado. Cabía imaginar cómo el espíritu masculino del siglo XIX había hablado por boca del rodaballo: sus pertinentes citas de Nietzsche, su teoría del amo-de-la-casa. Sus alusiones irónicas al sexo débil. Sus chistes didácticos. Conocida era la leyenda masculina de la supuesta necesidad de marcha de las mujeres. Sieglinde Huntscha dijo: «También a mí, el otro día, un hombre intentó meterme ese cuento. El muy cerdo me dijo: Lo que tú quieres es que te dé un par de bofetadas. Me doy perfecta cuenta de que es eso lo que quieres. Que te parta la boca. Quizá un ojo a la funerala, para poder enseñarlo. Pero no lo voy a hacer. Aunque sería lo que más te gustaría. Sólo quieres que me porte de una forma típicamente machista. Os hace falta para vuestras chorradas sobre la emancipación: un hombre que reparta bofetadas . Y ese caballero no quiero dar nombres  se sienta entre el público de esta sala y confía plenamente en el rodaballo: Ése nos sacará del apuro. Sabe que las palizas eran y son necesarias. Siempre fue partidario de los argumentos contundentes. Se puede confiar en el rodaballo . Y ese tipo se considera aún liberal». Después de que el público se hubo desahogado con silbidos, mirando con hostilidad a los escasos hombres de la sala (entre ellos yo), el rodaballo habló, otra vez en su lecho de arena: «Ya sabe usted, distinguida acusadora, que los castigos corporales han sido siempre expresión de la debilidad masculina. Por muy decepcionantes que puedan ser de momento sus experiencias personales he podido escuchar que un hombre, firmemente, se ha negado a pasar a las vías de hecho a que usted lo provocaba , en aquel tiempo, en la época de Lena Stubbe, se maltrataba al sexo femenino con una falta desesperada de inhibiciones. En todas las clases sociales. Sin exceptuar la nobleza ni la burguesía. Sin embargo, las mujeres de los obreros recibían palizas más regularmente, a saber, cada viernes, porque la débil conciencia del proletariado no encontraba otra forma de autoafirmación en los días de paga. Hasta los trabajadores organizados, socialistas del partido, hacían sentir los viernes su pesada mano. Por eso no debe extrañar que Friedrich Otto Stobbe y Otto Friedrich Stubbe diesen palizas a su Lena, sobre todo porque los dos sólo exteriormente eran individuos decididos y agitadores elocuentes; en casa, en tirantes, eran más bien debiluchos. Lena, en cambio, aquella Lena puntualmente golpeada, fue siempre, hasta cuando sufría en silencio, la más fuerte. Hubiera sido capaz de desmoralizar a diez chicarrones. Aceptaba las palizas con la confusa idea de que, a menudo, la ternura del hombre no sabe contenerse. Nunca se defendió, por ejemplo con un atizador. Sabía que, después, su Friedrich Otto y su Otto Friedrich serían hombrecillos agotados, mortificados, compungidos, hasta llorones. Y si ese anónimo señor del público que recientemente le ha negado, distinguida Sra. Huntscha, una paliza, hubiera vivido en tiempos de Stobbe y Stubbe, seguramente hubiera golpeado también con mano dura. Conozco a ese señor y sus muestras de amor desmayadas». Débil cuando estaba junto a ella o, a su sombra, le hacía muecas, pegado a ella, con el cordón umbilical sin cortar y siempre huyendo a campo traviesa; débil, aunque también rebelde contra su cuerpo; rico en disculpas cuando me sorprendían; generoso a su costa en todo tiempo, en deuda con ella, siempre seguro de que ella lo arreglaría todo cuando la situación fuera desesperada, otra vez desesperada; débil como ella me quería, como ella me hacía y consideraba apropiado para su amor, aunque ella no era dominante sino que se inclinaba, fuerte, ante el hombre débil; caritativamente tutelar, siempre se anticipaba a mis faltas: ella hacía conmigo lo que quería, me ayudaba a ponerme los pantalones y a quitarme los zapatos, sabía siempre dónde me había quedado tirado, en qué atolladero me había atascado otra vez, y mis sórdidas historias de faldas las mujeres, incluidas las de la vecindad, estaban sencillamente locas por mí  las echaba en su sopa barboteando: «Pero Otto. Tú sabes que no laces aposta. Me las prometido tantas veces. Sería tan bonito. Pero está bien, está bien. Me pregunto &». Sólo cuando achuché y besuqueé un poco en la cocina a Lisbeth, su hija mayor (la de Stobbe), que tenía apenas quince años, Lena, que entraba con la bayeta en la mano, se puso furiosa lo mismo que ahora Ilsebill se cabrea por teléfono cuando yo (harto de ella) he hecho otra escapada: «Haz el favor de no volver a hacerme esto. Tienes que dejarte de una vez de tonterías. Largarte así. Cuándo serás una persona adulta. ¿Ah, sí? ¿Con una asistenta social de Wedding? ¿Y vocal de un tribunal? ¿Erika? No me hagas reír. Sólo un fin de semana. Un viajecito a París. Debería darte vergüenza. Ahora mismo. No, coge el próximo avión. Te recogeré en Hamburgo». Y Lena me escribió con su hermosa letra cuidada, cuando me escapé con una camarera del Hotel Kaiserhof a Berlín, donde se nos acabaron los cuartos: «Querido Otto, te mando un billete de vuelta. Prefiero no mandarte dinero. Vuelve y duerme un poco. Luego hablaremos. Y te prepararé lo que siempre te ha venido bien: sopa con albóndigas. Y no hagas tonterías. Ya sabes. Coge el tren del mediodía a las doce y tres. Te recogeré». Así pasaba ella sobre mis orejas como yo pasaba sobre su regazo. Tan fuerte era ella aguantando como débil era yo, que tenía que afirmarme mediante palizas y no estaba, como hoy, seguro de mí mismo: ya pueden mi Ilsebill o Sieglinde Huntscha provocarme lo que quieran con sus consignas de mujer liberada, para que, izquierda-derecha, tenga que darles en el morro. Prefiero liarme un cigarrillo y decir: «Que no, Siggi. Ni hablar. No te voy a dar ninguna leche. Eso es lo que tú quisieras. Para que luego funcionase mejor en la cama. Y pudieras decir que soy típicamente machista . Eso se lo cuentas al rodaballo. A ése le gustan los aforismos de hoja de calendario». Por la instalación acústica del tribunal feminista, que desde hacía una semana conocía ya del caso Lena Stubbe, de su logro especial, el Libro de cocina proletaria, y de la brutalidad de sus dos maridos, el rodaballo dijo: «Así pues, Alto Tribunal, eso era lo que había. Lena dominaba. Sus maridos se limitaban a patalear. Los dos con sus sempiternas historias de faldas. La impotencia arrastrada de una cama a otra. Por el contrario, el amor inagotable de Lena se parecía a la gran olla de sopa, nunca vacía, de su cocina-cuarto de estar, porque Lena, pensando tutelarmente en tiempos más difíciles, no dejaba que el caldo de vaca, que preparaba cociendo huesos baratos, se acabase nunca ni se quedase frío. En cambio su Friedrich Otto y su Otto Friedrich vivían a lo grande, derrochando hasta que no quedaba nada: nueces vacías tan sólo, pichaflojas los dos, buenos sólo para dar vivas. Tampoco yo podía aconsejar nada. »Todo lo más, con ayuda de la historia del momento, pude echar una mano a la buena de Lena, aprovechando una guerra o la otra; cuando se desencadenó en 1870 contra los franceses, Friedrich Otto Stobbe, un buen mozo de barba rizada, se dirigió al Báltico en el Neufähr oriental y gritó: ¡Guerra! Rodaballo, lo sabes ya, lo sabes. ¡Guerra! Por fin ha empezado. Se acabaron los calcetines de lana-patatas fritas-costureros-cosas de mujeres. Han salido el primero y el segundo regimientos de húsares del Rey. Y también la artillería de campaña de la Prusia occidental. Sólo el quinto regimiento de granaderos continúa acuartelado. ¿Qué debo hacer, rodaballo? ¿Seguir siendo sólo forjador de anclas y calentar a mi Lena? ¿No será eso todo? ¿No será eso la vida? Todavía soy joven . »Entonces le aconsejé que se fuera con el quinto de granaderos, con lo que, rápidamente después de dos o tres proezas  murió una muerte de soldado en Mars-la-Tour. »Y cuando en el 14 comenzó al mismo tiempo en varios frentes la Primera Guerra Mundial esa obra maestra de la virilidad europea , Otto Friedrich Stubbe, que con sus cincuenta y cuatro años se consideraba todavía a sí mismo un hombre vigoroso, llegó corriendo al malecón de Neufahrwasser y gritó sobre el Báltico: ¡Rodaballo! ¡Vienen los rusos! Invaden ya la Masuria. Asesinan e incendian. La patria está en peligro. Necesitan todos los brazos viriles. ¿Para qué sirvo aquí? Un viejo maestro forjador de anclas. Han llamado a la reserva territorial. Los socialistas no debemos quedarnos al margen. El Emperador no entiende de partidos. ¿Debo ir, rodaballo, debo ir? ¿Debo ir a luchar con los rusos? . »Y también a él ¡oh, Alto Tribunal!  lo animé. En Tannenberg, donde bajo Hindenburg vencieron las armas alemanas, encontró como consecuencia la muerte por su patria. Dos hombres como se debe ser. »Ay, Alto Tribunal, qué harto estaba ya entonces de la causa masculina. Qué aburrido de esa mentalidad imperturbablemente progresista. ¿Qué podía hacer yo cuando cualquier insensatez masculina tenía inmediatamente complicaciones internacionales? Actuando más para desaconsejar que para aconsejar, me daba cuenta al mismo tiempo de que la potencia viril en la cama era cada vez menor y, en el campo histórico, sólo se manifestaba en formas monstruosas. Por eso intenté establecer contactos bienintencionados cuando, a comienzos de siglo, por primera vez, las mujeres lady Pankhurst y sus hijas  se echaron a la calle. Por desgracia, inútilmente. Las sufragistas me rechazaron. Mi oferta fue prematura. Hacía falta tiempo. La locura masculina no había llegado a su apogeo. Su eficiencia iba a aumentar. Sólo podía mantenerme a la expectativa. Sin embargo, a este Alto Tribunal no se le escapará que, por lo menos, conseguí liberar a nuestra Lena Stubbe de unos hombres cada vez más inútiles. Después de la heroica muerte de su segundo marido, fue una mujer emancipada: en el invierno de guerra del 17, Lena Stubbe, mientras distribuía la sopa de berza en la cocina popular de la calle de la Muralla, alzó la voz contra los empréstitos de guerra y su posición, en todas las otras cuestiones, estuvo también muy a la izquierda.» ¿Es verdad, rodaballo? ¿Me enviaste por eso dos veces al fuego? ¿Estaba yo entonces ya sentenciado? ¿Empezó ya entonces tu viraje, tu traición? Cuando yo, después del aplazamiento del tribunal había que obtener informes periciales sobre la cocina proletaria en el siglo XIX  fui a beberme una cerveza (estrictamente en privado) con Sieglinde Huntscha y ella luego (como de costumbre) me hizo subir los cuatro pisos de su buhardilla, hablamos primero sobre el tribunal en general y pusimos verdes luego a la Dra. Schönherr y a todas las vocales, hasta que Siggi habló francamente y empezó a provocarme: «¿Sabes? También tú tienes algo de Stobbe o de Stubbe. Te gustaría pero no te atreves. A sacudir estopa, quiero decir. A hincharnos la cara a mí o a tu Ilsebill. Y también la pequeña Nöttke parecía ayer bastante llorosa. Seguro que fuiste tú. ¿No es verdad? Para hacerte el macho. Una y dos. Para meter a las mujeres en cintura. ¡Venga! Pégame. Lo necesito. Lo necesito. Pégame de una vez y no te hagas de rogar». Pero yo me negué a pegarle (por principio). No quería ser nunca más Stobbe ni Stubbe. «Oye, Siggi. Eso se acabó. Puede funcionar igual sin necesidad de. Lo que tú quieres es que reaccione otra vez de forma típica. No te hace falta. No nos hace falta.» Funcionaba bien entre nosotros sin necesidad de. De forma estrictamente privada y tiernamente distraída. (Y lo de Erika Nöttke lo puse en claro: «Es más bien una relación paternal. Llora por motivos muy distintos. Está siempre abrumada, etcétera. También por el tribunal. Lo que le pasa es que es demasiado joven para eso, te lo digo yo, demasiado joven».) Siggi dijo luego, sin veneno en el colmillo: «Quizá lo deseas a pesar de todo. Todavía. Sólo porque te fuerzas a ser razonable no se te va la mano. Pero yo tampoco sé muy bien lo que quiero. Acaríciame. ¡Venga! Acaríciame deprisa». Entonces (como siempre) tomamos un taxi hasta Steglitz. Me dejó entrar, con su llave, en el antiguo cine. Sin embargo, esta vez quiso estar presente mientras hablaba con el rodaballo. A él no le importó. Animado, abandonó su lecho de arena e hizo una demostración de juego de aletas. Se alegró del cambio y le dirigió a Siggi cumplidos pasados de moda. Luego hablamos de mi tempotránsito con Lena Stubbe. Me recordó algunas deprimentes historias de faldas, que todavía hoy me resultaban penosas. Luego se refirió a lo que, ante el tribunal, sólo había pasado a las actas como insinuación: mis zarpas en la caja de huelgas y la sopa de soga y clavo de Lena. Le prometí escribir sobre ello. De pronto dijo: «A propósito del libro. ¿Se llama definitivamente El rodaballo? Insisto en ese título. Y también usted, Sieglinde si puedo llamarla así  debería ocuparse de que, en interés del tribunal feminista, conservase ese sencillo título. Nos acercamos lentamente al final de la gran liquidación y ajuste de cuentas histórico. Hijo mío, ha llegado el momento de que, en un capítulo especial, hagas balance. Después de describir la muerte de Lena Stubbe, deberías hacer que todas murieran una vez más en sus respectivos tempotránsitos: Aya, Vigga, Mestuina, la goticoflamígera Dorotea, espantosamente tu Greta la Gorda. Horriblemente murió Agnes, serenamente Amanda, absorta en sí misma Sophie &». Entonces me dio consejos literarios. Me dijo que debía escribir primero detalladamente sobre «Soga y clavo», y luego sobre «La visita de Bebel». «Sin embargo, no lo olvides, hijo: nunca te compliques. No te pierdas en teorías socialistas. Siempre, aunque se trate del revisionismo, sé sencillo. Lo mismo que Lena Stubbe. No fue ninguna Clara Zetkin. Fue una mujer sencilla.» A veces va tarde al restaurante de la estación, abierto todavía, a comerse una costilla en gelatina. No es seguro, sin embargo, si entrará Margret, Amanda Woyke o Lena por la puerta giratoria. No quiere ser ya cocinera, probar sopas, hacer albóndigas ni hacer estremecerse a los arenques, cabeza con cola, en la sartén, ni tener que decidir cada vez el último ingrediente. No quiere inducir más a los invitados noble, mendigo, campesino, pastor  a elogios y comparaciones. No quiere adular ya paladares. Y tampoco quiere obligar a los niños a comer espinacas verdes. Quiere castigar su propio gusto. No cocinar ya para ningún hombre, dejar que el fogón se enfríe; quiere alejarse de sí misma, cuando se acurruca en mí o, expresada por mí, se convierte en Historia. Sus recetas fechadas: liebre a la pimienta y menudillos de ganso, abadejo con eneldo y corazón de ternera en cerveza negra, la sopa de patata de Amanda, los riñones de cerdo de Lena con salsa de mostaza; todo eso no puede conseguirse ya, es de otra época. Quiere pedir disculpas a una costilla en gelatina y su frescura química (como si careciera de paladar), en un restaurante de estación abierto hasta tarde. ¿Lena, Amanda, Greta la Gorda? Se sienta con su abrigo, demasiado estrecho, y corta un pedazo tras otro. Llaman a los trenes de medianoche. (Mensajes del Rin, de Hesse, de Suabia.) Ya sea en los restaurantes de estación de Bielefeld, Colonia, Stuttgart, Kiel o Fráncfort: le hace un gesto al camarero, que lentamente, como si quisiera estirarle a ella su siglo, viene entre las mesas vacías y, finalmente (soy yo), está ahí. Otra costilla en gelatina, sin ensaladilla de patatas, pan ni cerveza. (¿Podría ser la monja Rusch hábilmente disfrazada?) Preguntado, le digo cuáles son los medios de conservación empleados. Ella corta un pedazo, lo pincha y se lo traga, como si tuviera que pagar alguna culpa o llenar un agujero o destruir a alguien (¿todavía el abad Jeschke?) que se hubiese camuflado como costilla preparada al estilo de los buenos restaurantes de estación abiertos hasta tarde. No estoy seguro de si estoy sirviendo a Amanda o a Lena. Sólo a Dorotea la reconocería con horror. A veces, mientras sirvo, lanzo palabras-cebo, como «Dulce Jesús» o «soga y clavo». Pero ella sigue cortando sin escuchar. Cuando Lena o Amanda comen en nuestro restaurante y encargan su cena, soy muy sensible: cobro conciencia de la corriente de aire que hace abiertas a todos los vientos e intemporales todas las salas de espera con restaurante. Ella se sienta sola. Una mujer sencilla, que ha vivido mucho (y a mí, repetidas veces). Le traigo a Lena una tercera costilla, temblorosa en su gelatina no nos falta nada , y doy rodeos entre las mesas vacías llenas de manchas, a fin de que ella, totalmente fuera de mí, tenga tiempo de verme venir, de verme venir dando siempre nuevos rodeos. (Cuando éramos jóvenes y, mordiéndolas, hacíamos crujir las manzanas. Cuando ella, sin decir palabra, me dejó marcharme con el quinto regimiento de granaderos. Cuando se produjo la huelga en Klawitter. Cuando me sorprendió con Lisbeth en la cocina. Cuando yo, cada viernes, con el suavizador de la navaja barbera. Cuando colgaba del clavo y los conejos, de miedo &) Antes de que tengamos que cerrar porque también los restaurantes de las estaciones cierran  ella querrá llevarse una cuarta costilla en gelatina sin nada, envuelta en una servilleta de papel: ¿adónde? Cuando ella, con su abrigo demasiado estrecho qué redonda es su espalda  se marcha y se desvanece en la puerta giratoria, me pregunto por qué no me da nunca propina. ¿Podría ser que Lena me respetase, a pesar de todo lo que pasó y de lo que pasará aún? Todas Con Sophie, así empieza mi poema, íbamos a coger setas. Cuando Aya me daba su tercer pecho, aprendí a contar. Cuando Amanda pelaba patatas, yo leía en el río de sus mondas, la continuación de mi historia. Sibylle Miehlau tuvo un mal fin por celebrar el Día del Padre. En realidad, Mestuina sólo quería amar, amar siempre a su santo Adalberto. Mientras la monja Rusch desplumaba gansos polacos, yo soplaba, inútil, los plumones. Agnes, que nunca cerró de golpe ninguna puerta, sólo estaba, apacible, presente a medias. La viuda Lena atraía a las penas, y por eso en su casa olía a rutabaga y a col. Vigga, la escapatoria de la que huí. Dorotea era bella como un carámbano. María vive aún y se vuelve cada vez más dura. Pero dijo el rodaballo  falta una. Sí dije yo , junto a mí, Ilsebill se pierde en ensoñaciones. Soga y clavo Con todas comí manzanas, en el banco del jardín, frente a frente, en la mesa de la cocina o de pie, bajo el árbol, mareado por los fermentados frutos caídos: con Agnes, antes de que la peste se me llevase; con Margret, cuando Hegge vino de Wittenberg y quiso enseñarnos el fanatismo; con Sophie cuando, todavía infantilmente, jugábamos a la revolución. Hacíamos crujir las manzanas, nos mirábamos con intención mientras mordíamos, mirábamos a otro lado mordiendo (Dorotea y yo en nuestro peregrinaje a Aquisgrán) o mordíamos espalda contra espalda, con lo que Amanda, que tenía talla de granadero, me sacaba la cabeza. También ocurría que hiciéramos crujir las manzanas en habitaciones contiguas: Lena en la cocina, yo en el salón. Sin embargo, dondequiera que nos pusiéramos y en cualquier siglo: siempre venían después las comparaciones. Al colocar las manzanas mordisco contra mordisco, comprobábamos nuestro amor. Hay otros métodos, peligrosos. El nuestro era inofensivo y puede recomendarse. Leíamos en la huella de nuestros dientes hasta qué punto, a pesar de todo, seguíamos siendo diferentes, hasta qué punto extraños. Yo sostenía la manzana con el rabillo hacia el cielo y mordía a partir de él hasta la parte inferior; Sibylle Miehlau (más tarde llamada Billy) cogía la manzana, para morderla, por el rabo y la parte inferior. Así nos embotábamos los dientes. Así dábamos testimonio. De esa forma era visible el sentimiento en crisálida. La superficie, amor; el relleno: odio. Mordíamos a lo largo y a lo ancho y nos oíamos morder. Debía haber silencio en nuestra cocina, en el jardín. Todo lo más, el caldo, hecho de huesos de vaca, cantaba en el puchero. O, picadas de gusanos, caían las manzanas de una forma acolchadamente sorda sobre manzanas ya podridas en las que se alojaban las avispas volviéndose dulzarronas. Nunca mordimos manzanas en la oscuridad, sobre la cama chirriante, nunca mientras el reloj de pared daba las horas. Nunca nos vio nadie hacerlo. A menudo esperábamos para hacer la comparación a que su mordisco y mi mordisco se decolorasen, a que la marca de nuestros dientes se oscureciera significativamente: amor comprobado. Así estábamos Lena y yo en nuestro pequeño huerto situado detrás de las barracas de los trabajadores, cubiertas de cartón alquitranado, y de las conejeras, en el Brabank, frente al dique de la Paja de la otra orilla del Motlava. Detrás de nosotros, el puerto y el astillero. Sin embargo, no había martillos que remacharan. Porque en Klawitter estábamos en huelga desde hacía ya cuatro semanas. Embarazada de siete meses, Lena estaba de pie bajo nuestro manzano. Por la mañana había hecho propaganda, lo que estaba prohibido, distribuyendo octavillas en las proximidades de la fábrica de fusiles del Barrio Bajo. La historia tempranosocialista de la cocina popular de Lena: aunque yo había metido ya la aciaga zarpa, imposible de retirar, miraba a Lena de frente, mientras mordía yo y la oía morder a ella. Oscureciéndose rápidamente, las manzanas reposaban, mordisco contra mordisco, sobre la madera flotante amontonada que yo, por las noches, había conducido sobre el Vístula Muerto con Ludwig Skröver. Lud era mi amigo. Las manzanas reinetas resultan especialmente indicadas. Después de haber comprobado nuestro amor que, a pesar de todo, era fuerte, Lena dijo, como si no sospechara nada: «Voy a coger manzanas caídas y haré buñuelos con un poco de canela». ¿O había notado algo? Eché mi manzana mordida con la fruta caída en el delantal de Lena. Cuando, en la época de las leyes antisocialistas de Bismarck, en el otoño del 1885, el astillero de Klawitter fue a la huelga, Otto Friedrich Stubbe, que tenía éxito como agitador y era un tipo bien plantado, pertenecía al comité de huelga, mientras que Lena Stubbe, como antigua cocinera de la cocina popular de la calle de la Muralla aunque en estado avanzado de embarazo , cocinaba sopas de berza y cebada para los ciento setenta y ocho obreros en huelga del astillero y sus familias de muchas bocas, en un lavadero vacío; al mismo tiempo, administraba el fondo de huelgas. Los incidentes habituales. Peleas con esquiroles ante la puerta del astillero, sobre el dique de la Paja. La policía, a caballo, golpeando por en medio con sus porras. Los heridos en su mayoría, sólo con magulladuras  eran siempre obreros. Las reuniones de los socis en las que, no sólo con discursos, sino también mediante proclamas impresas en gruesos caracteres, se llamaba a una huelga de solidaridad a los trabajadores del aserradero del puerto de la madera, los estibadores de la isla del Almacén, los (bien organizados desde el punto de vista sindical) impresores y tipógrafos de la imprenta Kafemann y los panaderos de la fábrica de pan Germania  fueron disueltas por la policía, y confiscadas las octavillas. Sin embargo, cuando, a pesar de todo, se produjeron interrupciones del trabajo en el puerto, en la fábrica de vagones y hasta en la fábrica de fusiles y en el astillero de la Marina Imperial, se encarceló a once funcionarios del partido y de acuerdo con la ley  se los expulsó del país. Algunos, entre ellos Ludwig Skröver, el amigo de Otto Friedrich Stubbe, emigraron a América. Sin embargo, la huelga continuó y, después de seis o siete semanas, hubiera obligado quizá a suprimir las normas sobre el destajo y la jornada de diez horas si, en la cuarta semana, no hubieran robado la caja de huelgas. Lena Stubbe denunció inmediatamente el hurto al comité de huelga, se comprometió a restituir la suma robada faltaban setecientos cuarenta y cinco marcos , pero no expresó sospecha alguna, aunque se sospechó a medias de Lisbeth, su hija de dieciséis años del primer matrimonio, y Lena sabía que su Otto, que sospechaba de todos sus hijos y les dio una paliza, era quien había metido mano en la caja. Inmediatamente después de su alumbramiento en noviembre, la niña recién nacida (Martha), la Luise de cinco años y la Ernestine también de cinco fueron confiadas al cuidado de Lisbeth. Lena aceptó un trabajo en el Hotel Kaiserhof como encargada de los lavabos. Y cuando en la primavera del siguiente año, aunque más de la mitad de la suma robada había sido ya pagada con su trabajo, se formuló una acusación contra Otto Friedrich Stubbe, Lena habló en favor de su marido ante los camaradas y pidió que se cerrase el procedimiento. Dijo: «Yo conozco a mi Otto. No lo haría nunca». Los camaradas pidieron disculpas al camarada Stubbe. Sin embargo, por mucho que Lena se esforzara por encubrir el hurto, reparar la incursión en la caja de huelgas con su trabajo nocturno y aparecer ante su Otto como si no sospechase nada, él sabía que ella sabía. Y, humillado por su indulgencia, se emborrachaba todos los viernes regularmente con aguardiente de patata, y le pegaba delante de sus lloriqueantes pequeñas; Lisbeth se escapaba de casa. Y cada vez, cuando Otto Stubbe había dado una paliza a su Lena con mano dura o con el asentador de su navaja barbera, lloraba de pena de sí mismo, de forma que Lena, que no lloraba, tenía que consolarlo. Cómo hubiera podido contemplar impasible a aquel hombre adulto, deshecho en lágrimas y mocos, que, lastimosamente, se aferraba a los tirantes de sus propios pantalones. Lo mismo había pasado ya con Friedrich Otto Stobbe, su primer marido. También Stobbe, que apenas tuvo tiempo de hacerle un niño (Lisbeth) antes de caer en la guerra del 70-71 como granadero del quinto regimiento de Danzig, en Mars-la-Tour, se emborrachaba, como luego hizo Otto Friedrich Stubbe, con aguardiente matarratas, y le daba una paliza a su Lena todos los viernes. También Stobbe, como Stubbe, se ponía a lloriquear luego y tenía que ser consolado. Lena sentía debilidad por los hombres fuertes de corazón débil. En la época en que era regularmente golpeada todas las semanas por Otto Stubbe que, como su primer marido, era forjador de anclas, y tenía que consolarlo después en consecuencia, ella estaba a la mitad de sus treinta y él a la mitad de sus veinte. Por eso, a Lena no le era difícil ser siempre para aquel joven una mujer complaciente y una madre capaz de entenderlo todo. Porque ni durante la sesión de consuelo se hablaba de la caja de huelgas robada. Más bien, el ritual semanal se desarrollaba en silencio, si se prescinde del parloteo maternal de Lena «Ya ha pasao todo. Ya te sientes mejor ya»  y de los incansables anuncios de Otto «Me jorco. Me voy a jorcar» . Era sólo una forma de hablar. Lena lo sabía muy bien por su primer marido. (Y, sin embargo, Friedrich Otto Stubbe había muerto, de forma más bien normal, de un tiro en el vientre.) Ante eso, Lena sólo podía decir: «No irás a hacer una tontería, Otto, por un algo de ná». Sin embargo, un día, más de un año después de la fracasada huelga Lena estaba otra vez embarazada, el dinero robado había sido devuelto , Otto Friedrich Stubbe colgaba en las conejeras, detrás de las barracas de los obreros, de un clavo clavado en el dintel de la puerta: en calcetines, se le habían caído los zuecos de madera. Lena, que estaba barriendo el patio porque era sábado, oyó el estrépito del taburete, de los zuecos, el tamborileo de los conejos asustados, dejó caer la escoba de ramas, pensó a la vez en Stobbe y en Stubbe también, sin duda, en todas las manzanas que yo había mordido con ella, para comprobar nuestro amor , le echó exclusivamente la culpa al maldito aguardiente de patata, dio todas las palizas por no recibidas, cogió el cuchillo de matar conejos que andaba por allí y cortó la cuerda en que se bamboleaba Otto, colgado del clavo del dintel. Él, por lo demás, tan duro forjador de anclas volvió enseguida en sí, pero durante una semana entera tuvo que llevar subido el cuello de su camisa azul. Por todas partes hay hombres correctamente peinados con raya que se dirigen a mí cuando preguntan «¿por qué?». A la pregunta de por qué, cuando el tiempo es tan escaso, derrocho el tiempo dibujando, con lápiz blando o plumilla, clavos forjados a mano, yo, cuya única pasión es coleccionar cachivaches, no he sabido responder; porque los tres clavos torcidos significan lo suficiente, tienen un sentido detrás, no recuerdan a quien colgaba de ellos, ni tampoco el maderamen al que pudieron estar sensatamente clavados cuando todos los clavos estaban aún derechos. Sin embargo, como la pregunta «¿por qué?» sigue siendo belicosa y como sólo las historias pueden cansar a los rígidos interrogadores y a sus voces que siempre van al grano, les cuento historias dispersas en las que la monja cocinera Margret colgaba del primer clavo gansos todavía calientes después de degollados  para que goteasen sobre el cuenco de los menudillos, mientras que del clavo de en medio colgaban, en saquitos de lino, las setas secas de Sophie (setas de los caballeros, colmenillas, boletos comestibles y níscalos). Sin embargo, del tercer clavo (el último de mi esbozo) me ahorqué yo, porque la miseria social de entonces así lo quería, porque la golpeaba a ella borracho y me había ajumado con aguardiente de patata, porque era un pegón, porque siempre me había limitado a amenazar con la soga, porque mis zarpas en la caja de huelgas no podían ser borradas con nada, porque no podía soportar más la compasión de Lena, su capacidad para comprenderlo todo, su aguante mudo, su saber no comunicado, su bondad implacable y su indulgencia abnegada, porque mi último orgullo, la picha, no quería levantárseme ya y porque llevaba varios días estreñido; ya podía hacer fuerzas y tragar ricino, que no echaba nada, nada. Entonces cogí un ronzal de vaca. Y sabía ya dónde estaba el clavo del dintel. Sólo me preocupaban los conejos. Aquello podía asustar a mis conejitos, el que, sobre la puerta de la conejera & Sin embargo, Lena, que siempre tenía que salvarme, que nunca perdía la esperanza, que sabía recetas para todo y contra todo, en quien se podía confiar, se podía maldita sea  confiar, cortó la cuerda a tiempo. ¡Dios! ¿Cuándo acabará todo? Después me preparó una sopita de huesos de vaca, en la que dejó cocer durante una hora la soga con su nudo y el clavo. Para terminar batió un huevo en el caldo y no preguntó «¿por qué?» cuando me la comí a cucharadas, cuando me la acabé a cucharadas sintiendo un ligero dolor al tragar. Nunca más se ahorcó Otto Friedrich Stubbe. Sin embargo, aquella sopa hecha de huesos de vaca, clavo forjado y ronzal, que Lena le preparó a su Otto con un huevo batido, para darle fuerzas, y le sirvió luego cada sábado preventivamente, fue pronto conocida por otros candidatos propensos. Hombres potencialmente bamboleantes llamaban a la puerta de Lena. Se presentaban con timidez. Se invitaban a sí mismos. Se acostumbraban al ligero regusto del cáñamo. Volvían una y otra vez. Y Lena no preguntaba «¿por qué?», sino que preparaba para su mesa de los sábados un puchero de tamaño familiar lleno de sopa de soga y clavo, a cambio de una retribución no pequeña. Además de Otto que, después de los golpes y lloros habituales, no acababa de cansarse de sus anuncios de los viernes «¡me jorcaré otra vez!» , en la mesa de la cocina de Lena se sentaban el señor Eichhorn, jefe de departamento de la monarquía prusiana; el único propietario de una floreciente refinería de azúcar, llamado Levin; un teniente del primer regimiento de húsares de Su Majestad, Götz von Putlitz, y el hijito del propietario del astillero de Klawitter, Karlchen. Aparte de esa clientela fija, había huéspedes variables de todas las clases sociales. Ocasionalmente venía hasta el señor Wendt, uno de los principales de la parroquia de Santiago. Y para pobres diablos como el cargador de sacos Kabrun y un exaltado joven llamado Paul Scheerbart, que soñaba con un mundo de cristal, totalmente transparente, Lena Stubbe cocinaba gratis. Con ella se pasaba bien. Hasta las discusiones políticas se resolvían con palmadas en la espalda y brindis de confraternización. De colgarse o levantarse-la-tapa-de-los-sesos no se hablaba nunca, o sólo en broma como, por ejemplo, cuando el señor Levin contaba cómo, después de buscar inútilmente una cuerda apropiada, por fin (para castigar a su mujer infiel) anudó los collares de perlas de su Klothilde. Sin embargo, el costoso colgajo, cuando él le dio la patada al taburete, se partió por varios sitios. «Durante dos horas largas, señores, tuve que buscar y ensartar para reparar el daño. Porque mi querida esposa no se anda con bromas.» Así pues, la sopa de Lena tenía, además de regusto a cáñamo, un gusto secundario que creaba un agradable ambiente. En adelante, el teniente soportó con más facilidad las deudas contraídas para ser mayor; más tarde abandonó el servicio de los húsares de Su Majestad y se ocupó sólo de sus propiedades paternas desatendidas, en la Pomerania ulterior. El jefe de departamento prusiano, para sustituir a su mujer tempranamente fallecida, tomó una segunda mujer, que pocos años después lo dejó nuevamente viudo; sin embargo, también a una tercera mujer, sólo brevemente sufriente, la sobrevivió, gracias a la sopa de soga y clavo de Lena, conservando siempre su serenidad privada. Hasta Karlchen Klawitter conseguía ver, desde lejos (vaciando entretanto tres platos de sopa), ridículamente pequeño a su padre, el severo propietario del astillero que, al fin y al cabo, fue quien botó la primera corbeta de guerra prusiana de vapor. Cuando más adelante Hermann Levin estranguló a su infiel esposa con un chal de seda recamado de perlas, no quiso que ello se considerase por el tribunal como un homicidio calificado por la atenuante de desesperación, sino como un acto liberador; condenado a cadena perpetua, le escribió a Lena desde el presidio cartas afectuosas, sobre todo porque ella, durante años (hasta que él murió en 1909), le llevaba los días de visita, en una tartera, su sopa vivificadora a la prisión de Schiesstange: la sustancia animadora de la sopa era siempre la misma, aunque variasen los condimentos. Lena Stubbe sabía ofrecer variedad a sus huéspedes, tanto gratuitos como de pago. Desde luego, cocía siempre el clavo primitivo, en otro tiempo consagrado por su Otto, que se había curvado ligeramente cuando lo sacó de la viga pero que, derecho, hubiera tenido la longitud de una picha masculina aventajada. También siguió cociendo ronzales de vaca, que un establecimiento de aperos agrícolas de la calle de los Cántaros de Leche le vendía baratos, por lotes de sesenta, y a los que Otto uno por uno antes de ser echados, soga a soga, en el hirviente caldo , debía hacer un experto nudo. Sin embargo, las recetas de Lena no se limitaban a los huesos de vaca y el huevo batido al final: cocinaba (con los ingredientes mencionados) pescuezos de cordero y pochas, costillitas ahumadas de cerdo con chucruta y comino, menudillos de ganso con rutabaga y hasta, durante cuatro horas, callos de panza de vaca, albóndigas agrias, sopa de patata prusianooccidental con salchichón de ajo, patas de cerdo y guisantes corrientes con tocino; y en ocasiones festivas, en que los huéspedes sólo tenían que pagar un pequeño suplemento, cocía con la soga y el clavo tiernas lenguas de ternera a las que daba sabor con vino blanco y guarnecía de nabitos cocidos. Lo acompañaba todo con una mayonesa, hecha con aceite de girasol y yema de huevo. O rellenaba un lechoncillo con soga, clavo y ciruelas pasas. Fue una comida festiva la que se celebró el 18 de enero de 1891, en la que el señor Levin, que poco después estranguló a su mujer, brindó, con el jefe de departamento Eichhorn, por la fundación del Imperio, que acababa de cumplir veinte años, mientras Otto Stubbe y Karlchen Klawitter, el hijo del propietario del astillero, de ideas radicales, festejaban la reciente abrogación de las leyes antisocialistas y la dimisión de Bismarck. El exaltado Paul Scheerbart, sin embargo, se perdía en futuristas visiones de cristal. Y tampoco el ex teniente y ahora hidalgüelo Götz von Pulitz, por su posición vaga como liberal, quiso festejar ni la fundación del Imperio alemán ni el triunfo final de los socialistas, sino que afirmó que, con la reciente fundación del astillero de Schichau, se había creado una gran empresa económica, que aprovecharía tanto al Imperio como al simple trabajador, porque sin economía eso tenían que admitirlo el fabricante de azúcar Levin y el forjador de anclas Stubbe  no había ganancias de capital ni progreso social posible. Él había estado siempre en contra de la política proteccionista de Bismarck, mientras que los socis, en el Parlamento, se habían pronunciado varias veces a favor de los derechos de aduana. Entonces Otto Stubbe y Karlchen Klawitter se pelearon, más retórica que encarnizadamente, sobre la verdadera vía hacia el socialismo. Lena Stubbe intentó mediar con citas de Bebel. Se trató de la sórdida praxis y de los sublimes principios. Así se anunciaba, aunque suavizada por los atributos soga y clavo cosidos en el lechón, la polémica del revisionismo de finales de los años noventa: en una ocasión festiva. Karlchen Klawitter representaba el ala revolucionaria. Otto Stubbe tenía por un lado escrúpulos y por otro presentimientos. Los dos invocaban a Engels y sólo Karlchen, ocasionalmente, citaba a Marx. Mientras tanto, Paul Scheerbart soñaba, imperturbable, su utopía de cristal soplado. Lena Stubbe, sin embargo, que no se sentaba a la mesa sino que, como cosa totalmente natural, servía a los señores, citaba, mientras servía de postre compota de manzanas reinetas con nata, de su libro y manjar predilecto, La mujer y el socialismo, de Bebel, diciendo para terminar: «Los hombres nacéis más cablar. Pero hay cacer algo». En cualquier caso, la fiesta terminó alegremente y fue motivo para la confraternización. Karlchen Klawitter y el ex teniente se abrazaron. El jefe de departamento, Otto Stubbe y el fabricante Levin cantaron Salud, coronado de laurel victorioso, y luego Arriba los pobres del mundo. Lena, que acariciaba al absorto Scheerbart, se alegraba porque no había quedado nada del lechón. Entre los huesecillos roídos y los huesos de ciruela yacían el clavo, ligeramente torcido, y el ronzal de vaca anudado, brillante de grasa. A pesar de toda su exuberancia, los huéspedes, antes de levantarse y hacer chocar otra vez sus vasos de agua llenos de sidra, por la amistad, no dejaron de echar una mirada pensativa a la soga y el clavo, para lo cual, cada uno a su manera, adoptaron una actitud circunspecta. (Luego, la soga cocida se tiraba; el clavo, sin embargo, se lavaba, se protegía con aceite de linaza contra la herrumbre y se guardaba en una cajita de madera de ébano con llave que el cargador de sacos Kabrun, en agradecimiento a los convites, había fabricado  hasta el próximo sábado.) Y así durante muchos años: porque Stubbe ahora forjador de anclas en el astillero de Schichau y, después del congreso del partido en Erfurt donde, en calidad de delegado, votó unas veces contra Kautsky y otras contra Bernstein, totalmente sumergido en la disputa del revisionismo, que dura hasta hoy  siguió estando predispuesto, como también los otros hombres, cualesquiera que fuese su posición social: Otto Friedrich no dejaba de musitar, a pesar de los consuelos de Lena: «Me buscaruna cuerda. Me buscarún clavo. Así acabaré duna vez. Estoy jarto. Ynna que no se rompa. No quiero seguir aguantando. Es demasiao parún jombre. Eso no era lo convenío, que yo solo tó eso. ¿Qué quiere decir: por qué? ¿Es que no basta? ¿No basta? Nonó. No me dejaré mimar. Aunque me cueste el pellejo. Antes me lavaré el cuello, sí. Y con un ronzal de vaca. Y también sé dónday un clavo. Un clavo de fiar. Mañana mismo, si no &». Contra lo cual Lena Stubbe, como se sabe, tenía una receta. Y cuando ella, poco antes de que el presidente Augusto Bebel llegase a Danzig en el mes de mayo del 98  terminó su colección de recetas titulada Libro de cocina proletaria, había anotado ordenadamente todos los platos aunque curiosamente: sin los ingredientes soga y clavo  y con comentarios llenos de conciencia de clase, porque Lena estaba en contra de la cocina burguesa y de su ideología del «tómese-una-docena-de-huevos». A manera de prólogo escribió: «Tanto derroche ostentoso hace insegura a la mujer proletaria que cocina, la induce a vivir por encima de sus medios y la aliena de su clase». Sin duda, no recogió en su colección de recetas la sopa de soga y clavo, porque ese plato estaba dedicado a los desesperados de todas las posiciones y clases sociales. Sin embargo, cuando tuvo al camarada Augusto Bebel como huésped en su Salón y, después del festín proletario riñones de cerdo en salsa de mostaza , le presentó en manuscrito su libro de cocina con conciencia de clase, le sirvió antes del plato principal un caldo hecho con huesos de vaca, en el que, no obstante (y secretamente), había puesto a cocer la soga con su lazo y el torcido clavo, porque en aquella época corría el rumor de que el presidente del Partido Socialdemócrata estaba cansado. La continua lucha por lograr siempre un poco más de justicia había agotado sus reservas de esperanza. Ya no sabía responder cuando le preguntaban por qué. La lucha interna del partido entre el ala reformista y el ala revolucionaria lo deprimía profundamente. A menudo miraba como sin ver o musitaba frases fatalistas. Dudaba esencialmente. Había que temer lo peor, si no ocurría un milagro & Patatas fritas No, con manteca. Deben ser viejas, con gérmenes que apunten como dedos. En el sótano, sobre un enrejado seco de madera, donde la luz es una promesa lejana, han pasado el invierno. Hace tiempo, en el siglo de los tirantes, cuando Lena, ya en el sexto mes, llevaba la caja de huelgas bajo el delantal. Quiero, con cebollas y mejorana recordada, hacer una película muda en la que el abuelo, quiero decir el soci que cayó en Tannenberg, antes de inclinarse sobre el plato, maldiga y haga crujir todos sus dedos. Sin embargo, sólo con manteca y en sartén de hierro. Patatas fritas con menudillos de ganso y otros mitos parecidos. Arenques que se revuelcan voluntariamente en la harina o gelatinas tiritonas, en las que los pepinillos cortados en dados siguen siendo bellos y naturales. Ya para desayunar, el abuelo Stubbe antes de ir al astillero para el cambio de turno, dejaba vacío su plato lleno; y hasta los gorriones ante los visillos tenía conciencia de clase proletaria. La visita de Bebel Ni una palabra más sobre el borde del plato. Nada de argumentos y contraargumentos. Basta de hablar en el vacío, en medio, al margen, sobre las torneadas cabezas de los camaradas. Porque en el gran caldero las patas de cerdo llamadas spitzbeine , todavía con cada huesecillo en su sitio, cuecen desde hace dos horas en su caldo, con laurel y clavo, pimienta negra molida y cebolla (pero sin soga ni clavo forjado), están ahora en su punto y nos dejan mudos, a nosotros, que hemos hablado ya de todo y también del porvenir. Caldo en platos hondos, aderezado finalmente con vinagre. Para cada uno un pie de cerdo en dos, partido entre los dedos hasta el cartílago de la rodilla. Sobre el borde del plato una plasta de mostaza. Pan moreno para mojar en el caldo. Sin cuchillo, sin tenedor. Con dedos pronto gelatinizados, con dientes que recuerdan patas de cerdo anteriores, muy anteriores, patas de cerdo especiales de Lena Stubbe, entre amigos y frente a amigos, se sientan los viejos camaradas, que se han peleado, disputado, hasta que sólo ha quedado una esperanza rosa, y que ahora roen huesecillo tras huesecillo, muerden cartílagos, desgarran tendones, sorben tuétanos, mascan a dos carrillos la blanda piel fofa, necesitan una segunda, una tercera media pata: sin una palabra, cada uno para sí en la mesa, entre codos apoyados, con los ojos entornados, retirando todo lo dicho hasta que nos sentimos solidarios, unidos por el ruido. Siempre fueron baratas las patas de cerdo. Actualmente, tres libras por uno cincuenta. Ahora estamos llenos y sostenemos, con dedos pringosos, la cerveza en el vaso. El silencio está rodeado de suspiros. Nos sentamos en medio de gelatina. Se chupan intersticios dentales. Nos suben los eructos y las primeras palabras pastosas: «Vaya, no ha estado tan mal. Cosa fina». Charlamos y nos damos mutuamente la razón. Queremos ser otra vez razonables. No sentir más pelusilla unos de otros. Una comida simple que basta para apaciguarnos. Nos miramos amistosamente. Los huesecillos yacen en montones. Ah sí, había como complemento pepinillos en salmuera. Alguien probablemente yo  quiere pronunciar un discurso y elogiar a la cocinera socialista Lena Stubbe, que hacía callar a todos los camaradas en discordia de su época con un caldero lleno de patas de cerdo y los dejaba inofensivos durante el tiempo necesario para realizar una buena acción, por lo que incluyó el plato «Medias patas de cerdo con pan de centeno y pepinillos en salmuera», en forma de receta comentada, en aquel Libro de cocina proletaria que presentó al inolvidable camarada Bebel cuando un viaje de propaganda lo condujo a nuestra región y, en toda su augusta persona, fue huésped de Lena durante una noche. En la margen septentrional de la ciudad, hacia los terrenos del puerto y del astillero, donde el Barrio Viejo se unía al Nuevo y la pobreza ponía su sello en los niños, se alzaban en fila, hechos de ladrillo sin enlucir y con techos de cartón alquitranado, varios barracones obreros de un solo piso, que antes pertenecieron al astillero de Klawitter, luego al de Schichau, y siempre estuvieron habitados por dos familias de trabajadores del astillero. Los Stubbe vivieron mucho tiempo junto a los Skröver, hasta que Ludwig Skröver, con su familia, fue privado de su nacionalidad y tuvo que emigrar a América. El carpintero naval Heinz Lewandowski, con su mujer y sus cuatro chicos, ocupó la vivienda de al lado, cuya puerta, en el centro de la alargada barraca, estaba junto a la puerta de los Stubbe y, como ésta, pintada de verde. Después del pasillo venían la cocina-cuarto de estar, con ventana y puertaventana sobre el patio adyacente, el retrete de tabla y el jardín. Desde el pasillo, el salón salía hacia la derecha (el de los Lewandowski hacia la izquierda), con dos ventanas a la fachada. Siempre a derecha e izquierda, pero menores que los salones, los dormitorios limitaban con las cocinas-cuarto de estar de los Stubbe y los Lewandowski. Bajo los techos de cartón alquitranado no había sitio para buhardillas. Por detrás, conejeras apoyadas en las barracas. Las estufas de ladrillo se encendían en los salones, pero, separadas por el tabique, calentaban también los dormitorios de ambas familias. Donde más calor hacía era en la cocina. La bomba de agua del patio estaba destinada a ambos inquilinos. Ni a los Lewandoski ni a los Stubbe se les hubiera ocurrido arreglar el salón, poco utilizado, como dormitorio para los niños. Por eso, junto a la cama de matrimonio, había, muy pegadas, dos camas de niño en las que dormían las tres hijas pequeñas del segundo matrimonio de Lena Stubbe y, a los pies del lecho conyugal, una cama estrecha, en la que durmió Lisbeth, la hija del primer matrimonio, hasta que, a los dieciocho años y perfectamente instruida ya en la vida matrimonial, se casó con un trabajador de la fábrica de vagones y se marchó embarazada a Troyl, con lo que la estrecha cama, ahora vacía, fue ocupada por la Luise de doce años. Lisbeth, Luise, Ernestine y Martha padecieron a Otto y Lena Stubbe noche tras noche: roncando, crujiendo entre gemidos, tirándose pedos, llorando, repentinamente mudos, hablando entre sueños. Así aprendieron los niños en la oscuridad y nunca olvidaron. El salón, sin embargo, siguió siendo misterioso y, salvo en los grandes días de fiesta, prácticamente inhabitado, hasta que Lena Stubbe, en el año 1886, poco después de la huelga del astillero Klawitter y del intento de suicidio de su marido, empezó a organizar una mesa los sábados por la noche para suicidas potenciales en su cocina-cuarto de estar y, de esa forma como algunos de sus huéspedes pertenecían a clases elevadas , obtuvo unos ingresos suplementarios apreciables, que empleó en buena parte en libros y abonos a revistas: el salón se convirtió en el estudio de Lena. Cuando no había perdido los lentes en la cocina, estaba en el salón sepultada entre papeles. Allí leía Lena el Neue Zeit y Das Neue Frauenleben, allí ordenaba, receta tras receta, su Libro de cocina proletaria, y desde allí escribió con su mejor letra dos cartas al presidente de su partido, llenas de preguntas relativas al libro de Bebel La mujer y el socialismo, a las que recibió respuesta: Bebel quitaba importancia a su utopía de la libre elección de la profesión, se retractaba también un poco en cuanto al Estado como educador y anunciaba su visita, interesado como estaba por la cocina con conciencia de clase de Lena. En Kiel, con miembros del comité de la fábrica: «Dime, compañero, ¿por qué escribes de una forma tan complicá, sólo para los ricos burgueses y no para nosotros, la clase obrera?». Eso pregunta un tornero. «Es demasiao elevao para nosotros. Cuando estamos doblaos de tanto currar sólo nos queda la tele. Nos tienen que dar algo que sea claro y resulte interesante como una película de bandíos.» Como si fuese un trabajo en cadena: dormir, currar, plantarse ante la pantalla. Como si durante el sueño no se desarrollase también un concurso televisivo y como si el torno dejase alguna vez de funcionar. Como si no hubiera en el proceso del trabajo normalizado, metidos como material, películas y antipelículas al revés, reclamaciones de atrasos y pagos de la seguridad social, de forma que, con las virutas, caen también desechos privados y otras historias estúpidas. Como si, mientras el presentador del concurso varía sus preguntas, el taller no tuviera derecho a hablar. Como si la otra película, la de los sueños, no continuase durante el primer turno, en el tráfico de las horas punta, incluso mientras la propia mujer, siempre extraña, se abre de piernas; como si no corriera, corra, se rompa, vuelva a correr, se repita, sin pausas, sin cronómetro; como si no hubiera tarifas, sólo canciones de moda en los oídos; como si no hubiera lombarda recalentada, y todo, también el blanco y negro, fuera en color. «Ya lo hago compañeros. Escribo tiempo comprimido. Escribo sobre lo que es, mientras que también otras cosas, recubiertas por otras, están junto a otras o parecen estar; mientras algo inadvertido, que no parece estar ya, subsiste estúpidamente y, sin embargo, por estar oculto, se queda solo ahí: por ejemplo, el miedo.» «Eso es, compañero. Así es. No poder parar. Casi siempray algo que va mal. Y los niños que no sestán quietos. Y siempray algo además. No mieo. Más bien comuna sensación dalgo. Pero esas frases tuyas, compañero, tampoco resuelven ná. Antes cacabes ya no tescucho. ¿No pués hablar normal?» «Sí puedo, compañero. Claro que puedo.» Cuando Lena Stubbe, una de las muchas cocineras que se acurrucan en mí queriendo salir, en el 85, mientras estaba en huelga el astillero Klawitter, se ocupaba de cocinar la sopa popular y administraba la caja de huelgas, se dio cuenta un lunes de que en la caja faltaban setecientos cuarenta y cinco marcos, después de lo cual no le dijo nada a su Otto, que siempre pegaba cuando lo cogían en falta, y siguió callada cuando Otto, después de darles una paliza a sus hijas, que llevaban todas trenzas, se la dio también a ella, su Lena, con dura mano de padre, marido, socialista y forjador de anclas, hasta que se quedó exhausto y se puso a llorar, porque Otto no quería ser como lo he descrito con una frase otra vez demasiado larga, sino tener conciencia de clase y ser solidario; todavía recientemente Otto Stubbe había hablado a los camaradas, en la cervecería del Águila, en contra de las palizas a los niños proletarios y a las mujeres de los trabajadores, prematuramente envejecidas: «No queremos criar súcditos, sino, como dice el Bebel, alemanes jonraos». Y los camaradas de entonces asintieron todos y dijeron «¡eso es!» & lo mismo que vosotros, compañeros de la asociación local de Kiel, asentís y decís «¡eso es!» cuando intento explicaros por qué las frases difíciles son cortas y las fáciles largas. Por eso es corta esta frase: al parecer, el agente secreto de la Cancillería, como auténtico socialdemócrata, era de día especialmente fiable. Pero vosotros no queréis leer mis frases cortas ni largas, porque unos cuantos niños de izquierdas de familias de derechas os han eliminado como desposeídos analfabetos y os han puesto el marchamo de estúpidos proletarios, de Ottos de mano dura. Sin embargo, la cocinera Lena Stubbe leyó en sus tiempos muchos libros que conmovieron a su época. Cuando había repartido a los camaradas, a menudo peleados, patas de cerdo tiernamente cocidas para roer, les leía frases y extractos del clásico La mujer y el socialismo, mientras los hombres masticaban. Y cuando el presidente de los socis, en el 96, visitó el puerto de Danzig para acabar con las disputas entre camaradas ya entonces se hablaba de y contra el revisionismo , ella habló largo tiempo con el presidente de su partido sobre el libro de cocina proletaria que seguía echándose en falta. Los dos se sentaban en el salón. Al principio, también estuvo Otto Stubbe. Se oía al lado cómo los niños se esforzaban por no hacer ruido. En la vivienda vecina hacían más ruido los niños de los Lewandowski. Fuera era mayo, y las lilas florecían entre las barracas. Otto había propuesto matar un conejo en honor a Bebel. Pero Lena Stubbe preparó sus riñoncitos de cerdo en salsa de mostaza. Qué buenos estaban, compañeros. Cuando Augusto Bebel entró en la vivienda de la familia Stubbe, en la barraca obrera del Brabank 5, fue pasado enseguida por Lena al salón, de cuyo mobiliario, a diferencia de otros salones, formaban parte un secreter de muchos cajones y libros apilados, cuajados de notas de papel. Sobre el secreter, junto a una cajita de ébano en la que Lena guardaba un clavo forjado, había, enmarcada, una fotografía de periódico de Bebel, hablando en el Reichstag contra Bismarck. Y ahora el famoso hombre con tanto pasado se encontraba allí, real, actual y respetablemente vestido junto al sofá. Sin embargo, estaba como ausente, preocupado por encontrar la primera frase. Olfateó: «¿Hay algo picante?». Porque en la cocina-cuarto de estar, por el pasillo, a través de la puerta y hasta el salón se anunciaba inconfundiblemente el olor del urinoso, todavía no suavizado regusto del plato fuerte. Hacía poco que Lena se lo había dicho a su Otto, «¡sacabó, te digo, sacabó!», después de haberle dado él una paliza, no sólo como cada viernes. «Si seguimos así sacabó. Y para siempre.» Sin embargo, la amenaza de terminar quizá un día y para siempre no la lanzó a causa de los habituales golpes ante eso decía, todo lo más: «A ver si te partes tú mismo la boca un día» , sino porque, últimamente, Otto comía con remilgos su sopa de guisantes, y a los riñoncitos de cerdo en salsa de mostaza sólo les encontraba sabor a pis. «Ya verás quién quiere cocinar sopas y cosas así parún mierda como tú. Y quéjate luego: los riñones de Lena eran mejores. Porque entonces ya nabrá ná cacer. Lo he dicho mil veces: no pué remediarlo. Siempre tié cacerse el macho y dar puñetazos en la mesa. Luego sarrepiente. Y se pona lloriquear. Está bien, jázselos, eso le gusta, unos riñones en peazos pa que suelten bien el jugo. Y al final con mostaza. Porqueso le gusta y no deja de babear: jaz otra vez riñones en salsa. Porque cuando están tiernos, les echo pimienta, rallo rábano picante tierno, los ponga fuego lento pa que no formen grumos, cinco cucharás soperas de mostaza o jenabe, como decimos nosotros, y se revuelve sin parar. Pero eso sacabao. Me jartao dél. Siempre con su bocaza, jablando de solidariá. Si tié que pegarme, dacuerdo. A mí no mimporta. Aunque me pongun ojo a la funerala. Pero no le dejo que se meta con mis riñones. ¡Por qué tengo que cocinar yacerlo tó yo! Y patatitas además para la salsa. Y como condimento unos granos de picante o, como se dice finamente, pimienta. Pero eso no es bastante bueno pa él. Tengo que remojarlos con agua o con leche, pa que no sepan a pis. Como si luego supieran a algo. Sacabó, te digo, sacabó. Que se vaya a otra parte. Quizá encuentre a otra que se los remoje o se los deje insípios a fuerza de leche. Pero tampoco estará contento. Y llorará recordando los riñones de Lena. Pero entonces será demasiao tarde.» Todo esto lo repetía Lena Stubbe una y otra vez, y desde entonces remojaba los riñones de cerdo durante medio día, antes de cocinarlos para que se pusieran primero duros y luego blandos. Sin embargo, en su libro de cocina los escribió de forma muy distinta. Y los riñones en salsa de mostaza para el maestro tornero, viajante de comercio, agitador, presidente del partido, orador público y diputado del Reichstag no los había remojado con agua ni leche, por lo que olían hasta el salón. Y después de la sopa de huesos de vaca (con uno o dos ingredientes especiales), el camarada Bebel se relajó un poco. Al principio parecía estar agobiado o sólo cansado de las obligaciones, siempre iguales, de sus cargos. Más para Lena que para Otto Stubbe se quejó, aunque con viril autodominio: cuántos amigos había perdido durante los años de lucha, con qué rigor había tenido que dirigir el Partido a pesar o a causa de las duras leyes antisocialistas, y qué comodones por un lado y discutidores por otro se habían vuelto los miembros del Partido, con el éxito creciente. Qué difícil era acostumbrar al socialismo a la legalidad, sin que esa evolución necesaria degenerase en compromisos, qué lejos de los objetivos se veía uno, a pesar del éxito creciente en las elecciones del Reichstag; sí, porque, al tener el éxito al alcance de la mano, el objetivo perdía claridad. Bebel expresó sus dudas y habló también de sí mismo destructivamente: había predicho con demasiada seguridad el derrumbamiento del sistema dominante y la Revolución; con demasiada frecuencia había fechado la inminente quiebra del Estado y, de esa forma, había suscitado falsas esperanzas en la victoria final. Sin duda, se había dejado llevar por las predicciones de Marx. Hasta con respecto a Inglaterra habían resultado falsas. En lo que se refería al empobrecimiento de las masas, era Bernstein quien había tenido razón. Había que reconocer que el capitalismo era capaz de evolucionar y no carecía de inventiva. Por otra parte, la idea socialista no podía vivificarse sin la esperanza de una transformación inminente y el objetivo tangible de una nueva sociedad. Y, en realidad, todo hacía suponer que la mala economía de explotación sufriría pronto un colapso. Había que esperar seriamente el día de la Revolución. Aunque no se pudiera decir en voz alta, a causa de la legalidad exigida. Mientras Lena Stubbe esperaba serenamente el efecto de su caldo de huesos (confiando en sus ingredientes) en aquel hombre profundamente deprimido, Otto Stubbe mientras Bebel se sentía ensombrecido por las dudas y aplazaba sine die la Revolución  se removía inquieto en su silla; sin embargo, en cuanto el presidente, gracias al caldo de vaca de Lena, se irguió de nuevo y con sus ojos claros, dominantes, lanzó destellos hacia el futuro, el entusiasmo invadió al forjador de anclas, fácilmente impresionable. Declaró que el progreso era revolucionario. Hizo resonar tonos anarquistas y adoptó la actitud del ahora-o-nunca, por lo que Bebel, aludiendo a las decisiones del congreso del partido en Erfurt, tuvo que llamarlo al orden, con firmeza pero sin severidad. Lena ponía ya a la mesa los riñones de cerdo con salsa de jenabe y patatas hervidas. En el jarro de agua de cristal estaba lista la cerveza negra, que Luise, la hija de Stubbe, había traído de una taberna del Patio de los Cuberos. Mientras comían, oían a los hijos de los Lewandowski tan fuerte como si estuvieran allí, y apenas a los propios, que estaban al lado. Bebel alabó aquel plato sencillo y, sin embargo, tan sabroso. Lena habló de su hija Lisbeth, cuyo marido tísico no duraría mucho seguramente. Ahora más relajado, cordial e interesado por los acontecimientos familiares, el presidente se sentaba sin (como había hecho al principio con frecuencia) sacarse del bolsillo el reloj de oro, de forma que Lena, apenas habían comido de postre su famosa compota hecha de manzanas reinetas con canela, invitó a Otto que estaba dando la lata  con una simple mirada (y utilizando su azotada autoridad) a abandonar el salón. Otro se mostró cumplidor de su deber: iba a ocuparse un poco de las niñas, que se estaban poniendo revoltosas. Era mejor que Lena y el camarada Bebel se quedasen solos. De todas formas, de cocinar con sentido político él, Otto, sabía muy poco. Era un convencido de la sustanciosa cocina casera, pero no sabía nada de teoría culinaria. Eso, dijo, era cosa de Lena. Sin embargo, cuando hubiese que actuar, acudir a las barricadas o a donde fuera, él sería el primero. De eso podía estar seguro el camarada Bebel. Cuando Otto Stubbe salió, se hizo el silencio en el salón. Duró un ratito. No había en el cuarto ni moscas. El presidente encendió un cigarro y observó que procedía del legado de Engels. Incluso ironizó: el buen Federico había seguido siendo sobre todo fabricante, pero en sus últimos años, quizá liberado de la sobrepresión de Marx, se había convertido en un útil socialdemócrata. Luego otra vez silencio. Lena buscó sus lentes, los encontró y, sin decir palabra, puso ante el humeante presidente su manuscrito pulcramente escrito. Bebel hojeó el Libro de cocina proletaria, leyendo aquí y saltándose páginas allá. Algunas de las cocineras que hay en mí estarían hoy sindicalmente encuadradas. Amanda Woyke, seguro. Quizá Greta la Gorda. Belicosamente orientada a la izquierda: Sophie Rotzoll. Y, sin duda alguna, Lena Stubbe. En un congreso del sindicato de alimentación-consumo-hostelería que se celebró recientemente en Colonia, la delegada Lena Stubbe habló a los cocineros de cantinas de empresa y a los de la cadena de restaurantes Wienerwald, a los cocineros de las fábricas de conservas y a otros cocineros. Naturalmente, en la sala había también camareros, camareras, carniceros, fabricantes de pan, etcétera. Al comenzar su comunicación, «La cocina de las clases oprimidas», Lena dijo, más en broma que provocadoramente: «¡Compañeros y compañeras! ¿Qué sentido tiene la cocina rápida? ¡Al diablo con los platos hechos! Aunque ahorréis tiempo, yo pregunto: ¿tiempo para qué y para quién?». Sólo obtuvo una aprobación renuente. Y también su ataque a la industria conservera, salpimentado de ejemplos de su mala calidad, sólo fue secundado por algunos cocineros y por otros calificados de elitistas porque tenían que satisfacer, en las cocinas de hoteles de lujo (Rheinischer Hof, Hilton, Steigenberger), exigencias supuestamente internacionales: pechugas de faisán al ananás. El plato preparado en conserva «¡Ésa es la forma de que también el hombre de la calle pueda permitirse la lengua de ternera en salsa de Madeira!»  fue expresivamente apoyado por la mayoría y llamado a voces «progreso en el sentido de la solidaridad sindical». «¡Entonces tendréis que elogiar también el embutido de guisantes!», gritó Lena. «Al fin y al cabo, poco antes de estallar la guerra del 71, un cocinero y compañero de Berlín inventó ese embutido, fortificando así al ejército prusiano.» (Aplausos, risas.) «O tendréis que nombrar al conde Rumford miembro de honor, porque ese señor, apenas comenzado el siglo XIX inventó, como respuesta a la cuestión social, el engrudo que lleva su nombre: la sopa de beneficencia de Rumford, hecha con agua, patata, cebada, guisantes, sebo de vaca, pan duro, sal y cerveza rancia, que se cocía hasta que, de tan pastosa, no se caía de la cuchara.» (Nuevos aplausos y risas de los delegados.) Sin embargo, cuando la antigua cocinera de la cocina popular de la calle de la Muralla y de Danzig-Ohra recurrió a su experiencia tempranosocialista y su exposición se hizo cada vez más histórica, cuando pidió para la actualidad el libro de cocina proletaria que ya entonces faltaba, cuando Lena Stubbe empezó a demostrar que las mujeres proletarias, en la época del primer capitalismo, a falta de libros de cocina con conciencia de clase se habían atenido a los mamotretos burgueses el Henriette Davidis y otros peores , y de esa forma se habían alienado de su propia clase llenándose de nostalgias pequeñoburguesas «¡Vuestras lenguas de ternera en salsa de Madeira!» , cuando Lena afirmó que el movimiento obrero y, dentro de él, los sindicatos, habían descuidado, ayer y hoy, dar a las jóvenes obreras una cocina con conciencia de clase «¡Cierran los ojos y agarran la primera lata de conservas!» , los participantes en la reunión protestaron mayoritariamente. «¡Hay conservas de calidad!» y «¡quiere resucitar una lucha de clases hace tiempo superada!». Alguien gritó: «¡Chorradas típicamente izquierdosas!». Sin embargo, la cocinera del siglo XIX tuvo la última palabra: «¡Compañeros!», les gritó a los cocineros. «Cocináis sin conciencia histórica. No queréis reconocer que la cocina masculina, durante siglos, ha sido un producto de los conventos y de las cortes, de la clase dominante en cada momento, en tanto que nosotras, las cocineras, hemos servido siempre al pueblo. En otras épocas fuimos anónimas. No teníamos tiempo para salsas refinadas. No hay entre nosotras ningún príncipe Pückler, ningún Brillat-Savarin, ningún maître de cuisine. En las épocas de hambre estirábamos nuestra harina con bellotas. Cada día se nos tenía que ocurrir algo nuevo para las gachas de avena. Una lejana pariente mía, la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke, y no el Tío Fritz, fue quien introdujo la patata en Prusia. Vosotros, en cambio, sólo habéis inventado siempre cosas extravagantes: perdiz deshuesada a la diplomática, rellena de caza trufada y guarnecida de pastelillos de foie-gras de oca. ¡No, compañeros! Yo estoy con las patas de cerdo con pan moreno y pepinillos en salmuera. Yo estoy con los baratos riñones de cerdo en salsa de mostaza. ¡Quien no sienta en la boca el sabor histórico del mijo y las gachas de esteba no debe hablar aquí, satisfecho de sí mismo, de parrilladas ni salteados!» Los cocineros, cabreados, gritaron: «¡Al grano! ¡Al grano!». Luego se trató sólo de las próximas negociaciones de salarios en Renania septentrional-Westfalia. Entretanto, el presidente del Partido Socialdemócrata se había hecho una idea, sin duda superficial pero suficiente para tener una impresión de conjunto, del manuscrito de Lena Stubbe para un Libro de cocina proletaria. Elogió el esfuerzo. Reconoció que la joven obrera, casi siempre de origen rural y habituada a una economía de subsistencia, había permanecido en el ámbito urbano sin orientación y, en sus tareas domésticas por ejemplo en la cocina , había carecido de directrices de clase. Él conocía el enorme y nocivo consumo de azúcar de los hogares proletarios. Sin duda, también el alcoholismo de los obreros guardaba relación con los anárquicos hábitos alimentarios del proletariado. La corrupción burguesa comenzaba ya al hacer la compra. Era verdad: a su libro sobre la mujer le faltaba un capítulo al respecto. Era posible que no sólo él, sino también el movimiento obrero en su totalidad hubieran descuidado desde el principio educar, al mismo tiempo que la cabeza, el paladar, desarrollando un gusto de clase. No se podía dejar todo al buen sentido. La demanda de justicia estaba demasiado apegada al papel. Faltaba lo sensual. El estómago no quería sólo que lo llenaran. Por eso al socialismo, por muy agudamente crítico que pudiera ser, le faltaba humor. Una obra como aquélla era, por lo tanto, más que necesaria. La camarada Stubbe había estado muy acertada en sus comentarios y citas históricas, por ejemplo, la alusión a la escasez y el encarecimiento de la carne alrededor del 1520 y el desarrollo consiguiente de platos de harina muy populares, como las pastas y las albóndigas. También estaba de acuerdo con ella, en general, en que la introducción de la patata en Prusia había producido un cambio más profundo que la gloriosa sucesión de batallas de la Guerra de los Siete Años. Sólo podía hacer suya la afirmación de que el triunfo de la patata sobre el mijo había sido un hecho revolucionario. Todo estaba concebido en una línea marxista, aunque Marx no hubiera sabido percibir ese aspecto de los hábitos alimentarios del proletariado, probablemente a causa de su origen burgués. Tanto al capitalismo como al socialismo se les había pegado desde el principio algo de puritano. Por lo demás, le maravillaban los conocimientos de la camarada Lena. Veía en ella el prototipo de la mujer proletaria autodidacta. También él, de oficial tornero, había tenido que adquirir sus conocimientos leyendo, sin una formación previa suficiente. Luego Augusto Bebel le estrechó la mano largo tiempo a Lena; hasta tal punto lo había convencido. Exclamó: «¡Un día inolvidable!». Sin embargo, cuando Lena le pidió al presidente de su partido que escribiera un prólogo para su Libro de cocina proletaria porque, siendo mujer y desconocida, no podría encontrar editor, Bebel se mostró inseguro. No creía, dijo, que la conciencia de los camaradas estuviese ya tan madura como para comprender la necesidad política de un prólogo del presidente de su partido a un libro de cocina. Se pondría en ridículo y, con ello, sólo perjudicaría a una buena causa. Por no hablar de la reacción de la opinión burguesa. En el campo adversario sólo esperaban algún desliz suyo. Por desgracia, por desgracia. Y también la propuesta de Lena de añadir en letra pequeña, por lo menos, partes importantes de su libro de cocina aunque fuera sin citar su nombre  como apéndice a la nueva edición del famoso libro de él, fue rechazada, lamentándolo, por Bebel. La camarada Stubbe, como él podía ver, leía regularmente Neue Zeit. Por lo tanto, conocía su controversia con Simon Katzenstein sobre el tema de la mujer. Le presionaban para que incluyera en la próxima edición el artículo crítico de Katzenstein y su propia respuesta. Así pues por desgracia, por desgracia , no quedaría sitio para extractos del libro de cocina. Además, abreviar aquel espléndido trabajo sería una gran responsabilidad. Nonó. No podía hacerle eso a la camarada Stubbe. Cuando Augusto Bebel sacó el reloj de bolsillo de oro que hoy Willy Brandt, presidente del SPD, lleva en las grandes ocasiones, Lena se quitó las gafas de leer y miró con ojos acuosos la mesa limpia. Dijo: «No importa». Él dijo: «Confieso que cuando llegué estaba deprimido; sin embargo, me marcho muy animado. Porque, por desgracia, tengo que marcharme. Los camaradas me aguardan en la cervecería del Águila. Así se llama el local de la calle de los Carpinteros. Otra vez figura el revisionismo en el programa. Esa disputa eterna. Me gustaría mucho más que me hablase usted de su bisabuela la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke. Síseñor. Si no fuera por la patata &». Al salir Augusto Bebel de la barraca del Brabank 5, rodeado por la familia Stubbe, lo esperaba fuera mucha gente, que lo aclamó, lo vitoreó y creía en la Causa. Se cantaron canciones obreras. Tuvo que estrechar manos. Había lágrimas en los ojos. La tarde de mayo ofreció su puesta de sol. Un teniente de policía que, con sus hombres, vigilaba aquella concentración popular, dijo: «¡Hay más jaleo que cuando viene el Emperador mismo en su augusta persona!». Y una mujer proletaria, la señora Lewandowski que vivía al lado, le respondió al teniente: «¡Él es nuestro emperador!». El viaje a Zúrich Comenzó el viernes, en la estación central de Danzig, después de haber aparecido la noticia el 13 y 14 de agosto en el Volkszeitung del jueves. Desde luego, la junta directiva local decidió inmediatamente organizar una solemne ceremonia fúnebre, que se celebró efectivamente el sábado en el Hogar del Tirador, con mucha asistencia, pero no se quiso enviar ningún delegado, sobre todo porque la camarada Lena Stubbe que, unos años antes, había mantenido activos contactos con el presidente del Partido  se decidió de repente a emprender, por cuenta propia, el largo viaje; llevaba consigo una corona de laurel, costeada por la sección local, con una cinta blanca, en la que estaba escrito en letras rojas: «¡Adiós!» y «¡Viva la solidaridad!». Su equipaje se componía además, aparte de lo estrictamente necesario en una maleta de mimbre, de una hogaza de pan, un tarro lleno de menudillos de cerdo y una red de manzanas. Justamente a tiempo se firmó su pasaporte expresamente expedido. Otto Friedrich Stubbe llevó a Lena a la estación. Le habló dominándose virilmente pero, sin embargo, profundamente conmovido, aunque sólo el día anterior le había desaconsejado el viaje a Zúrich, caro y totalmente ruinoso para los ahorros de Lena: «Habrá gente más que de sobra». Aunque puedo dar aproximadamente la hora de salida del expreso del Berlín (poco después de las once) y, por otra parte, me acuerdo bien de agosto de 1913, la actualidad me resulta como incomprensible: hace pocos días el actual presidente del SPD ha presentado su dimisión como Canciller Federal sólo porque los comunistas habían metido en su oficina un espía. No se comprende, se maldice «¡qué cerdos!» , se telefonea a otros desconcertados, se sienta uno, porque dar vueltas no sirve de nada, se lamenta uno una y otra vez «¡no puede ser!» , y se escribe, para revivir el pasado, sobre Augusto Bebel: ¿cómo hubiera actuado él en un caso así? ¿Qué hubiera dicho sobre el problema del espía? ¿Se hubiera pronunciado a favor o en contra cuando, el 22 de abril de 1946, el KPD y el SPD de la zona de ocupación soviética de Alemania se unieron en el SED, en un congreso de unificación? En aquella ocasión solemne, un viejo camarada, con el aplauso del camarada socialdemócrata Grotewohl, entregó al camarada comunista Pieck el bastón que el propio Bebel torneó y con el que, en el turbulento congreso del Partido en Erfurt, en 1891, reclamó «¡silencio!». Sin embargo, ese poder protector simbólico del bastón no fue suficiente para proteger a algunos socialdemócratas (poco después del congreso de unificación) de la prisión de Bautzen, ni tampoco ha podido impedir a los comunistas en el poder de la República Democrática Alemana espiarse a sí mismos y también a algún otro, incluido el sucesor de Bebel. Eso, naturalmente, no se lo hubiera imaginado el maestro tornero cuando por vocación profesional  se hizo a mano un bastón, a fin de dar fuerza a su autoridad en las disputas demasiado ruidosas sobre la verdadera vía hacia el socialismo. (¿O quizá se habrá retirado Willy porque el poder le asqueaba?) Cuando Lena Stubbe llegó a Berlín a las 19.30 horas, a la estación de la Friedrichstrasse, tuvo que trasbordar al ferrocarril metropolitano, porque el expreso de Zúrich por Halle, Erfurt, Bebra, Fráncfort, Karlsruhe y Basilea salía a las 22.13 horas de la estación de Anhalt. Desde Schneidemühl había podido dormir en su rincón tranquilamente, tan llana era la Pomerania. En el andén, a lo largo del cual había muchos camaradas de otras secciones locales y circunscripciones del Partido, con coronas, se comió una manzana y luego, cuando, por suerte, encontró en su departamento un sitio junto a la ventana, se cortó unas rebanadas de pan integral y puso sobre ellas porciones de los menudillos del tarro. Para acompañarlo se bebió una de las cuatro botellas de cerveza barata que su Otto Friedrich, previsoramente, le había metido en el bolso de viaje. El presidente, cuya actividad como escritor había resultado remuneradora, se había construido para la vejez una casa junto al lago de Zúrich, porque su única hija se había casado allí. Lena, cuando August Bebel murió a los setenta y tres años, tenía sesenta y cuatro. La camarada que se sentaba frente a ella podía estar a principios de sus cuarenta. Había tres caballeros más en el compartimiento, de los cuales sólo uno se dirigía a Zúrich por motivos socialistas. Este señor Michels, que vivía en Turín y era profesor de economía política y, aunque había caído en el compartimiento de Lena por casualidad, conocía a la otra viajera la tuteaba , inició poco después de la salida un discurso de tono tan radical que los otros dos caballeros, antes de bajarse en Halle se cambiaron de compartimiento, y uno de ellos, con gran regocijo de las mujeres, habló de la «pestilencia comunista». En muchos sentidos, aquellos caballeros eran injustos con el señor Roberto Michels, porque aquel hombre, todavía joven, procedía de una familia de comerciantes del Rin. Era verdad que, tras un corto interludio como oficial prusiano, había tomado contacto rápidamente con los revolucionarios socialistas pero, disgustado por la socialdemocracia alemana y sus principios de orden, se había aproximado a los sindicalistas italianos y franceses. Influido por Sorel, el reformismo pequeñoburgués de los socis le repugnaba, aunque no sólo se sentía decepcionado por Bebel, hijo de un suboficial, sino también, por nostalgia de una auténtica autoridad, fascinado. Por eso iba Michels al entierro del presidente de un partido que él, en su marcha hacia delante, había dejado hacía tiempo atrás. Se consideraba muy a la izquierda de doña Rosa, que, por su parte, se consideraba en el ala izquierda del Partido. En Lena Stubbe, que le ofreció una manzana como a todos los del compartimiento, no vio nada; cómo hubiera podido comprender a aquella mujer de cabello blanco que, al arrancar el tren, se santiguó, y repitió ese pecado contra el espíritu de la Ilustración en cada estación. El diálogo de los dos pasajeros más jóvenes se encendió ante la tesis de la huelga general como medio de lucha revolucionaria de las masas. Desde luego, Michels era partidario de la huelga general, pero reprochó a Rosa haber tenido miedo a rebasar los límites de la legalidad, haberse humillado ante Bebel, el «conocido político de mayorías» y no haberse atrevido a la escisión por la izquierda. «Tú y tus discursos democráticos. Las masas, como fuerza, son ciegas. Deben ser empujadas hacia adelante por una voluntad que las dirija. La voluntad del pueblo sólo quiere recibir siempre unos céntimos más y, de vez en cuando, una cerveza gratis. Vuestra socialdemocracia apesta a decadencia burguesa. Todo se reduce a hacer estatutos. Ya no hay sitio para una fuerza anarquista que, con escoba de hierro, barra el polvo de mil años y dé paso por fin a una libertad mucho mayor.» También ella la quería, dijo Rosa. Sin embargo, la libertad no se podía ordenar por decreto. Tenía que crecer desde la base, aunque fuera con ayuda de la organización. «Desde luego, sin los compromisos actuales. Hay que echar a los Bernstein y los Kautsky. Ahora que el viejo ha muerto, quedarán en libertad fuerzas jóvenes. Tenemos que volver a encontrar la espontaneidad. En caso necesario, en contra del Partido.» Así hablaron hasta Bebra. Cuando fuera empezaba a amanecer habló Lena: verdaderamente, le hubiera gustado dormir un poco. Pero tenía que hablar. Lo que decía la camarada Luxemburgo lo había leído ella también, más o menos, en los periódicos. Y en los papeles estaba bien. Con eso de la libertad de abajo arriba sólo podía estar de acuerdo. Y lo que aquí, tan brillantemente, exponía el camarada Michels del que ella, por desgracia, no había leído nada  era tan hermoso, que hubiera podido ser dicho por su Otto Friedrich en la cervecería del Águila, cuando le daba su domingo radical. Sin embargo, la vida se vivía también el lunes y luego el resto de la semana. Eso lo decía siempre el camarada Bebel. Era una pena que él no ocupase ya la presidencia. ¿Qué ocurriría ahora, cuando nadie fuera capaz de encerrar en una frase razonable tanta verdad como había a izquierda y derecha? Porque el exceso de verdad era peligroso. Pronto, hablando, se perdía la unidad. Quizá la camarada Luxemburgo había pensado en eso. Y en cuanto al camarada Michels, que era un hombre tan leído y sabía dos palabras distintas para todo, debía tener cuidado de que sus discursos no lo llevaran demasiado a la izquierda, porque, si no, aparecería otra vez por la derecha. Ella había conocido a gente, como Karlchen Klawitter, a la que unos años más tarde no era posible reconocer. Sin embargo, lo que era real, por ejemplo la miseria, seguía siendo lo mismo. Entonces Lena Stubbe ofreció otra vez sus manzanas, se echó el abrigo sobre la cara y se durmió, mientras el expreso se apresuraba a través de la mañana clara y se esforzaba por ser puntual, porque el maquinista y el fogonero, lo mismo que los distintos revisores, eran todos camaradas. Sabían muy bien a quién llevaban y a dónde, y que su tren regular, de estación en estación, se iba haciendo cada vez más histórico. Rosa Luxemburgo y Roberto Michels, sin embargo, se habían quedado un poco pensativos tras las palabras de Lena: ella había llamado a Rosa una vez «niña» y «rapaza». Sin embargo, porque el socialismo lo quiere y como por costumbre aunque, por miramiento, a media voz , tuvieron que seguir discutiendo cuestiones de principio durante una hora larga, hasta que les entró también el sueño. Naturalmente, Rosa no quería (como hizo luego, con malas consecuencias) separarse del Partido. Naturalmente, el radical hijo de burgués no quería terminar, después de un recorrido excéntrico, en el campo de la reacción (no obstante, Roberto Michels, poco después de la Primera Guerra Mundial que no tardaría  se convirtió en Italia, donde era profesor, en fascista convencido y radical hasta el fin). Con el expreso viajaba hacia Zúrich mucho futuro: Ebert y Scheidemann se sentaban en un compartimiento de primera clase, y también Plejanov, a quien Lenin calificaba ya entonces de revisionista, hacía ese viaje para hablar ante la tumba de Bebel en nombre de los camaradas rusos. Desgraciadamente, no puede saberse todo de antemano. Bebel había apreciado realmente a aquel joven brillante, a pesar de todas sus burlas hacia los hijos de papá: su afición (liberal) a la ciencia, su (colorista) estilo. Y también para Brandt la fiabilidad y el humor inalterable del camarada Guillaume se habían convertido en un hábito tranquilizador. Los traidores tienen su encanto. Incluso resulta un poco halagador, porque tanto Michels como Guillaume, hasta después de su traición, supieron hablar siempre respetuosamente, el uno sobre Bebel, el otro sobre Brandt. Quien lea el artículo necrológico de Michels sobre Bebel reconocerá hasta en sus pasajes críticos cuánto debió de querer al viejo gruñón. Y si Guillaume nos deparase un día las Memorias de un traidor, indudablemente sabría distinguir muy sutilmente entre la causa de su empleador estatal y sus propios sentimientos privados. Al fin y al cabo, sólo se traiciona lo que se ama; aunque Lena Stubbe, que durante toda su vida sólo obedeció a la necesidad, fue unívoca hasta cuando amó. A las 15.29 horas llegó el expreso puntualmente a la estación central de Zúrich. La Unión de Trabajadores había preparado alojamiento para los que venían. Como siempre, la organización funcionaba. Lena, que se había despedido de Rosa maternalmente «¡Cuídate, rapaza! Y escribe algo inteligente sobre nosotras, las pobres mujeres»  y de Michels con una palmada amistosa, fue a dormir con la familia Loss. Con el café con leche le sirvieron una variedad suiza de patatas fritas que se llama röschti. El padre Loss, que había desgastado sus suelas como cartero hasta el nopuedomás, contó cómo los camaradas de correos del país y los del Reich alemán habían colaborado en la época de las leyes antisocialistas, haciendo pasar la frontera de contrabando al periódico Socialdemokrat, impreso en Zúrich y prohibido en el Reich. Lena Stubbe habló de la huelga del astillero de Klawitter y de cómo Bebel había sido su huésped en el Brabank. Sólo de pasada mencionó su libro de cocina proletaria, que no había encontrado editor; sin embargo, despertó el interés de la madre Loss, que tenía la edad de Lena. Luego todos se fueron a la cama y fueron despertados por las campanas de Zúrich. Un hermoso día de verano daba la impresión de que el mundo entero relucía. El dinero iba a la iglesia. Dios protegía su secreto bancario. Todavía no se notaba que Bebel había muerto. Fue en mayo cuando Willy presentó la dimisión. Yo me había dibujado a mí mismo durante todo el día seis, con plumas de gaviota: envejecido ya y gastado, pero, sin embargo, soplando plumas aún, lo mismo que de joven (en la época de los aeróstatos) y también antes, hasta donde me acuerdo (paleocristiano-prehistórico) había soplado y mantenido flotando en el aire, echado-corriendo, plumas (tres o cuatro al mismo tiempo), el plumón, los deseos, la felicidad. (También Willy. Su largo aliento admirado. De dónde lo sacaba. Desde el patio de la escuela de Lübeck.) Mis plumas algunas eran suyas  se fatigan. Yacen casualmente como de costumbre. Fuera, lo sé, el poder hincha sus mejillas; sin embargo, no habrá plumas, ni sueños, que bailen para él. Las ceremonias fúnebres estaban anunciadas para el domingo por la tarde, a las dos. Como el camarada Loss pertenecía al comité organizador, Lena recibió un pase para el cementerio municipal de Sihlfeld, que recogió en la Unión de Trabajadores de la Stauffacherstrasse. Hasta el sábado se había permitido al público ver el cuerpo amortajado en la gran sala de la Casa del Pueblo. Después, el cadáver de Bebel fue llevado a casa de su hija viuda, en la Schönbergerstrasse. Allí se formó el cortejo. Delante, la banda Concordia. Seguían más de quinientos portadores de coronas, entre ellos Lena Stubbe, que no había querido entregar la suya. Detrás, el coche fúnebre, al que seguían muchos coches de flores, el coche con la familia de luto y dos coches más de inválidos. Los portadores de las banderas tradicionales precedían a las delegaciones de Alemania (con el grupo del Reichstag), Francia, Inglaterra, Austria, Suiza y otros grupos. Detrás de la banda Armonía seguían, en masa, las asociaciones políticas de Zúrich y sus alrededores. Cerraban la marcha las organizaciones sindicales. Hasta el Neue Zürcher Zeitung, siempre burlón con los asuntos del movimiento obrero, se asombró de aquella grandiosidad y no quiso comprender. Por la Rämistrasse sobre el puente Kai, por la Thalstrasse, la Badener Strasse, se movía el cortejo fúnebre en dirección a Sihlfeld. Las iglesias permanecieron mudas, sólo el campanero de la iglesia de Santiago era, evidentemente un camarada. Miles de personas cubrían las aceras. Los hombres llevaban en su mayoría sombreros de paja planos, las mujeres, sombreros con flores artificiales. No todos los hombres se descubrieron al paso del coche fúnebre. Un año más tarde se fotografiaron sombreros de paja de la misma clase, cuando, por toda Europa, multitudes de muchas cabezas se reunieron para celebrar la declaración de guerra; aunque la Internacional Socialista, muy poco antes, había decidido en Basilea oponerse unánimemente a todas las guerras, y Bebel había terminado como siempre, con una incitación a la acción, su discurso pacifista contra la carrera de armamentos y la propaganda belicista universal: «¡Y ahora al trabajo. Ánimo y adelante!». En el cementerio de Sihlfeld, Lena Stubbe sólo vio a la camarada Rosa un momento, pero varias veces al camarada Michels, que conocía bien a todas las delegaciones y se tuteaba con los franceses y los italianos. En el templete griego, del que no se hubiera sospechado que fuera un crematorio, Lena pudo depositar rápidamente su corona y, luego, escuchar palabras sueltas de los discursos. Hablaron el consejero nacional suizo Hermann Greulich, el austríaco Viktor Adler, el belga Vanderwelde, el diputado del Reichstag Legien, el ruso Plejanov. Por desgracia, Jean Jaurès no podo asistir por enfermedad. Sean citados también nombres que sólo después se hicieron famosos: Otto Braun, Karl Liebknecht, Otto Wels, Ebert, Scheidemann. Clara Zetkin habló en nombre de las mujeres socialistas de todos los países. Dijo que Bebel había «despertado a millones de mujeres». Dijo: «Nadie combatió con una cólera más santa que tú contra todas las injusticias y prejuicios que afligen a nuestro sexo &». Su urna fue enterrada junto a la urna de su mujer Julie. Como Augusto Bebel lo había querido así en su testamento, el coro masculino de Grütli cantó para terminar la canción de Hutten, de Gottfried Keller: «Gracias te sean dadas, sombra luminosa &». Lena, como había hecho un largo viaje, se quedó tres días con sus anfitriones. Sin embargo, las montañas sólo las vio de lejos: con föhn, desde la orilla del lago de Zúrich. Para Frieda Lewandowski, su vecina del Brabank, compró una esquila de vaca. Sólo el último día se puso triste y todo le pareció extraño. Cuando la camarada Loss la llevó a la estación, le dio un pan redondo, un pedazo de queso de Appenzell y un pequeño cántaro de vinillo de Herrliberg. En el expreso de Berlín, Lena se sentó entre extraños. Sin embargo, pronto sacó un diario de su bolso de viaje. Encontró sus lentes en una bolsa de seda negra, entre el resto del dinero, el pasaporte, algunas horquillas y el tubito de bicarbonato. Anotó las recetas que la camarada Loss utilizaba para cocinar, como: pasteles de cebolla o buñuelos de queso fritos o hígado en lonchitas con röschti o sopa de harina tostada. Así se aproximó otra vez Lena a su Otto Friedrich, al que pronto, porque la guerra cobraría su tributo, iba a sobrevivir. Dónde dejaban sus gafas Bajo las mondas de patata, en la artesa de la harina, entre las cortezas de tocino que Amanda Woyke apartaba para frotar las sartenes. Muchas naturalezas muertas con gafas: podría colocar la montura reparada con hilo de Lena Stubbe ante el clavo torcido, sobre la soga anudada en nudo corredizo. Para cortar la cebolla o hacer no sé cuántas cosas más ellas no se quitaban las gafas. Limpiando lentejas, cuando mi Ilsebill mecha la pierna de cordero con ajo, al coser el ganso de San Martín relleno relleno de manzanas , ante el armarito de especias de Lena Stubbe, en el que nunca faltaba la mejorana, cuando Sophie Rotzoll iba a coger setas. En la artesa de la harina, bajo las mondas de patatas y en no sé dónde más aparecían sus antiparras perdidas: después de semanas, en el fondo mismo del cacharro de loza lleno de chicharrones, en aquel corazón de ternera relleno (también de ciruelas pasas) que la madre Rusch sirvió al perverso abad Jeschke en el convento de Oliva; y aquellos anteojos que Sophie perdió buscando setas aparecieron apenas un siglo más tarde en una merluza recién comprada, al lado mismo del hígado, cuando Lena Stubbe la abrió porque era viernes. ¿Cuántas gafas llevaron, perdieron y, a veces, encontraron de nuevo? Trece. Las últimas se rompieron el Día del Padre de 1962, cuando Sibylle Miehlau, llamada para abreviar Billy, cayó con sus gafas bajo las ruedas de las motocicletas. María compara los precios con ojos desnudos. Agnes, que no sabía leer-escribir, no llevaba quevedos. Ya emparedada, a la luz de una bujía de sebo, cuando garrapateaba sus confesiones, la cocinera cuaresmal Dorotea hubiera necesitado gafas; su confesor dominico le había enseñado la escritura goticoflamígera. También de Vigga y Mestuina opina el rodaballo que fueron miopes. No es sólo porque su imagen sea neolítica, pero: ¿quién podría imaginarse a Aya con gafas? Y así, Sophie, que había perdido otra vez sus anteojos, clasificó el cestito de setas que, a pesar del asedio, había entrado en la ciudad, con ojos anegados, lo que tuvo repercusiones políticas, mientras que Lena Stubbe, sin llevar sus lentes en la nariz, cortó del clavo a tiempo a su Otto. Con sus mangas de lana o con lo que fuera se limpiaban las gafas, cuando el vaho de los pucheros, las manchas de grasa, la niebla o las cacas de mosca les enturbiaban la mirada. La monja Rusch, que heredó sus cristales del patricio Ferber, los frotaba con plumón del obispillo de los anadones. Siendo señorita de edad, Sophie Rotzoll, antes de escribir una nueva petición de gracia al comandante de la fortaleza de Graudenz, cogía una pata de liebre para limpiarse los anteojos. Billy me pedía prestado el pañuelo. Con un pañuelito de seda, que el conde Rumford le había enviado de Múnich, Londres o París, Amanda Woyke frotaba sus antiparras empañadas. Y Lena Stubbe que, lo mismo que Amanda y Sophie, se había estropeado pronto la vista leyendo escritos iluminadores, revolucionarios, agitadores o rigurosamente científicos, limpiaba sus lentes, antes de sentarse en el salón frente al secreter, con un pañuelo rojo de cuello que le había dejado su primer marido, un tipo duro y de armas tomar. Todas ellas: mujeres inteligentes que, en pizarras y papel rayado, en cuadernos escolares u hojitas cortadas de las azules bolsas de azúcar, alineaban sus cuentas de la compra, escribían cartas y peticiones de gracia, recetas y notas preocupadas; Lena Stubbe, antes de pasarla a limpio con su mejor letra, redactó la primera versión de su Libro de cocina proletaria en el dorso de octavillas antiguas y de llamamientos a la huelga prescritos. Sumergidas en el periódico, el almanaque doméstico, el libro de himnos de Klug, cuando les buscaban a sus hijos piojos entre el pelo &, ¿para qué más les servían las gafas? En el retrete, para inspeccionar sus propios excrementos y la cagalera del hombre que fuera, los choricillos de sus hijos; para leer la Biblia en voz alta, como hacían la madre Rusch y Amanda Woyke mientras las lenguas de cordero, los callos, los huesos de vaca y las patas de cerdo borboteaban en su caldo; y para enterarse en las cartas de sus hijas y de las hijas de sus hijas, de mí y de mis reveses de fortuna & Yo escribía pocas veces o sólo cuando, en una fuga, me había puesto otra vez en dificultades y llenado de deudas. Para imponerse en lecturas bebélicas, Lena Stubbe se colocaba los lentes, sentada junto a los hirvientes calderos de la cocina popular de Ohra y de la calle de la Muralla o junto al puchero familiar. Así es como la veo: a través de la montura de níquel que siempre se le resbalaba, pensando preocupadamente en el progreso. Sin embargo, cuando Lena repartía sus sopas populares con el cucharón de medio litro, se quitaba los lentes y miraba azulceleste, y luego un poco acuosamente, nuestro futuro. A la memoria de Lena En algún momento se nos murió Aya. Al parecer, nos la comimos medio cruda y medio cocida, porque el hambre así lo quiso. Vigga murió de un envenenamiento de la sangre. Ella, que siempre nos ponía en guardia contra los góticos comehierros, se hirió con un espetón mohoso que los godos, al marcharse, habían dejado en los pantanos de la desembocadura del Vístula. Mestuina fue primero bautizada a la fuerza y luego decapitada, por haber acogotado al obispo Adalberto con un cucharón de hierro colado. Cuando Dorotea de Montovia se hizo emparedar en la catedral de Marienwerder, se dejó sin poner un ladrillo. A ese ventanillo abierto en la pared le debemos papeles cubiertos de garabatos, garrapateos de confuso arrobamiento, versos de amor divino y comunicaciones clandestinas en las que, mezcladas con oraciones obscenas, atravesadas por gritos de libertad y unidas a serviles palabras de arrepentimiento, aparecían las recetas que Dorotea, dentro de sus muros, quería que se utilizasen para sus comidas, hasta que dejó de tomar alimentos, dejó de evacuar excrementos (ya muy escasos), y se limitó a yacer rígida con la corporeidad que le restaba. La monja Margareta Rusch se ahogó con una espina de pescado cuando, el 26 de febrero de 1585, el rey de Polonia Batory concertó con la ciudad de Danzig el tratado de derechos portuarios y celebró el provechoso acuerdo con los patricios en una comida a base de lucio. Mientras el poeta Quirinus Kuhlmann, el comerciante Nordermann, la fregona Agnes Kurbiella y su hija Ursula, de cabeza un tanto a pájaros, eran quemados en Moscú al aire libre, el 4 de octubre de 1689 los hombres por conjuradores y las mujeres por brujas , Agnes, al parecer, ya sobre la pira ardiendo, citó, después de una receta de pescado cocido, el poema de Opitz: «Soy y sigo siendo lo que más ama. Para peces y pasiones soy su dama. ¡Ven, corazón! Quedémonos a la mesa. En esta espléndida paz el tiempo no pesa». Y cuando Amanda Woyke, apaciblemente, murió en los brazos de su ilustrado amigo de pluma el conde Rumford, vio, al parecer, con ojos de visionaria, grandes cocinas movidas por energía atómica en todo el mundo, y anunció el fin de los sufrimientos del Hambre. Y también Sophie Rotzoll, que vivió de una forma tan peligrosamente recta y tenía preparada la muerte de sus enemigos en recetas de cocina, murió de forma muy normal de vejez, en el otoño del 1849. (Luego se discutió si sus últimas palabras habían sido «¡viva la República!» o «¡huevos a la turca!».) ¿Y Lena? Lena Stubbe vivió aún mucho tiempo, aunque hubiera preferido morir tras su presidente Augusto Bebel, inmediatamente después de su entierro en Zúrich. Y entonces llegó la guerra, se pasó hambre, se fue a la huelga. Luego proclamaron la Revolución. Luego todo fue totalmente distinto. Luego se siguió pasando hambre. Luego vino la Sociedad de Naciones. Luego se proclamó el Estado Libre. Luego el hambre aflojó un poco. Luego el dinero perdió su valor. Luego se imprimió más dinero. Luego Lena se convirtió en bisabuela. Y siguió repartiendo sopa. Su medida siempre exacta. Casi durante un siglo. Viva aún, el monumento a la mujer con el cazo de sopa. Porque lo mismo que Lena Stubbe, durante los cuatro años de guerra, había repartido sopa de berza y cebada en las cocinas populares y, en la época de la inflación, como cocinera del Socorro Obrero, en el rojo suburbio portuario de Neufahrwasser, en Ohra y en el Troyl, siguió achicando sopa cuando las SA, la Federación de Mujeres NS, la Asistencia Pública NS y las Juventudes Hitlerianas, de acuerdo con su programa de socorro de invierno, hacían repartir, en los llamados domingos de plato único, sopa de guisantes con tocino en cocinas de campaña. En esos actos, que a partir de 1934 se hicieron cada vez más populares, tocaba la banda de música de la policía de la Ciudad Libre, conducida por el director de banda Ernst Stieberitz, marchas y alegres melodías, tan ruidosa y retumbantemente, que no podía dominar el ruido aquel niño de tres años que golpeaba furiosamente su tambor de hojalata, ni se oía a aquella mujer, de casi noventa años, que entre cazo y cazo lanzaba maldiciones, sin dejar de repartir equitativamente y sin mirar de reojo las solapas de ningún comedor de sopa. Sólo más tarde llamó la atención y se observó que, sólo para ayudar, Lena Stubbe cocinaba sopas kosher en la cocina social de la comunidad de la sinagoga de la Schichaugasse, para los pobres judíos orientales que, desde abril de 1939, esperaban inútilmente su visado para América o para donde fuera. Y cuando Lena, después de comenzada la campaña de Rusia, calentó sopas de harina y pan para los forzados ucranianos, cuyos ingredientes había mendigado o ahorrado de sus propias raciones; cuando la anciana, lo mismo que los hambrientos trabajadores del Este, pareció burlarse de todos llevando un parche de tela cosido en el que estaba pintada la palabra «OST»; cuando Lena Stubbe se volvió senil y habló sólo abiertamente, fue detenida en su vivienda del Brabank y, a la edad de noventa y tres años y sin proceso, deportada al campo de concentración de Stutthof, cerca de Danzig. Por razones de protección social, como se contestó a la pregunta de su nieta Erna Miehlau. (En aquella época, la biznieta de Lena, la pequeña Sibylle, tenía doce años y jugaba todavía con muñecas.) También en Stutthof, durante un año escaso, Lena Stubbe llenó, cazo a cazo, los platos de lata de una sopa de cebada azulverdosa. No sólo confiaban en ella los presos políticos. Ella no soltaba el cucharón. Tenía que seguir siendo justa. Su medida de medio litro. Nacida en el 49. Un siglo de esperanzas acuosas. Cómo repartía la sopa. Cómo se conservó llena de útiles recuerdos. Cómo habló siempre bien de sus maridos caídos en las dos guerras. Cómo hablaba de sopas anteriores. Cómo, mientras repartía la sopa como si no hubiera pasado el tiempo , seguía citando los escritos de su siemprepresidente. Muerta el 4 de diciembre de 1942: de debilidad senil. Según otra versión, un kapo de cocina, que era uno de los privilegiados por ser sólo preso común, mató a golpes a Lena Stubbe cuando ella quiso proteger de las garras del kapo las raciones de margarina y sebo de vaca para cocinar, ya de por sí escasas. Con una estaca de haya. Dos presos políticos, que conocían a Lena de sus tiempos del Socorro Obrero, encontraron el montón de ropa golpeado detrás de la barraca de las letrinas. Tuvieron que espantar a las ratas. Sus gafas de níquel, remendadas con hilo, yacían a un lado, partidas en dos. Cuando, durante la ocupación de Danzig por el Segundo Ejército soviético, ardieron también las barracas de trabajadores del Brabank, cubiertas de cartón alquitranado, ardió con ellas el Libro de cocina proletaria de Lena, que no había encontrado editor. Con la excepción de Amanda y de Sophie, cuántas muertes violentas: la septicemia, el cuerpo roído por el hambre, la carne quemada, la risa ahogada, el tronco decapitado, la tutela muerta a golpes. No hay mucho que embellecer. Pérdidas que se suman. La contabilidad de la violencia. A mi Ilsebill, que no procede de los cuentos sino de Suabia, le gusta ajustarles las cuentas a los hombres: «Eso es lo que sabéis hacer: golpear. Vuestro eterno Waterloo. Vuestra derrota heroica». Y también el rodaballo ha empezado a hacer cuentas: «Eso se llama hacer balance, hijo. No tiene buen aspecto. Me temo que estés en números rojos». Esto lo dijo al terminar la vista del caso Lena Stubbe. Sieglinde Huntscha me había permitido nuevamente (en secreto, de noche) ir a verlo. (Ella se quedó en la taquilla: «¡Despachaos a gusto!».) El rodaballo se levantó de su lecho de arena y pareció estar de buen humor hasta la punta de sus aletas caudales, aunque su condena sea inminente y puedan apreciarse en él las huellas de la reclusión: su pedregosa epidermis ha palidecido, la espina dorsal se le dibuja como si él quisiera volverse de cristal para resultar más creíble. Cuando quise describirle mi capítulo siguiente, el caso de mi pobre Sibylle, me interrumpió: «¡Ya han muerto bastantes!». Luego empezó a soltar frases como «¡hacer balance!» y «hora de la verdad». Reafirmó otra vez su misión, desde la paleolítica Aya hasta la tempranosocialista Lena. Se apuntó como éxitos el patriarcado y el Estado como idea, la cultura y la civilización, la historia fechada y el progreso técnico, y se quejó luego de la transformación de las hazañas masculinas en algo monstruoso: «Os di sabiduría y poder, pero sólo habéis buscado la guerra y la miseria. Se os confió la Naturaleza, y vosotros la habéis despojado contaminado, dejado irreconocible y destruido. A pesar de toda la abundancia que os entregué no habéis podido saciar al mundo. El hambre aumenta. Vuestra era suena desafinadamente. En suma: el hombre está acabado. Apenas puede controlarse ya tanto perfecto funcionamiento en vacío. Da lo mismo que se trate de capitalismo o de comunismo: por todas partes, la locura hace distinciones sutiles No es eso lo que yo quise. No os puedo aconsejar ya. La causa masculina se liquida a sí misma. Hay que echar el cierre, hijo. Hacer mutis. Hazlo con dignidad». Entonces me propuso terminar el libro que llevaba su nombre con el caso Lena Stubbe y darle a él la última palabra, inmediatamente después de la sentencia del tribunal feminista: «Podéis echarme la culpa de Alejandro y de César, de los Hohenstaufen y de los Caballeros Teutónicos, incluso de Napoleón y de Guillermo II, pero no de ese Hitler ni de ese Stalin. De ésos no soy responsable. Lo que vino después, vino sin mí. Esta época no es la mía. Mi libro se ha cerrado, mi historia ha concluido». Entonces dije yo: «¡No, rodaballo! ¡No! El libro sigue y la historia también». ¡Ay, Ilsebill! Soñé que el rodaballo te hablaba. Os oía reíros a él y a ti. El mar estaba tranquilo. Estabais haciendo futuro. Yo estaba sentado lejos, cancelado. Sólo retrospectivamente todavía allí. Un hombre con su historia ya vivida: érase una vez & En el octavo mes Día del Padre El día de la Ascensión, que es fiesta, celebramos el Día del Padre. Muchos hombres, enjutos (sostenidos sólo por tendones) y gordos (acolchados ya contra todo), hombres con arrugas de tanto reírse, con cicatrices, ya apergaminados, cuadrados, cargados con el peso de lo que les cuelga, todo un pueblo de hombres, sólo de hombres, se marcha al campo: en carricoches engalanados con guirnaldas, en bicicletas con banderolas, encuadrados en las filas de sus clubes, subidos en coches tirados por caballos o en automóviles de modelos viejos y nuevos. Ya de mañana se ponen en movimiento las hordas acervezadas, apretujándose en los vagones del metro y del tren. Los autobuses de dos pisos llevan cargamentos de hombres que cantan. Adolescentes que se desplazan en moto en manadas: encuerados de negro y envueltos en su propio ruido. También hay solitarios decididos que van a pie. Veteranos de las últimas guerras, equipos desencadenados de las fábricas Borsig y Siemens, los señores del servicio municipal de aguas, basureros, conductores de camión, funcionarios de ventanilla, la directiva de la casa Schering, comités de empresa en pleno, los socios del Hertha o del Tasmania, clubes de bolos y cajas de ahorro, jugadores de skat y coleccionistas de sellos, jubilados amargados, padres de familia exhaustos, horteras y aprendices llenos de granos, hombres, sólo hombres que quieren estar solos, sin Ilsebills, libres de faldas y de rulos, dejar el pecho salir del coño, librarse de los calcetines de punto, del lavado de platos, del pelo en la sopa, estar a sus anchas en el campo, ir a Tegel y al Wannsee, a Teufelsberg y a Krumme Lanke, a Britz y a Lübars; quieren instalarse a orillas de los lagos de Griebnitz, Schlachten y Grunewald, con botellas y bocadillos, cencerros y trompetas, a cuadros y a rayas, al aire libre y en el campo; quieren, sobre alfombras de musgo, entre árboles y sobre agujas de pino o, con traseros fondones por la cerveza, sentarse en sillas de jardín plegables, correrse la gran juerga, ser señores, grandes señores y librarse del cordón umbilical materno. Y el Día del Padre, que cae en el día de la Ascensión, también Sibylle Miehlau quiso celebrar el Día del Padre: ¡sin falta! Sus amigas, que se llamaban Fränki, Siggi y Maxi, la llamaban Billy o Bill. Las cuatro se creían diferentes y lo eran, aunque las cuatro podían ser también diferentes de diferentes, como sé yo muy bien; porque a principios de los años cincuenta, Sibylle y yo pensamos en casarnos: grandes planes, estábamos prometidos. Hay fotos: los dos en la plaza de San Marcos y bajo la torre Eiffel. Sobre los blancos acantilados de la isla de Rügen. Mejilla contra mejilla. De la mano. Hacíamos una buena pareja. En todas las posiciones. Y nuestro hijo & Billy lo afirmo todavía hoy  era una mujer con clase. Había terminado sus estudios de Derecho. Todos los hombres estaban locos por ella. Pasaba por vampiresa y llevaba tacones de aguja. Ligaba y era ligada. Por eso no cuajó nuestro matrimonio, lo que los dos lamentamos; porque Sibylle tenía una veta de ama de casa que, incluso luego, cuando se había decidido ya a ser distinta, se manifestó activamente: se llevó al Maxi (con su saco de marinero lleno de zarrias) a su casa, que en realidad había sido ya nuestra casa: con cuarto de niños y cama de matrimonio. El Maxi, lisa y frágil, tenía el aspecto de un chico con el mes, mientras que Sibylle tenía las proporciones de una pin-up: tipo barras y estrellas. También Siggi y Fränki vivían juntas, pero en una relación más libre, siempre a la caza e inquietas como sementales de tres años. Eran, a pesar de todos sus aires masculinos siempre con pantalones, voces que salían del sótano  cuatro chicas listas y normalmente exaltadas que, por haber tropezado con demasiada frecuencia con jovenzuelos estúpidos o con pelmazos (como yo), se habían refugiado en su propio sexo. Ahora querían ser diferentes, diferentes como fuera. Sin embargo, hubiera podido tirarme a cualquiera de ellas. Y con Sibylle, en líneas generales, lo había pasado muy bien en la cama. Y a la fría Siggi me la había trajinado de una forma totalmente normal, sin que se quejara luego. Y también al Maxi, cuando empezó con Billy sus relamidas relaciones, me la cepillé como de pasada. Sólo Fränki, con su temperamento de carretero, no me llamó nunca la atención. En cualquier caso, las cuatro empezaron un día a decir chorradas: «Ya está bien. Qué asco. Esos modales no nos convencen. Nosotras estamos acostumbradas a otra cosa. Sólo queréis meterla, sacarla y ya está. Empezar y dejarlo. No estamos dispuestas, nunca más. Búscate otra. Lo sentimos. Somos diferentes. Está bien: nos hemos vuelto diferentes. Lo de antes no cuenta. Había que superarlo, y de forma consecuente. Sin embargo, podemos seguir siendo amigos. Déjate caer por aquí alguna vez, para tomar una copa o lo que sea». Eso lo hacían: bebían aguardientes que tiraban de espaldas y cerveza directamente de la botella. Y también en la furgoneta de tres ruedas descubierta de Fränki (de quinta mano) que, por lo demás, servía para transportes rápidos y pequeñas mudanzas  trepidaban unas cuantas botellas de aguardiente en un cubo de hielo y dos cajas de cerveza, cuando las cuatro, con Siggi al volante, remontaron la Hundekehle y luego la Clayallee, para celebrar el Día del Padre durante todo el día de la Ascensión, a orillas del lago de Grunewald, con diez, no, con cien mil hombres. Billy llevaba un sombrero de copa. Fränki un sombrero hongo. Siggi se había encajado su gorra de chuleta. Al Maxi le colgaba sobre las orejas un sombrero de fieltro demasiado grande, sin forma, que tenía que sujetar para que no se lo llevase el viento. Personajes de película que se habían encasquetado papeles de hombre. (Luego cambiaron sus cubrecabezas. Y el sombrero de copa de Billy quedó trágicamente abandonado.) Y los diez mil hombres que querían ir al campo se habían puesto también, según sus papeles, cascos puntiagudos, gorros con borla, sombreros de paja (llamados canotiers), yelmos de papel y auténticos yelmos de hierro. Algunos se habían tapado la calva con pañuelos de cuadritos, anudados en las cuatro esquinas. Todo era una farsa. Ellas normalmente no llevaban sombreros ni gorras, o sólo muy rara vez. Preferían la cabeza desnuda. Desde que no quería pasar ya por vampiresa: los rizos de Sibylle, cortados, en un peinado revuelto. Fränki se hacía siempre un corte de pelo masculino: teñido de un negro azulado. La melena de paje de la descolorida Siggi, severamente cortada a la altura de los hombros. Al Maxi, Billy, un domingo en que no sabían qué hacer, le había hecho un corte de soldado americano: un cepillo que pinchaba, de un dedo de alto. Y, de acuerdo con los papeles de la película, Fränki fumaba en pipa, Siggi callaba con una colilla de purito entre los dientes, a Billy le colgaba del labio inferior un cigarrillo liado a mano, y el Maxi mascaba chicle, mientras las cuatro, en la furgoneta de tres ruedas engalanada con flores de papel y cubierta por un parasol amarillo y azul, traqueteaban en dirección al lago de Grunewald: encajadas entre un Mercedes descapotable, lleno de ridículos estudiantes de una corporación, en uniforme de gala, y un carricoche de un solo caballo, en el que tres ancianos caballeros cantaban sin descanso: «En Grunewald, en Grunewald subastan leña &». Estaban de buen humor. El tiempo era espléndido y prometía seguir siéndolo. Mañana avanzada, poco después de las diez. La situación política, tensa como siempre: un año después de la construcción del Muro. El Berlín occidental, una isla en que se podía vivir. Aunque los precios de las parcelas bajaban, la economía, hasta cierto punto, funcionaba. Especialmente Fränki no podía quejarse: un montón de mudanzas y de transportes rápidos. Y en el bufete de Billy florecían los divorcios: «Esas tontas de mujeres nunca pierden la esperanza y, al final, son las que siempre salen peor libradas». En la perrera de Sieglinde los perros pastores se multiplicaban con arreglo a todos los pedigrees, lo mismo que los pequeños perritos de aguas, que tenían gran aceptación; Siggi, sin embargo, había estudiado Derecho hasta el agotamiento, aunque luego había perdido el interés. (Sólo sus buenos diez años más tarde, ante un tribunal público, podría exhibir su bagaje jurídico: «¡Yo acuso!».) Los tiempos lo habían querido así: todas trabajaban, sólo el Maxi estudiaba aún (a costa de Billy), en un estudio de baile, la danza extática de pies descalzos y, a ratos perdidos, ballet. Como digo: eran eficaces, llenas de vida y no carentes de ambición. Hacían su papel de hombres, sin ser uno de esos mierdas de hombres que hasta cuando están follando se la menean. Ni tampoco una de esas vacas de mujeres, con sus cremas de día y de noche, sus onduladas permanentes y catorce pares de zapatitos, con sus lágrimas exprimidas-arreos-colecciones de porcelana, con sus chismes en el bolso y su terror a ponerse gordas. No, no sólo de la tripa de los embarazos. Todos los miedos a los michelines y los espantos ante las tetas caídas. El grito ante el espejo porque las arrugas sonríen torcidamente, las venas azulean y la tendencia de mamá a la doble papada se manifiesta: ¡sobre todo, no envejecer! No ser ya deseada, manoseada, agarrada y habitada en todos los agujeros por un pedazo de hombre del tamaño de un espárrago; porque sólo se trata de eso en definitiva: de ese viejo pedazo de carne manida que forma un agujero, especialmente adaptado para el mangostán. «¡Déjate de chorradas sobre el compañerismo!», dijo Ilsebill cuando intenté darle una charla edificante. No, con nosotras no. Nosotras no. Somos bujarronas, como suele decirse. Siempre en el tajo. Sin amarras. Cazadoras. Felices sin niños. Porque el que Fränki (en calidad de Franziska Ludkoviak) tenga dos críos de su anterior vida conyugal y hogareña, que dejó con su ex, el siempre solícito papá, con su negocio de construcción y una nueva mamá abnegada, eso no cuenta. Y también la hija (mi hija) de Billy se criaba desde hacía tiempo lejos, con su abuela. ¡Abajo los pañales! ¡Los cagones! No nos hacemos ninguno. Y a nuestras chavalas porque también el Maxi quiere vivir su vida  no las dejamos preñadas, sino que las castigamos de otras formas. Como si no tuviéramos nuestras crisis y nuestros disgustos domésticos. Los eternos celos y el dóndestuviste ayer. Esas mezquindades que agotan. Y tener que mentir para explicar cada pedo. Como si no hubiera problemas mayores, más elevados, digámoslo de una vez: espirituales, que estimulan al hombre y lo desafían de una forma productiva. Pero no: cada día escenas y peleas. La amiga de Siggi va por su segundo intento de suicidio. Fränki sólo puede restablecer la calma y el orden a bofetadas. Billy, para decir la verdad, está decepcionada, porque se había imaginado al Maxi muy distinto y no unas veces así y otras asao y otras de otra manera, porque el Maxi se beneficia a un hombre de vez en cuando o deja que los hombres miren cuando se pasa por la piedra a otra chavala. Toda clase de jaleos y algunas tragedias. Todas ellas han hecho algo horrible. Siggi pretende que su padre le metió mano cuando tenía doce años. A Billy le gusta hablar de impresiones precoces porque, a los catorce años pero ya bastante maciza, cuando llegaron los rusos, fue violada por tres a veces dice que por cinco  rusos, uno detrás de otro. La madre de Fränki fue, al parecer, écuyère (o ventrílocua). Y el Maxi no quería, pero tuvo que jugar con muñecas. (Y todo lo demás: la leche demasiado caliente, el tío horrible, la bigotera del abuelo y un primo de Stolp, que sabía escribir, meando, su nombre en la nieve &) Sin embargo, hoy es el Día del Padre. Hoy tienen que quedarse en casa todas las chavalas y todas las historias de impresiones precoces. Sólo nosotras vamos de excursión. Entre cien mil monigotes, somos cuatro hombres voluntarios, verdaderos, sobrenaturales por conscientes, en camino hacia nuestra meta: nos las arreglamos sin colgajos, no nos hacen falta colgajos, somos libres, el nuevo sexo. La Naturaleza nos ha acogido ya a sus pechos. En todos los bosques prusianamente señalizados, en torno a los cestos de papeles de todas las orillas de los lagos, en las mesas de los merenderos nos detenemos, posamos el culo, nos instalamos y nos saludamos de un grupo a otro: ¡Eh, tíos! ¡Salud! Qué bien se está aquí. Levantemos nuestros tabernáculos. Aquí estamos solos, por una vez solos sin que nos molesten. Tranquilidad. Sin peleas de mujeres ni quiero esto o aquello. Sin Ilsebills a la redonda. Nada tiene que ponerse duro. ¡Relajaos, muchachos! Y un buen lingotazo. ¿A la salud de quién? A la del padre. El padre cansado-gastado-destrozado, pichaflojado por fin. A la salud de todos entre los pinos prusianos, las fregadas mesas de la cerveza, en medio de los basureros de las orillas de los lagos. Hayamos venido como hayamos venido: a pie, en bicicleta, tirados por caballos o motorizados. Síseñor, como dice la canción, un pueblo de hermanos, de hombres en montón. Todo lo que es hombre celebra el día de la Ascensión al Padre celestial, al padre estajanovista. Y también los jóvenes de las motos relucientes «¡Sí, vosotros, los de la otra orilla!»  que no saben todavía qué hacer con su fuerza, envuelta en cuero: ángeles negros de costuras remachadas, reales como personajes de película, de paso negligentemente elástico y siempre en la buena pista. Lucios esbeltos, siempre al acecho. Y uno de ellos sopla en la trompeta que ha traído toques de carga. Sí, celebremos el Día del Padre, el Día del Padre & A orillas del lago de Grunewald, donde la población arbórea clarea, bajo un grupo de pinos jaspeados de claro, sobre la arena-agujas de pino-hierba trémula, Fränki y Siggi depositaron la cerveza en botellas y el aguardiente en su cubo de hielo. El Maxi trajo el cesto de la pitanza con los filetes y los riñones de cordero. Después de descargar la cocina de campaña, el atizador y la parrilla, Billy acarreó dos piedras de las cercanías y las dispuso para hacer un fuego. Como después de un largo viaje y de vagabundeos mitológicos, dijo: «Éste es un lugar fabuloso. Aquí cocinaremos». (En aquel tiempo, durante la retirada. Dispersos por los pantanos de la Masuria. Y después de la batalla de Wittstock, cuando con la caballería de Torstenson y los regimientos escoceses de Lesley y King habíamos vencido a los imperiales, y doce bueyes a la parrilla &) Hacer una pequeña hoguera. Buscar madera. Lo que murió, lo que fue arrastrado a la playa, ahora está duro como el hueso. Romper las armas sobre la rodilla. Tablas de cajas, en otro tiempo hubo en ellas arenquillos de Kiel. Desgajar de matorrales, en los que seguía siendo invierno, ramas quebradizas. Y coger piñas arrugadas que arden, que arden. ¿Qué más? Tus sentimientos y demás paja. Mis papeles arrugados en los que, en largas tiradas, se explaya el odio. Todas las ideas nacidas del fuego. Nosotros, lo que se frota y enciende. La vieja querella, que alimenta el incendio. Mis pruebas arden mucho mejor. Tu amor sólo echa humo y se apaga. Vuestra moral no ha logrado aún dar chispa. ¡Nos deja fríos! Fríos nos deja. «No, Maxi. Si te hubieras quedado en casa», dijo Billy, mientras colocaba las astillas entre dos piedras, sobre el papel arrugado. «Esto no es para ti, todos estos rebaños de hombres. Las jovencitas como tú no tienen nada que hacer aquí. Ahora siento haber cedido, haber cedido una vez más a tus súplicas: llévame, llévame, por favor. Ha sido una imprudencia. Si los tipos de enfrente lo sospechan con lo ordinarios que son. ¿Cómo? No me irás a decir que ya no eres una chavala. Es ridículo. ¿Has oído, Fränki? El pequeño Maxi no quiere ser ya la niña bonita de papá, sino, igual que nosotras, correrse una juerga. Dejarse de cosas de mujeres y hablar sólo de hombre a hombre. ¿No es para partirse, para partirse de risa?» El fuego ardía ya, poco a poco, alimentado desde abajo. Nadie se rió. Sólo algunos mosquitos del lago. Y Fränki dijo, más para sí misma que para Siggi: «Nuestra Billy no ha comprendido todavía que ella, mirándolo bien, es nuestra preciosa gordita y que por eso el Maxi, el Día de la Madre, le regaló un sujetatetas descomunal. En realidad, y pensándolo bien, nuestra Billy hubiera debido quedarse en casa haciendo crucigramas o remendando los calcetines del Maxi. Hubiera sido un verdadero día apacible de ama de casa. Hubiera podido mandarle a mi Bettina y a alguna de las chavalas de Siggi para que cotillearan y mordisquearan saladillos. Nuestra gordita está aquí totalmente fuera de lugar, ¿no os parece?». Billy, que fue una vez mi Sibylle, guardó silencio como un hombre (rabiosa-muda), ocupándose sólo del fuego. Éste lanzaba ahora auténticas llamas simbólicas. Y también en otros lugares de excursión del Grunewald y del bosque de Spandau, en los claros abiertos entre los árboles de Tegel, en todas partes donde estaba prohibido cocinar, encender cerillas y jugar con fuego, los hombres, como boy-scouts consumados, habían apilado leña entre piedras y se regocijaban con las llamas, de forma que las patrullas de policía montada tenían dificultades para mirar a otra parte. «Tengan cuidado, aunque sea el Día del Padre. Nosotros no hemos visto nada.» Eso caracteriza al hombre. A dondequiera que va y traza un círculo, allí está el fuego, allí comprueba la dirección del viento, allí aprecia la situación y observa lo que está ordenado. Lo sabe desde el principio, desde que se puso en marcha. Su camino está marcado por huellas de hogueras. Así señalan los hombres la Historia. Trazaron con la azada un foso en torno a su fuego de campamento. ¿No has oído hablar nunca de los incendios forestales? Siggi vigilaba las chispas que saltaban. Fränki miraba fijamente las llamas, como si se pudiera descifrar mensajes en su caligrafía. El Maxi saltó tres o cuatro veces por encima del fuego que, lentamente, se hacía brasa. Y sólo Billy sabía lo que se hacía y, a un lado, donde había puesto las especias, el molinillo de pimienta y los demás trastos, dejó caer sonoramente los filetes de un pie de largo y un dedo de gordo sobre la tabla de cocina. Frotó con una corteza de tocino la férrea parrilla de cuatro patas que, como podía verse, había descansado a menudo sobre las brasas. Luego cortó pimientos verdes en tiras. Con los brazos remangados. Antebrazos móviles. Cuchilla de carnicero, que no deja cacho entero. Ahora corta los riñones, que sueltan su olor a pis. Billy se destacaba junto al fuego e intentaba decididamente no escuchar la palabrería: ¡Gilipollas! Qué sabéis vosotras. La parrilla sobre el fuego abierto fue siempre cosa de hombres. Ya en la edad de piedra. Luego vinieron los bueyes en el asador. Fueron hombres los que se ciscaron en cacharros y sartenes y, sobre la brasa desnuda, hicieron chisporrotear filetes y riñones de cordero. En otro tiempo, en el viaje de invierno a través de los pantanos de Lituania. Sobre las vigas todavía ardientes de los monasterios arrasados asé lechones, corderitos y ansarones & Cuando los husitas llegaron hasta Oliva & Y después de la batalla de Wittstock & Sin embargo, Fränki siguió desdeñosa, considerando toda cocina como cosa de mujeres. «¿Qué cosa rica nos va a hacer mamá? ¿Criadillas tatuadas de toro? ¿Pichas de estudiante de un dedo de largo? Qué sería de nosotros si no tuviéramos a nuestra mamá. Nosotros hacemos el chorra, hablamos de disuasión nuclear y de la grave situación política, pero ella no para y se ocupa de todo, sin hacer preguntas, sin querer nada para ella. Todo por nosotros.» El Maxi sólo dijo: «No te preocupes. Eres una buena chica, Billy. Todos sabemos lo que te pasa». Pero mi Sibylle no lo sabía ni lo supo nunca. Cuando empezamos, en mayo del 50, ella acababa de llegar de la recién hecha República Democrática Alemana. De Hoyerswerda, donde sus padres, fugitivos orientales de Danzig-Prusia occidental, se asentaron y desde donde enviaban regularmente a su única hija mermelada de ciruelas y pastel de migas. En aquel tiempo, Billy era una estudiante de Derecho de ricitos rubios, exuberante, a veces aplicada y a veces caprichosamente vaga, que en realidad hubiera querido estudiar otra cosa: ya no me acuerdo qué. Pasábamos por novios. Y durante los cuatro primeros semestres la verdad es que hizo todo lo que yo quería, hasta que, deliberadamente, se convirtió en vampiresa y sólo pude zumbármela antes o después. En los intermedios, llantinas. Las impresiones precoces. Cinco o siete rusos. En el sótano. Sobre sacos de patatas vacíos. Por eso quiso abandonar sus estudios. Hacer algo totalmente distinto, algo normal: poner una granja avícola o ser sólo ama de casa, tener niños (cinco o seis) o emigrar a Australia, empezar desde cero coma cero. Como de pasada, aprobó sus exámenes y dejó para estadística y archivo, gastados, a una docena de hombres, de ellos dos o tres afroasiáticos. Yo estaba siempre a tiro y recitaba mi papel: «Oye, ¿pero qué es lo que quieres? Oye, ¿no podrías decidirte? Oye, ¿no puedes querer siempre algo nuevo, no? Oye, ¿qué quieres ahora?». Entonces le hice rápidamente, porque creí que la ayudaría, un niño. Pero el niño era un estorbo y, rápidamente, lo aparcó con sus abuelos. A Sibylle la maternidad le daba bascas. Y también su vampirismo se deshinchó. Se quedó delgada como una espátula. No dejaba que la tocara ni yo ni nadie. Sólo seguía hablando de existencialismo y cosas de ésas. Y cuando, nada más terminar su período de prácticas, abrió en Schmargendorf su propio bufete, comenzó a hacer amistad con mujeres separadas cuyos casos había defendido con éxito ante los tribunales: entre ellos, el de Fränki. Sin embargo, después de que su decisión «soy diferente y quiero serlo»  era ya más o menos segura, me permitió tirármela alguna vez. Nos comprendíamos mucho mejor que antes. (Ésas son sus contradicciones.) Hasta nuestra hija iba con nosotros una vez al mes al zoo, a ver los monos y las focas: parecíamos (en las fotos) padres de verdad, una pequeña familia. Sólo en el verano del 60 Sibylle había cumplido los treinta a bombo y platillo  fui totalmente eliminado. Había aparecido el Maxi, que no toleraba las medias tintas. («Podéis seguir siendo amigos. Pero, por lo demás, se acabó lo que se daba.») Al principio, yo había pensado o esperado aún: el Maxi será una chavala como las otras. Todo es pura apariencia. Y Billy se zampará a ese pajarito zanquilargo como se ha engullido a todos sus hombres, crudos o cocidos. También Billy creyó mucho tiempo que era ella la que llevaba los pantalones. Sin embargo, se fue poniendo otra vez redondita y le entró la manía de la casa, del hogar, con la cocina empotrada, el lavavajillas y elegantes muebles de Knoll. Su frase habitual (antes de espetar un largo discurso sobre el arte culinario) era: «Si tuviera el libro de cocina que escribió mi bisabuela, la que mataron los nazis en el campo de concentración». La verdad es que siempre le gustó cocinar, de vampiresa o de mujer diferente. (Su sauerbraten a la renana su gulasch húngaro, su saltimbocca, su coq-au-vin &) En cualquier caso, pronto fue el Maxi quien cortó el bacalao. El Maxi decidía cuándo y con quién pasarían las vacaciones en Elba, Formentera o, este año, en Gotland. El Maxi decidía qué película de Godard, qué Beckett o qué Ionesco había que ver sin falta. El Maxi hacía quitar la moqueta. El Maxi decía: «El televisor irá aquí». El Maxi pasaba la noche fuera. El Maxi dejaba pufos y Billy pagaba. Y el Maxi había dicho también: «El Día del Padre me vas a hacer el favor de quedarte en casa». Menudo teatro. Sólo tras una pataleta de dos horas, en la que se hicieron pedazos seis copas de champaña y un pañuelo fue destrozado a mordiscos, la voluntad del Maxi aflojó. Y cuando Siggi, conciliadora, dijo: «¿Y quién va a cocinar? Supongo que Fränki», el Maxi dijo que bueno. «Por mí, que venga, sin que sirva de precedente. Pero sin escenas, ¿eh? Todas esas pijaditas y las eternas peleas y los caprichitos. No lo aguanto. Palabra que no lo aguanto.» Y cuando el Día del Padre comenzó en todo Berlín con la gran emigración, la busca detenida de un sitio a propósito y el ritual del fuego, con su cocina por todo lo alto, Billy se esforzó mucho por no ser una llorona estúpida ni una chavala caprichosa. El atizar el fuego la ayudaba. Y Fränki, Siggi y el Maxi estaban tan preocupadas de sí mismas, enloquecidas por el Día del Padre, que apenas se dieron cuenta del estado de mullida esquizofrenia de Billy. Tenían trabajo suficiente. Lo mismo que los diez, no, cien mil hombres de las orillas del lago, entre los árboles, ante los puestos de bebidas y las mesas fregoteadas, Siggi (repantigada), Fränki (de pie) y el Maxi (moviéndose inquieta de arriba abajo), se habían echado al coleto la cerveza y liquidado ya cinco o seis botellas, hasta que la presión se hizo insoportable y el efébico Maxi hizo algo desconcertante: no alivió la presión de su vejiga en la habitual posición en cuclillas sino que, de pie, con las piernas abiertas, como un hombre clásico, comenzó a desaguar contra un pino jaspeado de claro, abriendo la cremallera de la bragueta de sus vaqueros y colocando con la mano en posición adecuada, de forma experta, una picha rosada. Quien no lo crea que lo pruebe. El artefacto, evidentemente, se adaptaba con ingenio al agujerito de hacer pipí mediante un reborde de goma que hacía ventosa: porque, con engañosa similitud (y, visto de lejos, con naturalidad), el Maxi orinó largo tiempo contra el árbol, con la mirada puesta más allá del tronco y sobre el lago, en las hordas de hombres que celebraban el Día del Padre en la otra orilla. (En tiempo invernal, el Maxi hubiera podido trazar fácilmente en la nieve una gran M.) Aquello produjo júbilo y pasmo. Fränki quiso tener también aquel chisme maravilloso, tocarlo, colocarse la ventosa y ensayar el tentetieso. «¡Macho! ¿De dónde lo has sacado? ¿Qué? ¿De Dinamarca? ¿Sólo diecinueve marcos ochenta? Tengo que conseguirme uno sin falta.» Fränki se mantenía de pie como un hombre, con la varonil mirada perdida nebulosamente en las lejanas praderas. Basta de envidia del falo impúdico. Se acabó el humillante agazaparse femenino. Lo mismo que los miles y miles de hombres con respecto a otros cien mil pinos, Fränki meó de pie, en ángulo ligeramente oblicuo, contra los erectos pinos prusianos: ¡Sí señor! Cuando le tocó el turno a Siggi, se echó incluso al coleto por arriba, mientras orinaba por abajo, una botella de Schultheiss, al verdadero estilo masculino. La gorra se le había deslizado hasta la nuca. «¡Día del Padre! ¡Día del Padre!», bramó el Maxi, y los ciervos de las manadas de hombres cercanos, entre ellos los estudiantes de la corporación vestidos de gala, respondieron con gritos de celo. Sin embargo, cuando Billy dejó el fuego y su creciente montón de brasas y dijo «yo también; dejadme probar también», sólo recibió paternales consejos. «Eso es pedir demasiado, niña. Todo tiene un límite. Culo veo, culo quiero. Nuestra gordita había prometido portarse bien. ¿No se puede comer aún?», y Fränki gritó: «¡Tengo hambre! ¡Tengo hambre!». Y el Maxi empezó a cantar: «¡Eo! ¡Eo! ¡Tengo un hambre que no veo! ¡Eo! ¡Eo! ¡Tengo un hambre que no veo &!». Y Billy, mi pobre, ofendida y tan trágica y precozmente impresionada Sibylle, sólo pudo esparcir con el atizador las brasas amontonadas, colocar la parrilla a cuatro patas sobre la brasa, poner muy cerca uno del otro sobre el hierro cuatro formidables filetes de vaca que había frotado antes con pimienta molida, timo y aceite, y seis riñones de cordero partidos en dos, sobre los que había apretado dientes de ajo partidos en cuatro, de forma que todo chirrió, crepitó y dejó escapar su aroma, que se mezcló al aire resinoso del Grunewald y al olor a podrido del lago. Lo mismo que el cocinero Beil en el campo sueco, Billy tenía todas las manos ocupadas, como si tuviera que atender al mismo tiempo a doce bueyes al espetón. «El asar a la parrilla es cosa de hombres. Siempre lo he dicho: una cosa sólo de hombres. Es un instinto primitivo. La Naturaleza lo hizo así.» Después de dar vuelta a los filetes y riñones partidos, Billy puso las tiras de pimiento verde entre la carne, que se encogía pero guardaba su jugo. Sólo el pis de los riñones goteaba sobre la brasa. Cuando el Maxi, con el apoyo de Fränki, comenzó otra vez la repetitiva canción del hambre «¡Eo! ¡Eo!» , Billy dijo: «Dos minutos, tragones. Enseguida estarán». Comieron las cuatro. Y cuando se las veía masticar los pedazos demasiado grandes, con el aparato masticatorio desnudo y no mordisqueantemente retraído, parecían cuatro hombres comiendo. «Bueno», dijo Fränki masticando, «fue antes de la batalla de Wittstock. Habíamos capturado a aquella alegre puta vestida de mujer, pero debajo había un tipejo a quien había que interrogar, rigurosamente. Entonces comenzó el sangriento encuentro &». «Al primer sobresalto, y como no prestaban atención con el tumulto, me subí a un árbol», dijo el masticante Maxi, «y leí línea tras línea en un libro que había robado al preboste. Y en el libro se describía exactamente lo que pasaba en el campo de batalla: con imágenes y palabras». «Así ocurre con la verdad», dijo entre unos incisivos aterradores la masticante Siggi. «Todo lo que ocurre ha sido ya prescrito. También que estamos aquí sentados y comemos filetes ocurrió en otro tiempo, poco después de la batalla, cuando acosamos a los imperiales al otro lado del Dosse, hasta los pantanos. ¿No es verdad, Billy?» «Sí», dijo Billy masticando, «yo era entonces cocinero del regimiento escocés de Lesley. Pero no había filetes sino bueyes al espetón. Y nuestro Maxi, al que nos habíamos encontrado en alguna parte vestido de mujer, bajó del árbol con su libro en el que todo estaba prescrito, cuando se acabaron los tajos y los mandobles, y recibió también un pedazo de pecho de buey, porque el chaval era delgado, pero divertido, y utilizaba expresiones arrancadas de la boca del pueblo: un mozalbete vagabundo de los que acompañaban al ejército, un bufón de campanillas y un simple, como dice el libro. Siempre haciendo su número. Se imagina cosas cuando está cabeza abajo. Tiene orejas de elefante, el muy pillastre». Ya lo he dicho: el Maxi me echó. Ese pedazo de palo, absurdamente bautizado con el dulce nombre de Susanne. Ese trozo de estaca en el que nada hacía efecto: ni los chicharrones de cerdo, ni el caldo de corvejón de buey, ni la pata de ganso, ni la grasa caliente de cordero. Nada podía almohadillar sus clavículas ni acolchar su espina dorsal. Desde que el Maxi abandonó la danza expresiva extática y se dedicó a los ejercicios de ballet clásico, hablábamos siempre de su cuerpo consumido y de su alma famélica. Por eso mi Sybille me echó a mí, que tenía el descaro de ser hombre, de nuestra vivienda común. No, me echó el Maxi, ocupó mi puesto, se sentó a mi mesa de escribir y en mi sillón gastado, y serró ris-ras  con sierra de hierro mi cama, que estaba unida por su estructura a la cama de Sibylle, como para siempre. Yo estaba allí. Amputado ostentosamente. Separación de mesa y de lecho. El mío fue apartado, insultado, condenado y escupido. La almohada, el edredón, las sábanas, el bastidor con sus muelles y el colchón fueron entregados, con una propina, al servicio municipal de basuras, como si algún apestado hubiese hecho de aquellas sábanas su sudario: «¡A la mierda con ese tío! Para qué lo queremos. Lo que puede hacer él lo hago yo con el dedo meñique». Sólo entonces llamó el Maxi a unos obreros, e hizo serrar de las barras de mi cama solitaria y reducida al esqueleto una larga barra redondeada, cuyos extremos fueron doblados como asideros y empotrados en el muro. Así, el fragmento de mi cama se convirtió en barra de ejercicios de ballet del Maxi. Readaptado a una función estética. Sin ningún recuerdo mío ni de Sibylle de cuando, en una cama de matrimonio común (en la época en que la situación del mercado era favorable) fuimos una sola carne. Sólo los severos ejercicios. La belleza clásica. La gimnasia sudorosa. El Maxi quería dedicarse al teatro y, si no como primera figura, bailar al menos en el conjunto. Susanne Maxen, llamada el Maxi, pasaba por tener talento. Y también Billy (mi Sibylle) se sentía llamada, si no a interpretar otros papeles, al menos a representarse a sí misma. Frecuentemente después de comer y, por lo tanto, también cuando por todas partes se celebraba el Día del Padre y los filetes por dentro todavía rojos y sólo sazonados al final  y los jugosos riñones de cordero habían sido liquidados (con pan negro sin nada para acompañar y queso de oveja después), Billy decía: «Toda mi vida es una película». Por ello, aquella excursión del Día del Padre al lago de Grunewald, que Billy y Fränki, Siggi y el Maxi celebraron entre cien mil hombres hasta su espantoso final debe recordarse ahora desde distintas perspectivas: de bruces sobre la hierba pisoteada, desde los pinos trepables del Grunewald, entre los arbustos, desde el tranquilo lago, mientras ellas formaban un grupito en la orilla entre los otros grupitos. Y también entre los restantes noventa mil hombres o más de Spandau, Britz y el bosque de Tegel, en torno a mesas de cerveza y alrededor de los otros lagos, las cámaras deben apostarse y filmar, filmar. Por todas partes micrófonos escondidos para que ninguna chorrada se pierda. ¡Ahora! ¡Ahora! Durante la pausa del mediodía & Después de los regüeldos satisfechos se pronuncian frases imperecederas. (Lo tomaremos y cortaremos luego.) Un empleado de banco, cuarentón, proclama en el lago de Griebnitz ante su difunto filete empanado: «Así es la vida». En una reunión del orfeón Harmonia, bajo las hayas de Britz, un inspector de enseñanza jubilado dice a sus filarmónicos compañeros, después de la pata de cerdo con berza y el puré de guisantes: «Sólo en el canto se encuentra la felicidad». Tras la tercera salchicha en el canal de Teltow, un capataz de la construcción saca conclusiones: «Ahora me siento en paz con el mundo». Y entre los muchachos vestidos de cuero negro que mantienen siempre dispuestas sus motos, uno, que se llama Herby, dice (después de haberse zampado todas las patatas fritas de la bolsa): «Vacaciones sin joda no son vacaciones». Mientras que, casi al mismo tiempo, Billy pronuncia su frase importante: «¡Toda mi vida es una película!». Después, ellas se dejan mecer por sus pensamientos, amodorradas por el mediodía y su calma vibrante. La hora pánica. Algunos mosquitos sobreagudos. A un lado las gorras, los sombreros. Billy, Fränki, Siggi y el Maxi están echadas, cada una por su lado Billy sobre una manta de pelo de camello , y mastican tallos de hierba, fuman y el Maxi intenta, lo mismo que intentan miles en Spandau y Tegel, acabar un pedazo de chicle. Los pensamientos en que se mecen las cuatro este mediodía son de los que, en un western clásico, desembocan en conflictos entre los héroes. Siggi o Fränki: uno contra muchos. Billy o el Maxi: se abren paso a tiros, espalda contra espalda. Pensamientos cuádruples unen a las cuatro en los cuatro magníficos. Saborean la soledad del hombre superior. Desprecian a la masa. No les preocupa su seguridad. Porque en sus pensamientos son siempre las más rápidas en sacar. Atraviesan la plaza polvorienta. Entornan los ojos antes de despejar el saloon. Las cuatro en la barra. Su travesía del desierto. Cargadas con las sillas de sus caballos reventados. Su forma de quitar a balazos los tacones de las botas del sheriff venal. Su forma de disparar simplemente: desde todas las posiciones, hasta las más extrañas. De cómo Siggi (después de una larga cabalgada por el desierto salado) se sienta en el barreño enjabonada y, sin embargo, vence otra vez bang-bang  a través de la toalla. Y siempre hay un chico lechoso que causa problemas, se interpone despistado, inconsciente, en la línea de tiro y al que Billy tiene que sacar de apuros, aunque los hermanos Smith (Fränki y Siggi) hayan puesto ya la soga en el cuello del tembloroso muchacho (el Maxi). Sin embargo, en los pensamientos y las películas que nunca se rompen, el chico salvado se convierte en una chica con pantalones, delgada, tozuda y cómicamente angulosa. Eso pasa en los sueños y en la realidad, cuando hay que cauterizar la herida de bala o sacar la punta de flecha: pechos menudos con carne de gallina. Nuestro Maxi se llama Susanne. Sin embargo, Billy renuncia virilmente a zumbársela entre los arbustos. Al despedirse, sólo una ruda ternura, una palmada amistosa en el culo firme del muchacho que hay en la muchacha: «Adiós, Susan. ¡Cuídate!». Luego otra vez la soledad de la silla de montar o el caminar junto al desvencijado jamelgo por estepas y desiertos. Los buitres describen círculos cada vez más estrechos. Hay esqueletos de animales muertos a ambos lados. Los tábanos o mosquitos son una plaga constante. Oro, mujeres, piensa Fränki. Venganza, piensa Siggi. Sólo Billy quiere volver al buen camino, no tener que seguir matando-matando, sino criar vacas en un rancho de Kentucky, en las grandes y onduladas praderas «¡Ven conmigo, Maxi!»  y domar caballos & Sin embargo, Fränki salta del filme a la orilla del Grunewald, donde el Día del Padre dormita la pausa del mediodía, y dispara desde la cintura con los dos índices ¡Bang! ¡Bang! : «¡Perros! ¡Perros hijos de perra!». No, Billy, mi Sibylle, cuya vida es una película, no sólo tiene el papel principal en el western. Billy se embarcó también como Bill y pescó sus bacalaos en Islandia. Una vida dura. O en películas de guerra: Billy ha tomado parte activa en muchas campañas. Ya en la Guerra de los Treinta Años, si no como cocinero de un regimiento escocés, pretende haber conquistado Silesia como coronel bajo el general sueco Baner (poco después de la batalla de Wittstock), haber echado a los catolicones y, en calidad de correo del canciller Oxenstierna, haberse encontrado en el puerto de Danzig con aquel poeta (y agente doble) Opitz, al que una fregona preparaba platos de régimen y endulzaba sus últimos añitos. O en películas de amor: Sibylle Miehlau, como hombre, fue en todas las épocas irresistible. Así, pretende haber reemplazado al Dulce Jesús con la goticoflamígera peregrina Dorotea de Montovia cuando, en la peregrinación a Aquisgrán, ella hizo su primera etapa en la posada de Putzig: en calidad de estudiante vagabundo, sobre el crujiente lecho de paja, una y otra vez y otra vez más. Naturalmente, el Maxi tuvo que desempeñar con todo fervor el papel de la frágil Dorotea. Y Billy tiene también el primer papel en una película que se titula Día del Padre y comienza con la partida de cien mil hombres: cómo buscan un lugar a pie, a caballo y en coche, hacen fuego, beben cerveza, mean contra los árboles, cocinan, mastican pedazos de carne, descansan al mediodía y se dejan llevar por pensamientos que han sido filmados. De pronto, un soplo de aire. Los pinos prusianos carraspearon. Bajo la ceniza del fuego de campamento, la brasa se hizo ilusiones. El lago de Grunewald arrugó la frente. Como mensajeros de los rockers de cuero negro se elevaron en la otra orilla siete, once cornejas. En otros lugares, los pinos se agitaron a orillas del lago Schlachten, del Griebnitz. Los robles de la selva de Spandau y del bosque mezclado de Tegel recordaban muy bien. Los olores cambiaban de lugar. Las servilletas de papel de los merenderos florecieron una vez más. Y cerca del pueblo de Lübars, donde la República Democrática Alemana marca su frontera con alambre espinoso, el soplo de aire venía de allí  sólo conoció una Alemania. Como si Dios hubiera querido suspender la siesta del día de la Ascensión, que en Berlín y en otros sitios se celebra como Día del Padre, con un «bueeeno» más suspirado que hablado. Y también Billy, Fränki, Siggi y el Maxi fueron arrancadas a sus pensamientos y a sus excitantes películas de aventuras. Se pusieron en pie de un salto sobre sus suelas de cuero. El Maxi llevaba sandalias de nazareno. Fränki calzaba botas de paracaidista. Siggi y Billy llevaban zapatos corrientes, aunque recios. Las cuatro hicieron flexiones de piernas. Se sacudieron los restos de pensamientos y el polvo de las praderas. Hicieron crujir por vía de ensayo todas sus articulaciones. Realizaron ejercicios de calentamiento, como púgiles entrenándose o corredores de velocidad antes de la salida. Y también en la otra orilla, lo mismo que en las orillas de otros lagos lejanos, miembros masculinos fueron recogidos-sacudidos-estirados: vamos a ver de lo que somos capaces aún. Hay que estar en forma. No podemos quedarnos tumbados a la bartola, chupando sueños de caramelo, fuera de combate por así decirlo. ¡Ni hablar! ¿Qué vale el mundo? «¡Eh, Siggi! ¿Qué diablos te pasa hoy? ¡Venga, Maxi! Haz una demostración. ¡Y tú, Fränki! ¿Es ése nuestro viejo Fränki? ¿Nuestro auriga y cancerbero? ¿El hombre de la garra de acero? ¡Vamos, muchachos! ¡Tú también, Billy! ¿No habías prometido armar la gorda? ¡Es Día del Padre, Día del Padre!» Entonces comenzó la gran, por todas partes la gran, la nunca vista, la digna de verse por participar en ella aficionados, pero de clase profesional  competición de fuerza masculina. Muy simple: cada uno demuestra lo que sabe hacer. Siempre fue así, como puede comprobarse en el viejo Homero y el viejo Moisés, en el Cantar de los Nibelungos y en la lucha por Roma. No sólo la juventud del mundo, sino también el abuelo, que agarra una pata por la parte más baja y levanta la silla del suelo de un merendero de Britz hasta las hojas de las hayas. Eso saben hacerlo muchos: comerse vasos de cerveza, cuidadosamente masticados. Los que han hecho la mili realizan voluntariamente cien flexiones manteniendo horizontalmente, a la longitud del brazo, una lata de gasolina (medio llena sólo). El andar sobre las manos siempre llama la atención. ¿Qué más? En todas partes donde se han reunido hombres dispersos: la lucha de meñiques bávara, la sogatira de toda Alemania, las artes marciales orientales. Lo que siempre demuestra fuerza-valor-maña. Porque eso es lo que caracteriza al hombre: una seriedad mortal en sus alegres juegos. Enfrente, los tipos del cuero negro entre las ruedas de las motocicletas «¡cómo deben de sudar ésos, macho!»  se lanzaban mutuamente, apuntando a pocos dedos, grandes cuchillos: navajas de muelles y cosas así. Entretanto, a los estudiantes corporativos de al lado que tampoco habían querido dejar sus arreos  sólo se les ocurría seguir empinando el codo, manteniéndose rígidamente firmes (con dificultad creciente) y balbuceando brindis, en alemán antiguo y latín. Un señor calvo, cincuentón, ese individualista típico que siempre hace su numerito y se protege el coco con un pañuelo de cuatro nudos, se acurrucaba en primer plano a la izquierda, a la orilla del lago, aplicándose sanguijuelas, pescadas en el caldo del Grunewald, en sus tristes piernas de viejo. ¿Por qué no? También tiene derecho a divertirse. Al fin y al cabo, vivimos en una sociedad libre en la que cada uno puede ponerse tantas sanguijuelas como quiera. Entonces el Maxi se tomó la libertad de trepar a uno de los pinos de ascendencia prusiana: se desprendió de sus sandalias de nazareno y midió con la vista el tronco elegido en medio del grupo de árboles, pero no dio un salto hacia él, sino que se dirigió al tronco elásticamente, estirando y doblando los dedos juguetonamente como un gato salvaje, para detenerse ante el árbol unos minutos relajados de recogimiento y meditación, y formular quizá una breve plegaria; porque el Maxi, católicamente educada, había aprendido a pedir ayuda a San Antonio en situaciones especiales, por ejemplo, poco antes de trepar con pies descalzos por un tronco de pino jaspeado de claro, y es que visto desde abajo parecía más fácil de lo que resultaba a media altura, donde el Maxi se concedía ahora una pausa: pie a pie y presa a presa, mientras se pelaba las plantas de los pies y las palmas de las manos, y sólo la fragancia resinosa de la pejagosa corteza compensaba el esfuerzo, el peligro y el dolor; también la ayudaban los gritos de sus amigas Fränki y Siggi, cuya rítmica cantilena «derecho soldado, tieso como un palo» no sólo estimulaba al Maxi, sino que, al principio por vía indirecta, pero luego, poco antes de toda regla, le causaba placer, por lo que el encumbrado Maxi tuvo que hacer otra pausa: se apretó estrechamente contra el tronco vibrante, hasta que se le produjo de una forma compleamente natural y francamente femenina: Ayayayayay & Después, el metro y medio que faltaba le resultó al Maxi difícil. Sin embargo, finalmente lo consiguió. Las amigas quedaban muy lejos. Aplausos desde abajo. Extrañas figuras ridículamente acortadas. Naturalmente, se habían dado cuenta de algo y hacían chistecitos. Es verdad que el Maxi estaba un poco mareada, pero se sentía muy bien en la oscilante copa del árbol. «¡Qué!», gritó de arriba abajo. «Puñetera envidia, ¿eh? Podéis subir también si queréis. Árboles hay de sobra. ¡Ánimo, Billy! No seas vaca. Mueve ese culo gordo. Métete un arbolito así entre las piernas. Restriégate un poco. Venga ya. O serás siempre una chavala, una llorica, una meona, una mamona, una tetuda, un agujero. Una ¡estáte quietecita y déjame hacer a mí!» Sibylle luchaba ya otra vez con los lagrimones que le subían automáticamente, mientras el encumbrado Maxi, en lo alto de la copa, hacía gimnasia, lanzaba gritos de guerra comanches, reivindicaba la libertad de ponerlo todo patas arriba, reducía todo lo que ha sido, es y será femenino a un agujerito con pelos y calificaba de tapones a los hombres que se adaptan a él. «¡Yo, Maximiliano, soy el nuevo sexo!», dijo el Maxi a voz en grito, desde la copa del árbol, en el ya avanzado Día del Padre. «Me engendraré un hijo, un hijo. Se llamará Emanuel. ¡E-ma-nu-el!» Sonaba bien desde abajo, aunque un poco siniestro y maduro para el manicomio de Wittenau. «¡Baja!», gritó Fränki, ocupándose de las dos piedras con las que Billy había formado un hogar. Mientras el Maxi descendía lentamente y asegurando cada pie de su pino de la Ascensión, Fränki, cargada a derecha-izquierda, acarreó las dos piedras hasta la orilla del lago, para lanzarlas allí al agua la una, la otra  asombrosamente lejos. Con perfecta técnica de lanzadora. Fränki, el hombre de anchas espaldas y estrechas caderas. Ploc y otra vez ploc hizo el lago de Grunewald, formando dos círculos que se cortaron entre sí hasta representar quizá lo que ¿quién sabe con quién?  pensaba Fränki; porque aunque el Maxi parecía autosuficiente, Fränki seguía necesitando compañía: dos piedras del fuego entretanto apagado y sólo calientes por un lado, que hicieron ploc-ploc y entremezclaron sus círculos. El pino fálico, las piedras que hacían ploc. «¡Siempre con vuestros símbolos de mierda!», dijo Siggi escupiendo su masticada colilla de patito. «¡A ver qué significa esto! Un botón de pantalón por aquí. Aguja e hilo por allá. ¿Una buena ama de casa? ¿Alguien a quien le falta un tornillo? ¿Un botoncito que busca un ojal apropiado? Un minuto de atención. Sin trampa ni cartón. Os lo voy a demostrar. Silencio.» Y con puntadas regulares de fuera adentro, por los cuatro agujeritos, paralelamente y en cruz, Siggi se cosió el botón corriente de pantalón en la mejilla izquierda, sin un estremecimiento y como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. No salió ni una gota de sangre. Ni siquiera el Maxi lo echó a broma. Billy sudaba de excitación, mientras Fränki miraba fascinada el botón cosido, como si fuera algo más que un botón de pantalón lo que hubiese encontrado acomodo en la mejilla izquierda de Siggi. «¡Ya está!», dijo Siggi, después de cortar con los dientes el hilo que, tirante, asomaba desde dentro entre sus incisivos grandes y regulares. «¿Eh? ¿Qué os parece? Un botón en la mejilla. No significa nada. No es ningún símbolo. Gratuito, si se quiere. ¿O es que quiere alguna recitar un poemita apropiado sobre las penas del amor perdido?» Como Siggi (lo mismo que, luego, la fiscal feminista Sieglinde Huntscha) mostraba en todo momento de su vida un rostro de severa belleza clásica nariz griega, pómulos altos, cejas audazmente dibujadas sobre los rasgados ojos de halcón y bajo la frente cincelada , el botón de su mejilla que se adelgazaba hacia el mentón no parecía raro, sino una sutil alusión a una belleza quizá (sin el botón) demasiado perfecta. «No está mal», dijo Fränki. El Maxi rogó: «Cóseme uno a mí. Por favor, por favor». Sin embargo, cuando Billy dijo «¡fantástico!» y se sacó de algún lado un espejito «Mírate. ¡Te sienta fantásticamente!» , Siggi rechazó aquel trebejo femenino. «Sé el aspecto que tengo. No os corráis de gusto. Es una pequeña broma entre amigos. Enseguida me quitaré el maquillaje. ¿Y tú, Billy? ¿Qué sabes hacer tú?» Entonces mi pobre Sibylle, que siempre lo hacía todo al revés, decidió hacer algo especialmente vigoroso y viril. Puesto que todas eran amigos, propuso formar una torre de la amistad. Ella, como hombre fuerte, serviría de base. En los hombros derecho e izquierdo soportaría a Fränki y a Siggi. Y el atlético Maxi, en equilibrio experto, se apoyaría en los hombros izquierdo y derecho de Fränki y de Siggi, rematando la torre Desde luego, se podía considerar también la posibilidad de que el Maxi hiciera el pino arriba. Sin embargo, primero habría que ensayar mucho a media altura, es decir, sin Billy de soporte. En cualquier caso, tendrían que subir descalzas. Y quizá podrían pedirle al calvo solitario de las sanguijuelas que estaba en la orilla que tomase un par de recuerdos de la torre de la amistad terminada, con el fotocacharro de Billy a prueba de tontos. Valdría la pena. Luego siempre gustaba mirar las fotos. Nonó, podía hacer muy bien de base. Así se hizo, no sin interrupciones e incidentes. El Maxi practicó el pino sobre los hombros izquierdo y derecho de Fränki y de Siggi, hasta que lo consiguió, mientras Billy miraba. Fränki y Siggi se quitaron las botas y los zapatos. El Maxi corrió hacia el lago para preguntarle al calvo solitario si le importaría hacerles unas fotos. Al calvo no le importaba, y se quitó las últimas sanguijuelas. Con los muslos tensos y las pantorrillas contraídas, Billy dejó que Fränki y Siggi se le subieran, una detrás de otra, con ayuda del Maxi. Pero entonces, por un capricho repentino, el Maxi se negó a rematar la torre. Aquello era una chorrada y un pedo. Además, el Maxi no se dejaba mangonear por ninguna tía. Adónde iríamos a parar. Prefería trepar otra vez al alto pino. De manera que Fränki se bajó del hombro izquierdo de Billy, en tanto que Siggi conservaba su posición en el derecho. «O lo haces o te la ganas», gritó Fränki. El Maxi, sin embargo, gruñó: «A mí no tienes tú que decirme nada. Yo hago lo que quiero». Entonces el Maxi recibió de Fränki, a izquierda-derecha, un par de bofetadas: ¡Zas, zas! «¿Vas a hacerlo? ¿Que no?» ¡Zas, zas! «¿Y ahora? ¿O quieres más? Eso está mejor.» Finalmente, el Maxi estuvo, llorando, sobre los hombros de Fränki y de Siggi, y las dos sobre los hombros de mi pobre Sibylle, que lloraba de pena por el abofeteado Maxi. Fränki y Siggi tenían un aire fosco. El Maxi no se abrevió a hacer el pino. Sin embargo, incluso así resultó una buena foto la que hizo el calvo servicial, después de sacar movidas otras dos. Más tarde, cuando ya no criaba perros y ejercía una profesión liberal, Siggi hizo una enorme ampliación de la torre de la amistad y la clavó con chinchetas en una de las paredes de su buhardilla. «¡Maldita sea!», decía la fiscal Sieglinde Huntscha cuando le preguntaban qué significaba aquella gran foto de grano grueso. «Todo eso y mucho más tuvo que aguantar nuestra Billy.» Naturalmente, la torre de la amistad, en la que Billy hacía de soporte y que el Maxi, de pie sobre Fränki y Siggi, remataba, fue felizmente construida (y fotografiada) el Día del Padre, y no fue vista sólo por el vecino grupo de estudiantes corporativos en traje de gala, sino que llamó también la atención en la otra orilla del Grunewald, donde los muchachos vestidos de cuero negro habían terminado de jugar con sus afilados cuchillos y querían hacer algo interesante de una vez. No sé si los estudiantiles borrachos pertenecían a una de las llamadas corporaciones duelistas, ni si su corporación se llamaba Teutonia, Saxonia, Thuringia, Rhenania, Friesia o, simplemente, Germania. Tampoco tengo ninguna gana de enterarme en la bibliografía pertinente de las tareas, los deberes y los derechos de veteranos y novatos. Costurones de sablazos no tenían aquellos chavales. Tipos gordinflones y zangolotinos, algunos de ellos con gafas. En cualquier caso, se acercaron mientras la torre estaba aún de pie y era precisamente fotografiada. Y también los ángeles negros de la orilla de enfrente habían enviado dos exploradores motorizados que, sin embargo, tomaron posiciones demasiado tarde en el talud de la orilla del lago: la torre de la amistad se había deshecho ya. Nunca más estarían las cuatro tan compenetradas. Nunca más volvería a encontrar su amistad una base tan sólida. (Ay, Maxi, ¿qué ha sido de ti? Te dedicas en alguna parte creo que en Wiesbaden  a la fisioterapia. ¿Y Fränki? Se ha convertido en Hamburgo en un pez gordo en negocios de inmobiliarias. ¿Y Billy? ¡Ay, Billy! Sólo Siggi sigue estando a mi alcance, con sus reproches desmesurados &) No obstante, los teutones o renanos corporativos, aunque colocados por los muchos lingotazos, seguían avanzando, mientras los ángeles negros de las motocicletas, a las que no faltaba ningún accesorio, permanecían en sus asientos como petrificados. Los sajones decían bobadas; los del cuero negro no decían nada. «¡Espléndido! ¡Fabuloso! ¡Fenomenal!», exclamó un teutón de gafas. Otro gritó: «¡Que se repita! ¡Que se repita!». Entonces todos los estudiantes corporativos quisieron que se reconstruyera la torre de la amistad. «Señores, si no es pedir demasiado, quisiéramos contemplar otra vez ese espectáculo realmente extraordinario.» Pero Fränki hizo un gesto negativo: «De eso nada. Se acabó la función. Largaos, tíos. Dejadnos en paz». ¿Fue instinto, intuición? ¿Les abrió los ojos la mullida Billy? De pronto su tono cambió: «Pero si son & ¡Inaudito! ¡Qué cara! ¡Son tías! ¡Tías corrientes! ¿Nos quieren estropear también el Día del Padre con sus guarradas?». Y un gordo estudiante repetidor, con gafas, se erigió a sí mismo en portavoz: «Señoras & o lo que sean. Su presencia en general y especialmente en este lugar, hoy reservado exclusivamente a las diversiones del Día del Padre, es advertida por nosotros con horror y protesta, sí, con protesta. Puede calificarse de un verdadero escándalo. En contra de toda norma ética, está ocurriendo algo monstruoso. No es que seamos enemigos declarados de las mujeres. Al contrario. Muy al contrario. Como decía Goethe, las mujeres son fuentes de plata sobre las que o en las que  los hombres depositamos lo que pudiéramos llamar manzanas de oro. Pero hoy, señoras con todo respeto para sus números circenses  eso no se aplica. Esto va contra todos los principios. Nos incumbe adoptar una postura clara. Antes de que abandonen a toda velocidad estos parajes, tenemos que pedirles una explicación». Fränki, Siggi, Billy y el Maxi estaban ya a la defensiva. Fränki había agarrado el atizador. Siggi dio la vuelta a su anillo de sello, que tenía en la parte de la palma un saliente corto y romo que lo transformaba en manopla. El Maxi se armó con la parrilla de cuatro patas. Sólo Billy permaneció con las manos desnudas, pero usó su lengua afilada contra la superpotencia corporativa: «¡Lo que hay que oír! ¿Nos queréis echar? ¿Vosotros? ¡No me hagáis reír! ¿Hombres? ¡Lo que sois es unos mamarrachos! Unos mariconazos llenos de complejos. Pegados a las faldas de vuestra mamá. Edípicos fabricados en cadena. ¿Es que vuestra mamá no os daba la teta? ¿No os dejaban de pequeños que os chupaseis el dedo? ¿Os dejaban poneros rojoazulados, llorando en medio de vuestros pises? ¿Os hacían pocos mimos y os daban demasiados capones? Y tú, chaval. ¡Sí, tú! ¿Temblabas en camisón, mirando por la rendija de la puerta cómo mamá y papá hacían cosas horribles? A ti, o a ti, ¿te la chupó alguna vez un perro? ¿Y tú? ¿Se te ponía siempre delante tu hermano mayor, tu hermanita, aquella mocosa? ¡Venga! Podemos intercambiar complejos. Tengo algunos repetidos». Se batieron en retirada. Con gafas o sin gafas, retrocedieron. No fueron la manopla, la parrilla de hierro ni el atizador los que obligaron a los estudiantes corporativos a abandonar el campo de batalla, sino el discurso directo de Billy, sus invectivas: «¡Eyaculadores precoces! ¡Pajilleros!». Y cuando mi Sibylle dio la vuelta de repente, se bajó los ceñidos vaqueros y, con exhibición certera, mostró a los teutones o renanos su culo de blancura venusiana del que dejó escapar sobre la marcha un pedo, los sajones y demás germanos fueron acometidos por el pánico: se largaron con todos sus uniformes, perdiendo en la operación dos o tres gafas y un cancionero en el que, luego, el Maxi cantó canciones estudiantiles: el Gaudeamus igitur y demás & ¡Se partían de risa! La relinchante risa de carretero de Fränki. Siggi, al reír, mostraba una doble hilera de dientes apretados. El Maxi se retorcía cloqueando y apretaba los muslos como hacen las niñas con ganas de hacer pipí. Billy, de pie, con las piernas separadas, lanzaba tras el enemigo sus andanadas de risas. (Así se habían reído persiguiendo a los paganos lituanos y pruzzos, cuando eran caballeros de la Orden Despoteutónica: en sus cuarteles de invierno, en Ragnit. Así se habían reído, cuando eran caballeros suecos, de los imperiales en fuga: en Wittstock, cuando los papistas, hasta el último hombre, cascaron en los pantanos de Brandeburgo &) Una risa seca, autocontagiosa. Y es posible que las carcajadas de los cuatro héroes tuvieran efectos a distancia, porque también en la otra orilla del lago se agitaron jirones de risas. Y se reía también por todas partes a orillas de los lagos, bajo los árboles, en formaciones asociativas en torno a las mesas, aunque por otros motivos. El humor estaba a la orden del día. Joviales risas masculinas. Palmadas en los muslos y en las espaldas. Reírse otra vez con toda gana. No te atragantes, macho. Para partirse. Me muero de risa. Chistes, por ejemplo, chistes de hombres muy bestias. ¿Sabes el de &? ¿En qué se diferencia &? El pequeño Fritz ve cómo su padre, en el establo de las cabras & El conde Bobby tiene un ojo inflamado & Moisés se tropieza con Abraham en una casa de putas & Hitler y Stalin se encuentran en el Infierno & Entonces el pequeño Fritz dice & ¡Pero Moisés!, dice Abraham & ¡Uy!, dice el conde Bobby, si sólo fuera el ojo & En que el grano de café tiene & Si lo hubiera sabido, le dice Hitler a Stalin & Pero si la cabra no tiene la culpa, dice la madre del pequeño Fritz & Sin embargo, por muy ruidosa, contenida, jovial o lacrimosamente que los diez, no, cien mil hombres mostrasen su humor del Día del Padre, los dos ángeles negros, que eran testigos, desde sus motocicletas superperfeccionadas, de las grandes risotadas, no se reían, no participaban en las risas ni sonreían siquiera fugazmente. Ninguna salida les hacía gracia. No encontraban nada divertido. No se les ocurría ningún chiste. Tenían la seriedad impresa en el rostro. Atentamente, como si lo hicieran por obligación profesional, los dos vestidos de cuero negro habían tomado nota del altercado con los estudiantes corporativos: de cada palabra provocadora. De los inauditos insultos. De la forma en que se había ofendido a la dignidad masculina. El desnudo trasero de Billy, ante el que los estudiantes habían huido, se les había quedado a los dos uno se llamaba Herby, el otro Ritschi  profundamente marcado: como un sello o un hierro a fuego. Y apenas habían amainado las risas sólo el Maxi cloqueaba aún  las dos motocicletas bramaron, resoplaron y chisporrotearon de nuevo. Después de un espectacular viraje en el prado de la orilla y un logrado eslalom entre los pinos prusianos, los testigos salieron disparados para dar, en la otra orilla del lago, su increíble informe. «¡Eh, chicos!», les gritó Billy. «¿Por qué tanta prisa?» Sin embargo, cuando los hombres de las orillas del Grunewald, del Wannsee, de los bosques de Spandau y de Tegel se habían demostrado a sí mismos y a los otros lo que sabían hacer (comer vidrio, lanzar piedras, tirar de una soga, subir y bajar de los árboles, aguantar el dolor y levantar grandes pesos), cuando el Día del Padre, que cae en el Día de la Ascensión, las risas de los hombres orgullosos de sus hazañas  llegaron a su apogeo en Lübars y Britz, en todos los campos y bosques, y todos se habían reído a más no poder el propio Maxi no podía más , Fränki se situó ante un casto abedul, que se alzaba con otros jóvenes abedules entre los pinos, y rió, se rió de todo, y también de todo, hasta de sí misma en su dimensión más absoluta, hasta dejar pelado el casto abedul. El viejo carretero y veterano de todas las guerras (estuvo en Tannenberg, Wittstock y Leuthen) era capaz de pelar abedules a carcajadas. Fränki se colocó a diez pasos para tener el arbolito en ángulo de tiro. Disparó sus andanadas de risas, con puntería y abriéndolas. Hizo su gran número de risotadas cínicas. (No respetaba nada.) Obligó al follaje, todavía primaveral, a un otoño y una caída de la hoja anticipados y, como Billy, Siggi y el Maxi gritaban «¡más!, ¡queremos más!», deshojó los restantes abedules de en torno, el último sólo a medias porque, entretanto, en todas partes, entre Spandau y Tegel y alrededor del lago de Grunewald, las risas, como suele pasar, se habían convertido en viril tristeza: de un extremo a otro. Todo, hasta la monumental hazaña que hace un momento era asombrosa y tenía que ser fotografiada, era ahora un regüeldo amargo, sabía a agrio y (hasta la clara victoria de antes, cuando los estudiantes pusieron pies en polvorosa) tenía el regusto de lo absurdo. El vacío asomaba. La miseria del Día del Padre teñía de gris las mejillas enrojecidas de los hombres, cualquiera que fuese el prado en que hubiesen desenganchado sus caballos. Una melancolía de plomo se mezclaba a cada trago de cerveza. Asco del mundo. La vida les subía a la boca como bilis. Desde las profundidades originales se escapaban los suspiros, trepaban por la escalera, salían a la luz del sol: pálidos espíritus de la botella que no soportaron mucho tiempo el fuerte aroma de los bosques prusianos, porque reventaron, se deshicieron y cayeron al suelo como el oídio, lo que tampoco contribuyó a mejorar el humor de los hombres del Día del Padre. De todas formas, ahora se desataban las lenguas. Los hombres se despachaban a gusto. Se confesaban al fin y al cabo estaban solos  su miseria de siglos. («Por una vez, sé sincero, chaval. Hay que poner las cartas sobre la mesa. De nada sirve adornarlo. Hay que decir la verdad, toda la verdad.») Todos los reveses, históricos y actuales, marcados con muescas en un largo palo. Ocasiones perdidas en ovillo que, al ser desovilladas, daban hilo bastante para tejer el sudario del hombre, de su grandeza categórica. «La verdad es que estamos acabados», dijo Siggi, «totalmente decrépitos. No servimos ni para un remedio. No queremos reconocer, como hombres, que nuestro tiempo ha pasado. Ante la Historia, que fue cosa nuestra, sólo cosa de hombres, hemos fracasado. O, en términos jurídicos: nos limitamos a administrar la masa de una quiebra. La crisis siempre aplazada. Para evitar lo peor. La disuasión atómica. ¿Y qué pasa con el Muro? Para vomitar. ¡Todo para vomitar!». Y el balance de Fränki: «Desde que terminó la edad de piedra, cuando comenzó el futuro con el cobre, el bronce y el hierro, los hombres no hemos hecho más que cagadas», quedó escrito en el cielo como con humo. «¡Fracasados! ¡Somos unos fracasados!» Hasta el Maxi confesó que ya no sabía nada: «A veces dudo realmente de que fuera un acierto asumir la responsabilidad de todo, también de cada pequeño problema. Eso es pedirle demasiado al Hombre. Y a la larga, a todo el mundo. Debería tocarles otra vez a las mujeres. Ya verán lo que es eso: tener que dar la cara por todo. Yo, por lo menos, estoy harto. No se me ocurre ya nada. Me vendría muy bien un respiro. Por mí, estaría sometido cinco o seis siglos, con tal de ser mantenido. Eso sí que es vida: hacer el papel de mujercita y nada más. Sólo pestañear y poner el coño. Tener un crío de cuando en cuando. Alegrarse del Día de la Madre. Hojear noveluchas rosas y poner entretanto el lavavajillas. ¡Sería una gozada!». Billy dijo entonces: «Puedes empezar enseguida, Maxi. De nada sirve quejarse. Los platos están todavía por ahí sin lavar. Venga, manos a la obra, hala. Con arena y agua del lago. ¡Puah! Están llenos de hormigas. Está bien, te echaré una mano. Yo seco». Billy (tutelarmente) había puesto incluso en el cesto de la pitanza un trapo a cuadros, para una emergencia. Pero el Maxi no quería saber nada. Y mucho menos de lavar platos. Por lo menos, todavía no. No en este siglo. «Deja a las hormigas. Ellas se encargarán. Han limpiado platos más grandes. Además, tengo que reflexionar. Sobre todas las cosas y sobre el sentido de todas las cosas.» Sin embargo, cuando Billy insistió en lavar los platos y dijo: «¡Hijo mío, ya tendrás tiempo para reflexiones!», Fränki despertó de su melancolía profunda como un pozo y dijo, con una certeza igualmente abisal: «¿Qué es eso de hijo mío? Si alguien es el padre del Maxi soy yo. Y para que quede bien claro: mi hijo no lava los platos. Y en el Día del Padre mucho menos». «Exacto», le dijo el Maxi a Billy. «Mi papá es Fränki. Y tú eres y serás siempre una chavala. ¡Venga! Lava tú la porquería. Y no nos molestes.» «Pero», dijo Billy otra vez a punto de llorar, «no podéis hacerme correr siempre de un lado a otro y tratarme como a una chacha. Yo cocino y hago esto y aquello. Pero eso no quiere decir que tenga que ser siempre yo. No soy una fregona. Quiero tener los mismos derechos. También tengo mi orgullo». Siggi dijo entonces: «Como mujeres. Se pelean como mujeres. Creía que lo habíamos superado. O las cuatro o ninguna. Queríamos celebrar el Día del Padre &, y en paz. ¿No es eso?». «Exacto», le dijo Fränki al Maxi con severidad. «¿Has oído, hijo mío?» «Pues entonces tampoco podéis tratarme como a una tía», dijo Billy sollozando. «Pero si lo eres. ¡Y una llorona además!», gritó el Maxi. «¡Buá, buá! ¡Muá, muá!» «No tienes arreglo», dijo Siggi sacudiéndole al Maxi un par de bofetadas, a izquierda-derecha. Entonces Fränki rugió: «¡A mi hijo no le pega nadie más que yo! ¿Me entiendes? ¡Sólo yo!», y le dio a Siggi una patada en la espinilla. Entonces el Maxi, mientras Siggi lanzaba hacia Fränki un derechazo, le escupió a Billy en la cara manchada de lágrimas. Entonces Billy, con las dos zarpas, agarró al Maxi por su pelo de cepillo. Y la trifulca fue tan perfecta como en otro tiempo, cuando, después de la capitulación de los sajones en Pirna, había que repartir el botín y Fränki se pegó con Siggi por una caja de bombones en la que, mucho después, Amanda Woyke, la cocinera de la servidumbre de la Prusia occidental, guardaba su correspondencia con el chalado del conde Rumford. (Y también en otra ocasión histórica al principio mismo de las migraciones bárbaras  se armó un cisco por nada, hasta que sólo los puños &) Desde cierta distancia a un tiro de piedra  los estudiantes vestidos de gala miraban. También otros dos mensajeros vestidos de cuero negro, con motocicletas, estaban otra vez al alcance de la voz. La nariz del Maxi sangraba como está mandado. Siggi le puso a Fränki un ojo a la funerala. Fränki le dislocó a Siggi el brazo derecho. Pero la que más cobró fue Billy, porque, cuando Siggi, Fränki y el Maxi hicieron otra vez las paces y se limpiaron mutuamente las narices, se colocaron el brazo en su sitio y se refrescaron el ojo negro, la mullida gordita seguía moqueando y lagrimeando, información que los dos motoristas difundieron alrededor del lago de Grunewald. (Al día siguiente, la policía informó de que también en otros lugares, en todos los sitios en que el Día del Padre se manifestaba en su forma más viril, se habían producido peloteras inocentes, aunque también encuentros más graves: ciento doce llamadas recibieron los coches patrulla. Se produjeron daños materiales. Se registraron ochenta y siete heridos, de ellos diecinueve graves, y un muerto &) ¡Oh, guerreros de la Causa! Soñadores que soñáis con el día de la verdad. Héroes siempre dispuestos a anticipar la fecha de vuestra muerte. Campeones de la Justicia. Vencedores de la vida. Atacantes y defensores. Hombres que despreciáis la muerte. Entonces invadió a los combatientes una gran fatiga. Y también en otros lugares los diez, los cien mil hombres quisieron dar una cabezadita, porque estaban agotados. Fränki fue la primera en roncar. Luego, echada sobre el vientre, despatarrada, se durmió Siggi. Como Billy, sin embargo, no dejaba de sollozar, el Maxi se sentó a su lado y le dijo: «Duerme un poco, gordita. Te has llevado una buena, ¿eh? ¿Por qué te empeñaste en esa bobada de los platos? Hubieras tenido que traer platos de papel. Si hubiera sido por algo importante & Aydiós, aydiós. Otros lagrimones más. Vamos, cierra los ojos. O di: ¡que se vayan a la mierda! O piensa en algo bonito. También puedo contarte un cuento para dormir. Un cuento de los tiempos remotos en que todas las mujeres tenían tres tetas. O una historia distinta. Por ejemplo, la del rodaballo &». Érase una vez una gordita. Se llamaba, ¿cómo se llamaba? Ilsebill. Y tenía un tipo llamado Max. Ella estaba siempre en casa, dándose laca verde en las uñas. Él se iba a pescar al espigón del puerto después de la jornada. Y mientras Max pescaba y pescaba, su gordita, con las uñas pintadas de verde, se quedaba sola en la piltra, soñando con tirarse a éste o a aquél. Una tarde en que Max pescaba en el espigón, mordió el cebo un rodaballo. El rodaballo es un pez plano. Tiene los ojos saltones y torcidos en relación con la jeta. Aparece en los cuentos de hadas. Por eso aquel rodaballo sabía hablar y le dijo a Max: «Suéltame y te daré lo que quieras». Max sacó al rodaballo del anzuelo y lo tiró al mar donde salpicó  y dijo luego: «Ay, rodaballo. Mi Ilsebill, que es una gordita muy rica, sólo quiere que la besuqueen y le metan mano, follar y ser follada, con éste o por aquél. Conmigo nunca tiene bastante. Siempre quiere que se la meta alguien que no sea yo. Mi cipote no lo traga. Dime: ¿qué puedo hacer?». «¿Qué clase de tipos le gustan?», preguntó el rodaballo, mirándole torcidamente desde el agua. «Pues, por ejemplo, un jefe de bomberos de uniforme», dijo el pescador, contemplando el tranquilo mar; siempre pescaba en el Báltico. «Te hago jefe de bomberos, con galones y botones dorados», dijo el rodaballo, y se sumergió en el mar. El pequeño Max, de uniforme, se metió en la cama con su Ilsebill, y la jodió con tanta fuerza que se le saltaron los botones. Lo hizo tanto tiempo que Ilsebill se cansó de aquel jefe de bomberos y empezó a agitar el recio patamen, gimiendo: «Si tuviera ahí dentro a un magistrado &». El rodaballo, cuando Max lo hizo salir del mar, que empezaba a rizarse, lo convirtió en magistrado, con su toga, sus gafas de concha y su tapadera negra. Y cuando Ilsebill no pudo soportar más el cipote del magistrado y quiso tener entre las sábanas a un auténtico anarquista neurótico, el rodaballo le metió en la cama a un Max terrorista, con la cabeza cubierta por una media y la correspondiente bomba de relojería; el Báltico formaba pequeñas olas de corto aliento. Aquello funcionó una semana escasa, porque Ilsebill encontraba «locamente excitante» a aquel sujeto. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que tampoco los terroristas tienen más que dos cojones, dijo: «Me gustaría saber qué hay en este tío de especial. En plena operación me habla siempre de política y se pone a pensar en otras cosas. Lo que querría ahora es un presidente de banco, podrido de dinero, para hacerme una idea y poder quedarme tranquila». Entonces el rodaballo, llamado por Max con un viento de intensidad cinco a seis, mandó a casa al pescador en un Mercedes azul plateado, convertido en presidente del Banco Federal. El presidente tenía todo el pelo entrecano, incluso en torno al cipote. Cuando Ilsebill, con su estilo acolchado, hubo vencido también al capitalismo, quiso, tras un breve interludio, ser jodida por un funcionario sindical fondón y finalmente mientras las rachas huracanadas hacían peligroso el Báltico  por un duro actor de cine, en directo y con todos los focos. El rodaballo, en medio de un ventarrón de intensidad diez, gritó: «Creo que es imposible taparle el agujero a tu Ilsebill. ¡Siempre quiere más! ¡Más!». Sin embargo, aunque de mala gana, transformó al capitoste sindical en un verdadero Belmondo que, mientras las cámaras zumbaban, dio el salto del tigre (desde el armario) para caer sobre Ilsebill en una cama con baldaquín, donde inmediatamente procedió a representar apasionadas escenas de desnudo, succión y fornicación, con insertos de otras escenas de fornicación tomadas de otras películas. No obstante, Ilsebill, cuando lo hubo ordeñado también hasta dejarlo en un estado lastimoso, gritó, todavía insatisfecha: «Ahora quiero un director de orquesta que me meta la batuta». Y tarareó el tema del Destino de la Quinta Sinfonía. El rodaballo dio un suspiro hondo como el mar cuando el Max, arrostrando el huracán, fue a llamarlo, pero lo convirtió, en un abrir y cerrar de ojos, en un gran director de orquesta, capaz de dirigir cualquier cosa de memoria. Cuando Ilsebill, después de tres propinas, se lo hubo pasado por la piedra, derramó unos lagrimones y se lamentó: «Siempre intérpretes. Nunca nada original. Todo de segunda mano. Ahora quiero que el viejo Beethoven me introduzca el violín por delante y por detrás». Pero cuando el agotado Max se lo dijo al rodaballo, éste gritó desde los elementos desencadenados: «¡Basta ya! Eso es ir demasiado lejos. Hay que respetar a los clásicos. Desde hoy y para siempre, sólo tendrá a su Max, le guste o no. Cada sábado, después de la pesca». Inmediatamente cesó la tormenta. El mar recuperó pronto su aspecto tranquilo e inofensivo. Y grandes nubes algodonosas surcaron el cielo. Ilsebill tuvo que contentarse con su Max. En adelante sólo vivió de recuerdos. Pero eran recuerdos agradables & Eso fue lo que el Maxi le contó a Billy, que se había dormido con sus palabras. Las lagrimitas, al secarse, habían dejado un rastro de sal. Fränki seguía roncando como un leñador canadiense. Abatida como un ángel caído  Siggi yacía sobre el vientre. El Maxi se estrechó contra la mullida gordita y decidió, poco antes de dormirse: «Quiero hacerle un niño, un niño, un niño &». Sobre la duna, entre los pinos prusianos, dos muchachos vestidos de cuero negro, sentados en sus motocicletas, contemplaban seriamente la bucólica escena. Cuántas cosas trepidan en un sueño profundo. Sueños en la red de arrastre. Todo es más real y se desarrolla a cámara lenta. Esto fue lo que soñé hace poco: soy una mujer en estado avanzado de embarazo que, ante el portal principal de la catedral de Colonia, al pie de las torres, por la tarde, en la hora de mayor animación, da a luz una niña igualmente embarazada mi Ilsebill  que, poco después, alumbra, en difícil presentación de nalgas, un niño que, sin embargo, tiene cabeza de rodaballo: boca torcida ojos saltones  mirada atravesada. De la Hohe Strasse y de la estación central llegan transeúntes con bolsos de compra rodean nuestro doble nacimiento y exclaman: ¡Un milagro! ¡Un milagro católico! Entonces, el hijo de cabeza de rodaballo de mi hija habla por mi boca a los transeúntes. Les explica el sentido de la vida, la situación política mundial, las fluctuaciones de los precios de los productos alimenticios básicos y la necesidad de la reforma fiscal. «En suma», dice, «vivimos a costa de &». Cuando Fränki se despertó, había sido el grito del Maxi «¡Quiero engendrar un hijo!»  el que había sacado primero a él e inmediatamente después a Siggi de su siesta vespertina del Día del Padre; porque también Siggi y Fränki, como el Maxi, habían tenido el sueño de la procreación, grandioso, unívoco, que excluye cualquier digresión y sólo se basa en sí mismo, que retumba más profundamente de lo que puede uno imaginarse y cuya fuerza estúpidamente primitiva brota también allí donde la Naturaleza nada ha previsto. Sin embargo, aunque, sin preocuparse por su propia condición, las tres habían soñado, sólo el Maxi había lanzado desde su sueño, en las últimas horas de la tarde, el grito de llamada al hijo que quiere ser engendrado, de forma que, no sólo Fränki y Siggi se despertaron y, rabiosas por engendrar, gritaron: «¡Sí! ¡Sí!», sino que, ligeramente sobresaltada, el propio Maxi despertó de su sueño con voluntad de trompetero, mientras Billy, el ángel mullido, dormitaba sin sospechar nada, aunque las tres Fränki el carretero, Siggi el héroe y el Maxi, resorte de acero  querían ser padres a su costa: ella era la tierra fecunda. Su vulva rodeada de rizos tenía que ser tres veces visitada, su carne cubierta. Era en la gordita en quien pensaban. Querían invertir su capital en Billy. Multiplicarse en ella. En su corporeidad se basaba la triple esperanza de un hijo: ¡Sí-sí-sí! El Maxi, que había sido la primera en lanzar el grito, quiso, naturalmente, ser la primera. Y mientras las dos que habían dicho que sí con retraso seguían disputando con el Maxi sobre quién debía tener prioridad en la gran procreación (y mientras, por todas partes, en los bosques que rodeaban los lagos berlineses, tropecientos hombres daban fin a su cabezada y se despertaban con deseos de engendrar hondamente trepidantes), Billy seguía durmiendo como un ángel y soñaba, sobre nubes de plumas, con un jefe de bomberos voluntarios con batuta de director de orquesta, con un fiscal de negra toga en la que se ocultaba un terrorista, con Beethoven dando sobre ella el salto del tigre, con visitantes masculinos que cambiaban cada vez más rápidamente y con los deseos y atracciones más nuevos, siempre cumplidos. Fue al Maxi, sin embargo, a quien Fränki y Siggi concedieron la primera arremetida. «Deja al chico. Tiene que desahogarse.» Mientras las dos padres expectantes proyectaban su sombra, la joven aspirante a padre «Siempre con calma, hijo mío», la exhortó Fränki  despojó al cuerpo profundamente dormido de Billy de sus vaqueros y también de las bragas, lo que hizo que se difundiera un suave olor a Pentecostés. ¡Estúpida omisión de la Naturaleza! El Maxi tuvo que ceñirse el objeto de plástico cuando, primer padre ansioso de engendrar, dejó caer sus pantalones y la nada quedó al descubierto. Sisí, todo estaba dispuesto. También la vaselina. Eso es lo que diferencia al ser humano de los animales: que encuentra un sustitutivo para todo lo que existe o no existe. Nos las arreglamos bien. Billy estaba echada entre los arbustos, sobre su manta de pelo de camello, y respiraba como en sueños. Ninguno de los estudiantes corporativos, con gafas o sin ellas, podía ver nada. Estaban demasiado borrachos dentro de sus galas para poder participar. Sólo los muchachos vestidos de cuero negro, sobre sus máquinas, fueron testigos desde la colina, cuando por primera vez se engendró en Billy deliberadamente y con fe. Con cuánta delicadeza lo hizo el joven semental. Qué fácilmente se deja engañar la Naturaleza. Cuántas cosas son posibles en un teatro al aire libre. Sólo hace falta saber improvisar e imaginarse el resto. Hay que tapar con ideas maravillosas los agujeros de nuestra existencia llena de agujeros. Gracias a la fe, se puede hacer sin pestañear que sea lo que no es. Porque si un barquillo puede ser la carne de Cristo y un vino corriente su sangre, también una pieza ingeniosamente concebida (de forma mucho más noble que el falo impúdico habitual) puede traer la salvación o, por lo menos, un poco de redención. Ay carneros, machos cabríos, garañones y toros, ¡qué mal os ha hecho la Naturaleza! Y vosotros, patos y gallos, no pensáis en otra cosa. ¡Ay, padres naturales! ¿Qué sabéis vosotros, cuando soltáis vuestra descarga, de ese engendramiento superreal que sólo necesita hacer una alusión a la Naturaleza? Después de que el Maxi se hubo realizado idealmente, le tocó el turno a Siggi. Y Billy seguía sin querer salir de su sueño. Los muchachos vestidos de cuero negro continuaban grabando en sus mentes lo que veían: lo inaudito. La gran cochinada. La jodienda artificial. El ultraje hecho a todos los honestos hombres diapaternales; porque cuando Siggi penetró a la durmiente Billy, los dos muchachos vestidos de cuero, para proteger la inocencia de sus motocicletas limpias como el cromo, cubrieron los triples faros de sus máquinas de 500 c.c. con sus chaquetas de cuero. Igualmente púdicas, las cornejas se cambiaron de un pino próximo al siguiente. No hacía ninguna falta contemplar aquellas atrocidades. Por eso, ni las cornejas ni los motociclistas vieron que también Fränki se bajaba los pantalones y se ceñía el imponente instrumento de plástico. Pero esta vez falló el sacramento apenas hecho el introito. Billy se despertó. Su sueño se fue a hacer gárgaras. La realidad se llamaba Fränki. Quiso sacudírsela. Ella, sin embargo, siguió arremetiendo. Billy no quería. «¡No, no!», gritó. Siggi y el Maxi tuvieron que sujetarla a izquierda-derecha y crucificarla un poco. Porque desistir a mitad de camino no hubiera sido correcto hacia Fränki, el viejo carretero. «¿Quieres cerrar el pico?», gritó el Maxi. «Enseguida acaba», aseguró Siggi. Y tras un par de arremetidas, que Billy soportó lloriqueando sólo suavemente, Fränki consideró que había engendrado al superhijo. Se quedó un momento totalmente relajada y dijo luego, levantándose de Billy: «Ya ves. ¿A qué vienen esos gritos? Ahora me siento mucho mejor». Naturalmente, Billy lloraba después de lo que le había pasado. Lloraba para ella sola, sin querer que el Maxi le secase las lágrimas. «Repugnantes», dijo. «Sois repugnantes. Dios mío, qué repugnantes sois.» Sollozando, se puso las bragas y los vaqueros y se subió la cremallera. Las cornejas volvieron. En la colina, los dos muchachos destaparon los faros de sus motocicletas y aparecieron otra vez, todos vestidos de cuero. Desde el lago sopló una brisa vespertina. Los mosquitos eran ahora numerosos. Entonces el Maxi dijo unas palabras de consuelo: «Tenías un aspecto demasiado atractivo, dormida. Eras la inocencia misma. No había quien se resistiera. Y hemos tenido cuidado. Y si Fränki no hubiera caído sobre ti como un fardo, no te hubieras dado cuenta de nada. Vamos, sé buena ahora. Te ayudaré a lavar los platos. Relucientes. Ha sido sin mala intención. Y si lo quieres todavía, tendrás para la casa un lavavajillas nuevo Quelle, Miele o Bosch, con toda clase de chorraditas». Y también Siggi dijo: «Tenía que pasar. Ahora sí que es un verdadero Día del Padre. Esto hay que mojarlo. Toma, Billy. Dale un tiento al frasco». Y Fränki hizo saltar la chapa de una cerveza y bebió, brindando a la Naturaleza, a la salud del hijo triplemente deseado. Sin embargo, Billy no quiso ser buena. Tampoco quiso lavar los platos con el Maxi. Ni brindar a la salud de nadie. Lentamente, como si no se hubiera desprendido todavía de su sueño, se puso en pie, dio unos pasitos inseguros y dijo entonces con firmeza: «Me voy. No quiero veros nunca más. Yo no quería eso». Y mirando a la cara a cada uno de ellas, Fränki, Siggi y el Maxi, dijo: «Cuando quiera eso, me buscaré un verdadero hombre. Lo prefiero. Os lo digo como mujer. ¿Habéis entendido? Como mujer». Como para ver las cosas de una forma diferente, nueva, más precisa, se puso las gafas que, normalmente, sólo utilizaba para trabajar. Y Billy se alejó, sin mirar hacia atrás a través de sus gafas de concha. Comprobadamente, se alejó paso a paso. Las cornejas la siguieron de pino en pino. Los de las motocicletas vieron en qué dirección iba y arrancaron sus motos para llevar las últimas noticias alrededor del lago de Grunewald. Indudablemente afectadas, el Maxi, Siggi y Fränki contemplaron cómo Billy desaparecía paso a paso, aunque Fränki dijo con despreocupación: «A enemigo que huye, puente de plata». Luego las tres sólo trasegaron cerveza tras el aguardiente y aguardiente tras la cerveza, prolongando así el Día del Padre hasta el crepúsculo. Es posible que en otros lugares se hablase de la Liga, la lotería y las quinielas, la declaración de la renta y las cuentas de gastos de representación; sin embargo, los tres héroes restantes trajeron a colación cuándo, dónde y con qué frecuencia habían demostrado su capacidad procreadora en siglos anteriores. Es posible que el aguardiente las ayudase a absorber el tiempo. El Maxi contó cómo, durante la larga Guerra de los Treinta Años, unas veces aquí y otras allá, mientras ardía Magdeburgo, en el Soest westfalense, ante Brisach, inmediatamente después de la batalla de Wittstock y también en períodos más tranquilos, había depositado sus óbolos en cientos de alcancías. «Entonces me llamaba Axel Ludström. Estábamos con el regimiento personal de Oxenstierna en la península de Hela. Todos caballeros suecos a los que apenas apuntaba el bozo. Fue en mayo cuando me tiré a una moza cachuba, llamada Agnes, en una hondonada de las dunas. Y también los otros jóvenes se la pasaron rápidamente por las armas &» A Siggi, en cambio, le gustaba el papel de ulano polaco, y pintó con vivos colores cómo el joven y heroico Woyczinski se encontró a la melindrosa cocinera del gobernador napoleónico Rapp en lo profundo del bosque, cuando ella estaba recogiendo setas para la mesa del gobernador: «Sin embargo, cuando bajé del caballo, le besé la manita y le hice algunos cumplidos, la moza, naturalmente, no supo resistirse. Estábamos sobre un lecho de musgo. A nuestro alrededor había múrgulas, rebozuelos, cuescos de lobo, anchos apagavelas. ¡Qué bien olían aquellas setas! Ay, fuimos una sola carne satisfecha. ¡Qué placer! Sólo las hormigas eran una lata. Se llamaba Sophie. Más tarde, aquella patriótica furcia nos envenenó a todos con una cabeza de ternera rellena. Sólo Rapp se libró. Pero no me arrepiento de nada &». Y Fränki contó por último, a lo largo y a lo ancho, cómo, en calidad de dragón prusiano, en tiempos del Tío Fritz, se trajinaba a una cocinera de la servidumbre entre batalla y batalla. «Mi fiel Amanda. Después de Rossbach, Kunersdorf, Leuthen o Hochkirch, siempre que iba a ella para sanar de mis heridas, daba en el blanco. Al acabar la Guerra de los Siete Años había engendrado otros tantos hijos y, por ello, me convertí en inspector de los dominios. ¡La Cachubia! ¡Espléndidos suelos arenosos! Después de lo cual, mediante el rigor y la disciplina, implanté en Prusia el cultivo de la patata. Para ello me ayudaron mis hijas, las siete &» Y otras hazañas por el estilo, hasta que Siggi dijo: «Lo que le pasa es que es una hipersensible. No sé. No hubiéramos debido dejar que se fuera así. Quizá lo pase mal. Por ahí sólo hay borrachos, que no se andan con bromas». «¡Venga, vámonos!», dijo Fränki dándole una patada en el culo al Maxi, que no quería levantarse. Rápidamente guardaron en la furgoneta de tres ruedas de Fränki la parrilla, los platos sin lavar, la manta de pelo de camello, las botellas vacías y todo lo que había por allí sólo quedó el sombrero de copa de Billy  y se marcharon: a buscar a Billy. También los vecinos estudiantes corporativos se pusieron en marcha, cantando: «En lo alto del coche amarillo &». Con su furgoneta de tres ruedas, el automóvil de quinta mano, el ágil cochecillo para transportes rápidos y mudanzas, con el vehículo de Fränki, por montes y valles, antediluviano, neolítico, al margen de cualquier moda y apenas después de la última revisión  en condiciones de circular, con su cacharro con ruedas en el que Siggi y el Maxi se sentaban entre los trastos del Día del Padre, las botellas de cerveza que rodaban y los platos sin lavar que ahora, uno tras otro, se iban haciendo pedazos, mientras el carretero Fränki seguía un rumbo incierto «¡Te encontraremos! ¡Te encontraremos, Billy!» , con su carro indestructible, reducidas a tres, por todo terreno, dieron la vuelta al lago de Grunewald, que estaba muy tranquilo y reflejaba la puesta de sol, hasta el pequeño pabellón de caza, la casa del guardabosque y otra vez hasta el lago, y luego por caminos secundarios, en las sombras de la tarde, en medio de los grupos que por todas partes se marchaban, mudas, envueltas por la gritería de los equis mil hombres borrachos y semiborrachos & Sólo Siggi, mientras el Maxi lloriqueaba entre dientes, rechinaba con los labios apretados: «Marcharse así. Dejarnos plantados. No sabe aguantar una broma. Dárselas de ofendida &», hasta que en un camino secundario, que salía de otro camino secundario, vislumbraron a la luz del crepúsculo un bulto informe, en medio del sendero arenoso que las raíces al descubierto hacían accidentado, un bulto que, a la luz de los faros delanteros de la furgoneta de tres ruedas, resultó ser claramente unos vaqueros arrugados. «¡Ésos son los de Billy!», gritaron Fränki, Siggi o el Maxi. (A un lado del camino estaban el jersey de rayas azules y blancas y el sujetatetas.) Muy sola (solita en el mundo) se había ido bosque a través, adentrándose cada vez más en la selva. Porque a orillas del lago, en los claros, delante de los merenderos, la acribillaban: «¡Mira qué chavala!», y se metían con ella. «¿Qué buscará ésa el Día del Padre?» «¡Yo creo que le pica mucho, eh!». Estar sola nada más. Borrarlo todo. Se había encerrado en la crisálida de su propia soledad. También ésta da calor y acompaña. Se le habían caído (se dijo a sí misma) las escamas de los ojos. «Hacían falta ésas para que me diera cuenta de golpe.» Qué sensación más nueva: ser mujer. Aunque perdida y solitaria. Pero ahora decidida y sin volver atrás. Quemar las naves. Volar los puentes. Formar frases para el futuro: «Vengo de una familia de refugiados. Ya de niña me ocurrió de todo. Sé lo que es eso: empezar de nuevo. Lo otro ha quedado atrás, definitivamente atrás. Comenzar otra vez desde cerocomacero. Y en el punto en que se quedó. No, no dejaré más a la pequeña Heidi con sus abuelos, sino que tendrá iré a buscarla  un verdadero hogar. Una niña así necesita cariño, y amor maternal. De eso me sobra. Ridículo: como si no pudiera por mí misma un lavavajillas. Para eso no me hacen falta ésas. Son cosas que hay que superar. Y lo haré. Como mujer. Y sin lugar a dudas. Yo &». Entre bosques mezclados y arbustos, por caminos principales y secundarios, por suelos de agujas de pino y capas de musgo. Billy llevaba cada vez más profundamente a los bosques de Grunewald su hermosa toma de conciencia del Día del Padre: «¡Soy una mujer, una mujer, una mujer!». Brotaba con júbilo la palabra-reclamo. Se ofrecía a voces el sexo débil. Se esparcía como cebo, pero ahora triunfalmente, aquella palabreja: «Gordita». Y ellos mordieron. No la habían perdido de vista ni un momento. Eran expertos rastreadores. De árbol en árbol, las cornejas los ayudaban desde lo alto. Y la localizaron, aquellos siete lucios vestidos de cuero negro. Llegaron despacio, por caminos principales y secundarios, sobre sus máquinas todavía oscurecidas. Los motores gruñían más bien bonachonamente. Todo era sólo un juego. Querían únicamente vivir algo auténtico. De pronto lanzaron la luz de sus siete por tres faros, persiguiendo a Billy, la mujer, la gordita, el conejito ahora un poco asustado, por un lado y por otro, por desvíos apartados donde sólo los papeles manchados de grasa y las botellas de cerveza daban aún testimonio del Día del Padre. Entonces Billy gritó: «¡Eh, tíos! ¡Dejaos de chorradas! Vamos a echar tranquilamente unos tragos a Roseneck o a otro sitio &». Pero el círculo se había cerrado ya. ¡Cras!, hizo la trampa. La escena seguía las pautas establecidas. En aquella película no había escapatoria. El final estaba previsto. «¡En pelotas!», dijo uno en voz muy baja. Ahora ya no gruñían los motores. En medio de las luces convergentes de los focos, como bajo una ducha, Billy estaba de pie, mullida-graciosa-desmañada, con su reluciente pelo rizado, y obedeció, un poco avergonzada. Sin embargo, se quedó con las bragas y con los zapatos y los calcetines de rayas. No se quitaría más: ¡de ningún modo! («No creeréis de verdad que &») El conejo escapó, gritando: «¡Estáis locos!», hizo regates, mientras los siete motores gruñían otra vez bonachonamente. Billy se metió por una vereda, rodeó árboles, atravesó crepitando con la maleza hasta la rodilla, corrió, corrió, hasta que cayó blandamente al suelo de agujas de pino y tuvo otra vez a los siete a su alrededor. «Por favor, chicos, por favor &» Pero ellos no decían nada, o sólo «¡guarra!». «Ya verás, guarra.» «Te la vamos a meter» & y tenían ya abiertos los pantalones de cuero. Y uno tras otro, como obedeciendo a una orden, se empalmaron. Y se pusieron en fila para comulgar. Y lo encontraron todo muy normal. Y uno tras otro moquearon dentro de ella sus mucosidades, hasta que Billy rebosó. Y le dieron también patadas con sus botas especiales, antes de y después de: «¡Guarra asquerosa, toma ya!». Y uno de ellos, cuando todos habían terminado, le metió una crujiente piña por la herida. «Y ahora lárgate, so guarra, ¡lárgate!» Pero Billy no quería-no podía más. Sólo llorar. Y un vacío que se abría como un último deseo: ay. Acelerando sus motocicletas, acosaron a Billy, la empujaron, la golpearon «¡Venga, muévete!»  hasta que uno, y luego otro, dio brevemente gas y pasó sobre las piernas de Billy, sobre su vientre. Luego, como los siete hacían siempre lo mismo, lo hicieron también los otros: pasaron sobre ella una y otra vez. Con seriedad y a conciencia. ¿Era todavía un ser humano? Así encontraron Fränki, Siggi y el Maxi a su Billy, a un lado del sendero: atropellada hasta quedar reducida a una masa sobre un suelo de agujas de pino. A un lado, rotas, sus gafas. No le quedaba ni una brizna de belleza. Le faltaba toda vida. Lo único que podía decirse y Fränki lo dijo  era «¡coño!». El Maxi vomitó a un lado, contra un tronco. Fränki se dio a sí misma puñetazos: «¡Me cago en Dios!». Por eso Siggi tuvo que conservar la calma. «Tenemos que dejarla aquí. Y telefonear desde la carretera. De momento no se puede hacer nada.» De manera que se fueron del sendero con su furgoneta de tres ruedas para transportes rápidos y mudanzas, por caminos principales y secundarios, dejando a Billy muerta en el bosque. Formando parte del tráfico de regreso del Día del Padre, llegaron por la Clayallee hasta Roseneck, donde Siggi bajó y desapareció en la cabina telefónica próxima a la parada del autobús. Fränki se quedó tras el volante, limpiando su pipa. Al Maxi se le había terminado el chicle. Siggi informó por teléfono: «Tienen que torcer a la derecha en la Clayallee, sí, eso es, y luego otra vez a la derecha, luego a la izquierda, otra vez a la izquierda y luego a la derecha para entrar en el sendero. Y a cincuenta pasos de allí y unos pasos a la izquierda hay una mujer desnuda muerta. Sí, señor. Eso es. Exacto». Luego la vida continuó. En el noveno mes Lud Los hombres somos así: amigos de nuestros amigos. De Ludek al prelado Ludevico, pasando por Ludguerio, del tallista Luis Skriever a Axel Ludström, el sueco, pasando por el verdugo Ladevigo, de mi compañero Ludrichkait y el capitán bávaro Fahrenholz a Fränki Ludkoviak, el viejo carretero, pasando por Ludwig Skröver, que se fue a América: estuvimos unidos en las duras y en las maduras. ¡Amigos! ¡Hermanos de sangre! Ah, y Jan, Jan Ludkowski. Le dispararon en el vientre, lleno de cerdo con col. A Lud lo echo de menos. ¡Cuánto lo echo de menos! Mi amigo Ludwig Gabriel Schrieber ha muerto hace poco. Tanto si daba forma al estúpido yeso como si colocaba filetes de pescado ahumado sobre rodajas de apio, tostadas en el tostador eléctrico, rematándolas con huevos revueltos (para él, para mí); tanto si se sentaba mudo ante un vaso recogiendo la gota con el meñique para refrescarse la frente, como si daba su invariable informe militar sobre sus hazañas, tan conocidas como la letanía («en el frente del Ártico, cuando los ruskis avanzaban con sus parkas blancos &»), tanto si rechinaba los dientes de rabia como si acariciaba la piedra bruta, Lud era siempre el mismo: hombre, bloque de piedra, toro, ejecutor, ángel caído en pecado. Siempre había sido así. La forma en que pulió el hacha de mano para hacer de ella un símbolo. Cuando fue prelado y vino con la escolta del bohemio Adalberto para traernos la cruz a los paganos. Entonces, cuando talló un altar (goticoflamígero) para la iglesia de San Pedro y San Pablo y, de pasada, en madera de cerezo, una Virgen que se parecía a mi esposa Dorotea: miraba fijamente a un punto lejano, con sus ojos de ámbar incrustados. Casi siempre se moría después que yo. Sin embargo, mientras estoy contando aún el cuento de El pescador y su muxer, de forma totalmente distinta, y mi Ilsebill está a punto de dar a luz, se me muere Lud, de modo que ahora tengo que hacer su necrológica: el amigo de todos mis tempotránsitos. Entonces el pescador Ludek, que la horda vecina consideraba como su artista, suspiró al ver mis baratijas cerámicas. Y entonces el camarada Ludwig Skröver, que vivía junto a nosotros en el Brabank y que luego, por la presión de las leyes antisocialistas, tuvo que emigrar a América, sacaba a tierra, con un largo gancho, madera flotante del Vístula Muerto. Y entonces el coronel Axel Ludström, que había servido como portaestandarte en el regimiento de Oxenstierna, en Hela, exprimía un limón sobre la merluza de ojos blancos que nos ponía a la mesa mi fregona Agnes. Y ocurrió entonces que el verdugo Ladevigo tuvo que separar la cabeza del tronco de su amigo el herrero Pedro Rusch, con quien había compartido la víspera los últimos callos. Y entonces Fränki Ludkowiak clavó el clavo en la mesa de un solo golpe. Y entonces el recientemente fallecido escultor Schrieber se ensombreció ante las figurillas de arcilla de sus alumnos, y les habló de sí mismo y de los hititas, de Micenas y de la serenidad minoica y, severamente, de la forma. Lud sabía todo eso. Había estado siempre allí como escultor o, simplemente, como hombre con el ternero a la espalda. El Lud neolítico y sus ídolos de la fecundidad del tamaño del puño. Esas babkas pomorscas, toscamente talladas en piedras glaciares, que han desenterrado arqueólogos polacos cerca de Oxhöft, son todas de su mano. Cuando Lud, en fecha muy temprana, se hizo cristiano (convertido por San Agustín), nunca representó el sufrimiento del crucificado, sino siempre, trinitariamente, el Principio. Y cuando el espadero Alberto Slichting lo visitó en su barraca (junto a la iglesia de San Pedro y San Pablo) en donde, inspirándose en mi Dorotea, tallaba una Virgen terrible de madera, Lud asó riñones de cordero con su capa de grasa, sobre la ceniza. Luego hablábamos, con lengua sebosa, de lo divino y lo humano. Él estaba descontento. Iba en contra de su tiempo. Rechinaba los dientes. Lo mismo que hizo luego el escultor Schrieber, hubiera podido tumbar a alguno de aquellos mierdas con su famoso golpe dado con el canto de la mano. Cuando, poco después, se alzaron los gremios contra los patricios, el tallista Luis Skriever estaba con ellos. Al principio se trataba de la cerveza importada de Wismar, luego de los derechos de los oficios menores. Naturalmente, el levantamiento fue aplastado. Luis pudo huir y fue considerado fuera de la ley. Sólo lo volví a ver cuando, un par de siglos más tarde, comenzó la gran limpieza de las iglesias. Aunque calderero de profesión, a Lud, que ahora se llamaba Ladevigo, no le divertía ya la cosa. No por Calvino, sólo por sí mismo: se convirtió en un iconoclasta seguidor de Hegge. Con sus propias manos hizo pedazos la pila bautismal de cobre que (al parecer) había repujado con arreglo a las medidas corporales de la monja Rusch, cincelándola opulentamente, aunque luego le perdió el gusto: Ladevigo se convirtió en verdugo en la Torre de los Condenados y tuvo que ejecutarme a mí, su amigo. ¿Contra qué estaba Lud? Contra las florituras y las filigranas, contra los altares donados y sus colores grasientos, contra la morralla y lo pomposo, contra toda imagen, contra la palabra, contra sí mismo. Con su pesado martillo, con su certero golpe del canto de la mano, con su espada de verdugo. Lud era así: violento. Dar golpes y mandobles. Sones primitivos en su rugido. Tenía que vencer al diablo en cada pequeño nazi. Sin embargo, cuando el portaestandarte Axel Ludström, con otros caballeros del regimiento de Oxenstierna, invadió la península de Hela y cayó sobre la todavía infantil Agnes, ella recordó largo tiempo su voz. La atravesaba de parte a parte. No era ya terrenal y fue arcangélica. Porque, cuando el coronel Ludström con los caballeros de Torstenson se sumergió en los horrores de la guerra y devastó Sajonia al estilo sueco, cantó, como sustituto, la parte de tenor «Desnudo vengo del vientre de mi madre &» cuando el 4 de febrero de 1636, se celebraron las exequias musicales del conde Enrique de las Rusias. La prolongada guerra había dejado sólo algunos músicos y cantores al maestro de capilla de la corte Schütz. Lud tenía buen aspecto de sueco. Su suave gravedad. Su frío celo. Y su rigor, su cólera. Sin embargo, cuando nos encontramos de nuevo en el siglo siguiente, al comienzo de la guerra, Lud había caído bastante bajo. Todos lo llamaban Ludrichkait, algo así como «Su Bajeza». Todos se reían de él. Excepto yo. Siempre teníamos una reserva de aguardiente. La guerra une. En las duras y en las maduras. Durante siete años. Estuvimos en Leuthen, en Hochkirch. Hacia el final, perdió una pierna en Burkersdorf. Y siempre volvía cojeando a Zuckau, donde la fiel Amanda tenía en todo momento para nosotros, los veteranos, requesón con patatas sin pelar y aceite de linaza. Es posible que fuera Lud quien, como capitán bávaro a las órdenes del gobernador napoleónico Rapp, se portara de forma francamente heroica cuando, durante el sitio de Danzig, sacó de apuros a Sophie Rotzoll, sorprendida por los cosacos mientras forrajeaba. No conocí a Fahrenholz. (Yo estaba preso en una fortaleza, en Graudenz.) Pero, sin duda, mi viejo y buen amigo Lud habló por boca del socialista radical y trabajador del astillero de Klawitter que proclamó la huelga contra Klawitter y la fábrica de pan Germania, en el muelle de la madera y en la imprenta Kafemann. Ludwig Skröver y Otto Stubbe eran amigos. A menudo, sin que Lena se diera cuenta, se habían asado (en el bosquecillo de Saspe) un conejito. Más tarde fue robada la caja de huelgas. Expulsado del país, Skröver, con niños y bagajes, tomó el barco a Nueva York. Sólo una postal, nunca llegó ninguna carta. Al parecer, estuvo en Chicago con los anarquistas. Arriba y abajo. Una y otra vez. No había forma de achicarlo. En caso de necesidad, Lud aparecía. Cuando había que hacer un trabajo difícil, Lud sabía cómo. Sin Lud no funcionaba nada. Incluso cuando, en su tempotránsito actual, se hizo profesor de arte y volvió a empezar donde lo había dejado en la Edad Media (como iconoclasta), Lud desempeñó un papel central. La gente se encontraba en casa de Lud. Emborracharse con Lud. La leyenda de San Lud. Porque, aunque algunas veces era brusco y otras brutal, era siempre piadoso y más piadoso aún cuando estaba bebido. Nadie sabía mirar fijamente un vaso vacío como él y, al mismo tiempo, cantar himnos católicos en voz baja (con los restos de su voz de arcángel) y, a través del pie de su vaso, volver atrás la mirada hasta la época en que, como prelado bohemio y (poco después de la muerte de Adalberto) obispo de la Pomerelia, ordenó el bautismo obligatorio de todos los pomorscos. Como prueba un autorretrato en bronce, se veía a sí mismo en calidad de príncipe de la Iglesia, abate o mártir: inasequible, introvertido, legendario y, en breve, canonizado. Descrito, Lud tenía este aspecto: como si anduviese contra un fuerte viento. Preventivamente feroz cuando entraba en lugares cerrados, en el taller lleno de alumnos. La frente y los pómulos abultados, pero todo cincelado finamente. El cabello claro, suave. Los ojos enrojecidos, porque siempre soplaba el viento en contra. Delicado en torno a la boca y las aletas de la nariz. Casto como sus dibujos a lápiz. Echo de menos a Lud. ¡Cuánto lo echo de menos! E incluso cuando nos peleábamos & Incluso cuando, a puñetazos & Lud y yo tuvimos una amistad fatigosa & Como durante la amistad con Ludek, cuando Aya y Eya nos intercambiaban. Y cuando Ludguerio me llevó con él en la gran migración bárbara, su caballo me dio una coz. El prelado Ludevico toleraba mis estatuillas de la Virgen con tres pechos. No sé si Dorotea posó como modelo para el tallista Skriever; algunas de mis hijas eran suyas. Antes de ajusticiarme, Ladevigo elogió mi cuello robusto. Cuando la peste me arrancó de este valle de lágrimas, el coronel Ludström, en nombre de la Corona sueca (y con ayuda de la fregona Agnes) examinó cuidadosamente mis papeles póstumos. Con Ludrichkait perdí mi dinero (y mi alma) en francachelas. No estoy seguro de si Sophie le dio las gracias al capitán bávaro sólo con un beso. Cuando robaron la caja de huelgas, yo hubiera hecho a gusto partes iguales con Ludwig Skröver. Sólo sobre Fränki, el viejo carretero, no diré nada. Y cuando llegué a Berlín con Lud & Todavía queda Jan. Sin embargo, Jan Ludkowski, que era mi amigo, que como yo fabricaba palabras, Jan, que era de María, está muerto como Lud. Jan era diferente. También Lud era diferente. Con Jan se podía hablar ante pan, queso, nueces y vino. Con Lud también. Cantábamos hasta la madrugada y nos desesperábamos. Nos aferrábamos a nuestro sueño. Los hombres saben hacerlo: ser amigos. Eso no lo quiere comprender Ilsebill. Retrasado Ilsebill ha salido. Yo no estoy aquí. En realidad, esperaba a Agnes. Lo que ocurre en cambio ruido de platos  se debe a Amanda: su lavado diario. Lena ha estado ahí. Quizá se nos olvidó sólo concertar una hora exacta. Me encontré con Sophie mientras en todas las iglesias tocaban a vísperas. Nos besamos como en el cine. Quedan restos fríos: pollo y no sé qué más. Comenzada, coscorronea una frase. Hasta lo extraño ha dejado de oler a nuevo. En el armario falta un vestido: el de las flores grandes, destinado a las fiestas con Dorotea, que iba siempre en harapos. Cuando todavía había música, podíamos, juntos, oír lo mismo diferentemente. O el amor, la foto: Billy y yo en el barco blanco que se llamaba Margarete y, entre balnearios, lanzaba su humo espeso. Claro que me he retrasado. Pero María no ha querido esperar. El rodaballo le dice ahora la hora. Hasta vomitar María es pariente mía. Su padre es primo de mi madre. Ya en tiempos de Amanda Woyke había Kuczorras en Kokoschken, Ramkau y Zuckau. Y una de las nietas de ella, Lovise Pipka (prima de Sophie) se casó con un Kuczorra que era de Viereck (hoy Firoga). Por lo tanto, la ascendencia de María puede trazarse hasta Lena Stubbe, cuyo apellido de soltera era Pipka, y hasta Amanda Woyke, lo mismo que mi abuela, por parte de madre Kuczorra (aunque su madre se llamaba de soltera Bach) hace retroceder mis orígenes lo suficiente para emparentarme (como María) con Amanda y con Lena. Y como en la línea materna de María hay varios Kurbiellas o Korbiellas, mi madre tenía un tío Kurbiella (que emigró a América) y la pobre Sibylle Miehlau recordaba a una tía abuela Korbiella (hermana de su abuela materna) que, al parecer, vendía en Karthaus hilo de zurcir, botones y seda de coser Gütermann, yo podría invocar también un parentesco con Agnes, la cocinera de régimen, sobre todo porque hay indicios de que la madre de Agnes, que como el padre fue asesinada por los suecos en Hela, debió de ser por nacimiento una Woyke o Gnoyke. (Hay que decir también que Catalina, la hija menor de la abadesa Rusch, se casó con un carnicero llamado Kurbjuhn y que la madre de Dorotea Swarze, llamada de Montovia, fue una Woikat por nacimiento.) Al fin y al cabo, todos los cachubos estamos emparentados por algún vericueto. En medio sólo estaban el bosque de Goldkrug cerca de Bissau, los matorrales de frambuesas de Zuckau, la calzada de Karthaus, el río Vístula, el riachuelo Radauna y cuatro o cinco siglos: la época de antes y de después de la patata, historia que pasó sobre nosotros. De eso María no sabía nada. Es rubia. Antes de entrar como aprendiza de vendedora en una cooperativa de consumo, sus rizos caían como querían. Luego su amiga aprendió peluquería. Los Kuczorras, salvo un hermano de mi tío que, después del 45, se marchó al Oeste, viven en Gdynia o en Wrzeszcz, que en otro tiempo, cuando era un suburbio de Danzig, se llamaba Langfuhr. Habitaban con las dos hermanas más jóvenes de María en Ulica Lelewela, en otro tiempo Labesweg, en una vivienda de dos habitaciones y media. (En Kokoschken tienen todavía fanegada y media de tierra de patata y huerta.) En 1958, cuando obtuve por primera vez un visado y volví con mis recuerdos borrosos, María tenía nueve años y se rió al verme en mis ropas occidentales. Así fue siempre: rubia, risueña, loca por el baile, rápida en el cálculo mental, una eficiente vendedora, un poco vocinglera cuando estaba con chicos y sin saber nunca más que lo que pasaba en aquel momento. Yo era el tío del Oeste, que venía cada algunos años, traía discos (los Beatles), no sabía hablar polaco ni cachubo y del que ella se imaginaba cosas: bonitas y falsas. Pero también yo me imaginaba cosas de María. (Eso es lo que pasa cuando uno olvida su propio idioma.) Lo que pasó fue peor de lo que había imaginado. Hubiera tenido que inventar otra historia sobre María. Una historia feliz, con un poco de tristeza alrededor y un regalo de bodas apropiado. Pero los tiempos lo impidieron. María no siguió siendo vendedora en la cooperativa. Quedó un puesto libre para ella en otro sitio. Quería mejorar por todos los medios. Sin embargo, María no estaba hecha para la cocina. (Hubiera podido vender bisutería y llevarla en alguna tienda de souvenirs de la calle de Nuestra Señora: le hubiera sentado bien a su pelo.) Moneda pomorsca. La abundante calderilla de las costas de largas playas. La dote de las dunas erráticas. El cambio que devolvía el Báltico. Ya los fenicios vinieron a vela hasta aquí, primero de Sidón y luego de Cartago por Cornualles, donde cambiaban estaño por telas de púrpura y trocaban por cereales de siembra (cebada y escanda) pedazos del tamaño de un puño. Y cuando Mestuina fue decapitada, el collar de ámbar de su cuello se esparció muy lejos por todo el país. Amanda encontró luego algunos pedazos en los campos de patatas. Y cuando María me regaló un trozo del tamaño de una nuez, yo lo reconocí, la vieja historia comenzó otra vez, vi a María con otros ojos, fue posible de otro modo. En aquel tiempo estaba todavía de aprendiza en la cooperativa. El ámbar lo había encontrado escarbando patatas en las tierras que le quedaban en Kokoschken. Una hermosa pieza: desde el borde de la copa de amarilla corteza, la gota transparente se redondea oscura, encerrando una mosca. No hubieras debido regalarme el ámbar. Ahora lo cuento todo. Cómo te convertiste en otra más real. Cómo se fue tu sonrisa. Cómo estás petrificada. Desde el verano del 69, María Kuczorra, que primero había sido vendedora en la cooperativa y luego cajera, trabajaba como cocinera en la cantina de los astilleros Lenin en Gdansk. Allí ganaba ciento doce zlotys más que en la cooperativa. Como le faltaba experiencia en la cocina, sólo ayudaba con los pucheros humeantes, pero por su conocimiento de los precios y calidades se le confiaron las compras al por mayor y el mantenimiento de las conservas. Su estilo práctico pero alegre hizo que tuviera un éxito rápido. En sus tratos con la burocracia, su experiencia en la cooperativa le ayudó a obtener concesiones especiales. Consiguió el gran refrigerador. (También canjeaba, a través de terceros, piezas de repuesto de tractores por verduras.) El menú de la cantina se hizo más variado. Sin embargo, cuando María comenzó a hacer parte de sus compras en el puerto franco y aparecieron de repente en la cantina frutas meridionales, tuvo una disputa con su amigo Jan, un joven de ideas audaces pero más bien tímido, que escribía prospectos para el comercio con Occidente y había ayudado a María cuando solicitó el puesto en la cantina. Jan había estudiado construcción naval, pero su pasión era la historia pomorsca antigua. Por las noches escribía versos. En el Ostsee-Almanach habían publicado un artículo suyo sobre la poesía amorosa de Wiclaw von Rügen. Su ciclo de poemas sobre Damroka, hija del príncipe Mestuino y primera abadesa del convento de Zuckau, había suscitado por su riqueza en metáforas eróticas, junto a críticas favorables, la protesta de la Asociación Cultural Cachuba. Su tesis de que el general al que aniquiló el príncipe cachubo Svantopolk fue el danés Fortimbrás que, en la escena final de Hamlet, afirma volver victorioso de Polonia, era discutida. Jan quería engranar con Shakespeare y escribir una continuación de la tragedia. Sólo le faltaba tiempo. Durante el día escribía textos publicitarios para la industria naval polaca, que se traducían al inglés-sueco-alemán y pasaban por eficaces (para la mentalidad occidental); por la noche lo esperaba María, que quería ir al cine o a bailar. La había conocido en la cooperativa. Desde el principio empezaron a pelearse. Él había traído una lata de guisantes en conserva podridos y se la había metido por las narices a la cajera Kuczorra. Cuando, por la noche, se encontraron en el jardín público del convento de Oliva, Jan dijo: con sus tirabuzones, María le recordaba a Damroka, la hija del príncipe cachubo, hermana de su héroe Svantopolk y prima de Wiclaw von Rügen. Esa Damroka había fundado el convento de Zuckau a orillas del riachuelo Radauna, a causa de las frambuesas silvestres que en ellas crecían a montones. Y citó fragmentos de su largo poema. A María le gustaron las comparaciones históricas de Jan. Dejó que la llamase Damroka. Pronto se amaron. ¿Y yo? Yo no soy Jan. Soy primo segundo de María. Ella, sin embargo, me llama tío. A mi sólo me ha regalado un trozo de ámbar. Con un insecto dentro. Yo soy el insecto. En caso de duda, yo: tardíamente implicado y absorbido. Junto a mí: yo. Fuera de mí: yo. Atado a mí (como un oso): un yo obediente y gruñón. Siempre escapado, fugitivo del tiempo, a la espalda. Donde falta una tabla en la empalizada de la Historia. Escúchame, María: fue cuando Mestuina llevaba al cuello el ámbar agujereado por mí. De sus hijas y de las hijas de sus hijas descienden Sambor, Mestuino, Svantopolk y la princesa Damroka. No, fui yo quien capturó al rodaballo parlante. Yo, en los escaños de los gremios, cuando se sublevaron los artesanos. Yo, en la Torre de los Condenados, comiendo a cucharadas mis últimas tripas. Y cuando la peste me saludó al pasar. Y cuando la patata derrotó al mijo. La gran cocinera que todo lo revuelve me ha revuelto a mí en contra de los tiempos. Cómo (todavía hoy) me espuma con su espumadera. Cómo me reparte en los platos equitativamente. Cómo, en escabeche, soy suave a su paladar. Levística y comino, mejorana y eneldo. Yo sazonado. Jan soy yo, María, según tu receta. Y cuando María Kuczorra llevaba ya un año ocupándose en la cantina del astillero Lenin de las verduras, las conservas, las compras a buen precio y (aunque ilegalmente) las frutas meridionales; cuando, por deseo de su amigo que seguía queriéndola y que (por las noches, en el cine oscuro; en el oído al bailar) la llamaba Damroka, cuando María, finalmente, porque Jan lo quería, dejó de llevar sus rizos a la peluquería; cuando vino el otoño y en los periódicos se habló mucho de tratados listos para la firma, cuando por fin Gomulka y Brandt, en Varsovia, firmaron en nombre de polacos y alemanes y como se dijo  hicieron Historia; cuando llegó el invierno y comenzaron los preparativos de la Navidad, fue María la que aconsejó comprar provisiones rápidamente: se hablaba demasiado de la prioridad de las tareas nacionales. En los periódicos sólo había frases sublimes sobre la grandeza del momento histórico. Ni una palabra sobre los artículos de consumo. Todo aquello era un signo de la peor especie. «Van a subir los precios», le dijo María a Jan. Eso fue lo que ocurrió. Por decreto. Los del azúcar, la harina, la carne, la mantequilla y el pescado. El 11 de diciembre. Y ellos que habían querido casarse el cuarto domingo de Adviento. Desde el punto de vista económico, había muchos argumentos a favor. No se puede subvencionar todo. Ni siquiera el comunismo lo aguanta. Cuando no hay un mercado que regule los precios, el Estado lo hace demasiado tarde. Pero si los precios se desmandan se desmandan otras cosas y, a veces, todas. Cuando aumentaron los precios de los alimentos básicos un viernes entre un treinta y un cincuenta por ciento se las habían querido dar de listos, contando con el fin de semana , Jan dijo: era un hecho histórico que el encarecimiento de los arenques de Escania y la importación de cerveza barata de Wismar habían unido en diversas ocasiones a los gremios en discordia, haciendo que se rebelasen contra los patricios. Luego especuló largamente sobre la caída del precio de la pimienta durante la Reforma y la escasez simultánea de carne en la Europa central, al disminuir las reses para matanza. María dijo: aunque eso haya pasado con el capitalismo, no debería ocurrir con el comunismo. Eso se lo enseñan a una ya en la escuela. Y si el sindicato no hace nada, habrá que prescindir del sindicato. Y si a los hombres les falta valor, será misión de las mujeres el calentarles los cascos. Nonó, hoy no tenía ganas de ir al cine. Él, Jan, tenía que moverse y organizarse. Ella, María, hablaría con las mujeres de la cooperativa. Las conocía. También ellas sabían todo lo que había que saber sobre precios. Desde hacía tiempo se habían olido la chamusquina. Se podía contar con ellas. Y como por todas partes (lo mismo que María a su Jan) las mujeres les calentaban los cascos a sus hombres «¡Y no vuelvas a casa hasta que hayan bajado los precios!»  la huelga de los trabajadores del puerto y del astillero se extendió al día siguiente a Gdansk y Gdynia, a Szczecin y Elblag, a lo largo de la costa polaca del Báltico. Los ferroviarios y otros se unieron. Hasta las chicas de la fábrica de chocolate Baltic. Como las directivas locales de los sindicatos no participaron, se formaron espontáneamente comités de huelga, se eligieron consejos de trabajadores. No sólo había que anular la subida de los precios. Se pedía también la autogestión obrera: el viejo, profundo, necio, hermoso e inextirpable sueño de poder decidir por sí mismos. En los astilleros Lenin de Gdansk se aumentaron rápidamente, antes de que la Milicia comenzara sus controles, las existencias de la cantina. Lo hicieron de noche. A la mañana siguiente llegaron de todas partes, de los suburbios, de Ohra y del Troyl, de Langfuhr y Neufahrwasser, quizá cincuenta mil trabajadores y amas de casa. Desfilaron ante la estación central y se congregaron ante la sede del Partido Comunista. Allí, como no había mucho de que hablar, cantaron varias veces la Internacional. Sólo donde estaba Jan (un poco separado de María) se discutía, porque Jan estaba lleno de ejemplos históricos que no podía guardarse para él. Como siempre, comenzó por los antiguos pomerelios: por Sambor, Mestuino, Svantopolk y la Damroka de los bellos bucles. Hasta allí escucharon los trabajadores del astillero, pero cuando Jan se desbordó, se perdió en el laberinto de las reglamentaciones gremiales medievales y comparó las reivindicaciones de asiento y voz en los consejos de pie y sentado de los oficios menores con la actual reivindicación de autogestión obrera, los trabajadores no lo escucharon más. Entonces la masa cantó una vez más la Internacional. Sólo María, que estaba apartada, vio a su Jan hacer labor de agitación con conciencia histórica: sin oyentes ahora, envuelto en un bocadillo de tebeo. María tenía la cabeza ligeramente ladeada y en torno a su boca había una contracción a la que faltaba poco para ser sonrisa. Todas ellas ladeaban la cabeza así: un poco preocupadas y, al mismo tiempo, divertidas por tantas palabras y tanto fervor masculino. Así, aunque ya dispuesta a la cuchufleta, contemplaba y escuchaba la abadesa Margareta Rusch al predicador Hegge cuando éste, en la Hagelsberg, conjuraba, con la condenación eterna, a todos los diablos desde Asmodeo a Zaroe. Así inquieta, pero con la sonrisa ya diluida en melancolía, miraba la fregona Agnes Kurbiella por encima del hombro del poeta Opitz, cuando éste se sentaba ante el papel blanco, sin palabras, aunque interiormente rico en figuras. Con esa expresión me recibió Vigga, la reina de las remolachas de la edad del hierro, cuando volví a casa cojeando de la migración bárbara, con los pies hinchados. Y de la misma forma me miraba Lena Stubbe, con la cabeza ladeada, cuando le había atizado el viernes otra vez con el suavizador de mi navaja barbera y, como siempre, buscaba luego la soga sin encontrar el clavo. De otra forma, desdeñosamente, sonreía Dorotea y torcía la cabeza cuando yo empezaba con las habladurías de los gremios o contaba la calderilla. Sophie, en cambio, estaba llena de preocupación cuando anudaba para su Fritz, preso en la fortaleza, un paquetito de pan de especias en el que, finamente molida, había mezclado la estimulante seta matamoscas. Y así también sonreía mi Mestuina cuando veía al obispo Adalberto comerse a cucharadas su sopa de pescado. Y en cuanto me había dado mi mamada suplementaria (a mí, el gran tontorrón) Aya inclinaba la cabeza, tutelarmente preocupada y sonriendo con certeza: nunca será bastante, el hambre surgirá eternamente, siempre habrá que andar con tutela. Por eso tenía María la cabeza ladeada cuando vio a su Jan incrustado en la multitud y, sin embargo, desarrollando una actividad agitadora no atendida: enseguida tendrá frío, solo con sus historias. Enseguida le diré: tienes razón, Jan. Hay que verlo históricamente. Eso no se acaba nunca. Tampoco con el comunismo. Siempre los de abajo contra los de arriba. En aquel tiempo, los caciques se llamaban patricios. Encarecieron el arenque de Escania. Aumentaron, aunque había suficiente, el precio de la pimienta. Siempre decían: la culpa es del Danés. Los derechos de paso por el Sund aumentan. Todo se encarece. Las cosas son así. Hay que aceptarlas. El Estado lo dice por boca del Partido. Y el Partido tiene razón, tiene siempre razón. Y el Partido dice siempre: es demasiado pronto para la libertad. Cuando Jan hubo encontrado de nuevo a su María entre el gentío, le dijo: «Vámonos. Vamos a los astilleros. Allí estaremos seguros. Allí no nos faltará nada. Allí esperaremos. Aunque dure mucho tiempo. Nos casaremos después de Navidad y seguro que con alegría». Sólo cuando la muchedumbre empezaba a dispersarse comenzaron los enfrentamientos con la Milicia. Ante la estación central se rompieron cristales. Ardieron algunos puestos de periódicos. Más tarde se quemó la sede del Partido. La moral era más bien alta. Habían visto que eran muchos. Entonces se produjeron detenciones, lo que llevó a una parte de la multitud ante la prisión de Schiesstange. También allí gasolina por las ventanas. Un muchacho cayó ante un coche oruga. Pero no hubo disparos todavía. Sólo al día siguiente, cuando los obreros de los astilleros Lenin se replegaron a los terrenos del astillero, pusieron guardias en las puertas y para el caso de una ocupación militar  hicieron preparativos para volar instalaciones importantes y botar prematuramente los nuevos barcos; cuando llegaron de Varsovia unidades motorizadas del Ejército Popular y la Milicia hubo puesto cerco a los terrenos del astillero; cuando en la cantina de éste se cocinó col y comino para más de dos mil hombres; cuando ante la entrada principal algunos jóvenes obreros quisieron discutir con la Milicia y cuando Jan Ludkowski, por un megáfono, difundió primero los antecedentes históricos de la huelga desde los levantamientos de los gremios medievales, pasando por la sublevación de los marineros y obreros en Petrogrado contra la burocracia del Partido y en favor del sistema de soviets, hasta el encarecimiento actual y las reivindicaciones de autogestión obrera del comité de huelga ; cuando Jan, finalmente, citó el Manifiesto Comunista e hizo llegar muy lejos (hasta el Barrio Viejo) su voz viril, llena, bien timbrada, sólo dura por amor a la causa, disparó la Milicia alcanzando a varios trabajadores. Mortalmente a cinco. Entre ellos, Jan. También en Gdynia, Szczecin y Elblag dispararon. Al parecer, donde se produjeron más muertos (más de cincuenta) fue en Gdynia, donde la Milicia disparó con metralletas (desde helicópteros) y con morteros contra la multitud. Entonces, en Varsovia, cayó Gomulka. El nuevo hombre se llamaba Gierek. Revocó el aumento de los precios de los artículos de primera necesidad. Los obreros creyeron que habían ganado y abandonaron la huelga, aunque su reivindicación de autogestión había quedado sin respuesta. Cuando la Milicia disparó contra Jan, le alcanzó en el estómago, lleno de cerdo con col, y no, como él había deseado en sus poemas (siguiendo a Mayakovsky), en la frente. Murió en mitad de una frase. María no pudo ayudar cuando llevaron arrastrando a los muertos y heridos hasta los terrenos del astillero. En aquel momento estaba en la cantina, haciéndose cargo de una partida de conservas de pescado regalada por las tripulaciones de dos cargueros soviéticos que estaban en dique seco. Más tarde se arrojó sobre el muerto, que tenía aún la boca abierta, y lo sacudió como si quisiera pelearse con él: di algo. Di que es lógico y claro. Di que los hechos son ésos. Di que está históricamente demostrado. Di que Marx lo previó ya. Di que ocurrirá así. Dime algo, di & Después de la muerte de Jan, María no dejó de trabajar en la cantina del astillero. Mientras se seguía negociando con Gierek, el hombre nuevo se llegó a una especie de acuerdo , los víveres se recibieron en abundancia. Los muertos fueron enterrados con precipitación, sin publicidad, en diversos cementerios de Emaus, Praust y Ohra. Las familias no pudieron asistir. Al parecer, Jan está en el cementerio de Emaus. Como los otros cuatro muertos eran de la Alta Silesia, nadie los conocía bien. Mucho después se informó a sus parientes de Katowice y Beuthen. Eso provocó indignación. Las altas esferas lo lamentaron. Pero no es verdad que los muertos cuenten. El tráfico de carretera produce muchos más. Y se atiende a las viudas y los huérfanos de una forma cada vez más social. Todos tiros en el vientre. La Milicia había apuntado bajo. Es verdad que se hizo un atestado con vistas al futuro, pero en ningún proceso se dio nombre a todos los culpables. Es verdad: la vida sigue. El verdadero funeral se celebró entre Navidades y Año Nuevo, en los terrenos del astillero, al aire libre, porque la cantina era demasiado pequeña. Un día helado, sin viento. María, de negro, se sentaba entre otras mujeres de negro, frente al tablado de los oradores, las flores, banderas, la música, el aceite ardiendo. Los oradores (casi todos miembros del comité de huelga) repitieron que no olvidarían. Hablaron de la victoria de la solidaridad obrera, aunque no se hubiera podido lograr todo. Cerca, en las rampas, había dos buques sólo tripulados por gaviotas. (Un gran encargo de Suecia. Los hubieran botado al agua sin terminar si la Milicia hubiera asaltado el astillero.) Jan estaba trabajando todavía en folletos de propaganda, en los que el progreso era ilustrado con fotos de los esqueletos de los buques. Uno de los oradores se refirió al trabajo de Jan, que calificó de lleno de imaginación. (No se habló de las propuestas de Jan, siempre rechazadas, de poner a los nuevos buques de pasaje nombres pomerelios, como Swantopolk o Damroka. Stefan Batory, decía, no fue polaco, sino un húngaro de Transilvania y, sin embargo, un buque llevaba orgullosamente su nombre.) Cuando, para terminar, habló un orador del Partido, repartió culpas pero sin dar nombres. Alguien, en la multitud de obreros del astillero que se encontraban de pie, gritó: «¡Kociolek!». María no lloró porque tenía algo en la garganta. Las otras mujeres de negro lloraban. Entre discurso y discurso lloraban más fuerte. También algunos hombres lloraron. Tras los discursos, la banda del astillero interpretó una música primero solemne y luego batalladora. En los petroleros de las rampas, las gaviotas levantaron el vuelo y volvieron a posarse. Luego, un actor recitó un poema que Jan había escrito sobre la muerte. Es verdad que, al hablar en él del poeta que tuvo que matarse viviendo, se aludía al lírico barroco e historiógrafo de la corte Martin Opitz, pero por la interpretación subrayada del recitador y en el marco del funeral, la frase «con la sangre se heló la palabra &» se refería sólo a Jan. Ese verso se repetía en cada estrofa. También había metáforas como «negro excremento», que rimaba con «fallecimiento». Cuando terminó el poema, María, que tenía algo en la garganta, tuvo que vomitar. Dos hombres de la guardia del astillero llevaron a la joven de negro, todavía con náuseas, por delante de los oradores, flores, banderas y fuegos y de la banda de música a un lugar entre los cobertizos, donde pudo vomitar a gusto. Antes del funeral, María había ido a la peluquería. Más tarde, en la cantina del astillero, después de tomar el té, tuvo muchas ganas de comer pepinillos con eneldo. Pero ya no había. Y una de las mujeres llorosas, la madre de Jan, que había venido de Konitz, dijo a las otras mujeres llorosas de negro, cuando las familias de los muertos se sentaron en la cantina para tomar un té: «Es de mi hijo. Iban a casarse. Quizá sea un niño». Sin embargo, fueron dos niñas, bautizadas con los nombres de Mestwina y Damroka. Pronto cumplirán tres años y reconocen ya una foto de Jan. Está en el aparador, junto a una carabela hanseática históricamente fiel. María, sin embargo, con la que estoy emparentado y que me regaló el pedazo de ámbar del campo de patatas con la mosca dentro, María que, en todas partes, en la cooperativa, en la cantina del astillero, era conocida por sus risas, María se quedó petrificada. Y ahora sólo habla con una voz dura. Algunas preocupaciones de vestuario, proporciones femeninas y últimas visiones No quieren decir nada de María. Con el consejo consultivo detrás, divididas como él, pero de acuerdo en eso: reunidas, celebran el Juicio Universal. Como el rodaballo declinó también su responsabilidad en los casos de Sibylle Miehlau y María Kuczorra, el ama de casa Elisabeth Güllen y la bioquímica Beate Hagedorn abandonaron, en protesta, el antiguo cine. Al terminar la vista del caso Lena Stubbe, la Hagedorn se puso a gritar: «Me cisco en el pasado. Hoy reina la opresión. Por todas partes. Como en Polonia, aunque allí tengan algo parecido al comunismo. Aquéllos no fueron a la huelga sólo contra el alza de los precios. No eran las preocupaciones habituales del ama de casa. Había algo más. Y sigue habiéndolo. Lo que necesitamos es hacer grandes cosas. Hay que salir afuera y gritar. Debemos negarnos. Y no sólo en la cama. ¡Total y completamente! Hasta que todo se paralice. Hasta que los hombres vengan arrastrándose. ¡Hasta que tengamos las riendas!». Pronto se pronunciará la sentencia. Durante todo mayo, mientras se practicaban las últimas pruebas y se dejaba constancia en acta, una vez más, de todo lo malo, pudieron apreciarse cambios en el rodaballo: en cuanto dejaba su lecho de arena, nos parecía a nosotros y a la Prensa que acechaba la aparición de cualquier daño consecuencia de la detención  cada vez más transparente, como de vidrio. Se podía dibujar su espina dorsal. Ahora se le señalan las entrañas. Se le ve la lecha, prueba de su masculinidad. Sin duda por ello el consejo consultivo insiste en que se termine de una vez, se dicte sentencia y se ejecute. Las vocales (sin la Hagedorn ni la Güllen) se han fijado un último plazo. Una vez más las vivo otra vez a todas, queridas por mí, odiadas, indiferentes y (desde el punto de vista del público) representables. Por ejemplo, Sieglinde Huntscha: siempre con vaqueros y con una chaqueta descuerada. Se podría calificar su tipo de atlético si yo no supiera que tiene los pies planos; por eso la fiscal, en sus intervenciones, casi nunca pasea arriba y abajo, sino que habla (con ligero acento sajón) desde su sitio: «Habida cuenta de que también en el caso Stubbe debe considerarse incontrovertible la conducta culpable del rodaballo &». Igualmente delgada, pero con pecho de ama de cría, la defensora de oficio lleva blusas bordadas, que le gusta cerrar con cintas. Aunque Bettina von Carnow, sentada, tiene la espalda curva y no sabe cómo girar su cuello demasiado largo, en cuanto se levanta o se atreve a evolucionar en escena revela las proporciones de un maniquí. De forma muy distinta destaca entre las vocales Helga Paasch, gigantesca cuando está sentada. En ella tenemos a una persona en mitad de sus cuarenta que, sin preocuparse lo más mínimo de su estructura, lleva trajes de chaqueta que acentúan su cuadrada constitución. Cuando dice «¡Qué complicadas sois!» barre cosas invisibles de la mesa. Igualmente tiesa, pero de proporciones delicadas y juvenilmente vestida de florecitas, se sienta, derecha como un signo de exclamación, Griselde Dubertin. Ocasionalmente, con falda pantalón. Lo cortante de sus interrupciones. Lo áspero de sus comentarios. Siempre en tensión, llevando siempre la contraria y excediéndose en sus expresiones, contrasta con Therese Osslieb, cuya flema amable se contagia hasta sin palabras y suaviza los acaloramientos súbitos (disputas con el consejo consultivo). La Osslieb lleva delantalitos, faldas anudables y trapos con puntillas heredados de su bisabuela. Sin embargo, se deja ir tan trágicamente como su amiga Ruth Simoneit, que cuando no se tambalea borracha sobre la escena mandando a todo el mundo (incluida ella misma) al diablo, tiene buen aspecto con su belleza bien torneada de la que, además del ámbar, cuelga siempre un exceso de bisutería asiática, africana, india o exótica por otros conceptos. A su lado, la asistenta social Erika Nöttke no lo pasa bien. Reprimida como es, está apegada a la grasa de sus preocupaciones que, por lo general, abulta jerseys y dilata faldas plisadas, gris sobre gris, de una forma poco favorecedora. Aunque es la más joven de las vocales, habla como una madre sacrificada. Su jerga profesional «integración resocializada»  no logra dar mayor autoridad a su entonación: pipía como un pajarito. Nadie la escucha. Sus largas tiradas son ahogadas por interrupciones (Griselda Dubertin), por los refunfuños de la Paasch o por los continuos alborotos del público, aunque Erika Nöttke, más que ninguna otra vocal, se esfuerza por hablar de lo que se está tratando. Otra cosa es Ulla Witzlaff, a la que cada suceso de origen histórico recuerda ejemplos privados que siempre encuentran oyentes: «En mi país, en una pequeña isla llamada Oehe, una anciana con sus ovejas &». Ulla es la más guapa, aunque no tenga bonito nada. Uno podría enamorarse de su pelo. Casi siempre viene con largas faldas flotantes y a veces, sin avisar, con traje de noche negro como una señora, haciendo una verdadera entrada en escena. El público admitido aplaude. Y la presidenta del tribunal (aunque discretamente) tiene que dejar bien sentada su autoridad. La Dra. Schönherr debe de tener unos cincuenta y tantos. Sin embargo, como esta conocida etnóloga se viste como fuera del tiempo (correctamente deportiva o con telas escocesas), su edad es un problema que no se plantea. Irradia serenidad. Nunca toma claramente partido. Se mantiene ambigua hasta cuando llega a la sentencia. Todas las vocales tanto si pertenecen al partido del rodaballo como a la oposición  creen que Ursula Schönherr está de su parte. Hasta el consejo consultivo revolucionario deja de dar la lata cuando ella sienta como dogma la necesidad de la solidaridad femenina. Ha guiado al tribunal feminista durante nueve meses entre todos los obstáculos y se ha agotado tanto a fuerza de tutela, que en la siempre atildada Ursula Schönherr tengo que ver a mi Aya neolítica, tal como aparece de través en mis sueños. Sin embargo, Aya era gorda, no: grasa, francamente informe. El trasero le llegaba a las corvas, lo que, sin embargo, se ajustaba totalmente al ideal de belleza de la edad de piedra que, como todo, era determinado por las mujeres. Por eso el culto a las piernas inspiró la forma primitiva de las vasijas, porque la cubicada de Aya resultaba relativamente menuda, al girar sobre unos hombros redondos que dejaban poco sitio para el cuello. Su carne se desbordaba. Por todas partes nidos henchidamente acolchados, hoyos y hoyuelos, que parecían dispuestos a criar musgo. Mientras que hoy la tiranía gimnástica prescribe al muslo femenino una aburrida tirantez, los muslos de Aya, como formaban entre la rodilla y el pubis una sucesión siempre renovada de rollitos, ricos en hoyuelos, llevaban las marcas de contraste de la belleza primitiva. Por todas partes hoyuelos. Y donde la espalda se decidía a ser posaderas podían observarse zonas de concentración densamente pobladas. Las proporciones de Aya se repitieron todo lo más en la monja Rusch, que cuidaba de su capa de grasa &, ya fuera para conservar su calor, que regalaba generosamente, ya para dar a su risa la resonancia apropiada. Vale la pena enumerar todo lo que temblaba en Greta la Gorda y hacía pliegues, en cuanto soltaba su carcajada repentina, formando burbujas de felicidad y agitando su cuerpo poderoso: la cuádruple barbilla, sus mejillas, metamejillas y supramejillas, los pechos que la cercaban como bastiones, uniéndose a la grasa de la espalda, el vientre que, como si estuviera siempre embarazada, hacía saltar las costuras de cualquier traje, y sus brazos con pelusilla de melocotón, cada uno de ellos tan grueso como la goticoflamígera cintura de Dorotea de Montovia. Sin embargo, antes de comparar a Dorotea con Sophie la una como soplada en vidrio, la otra flacuchamente plana, pero las dos igualmente coriáceas  tengo que recordar que, en conjunto, Amanda Woyke se asemejaba a una patata: manejable, bulbosa y de carnes firmes. Igualmente compacta pero menos crecida era Mestuina, en tanto que Vigga se dejó vencer pronto por su poderosa estructura ósea y dio más importancia al andamiaje que a la carne. Lena Stubbe, en cambio, que empezó siendo fresca como una manzana, fue fiel a sí misma, de forma que en su vejez seguía recordando a una manzanita, aunque arrugada. Dorotea no tenía peso. Aparición volátil, dolorosa por su insensata belleza. Carnalmente estaba tan escasamente dotada, que se parecía a las cabras de los establos que, en marzo, cuando el pienso se acaba, son sólo fantasmas y terror de los niños. Mientras que la grasa almacenada puede describirse de forma redonda y palpable, la escasa carne de Dorotea sólo puede evocarse midiendo los espacios que ocupaba. Sus amplios ropajes, que magnificaban cada gesto. Sus vestiduras que tomaba de los enfermos achacosos, cuando volvía en harapos o envuelta en sudarios húmedos del hospital de incurables. Sin embargo, aunque su carne no lo tuviera, su cabello tenía peso. Rubio como el lino y suelto, le llegaba a la rodilla. Así, con el viento en las ropas, en el pelo, ocupaba el espacio, recorría las calles, que se vaciaban a su paso, se estremecía de éxtasis, se echaba, palpitante montón de sayal sobre el que se derramaban los cabellos, entre los mendigos de Santa María o vagaba, cuando la niebla cubría el suelo, ante las puertas de la ciudad: ávida de apariciones. Incluso allí donde, de todas formas, ningún hombre pudo perderse, Sophie era estrecha. Plana, angulosa, con el atractivo de un efebo, sobre unas piernas hechas para saltar y brincar, una rama de sauce resistente, flexible, pero también azotante. ¿Las proporciones de Sophie? Con independencia de su voz, que exigía espacio, sólo cuenta su paso elástico, que siempre se le anticipaba. E incluso de señorita de edad siguió siendo sólo un puñadito de mujer; desde luego, uno que bastaba, como una carga explosiva, para hacer saltar la cocina por los aires y liberar esas reivindicaciones, todavía actuales, de los en otro tiempo perdidos derechos femeninos. ¿Y Agnes? Ésa no pesaba. No tenía aspecto de nada. Sólo se la podía ver en los retratos que el pintor Möller pintó y destruyó luego. Al parecer (lo sugiere Opitz) tenía el pelo rizado. Yo me acuerdo de sus pies descalzos. A veces, cuando la puerta se abre despacio, tengo la esperanza: es Agnes &, pero siempre entra Ilsebill trayéndose a sí misma. Ahora llena mi boceto, que descansa en llano. Un plato con el cielo encima. Nubes bajas de lluvia y otros guisos análogos. Sus ojos se mueven ya de un borde a otro. Como no puedo asir a Agnes, coloco a mi Ilsebill, en estado avanzado de embarazo, en la isla que se encuentra entre Käsemark y Neuteich, donde el Vístula, con su cielo arriba, permite trazar vistas aéreas, o aquí, entre Brokdorf y Wewelsfleth, en las represadas marismas de Wilster. Con el río siempre a la espalda, mi Ilsebill está echada. Un objeto inerte arrojado por las aguas, con proporciones de mujer. La carne, sembrada de hoyuelos, dispuesta sobre su cadera derecha, de forma que su pelvis, de canto, limita el cielo. Su brazo doblado se apoya precisamente donde los hombres, con sus carteras llenas de informes, han proyectado la central nuclear. Ella se atraviesa en todos sus planes. Uno de sus pechos cuelga sobre el dique. Su pie derecho juguetea con el Störr, afluente del Elba. Echada con todo su peso, como para siempre. Debajo de ella, donde se dobla su pierna izquierda, los postes de alta tensión se extienden a zancadas por el país: la energía susurrante, los viejos rumores, la leyenda del ámbar, érase una vez. En torno a Ilsebill se escabullen con sus números de cuello de camisa los hombrecitos que lo han parcelado, planificado, saneado y depurado todo. Sobre ella: maniobras locales de la OTAN, propulsadas a reacción y en vuelo oblicuo, que ensayan una y otra vez el caso de emergencia. Donde el Vístula y el Elba quieren desembocar y desembocar. Su sombra errante: historia que no fue escrita, pero que está allí y perdura. Carreteras que tienen que rodearla. Carteles publicitarios para ocultarla. Señales de peligro que la niegan. Una valla, de doble malla, para protegerla. Hombres que saltan a su alrededor. Pequeñeces desmesuradas. Resultados que buscan la mirada de Ilsebill. Debe asombrarse y quedarse sin habla. Pero ella, cuando le apetece, vuelve su carne del otro lado. Lo llamamos movimiento. Con sus proporciones, rechaza el poder administrado por los hombres. Ya se ha convertido Ilsebill en paisaje y está cerrada a toda interpretación. ¡Déjame entrar! Quiero arrastrarme dentro de ti. Desaparecer por completo, llevando conmigo mi razón. Quiero estar al abrigo y renunciar a la huida & Sin embargo, cuando quise acercarme a mi Ilsebill, ella dijo: «No tardará mucho. Ya empieza a empujar. Será un chico. Se llamará Emanuel. ¿Qué quieres ahora? Siempre lo mismo. A mí no me apetece ya. ¡Quita! ¡Quita de ahí! Vete ya, vete o cuéntame lo que pasa con el rodaballo &». El Feminal Así llamó el rodaballo en la última vista de su caso al tribunal feminista. Dejó de decir: «¡Pero-pero mis distinguidas señoras!». No era ya un patriarca que quisiera congraciarse: «¡Al fin y al cabo sois todas mis queridas hijas!». Nunca más quiso dejar bien sentada su superioridad mediante la ironía, hablando de las «Ilsebills reunidas», ni aludiendo con altisonancia al «Alto Tribunal de Cabellos Largos»; en lugar de ello, redujo a la asamblea que lo acusaba al corto nombre de «Feminal». Que el Feminal sentenciase. Cualquiera que fuese el contenido de su sentencia, sólo el Feminal representaba la Justicia. El Feminal era la única instancia superior a él. Como durante la prolongada cautividad se había vuelto transparente e incoloro hasta la aleta caudal, el rodaballo se confesó culpable en términos vidriosos que, de todas formas, eran también un programa y abrían nuevos horizontes: «La pena que se me imponga hará que, en lo sucesivo, quede obligado hacia el Feminal». Para hacerse entender más claramente, complementó el conciso vocablo que acababa de inventar hablando del «Feminal Universal», lo que, una vez más, suscitó una sospecha de ironía: hasta el final, las liberadas mujeres se sintieron inseguras con respecto al acusado pez plano. Y, sin embargo: ¡qué injusticia! ¿Qué habían hecho aquellas mujeres con mi rodaballo? Aquella palidez. ¿Era aquélla aún su voz? Ya no susurraba paternales consejos en el oído de su hijo. No hacía reproches, no amenazaba, no daba órdenes. ¿Adónde había ido a parar su ingeniosa suficiencia? Ya no interrumpía cínicamente a nadie, a ninguna Ilsebill. Nunca más habría pretexto para sus risotadas cavernosas, que revolvían su lecho de arena y las capas inferiores del alma. Mientras que, al comienzo de los debates, cuando Aya-Vigga-Mestuina figuraban en el orden del día, se había refugiado en los chismes mitológicos, murmurando palabras primitivas y, en cuanto la acusación se hacía demasiado sutil, había invocado, entre otros dioses, a Poseidón, ahora se exponía abiertamente: «Mirad, así soy yo. Transparente. Miradme a fondo. Nada se os oculta». Y mientras que, cuando se debatían los casos de Dorotea Swarze, Margareta Rusch y Agnes Kurbiella, cada dato histórico ya fuera el Concilio de Costanza o la batalla de Wittstock  le abría una vía de escape hacia otras conclusiones, ahora renunciaba a los subterfugios y hablaba, con conciencia de su culpa, del tema tratado. No había ya ningún prior dominico que quisiera (en figura de rodaballo) falsetear Derecho Canónico. Nunca más se le oiría citar nasalmente las ordenanzas de los gremios medievales. No habría más exhibiciones inquisitoriales de instrumentos. Nada sacado del Malleus Maleficarum. El rodaballo se expresaba claramente, sin aquel tono de valle de lágrimas que hubiera podido introducir un orden yámbico en la peste, el hambre, la prolongada guerra y mi tempotránsito barroco: «Yo he & Yo soy & Nunca más & En el porvenir & Me está bien empleado». ¡Dios! ¡Cómo te han maltratado! Ni siquiera quería ya sopesar cuidadosamente, practicar el arte del relativismo, aunque, mientras se trataba de Amanda Woyke y de Sophie como casos (y de mí en relación con ellas), las comparaciones dilatorias le habían dado ventaja. El rodaballo no decía ya nunca «en suma» para comenzar un desbordante discurso. Nunca más demostró su erudición. Por su boca no hablaban Padres de la Iglesia ni herejes. Había comprendido que, al procesarlo a él, el Feminal había procesado también a San Agustín y Santo Tomás. ¿No se había acusado a todos los grandes ingenios, desde Erasmo hasta Marxengels y cuando se vio el caso de Lena Stubbe  hasta al bueno y viejo de Bebel? ¿No se condenaba con él a tres mil años de Historia? ¿No hubiera podido el rodaballo, en su declaración final, tocar una vez más a todo pulmón, expresar su época en música, hacer en el órgano un balance profundo, ilustrar la causa masculina y, con ella, la civilización, sin duda como fracasada, pero también en toda su trágica grandeza, poblarla de figuras retóricas, hacerla subir por escalas artísticas, como progreso cultural, y celebrarla con un himno que, si no litúrgico, sustituyera a los coros, cuyos armónicos inferiores hablasen de éxitos permanentes (la catedral de Estrasburgo, el motor Diesel), los superiores de enredos culpables (el cohete lunar, la escisión del átomo) y sus tonos medios de las tribulaciones masculinas (las preocupaciones del padre de familia y los impuestos), de una forma polifónica y con múltiples registros? Pero no pulsó ningún registro. Aunque su declaración final fue calificada de interesante y dejó lo que se suele llamar una impresión duradera, el que hablaba no era el viejo rodaballo, que yo conocía tan bien, sino uno nuevo que me era extraño. Él, el chistoso e inventor de anécdotas jocosas que habían arrancado una sonrisa hasta a las mujeres reunidas (a pesar de su frialdad de congelador), él, para quien todo, hasta la muerte de la pobre Sybille Michlau, era risible, cayó en la seriedad, aunque estoy seguro de que en alguna parte de su escamante existencia se reía por dentro. En cualquier caso, el rodaballo trabajaba campos semánticos en los que sólo la moralidad prometía cosechas y pan moreno. Él, el charlatán y maestro en digresiones, él, el astuto para el que cualquier truco era bueno, se descubría ahora como si fuese vulnerable. Ni siquiera quiso refugiarse en el lecho de arena cuando la acusación habló contra él por última vez. Aunque de consistencia vítrea, se ofrecía: todas las palabras dieron en el blanco. Flotaba en su tanque como algo muy frágil. Intangible ya y, sin embargo (como han demostrado las fotografías), totalmente presente. Entregado, solo, al Feminal, a las múltiples Ilsebills. Ellas se habían vestido formalmente. Colgaban de sus cuellos exóticas gargantillas de plata, llevaban en su tocado plumas y flores. Ruth Simoneit se sentaba envuelta en un chal. El cabello de Ulla había sido recogido para que sus pendientes aureasen. Hasta Erika Nöttke llevaba un adorno: un collarcito de perlas. Brazaletes tintineantes subrayaban cada ademán de la fiscal. Sieglinde Huntscha llamó al rodaballo: «Espíritu de la violencia. Padre de la guerra. Instigador de todas las guerras». Exclamó: «Lo conocemos muy bien. ¡Es usted el principio destructor, enemigo de la vida, homicida, masculino, bélico!». A lo que el rodaballo replicó: «Sí. Así es. Así ha sido hasta ahora. Yo declaré que la guerra era padre de todas las cosas. Siguiendo mis consignas se defendieron posiciones hasta el último hombre, desde las Termópilas hasta Stalingrado. Inflexible, decía: resistir a toda costa. Siempre he ensalzado la muerte por algo la grandeza de la Nación, la pureza de esta o de aquella idea, la mayor gloria de Dios, la fama imperecedera, algún principio abstracto: la Patria (invento mío)  y he proclamado que eso era lo que daba sentido a la vida. Los resultados se conocen. En materia de muertos y de recuentos de muertos, los hombres han sido concienzudos. Casi por toda Europa, cualquier automovilista en vacaciones puede localizar en sus mapas de carreteras los lugares en que, por lo general encantadoramente situados, extensos cementerios de guerra se han convertido en parte del paisaje. Esas cruces iguales de las tumbas dan testimonio de la Primera Guerra a la Segunda; en las iglesias de los pueblos se leen los nombres de los muertos de ambas guerras grabados en un solo mármol. ¿Por qué se luchaba realmente? Ni siquiera yo, su instigador, estoy seguro de los motivos. Es verdad que esperaba que después de las guerras & ¿qué? ¿Habría un cambio radical en la forma de pensar? ¿Se produciría una gran toma de conciencia? »La paz que estalló en 1945 sólo ha permitido conflictos limitados; eso podían prometérselo las meditabundas Superpotencias bajo el manto protector del equilibrio nuclear. Sin embargo, esos conflictos limitados han tenido por consecuencia igualmente millones de muertos, aunque ya desde que existe una política mundial  no se cuenten de una forma tan concienzudamente europea. Me refiero a la guerra de Corea, la guerra de Vietnam, a un pueblo diezmado por el llamado conflicto de Biafra, a la lucha para aniquilar a los kurdos, a todas las guerras del Oriente Medio hasta la más reciente del Yom Kippur, a las guerras indopakistaníes y a un ejemplo relativamente menor: la prolongada situación cuasibélica de Irlanda del Norte; también en diciembre de 1970 disparó la Milicia Popular polaca contra los trabajadores de los astilleros en huelga. ¡Muertos! ¡Muertos! Números de dos, de cuatro, de cinco y de seis cifras. »¿Quién lo hace? ¿Qué empuja a los hombres a destruirse mutuamente? ¿Qué razón es la que impera cuando una buena parte del salario del esfuerzo obrero se invierte en técnicas de aniquilación cada vez más perfectas? ¿Qué demonio secularizado deja el retrato del enemigo tan limpio que los hombres, en medio de una paz declarada, se enfrentan gimiendo bajo el peso de su armamento: mirándose a los ojos, cegados, mortalmente seguros? ¿Sigue siendo Belcebú? ¿El llamado instinto de destrucción? ¿O, en los últimos tiempos, yo, el rodaballo de los cuentos? ¿El principio bélico y por ello masculino? »El Feminal lo ha visto bien y lo dice con justicia: todo eso, ese vivir para la muerte que afirma como un papagayo su amor a la paz, es practicado seria y resueltamente, con competencia pragmática y pretensiones morales, exclusivamente por los hombres. Bendecido por los sacerdotes de esta o de aquella religión, es planificado, correctamente ejecutado a pesar de accidentes  extrapolado y dotado de sentido, con un empeño realmente desinteresado, por los hombres, exclusivamente por los hombres. Sé lo que estoy diciendo. De mí procedían la guerra y la paz. Mi voluntad era ésa: los hombres hacen la Historia. Los hombres resuelven los conflictos. Los hombres resisten o caen, y hasta el último hombre. Los hombres temen el caso de emergencia y sueñan con él. Los hombres son entrenados a fondo para una muerte prematura. Los hombres se tutean con la muerte. Los hombres por citar una frase inspirada  han llamado al fusil la novia del soldado . »Y todo eso, mientras yo siga actuando y derrochando mis consejos. Todo eso mientras la historiografía siga fijando fechas. Grandiosamente exaltados, héroes por estupidez, con un desprecio a la muerte que se alimenta de miedo, se lanzaron y se lanzan al ataque & sobre tumbas. Permítaseme recordar a los maridos de Lena Stubbe, que reventaron en Mars-la-Tour y Tannenberg: dos héroes del montón. »Pero todo eso no solamente en las guerras: los procesos revolucionarios que conocemos son orgiásticos ritos de muerte; unas veces este principio de pureza masculino, otras veces aquél han tenido por consecuencia procesos de depuración de resultados mortales; tanto si la Inquisición refinaba sus métodos de interrogatorio para la mayor gloria de Dios, si se saludaba a la guillotina como progreso humanístico, si los simulacros de procesos estalinistas recibían las bendiciones de los que sabían y de los que no sabían, si en los campos de concentración nazis la reeducación por la muerte era sólo un acto de administración burocrática: en todos los tiempos fueron hombres quienes, con frío ardor, tocados por la fe, siempre al servicio de una causa justa, con la vista clavada en el objetivo final, semejantes a arcángeles y horrorosamente infalibles anticiparon la muerte de los hombres; seguros de sí mismos, creyentes, lejos de sus mujeres e hijos, pero en cambio tiernamente entregados con pasión a los instrumentos de que se tratase, como si el matar fuera la continuación de la sexualidad por otros medios. Ya se acuda a los bailes de las sociedades de tiradores, se contemple las peleas de los mozalbetes, se divierta uno en un partido de fútbol o se mezcle con la multitud el Día de la Ascensión cuando aquí, en Berlín, se celebra a voz en cuello el Día del Padre: la misma agresión contenida que busca un pretexto. Esa misma pasión: penetrante y destructora. »Naturalmente, también hubo siempre apóstoles de la paz y hombres que se atrevieron a lanzar palabras audaces y citables contra la guerra. Permítaseme recordar al Alto Feminal al poeta Opitz, quien, en plena Guerra de los Treinta Años, intentó sabido es que en vano  establecer la paz. O el discurso del viejo Bebel contra la guerra. Eso fue en la primavera de 1913, y la Internacional Socialista lo aclamó. Lo sabemos: en cánticos religiosos y tratados filosóficos la paz era cantada, invocada, transformada en alegoría e interiorizada hasta la saciedad. Sin embargo, como nunca se intentó seriamente, al margen de las categorías de pensamiento masculinas, resolver los conflictos de la sociedad humana, todo se quedó en protestas de paz y sutiles distingos entre guerras justas e injustas. Fue y sigue siendo posible hacer cruzadas en nombre del amor al prójimo. Se decretó y se sigue decretando coactivamente la autoliberación del hombre. El principio de la economía de mercado libre ha supuesto la subalimentación permanente de millones: ¡también el hambre es una guerra! »Y como la Historia se presenta como una inevitable sucesión de guerras y paces, paces y guerras, como si fuera una ley natural, como si no pudiera ser de otro modo, como si una fuerza ultraterrena sea yo el ejemplo concreto  hubiera impuesto todo eso como destino, como si la agresividad tuviera que descargarse así y no de otro modo, como si la paz pudiera ser sólo el intervalo en que el hombre se prepara para el próximo caso de guerra, ese círculo infernal se ha cerrado para siempre &, a no ser que sea roto por quienes hasta ahora no han hecho la Historia, por quienes no tuvieron que resolver ningún conflicto históricamente notorio, a quienes yo impuse masculinamente la Historia, para quienes la Historia no ha traído más que sufrimientos siempre, y que alimentan el proceso bélico y tienen que compensar el desgaste de material humano: las mujeres en su calidad de madres. »Sin embargo, ¿será posible? ¿Acaso no fue informado recientemente el Feminal de cómo, sin quejarse, la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke se dejó hacer un niño tras otro entre las batallas de la Guerra de los Siete Años, sin preguntar siquiera ¿para qué? ¿Y no ha ocurrido hasta ahora que las madres, las mujeres y las hermanas de los hombres que se entremataban han permanecido mudas, se han petrificado en monumentos a la mujer que sufre o han permitido incluso que se las honrase como madres de héroes? »El Feminal al que me he entregado, que ha demostrado mi culpabilidad y al que sigo ofreciendo mi deseo de expiación, no debe limitarse a juzgar, sino que ha de comprender también que, en adelante, las mujeres tendrán el poder. No habrán de permanecer al margen sin decir palabra. La Historia tendrá un sello femenino. ¡Cambio de los tiempos! Ya cae el hombre, hastiado de su papel. Ya no quiere querer más. Ya se complace en su propio sentimiento de culpabilidad. ¡Está acabado, acabado! Que el Feminal dé un signo para que vuelva a existir el futuro. »Y, sin embargo, nos preguntamos: ¿por qué no hasta ahora? ¿Por qué permitieron sin protesta muchos cientos de millones de madres, hermanas e hijas que se produjeran las guerras de los hombres? Hasta nuestros días, las mujeres que han sufrido pérdidas irreparables se aferran al consuelo de que su marido, sus hijos, hermanos, el padre, todos los héroes cayeron en alguna parte, en los pantanos de Voljov, en el desierto libio, en el Atlántico septentrional y con ocasión de combates aéreos, por algo y no inútilmente; de que la muerte de los hijos, hermanos, padres y maridos tuvo un sentido. Partiendo de las categorías del concepto masculino del poder y de la moral porque una cosa determina la otra y permite y hace necesaria la tercera  se ha podido demostrar lógicamente que la causa que se defendía era la justa, que fue el otro quien empezó, que hubo que actuar así, quizá equivocadamente, pero con las mejores intenciones, que en realidad se quería la paz, que, sin embargo, una debilidad militar acusada, como el pacifismo y otras chiquilladas, sólo provoca al agresor; que, a pesar de todos los sufrimientos, es meritorio morir por la Patria amenazada o por una idea que, por lo general, ha salido de una cabeza masculina; y que todos tenemos que morir alguna vez & A eso se añade el que los hombres supervivientes, que han aprendido a ser caballeros, nunca dejan de inclinarse llenos de respeto, después de ganar o perder las guerras, ante las madres y viudas. Después de los desfiles de la victoria se rinden honras fúnebres a los caídos. Los días de luto nacional se suceden como las cuentas de un rosario. No hay miedo de que los muertos protesten. ¿Y qué dicen las madres? »Ahí están sobre el aparador, cuelgan ahí sobre el sofá las fotos enmarcadas de hombres jóvenes, de sonrisa inocente o mirada de intensa concentración, en uniforme de paseo, cuya seriedad o cuyas sonrisas se quedaron en promesas. En cajones y carpetas hay guardados diplomas escolares, cartas del frente, la última afirmación: Estoy muy bien &  y recortes de periódicos con esquelas orladas de negro, en las que, después del lapidario comunicado, se enumeran una vez más todas las medallas y condecoraciones. Un legado de millones, sin consecuencias políticas. Ningún voto femenino se impuso cuando todavía en medio de los escombros  se ordenó el rearme. Las mujeres aceptaron sumisamente la continuación de la locura decidida por los hombres. E incluso donde las mujeres han logrado tener influencia política de Madame Pompadour a Golda Meir e Indira Gandhi  han dirigido siempre la política dentro del corsé lógico de la concepción masculina de la Historia, es decir según mi definición , como continuación de la guerra. ¿Podría ser de otra forma? ¿Alguna vez, pronto, nunca? »Este Feminal no dejará de tener consecuencias. Nuestro tempotránsito está marcado por las ansias de liberación femenina. Las mujeres, se dice, se han politizado. Se organizan. Hacen su entrada en escena belicosamente y no se dejan cortar la palabra. Ya han tenido éxitos parciales. Sin embargo me pregunto preocupado  la reivindicación de la igualdad social de derechos, ¿supondrá también la quiebra de la regla moral masculina? ¿O esa igualdad de derechos entre los sexos tendrá sólo por consecuencia una potenciación del ansia de poder masculina? »Casi me temo que a las mujeres les falte consejo, un consejo duradero, sostenido, sí, ultraterreno. Sin embargo, ¿cómo podría yo, el Principio culpable encarnado, masculino y probablemente  guerrero, aconsejar en lo sucesivo a la causa de las mujeres, sólo a la causa femenina? »Quiero hacerlo. Podría hacerlo. Sabría cómo. El Feminal tiene la palabra.» Lo mismo que mi Ilsebill quiere siempre dos cosas a un tiempo, ejercer una profesión liberal y ser funcionaria, vivir en el campo y ocupar el escenario en la gran ciudad, suspira por un lado por la vida sencilla (cocer su propio pan) y no puede, por otro, renunciar a ciertas comodidades (recientemente, una máquina secadora totalmente automática), por lo que sus deseos, aunque estén en conflicto violento, son obligados por su voluntad a correr en parejas: así también, el tribunal feminista (como Feminal), estaba internamente escindido después del discurso final del rodaballo, cuando, finalmente, debía dictarse sentencia contra él. En realidad, la pena de muerte hubiera resultado adecuada, si no se hubiera necesitado (como expiación) el consejo del rodaballo. En conjunto, querían las dos cosas; separadas, la una o la otra. Mientras que el partido rodaballesco se oponía a que liquidasen al acusado, estaba, por principio, contra la pena de muerte y consideraba, como máximo, un castigo simbólico, después del cual se utilizaría al rodaballo como asesor arrepentido y, por ello, quería devolverlo a su elemento, la minoría radical estaba decidida a prescindir de los consejos del rodaballo y a cargárselo. La fiscal Sieglinde Huntscha pidió la muerte por electrocución. Griselde Dubertin quería agregar a su agua fresca cantidades cada día mayores de mercurio. Ruth Simoneit era partidaria de cocerlo vivo. Y la defensora de oficio, mientras por una parte pedía la absolución, por otra solicitaba una pena humana: pretendía que el Feminal internase al rodaballo en un establecimiento cerrado, a fin de que la psiquiatría se ocupase de él. No se llegaba a una sentencia clara. El consejo consultivo revolucionario, dividido como las vocales, estaba, como mucho, mayoritariamente en favor de un aplazamiento de la sentencia. Mudo y, ahora, totalmente pálido, como si quisiera convertirse en un cuerpo astral, el rodaballo se mantenía a la expectativa. Entonces la Dra. Schönherr, presidenta del Feminal, propuso, a sugerencia de la vocal Ulla Witzlaff, una solución de transacción por la que, probablemente, hubiera votado también mi Ilsebill, porque prometía satisfacer ambos deseos, el de una pena severa y el de una expiación prolongada: en presencia del rodaballo, de forma que no pudiera dejar de presenciarlo, ante sus ojos torcidos, se celebraría lo que haría necesario eliminar tres filas de butacas del antiguo cine  en una larga mesa, a la que pudieran sentarse el consejo consultivo, las vocales, la acusación y la defensa, así como algunas representantes del público, un banquete de rodaballo demostrativo, memorable se dijo  para las generaciones futuras, ritual, solemne y grandioso. La señora Helga Paasch prometió suministrar, por medio de los mayoristas berlineses, una cantidad suficiente de rodaballo a la cocina del restaurante de la vocal Therese Osslieb, en donde rápidamente nueve luego, cuando Erika Nöttke temió que no bastasen, once  hermosos ejemplares de dos a cuatro kilos de peso (la broma les salió, a precio de mayorista, por 285 marcos) fueron rehogados en mantequilla al estragón, bañados en vino blanco, cocidos con poco fuego en abundante caldo, sazonados con eneldo y alcaparras y, por último, con las huevas y lechas, que en los rodaballos son en junio aparatosas, colocados en capas en fuentes precalentadas, cubiertos con hoja de aluminio y (con patatas hervidas y ensalada de pepinos) enviados en taxi a Steglitz. En el antiguo cine Stella, la mesa había sido ya puesta solemnemente: formaba un arco de herradura alrededor del rodaballo en su tanque. Ardían las velas. Las rodajas de limón descansaban ordenadamente sobre hojas de lechuga. El Riesling frío estaba dispuesto. Se trajeron las fuentes humeantes. El Feminal tomó asiento. Tras un discurso breve y, a pesar de la solemnidad de la ocasión, humorístico, la Dra. Schönherr sirvió primero a la defensora de oficio y luego a la fiscal. El banquete de rodaballo comenzó. Tengo que explicar por qué tuve el honor de ser uno de los invitados, aunque, tan poco tiempo antes de su alumbramiento, hubiera debido quedarme al lado de mi Ilsebill. Los representantes del público admitido se designaron a suertes. Y como me había tocado y, único hombre entre cincuenta y cuatro mujeres, podía participar en el banquete de rodaballo, Ilsebill no tuvo nada que oponer: «No te preocupes por mí. Vete. Ya me las arreglaré. Seguro que tarda aún unos días. En caso necesario, te mando un telegrama o hago que te saquen de tu harén». Me sentaba entre una anciana señora, de profesión bibliotecaria, y una joven maestra que, aunque dijo que era «un bocado exquisito», se negó a probar la lecha del rodaballo. Dijo que le horrorizaban los órganos masculinos, en cambio, tomaría con gusto un poco de las femeninas huevas. Yo estaba contento de tener enfrente a Ulla Witzlaff, que mantenía la cabeza ligeramente ladeada. (Comió de la lecha.) Lejos, tapadas por el tanque de cristal del convicto rodaballo y, sin embargo, reconocibles, se sentaban la Dubertin y Ruth Simoneit. También la Hagedorn y la Güllen estaban allí provocadoramente. Nervioso, comencé a hacer muecas. (Esperemos que no haya pelea.) Por lo tanto, seamos caballeros. Salvemos los silencios. Ayudemos a partir el pez plano. Qué fácilmente se deja separar la carne blanca de la espina dorsal. Servía diestramente a las señoras: «Por favor, con un poco de limón. ¿Puedo recomendarle de la cabeza las cocochas, ahí, delante de la aleta branquial? ¿O un pedazo de cola, señorita Nöttke? Un poco más de jugo por encima, y alcaparras. ¡Qué suavemente realza el sabor el eneldo! Y, por favor, guarden los ojos de rodaballo cocidos hasta que se ponen blancos. Traen suerte y satisfacen cualquier deseo». Así me hice útil a las señoras. Escancié vino, extraje magistralmente los filetes, dije «¿una patatita más?», hasta sabía los nombres de pila de las chicas del consejo consultivo: bromeé con Ilona, le sonreí a Gabriele, tuve una palabra amable para la siempre sombría Emma y casi estuve de acuerdo con Alice. Animé la conversación, mientras, experto en anatomía, disecaba una cabeza de rodaballo, hacía chistecitos, aunque recuperando siempre, oportunamente, la gravedad propia de la solemne ocasión. Elogié la sabia sentencia, califiqué la declaración final del rodaballo de «elaboradamente sincera», consideré al Feminal una institución ejemplar, cité frases de la conocida comedia feminista de la antigua Grecia, hablé de pasada del inminente parto de mi Ilsebill «¡le gustaría tanto que fuera un chico!» , aseguré enseguida que a mí, el padre, me llenaría también de felicidad una niña, repartí amuletos de buena suerte: ojos de pez, levanté mi copa en brindis y, cuando del rodaballo sólo quedaron once juegos de cabeza, aletas caudales y laterales, pequeñas espinas, pedazos de piel y raspas desnudas, me permití, como hombre sumamente aislado, pronunciar un pequeño discurso de sobremesa. La Witzlaff se rió, animándome. Erika Nöttke me rogó que fuera breve. La anciana señora de mi derecha hizo girar el botón del audífono que llevaba tras la oreja izquierda. Cuando golpeé el vaso con el cubierto de pescado, la maestrita silbó: «¡Qué frescura!». Sin embargo, la Dra. Schönherr me dio su amable autorización con un gesto de cabeza, desde el centro de la mesa en forma de herradura. Ante todo, di las gracias por el honor de haber sido invitado. Me referí elogiosamente al arte culinario de la propietaria y vocal Therese Osslieb. Una broma también sobre las ahorrativas conexiones de Helga Paasch con el mercado al por mayor. Luego entré en materia. Admitiendo que la confesión de culpabilidad del rodaballo, su discurso contra la guerra, me había conmovido, encontré por primera vez ocasión de presentarme en distintos tempotránsitos. «Ya en el neolítico &», dije. «Cuando por fin nos hicimos cristianos &» «Como dijo ya Friedell, la peste tenía indudablemente sus aspectos positivos &» Me cité, en calidad de Opitz: su Poema de consolación en medio de los horrores de la guerra. Estuve en Kolin, Leuthen, Hochkirch. Abrí la puerta cuando el camarada Bebel nos visitó a mí y a mi buena Lena en el Brabank. Para no herir a Sieglinde Huntscha, hice sólo una alusión a la muerte, en el Día del Padre, de la pobre Billy. Luego pasé a ocuparme de política actual: «Aún hoy, la cocinera de los astilleros Lenin de Gdansk está como petrificada. A Jan lo alcanzaron en el vientre. Sí, la Milicia disparó contra los trabajadores. Y eso en un régimen comunista. No, en todas partes en donde los hombres tienen el dedo en el gatillo. Y siempre ha sido así. El lenguaje de las armas. Batallas de material. Defensa ofensiva. Tierra calcinada. Eso es lo que hizo el rodaballo. Su consejo fue: ¡Matad! Su palabra significaba violencia. Por su mano actuaba el Mal. Para castigarlo nos hemos reunido. ¡Mira, rodaballo, mira! Para que veas lo que queda de ti. ¡Tú, portador de la muerte, enemigo de la vida!». Y levanté una raspa desnuda con la descarnada cabeza y se la mostré al rodaballo en su tanque de vidrio. Entonces Grisele Dubertin y Ruth Simoneit, la Huntscha y la Paasch, pero también Elisabeth Güllen y Beate Hagedorn, que hasta entonces habían callado, callado obstinadamente, cogieron cada una una raspa, y otras mujeres cogieron las espinas, cabezas y colas restantes y se las mostraron al rodaballo para que las viera. Y algunas mujeres gritaron: «¡Eres mortal!». Otras afirmaron: «¡En realidad, estás muerto!». Entonces me acometió la cólera. Y fui hacia él y arrojé una raspa sobre el estrado, delante del tanque: «¡Toma!». Inmediatamente, las mujeres arrojaron las otras espinas, cabezas y aletas, hasta que los once yacieron en un montón y el rodaballo tuvo que ver lo que había quedado de sus congéneres. «¡Toma! ¡Toma!» Y todas se limpiaron los dedos y arrojaron encima las servilletas de papel. Y todos escupimos sobre aquella basura espinosa, en la que las cabezas sin mirada cerraban sus bocas torcidas. Sin embargo, el rodaballo pálido, como de vidrio soplado, permaneció flotando y no buscó refugio en su lecho de arena. Cómo debía de sufrir. Le estaba muy bien empleado. Entonces dijo la Dra. Schönherr: «La pena se ha ejecutado. Pasado mañana mismo, el rodaballo será puesto en libertad para que pueda expiar su culpa. Hemos preparado cuidadosamente su transporte. Con esto acaba el Feminal. ¡Gracias, hermanas!». Luego levantó la mesa. En la isla de Møn Cuando se pronunció la sentencia, se decidió que la vocal Ulla Witzlaff se encargaría de su ejecución. Incluso antes de ampliar sus palabras finales para convertirlas en una perorata sobre la belicosidad del hombre y la capacidad de sufrimiento de la mujer, el rodaballo, porque alguien, creo que Ruth Simoneit, había dicho alguna chorrada sobre el «fin del mundo», ilustró con ejemplos la tendencia catastrófica de la Tierra y, al mismo tiempo, fechó la próxima edad glaciar en «cualquier día de éstos». Sin embargo, mientras despachaba otros diez mil años como si se tratase de una horita, se le oyó, entre paréntesis, expresar un deseo: que para poder purgar útilmente su culpa, se le pusiera, como culpable consciente y malhechor que debía ser castigado, en sus aguas favoritas, el Báltico occidental. Conocía allí una isla cuya costa oriental caía abruptamente en un acantilado de greda. Desde lo alto del acantilado se podía ver a simple vista, en los días claros, aquella otra isla de forma análoga desde la que se puso en circulación el mentado cuento de El pescador y su muxer. «Dos lugares pintorescos que se corresponden y no sólo geológicamente», dijo el rodaballo. Inmediatamente después de la última glaciación «¡no ha pasado tanto tiempo!»  el fondo del Báltico se formó entre las dos islas. Al pie de los acantilados de greda se encontraban pedernales y también interesantes petrificaciones, como erizos de mar y tentáculos de sepia. «El joven Báltico fue, durante media horita del mundo, de una tibieza mediterránea.» Allí era donde quería ser puesto en libertad para desempeñar desde allí sus nuevas obligaciones: en favor de la causa femenina. «Se refiere a la isla de Møn», le dijo Ulla Witzlaff a Helga Paasch, que se sentaba a su lado como vocal. Ulla había pasado su infancia en Rügen y asistido en Greifswald a la escuela de música litúrgica, hasta que, cuando se construyó el Muro de Berlín, se marchó al Oeste. Por eso fue designada para ejecutar la sentencia del Feminal y poner en libertad al rodaballo en el lugar deseado; además, Ulla podía asegurar que el contenido de mercurio del Báltico era allí mínimo. Como las autoridades de la República Democrática Alemana denegaron el transporte por ferrocarril o en furgoneta Volkswagen a Rostock-Warnemünde, hasta el transbordador que lleva a Gedser, en Dinamarca, sin que los servicios oficiales llamaran nunca al rodaballo por su nombre, sino sólo «elemento subversivo» y «fuerza reaccionaria», y el Estado de los obreros y campesinos dejó ver su miedo al pez plano, hubo que llevar al condenado rodaballo hasta Hamburgo en avión, en el mayor secreto y protegido contra los posibles ataques del grupo extremista que rodeaba a Griselde Dubertin. Desde allí lo llevaron en coche a Travemünde. Desde allí, el viaje continuó en el previsto transbordador de Gedser. Desde allí, algunas feministas danesas se encargaron del transporte por Vordinborg, Kalvehave, y luego, por el puente, a la isla de Møn. Como no llegaron hasta la noche, el grupo que rodeaba a Ulla Witzlaff pernoctó en una pensión de Hunoso, cerca de la escarpada costa de greda. El rodaballo había soportado bien el viaje en su recipiente especial. Como por alegría anticipada, era ya menos transparente. Su piel pedregosa recuperaba el color. Sin embargo, a pesar de su alegre batir de aletas, guardó silencio. Y yo estaba allí. (Naturalmente, Ilsebill se enfadó porque, tan poco tiempo antes de su parto, yo quería eclipsarme otra vez. «¡El niño no te preocupa lo más mínimo!», gritó cuando le pedí permiso por teléfono.) Después de que, además de Ulla Witzlaff y Therese Osslieb, también Helga Paasch apoyó mi solicitud de acompañar el viaje, se me permitió ayudar en el transporte. Además de las mujeres citadas, eran también de la partida Erika Nöttke (el ratón gris) y la defensora de oficio del rodaballo, Sra. Von Carnow (toda de seda azul celeste). Al parecer, Sieglinde Huntscha no había tenido ninguna gana. La Dra. Schönherr no consideró indispensable estar presente en la ejecución de la sentencia. Teníamos motivos para pedir a la delegación danesa que adoptara medidas de seguridad también durante la noche: como Ruth Simoneit se había unido a la oposición radical que seguía a Griselde Dubertin y, antes de dictar sentencia, se había mostrado partidaria, con Griselde, de la «pena de muerte», había que contar, si no con atentados, al menos con alteraciones durante el transporte del rodaballo hasta el mar. También la séptima y la octava vocales del Feminal, la opulenta ama de casa Elisabeth Güllen y la bioquímica Beate Hagedorn, que me recordaban vagamente a mi Sibylle y a María Kuczorra, pasaban por radicales y sospechosas de terrorismo, sobre todo porque habían permanecido ausentes de las sesiones después del período de prueba; sólo durante el gran banquete de rodaballo participaron en silencio. A la mañana siguiente, el rodaballo debía ser transportado a pie a través de un hayedo hasta el acantilado. Esa tarea recayó sobre mí. El recipiente especial me fue colocado delante con dos correas (como a un vendedor ambulante). A través de una ventanilla transparente, veía, al andar, al rodaballo, que con hábiles movimientos de sus aletas procuraba compensar mi vacilante paso. Al principio por un camino vecinal y luego por un estrecho sendero, nos acercamos a la costa. Delante de mí (y del rodaballo) iban la delegación danesa y las escasas periodistas autorizadas. Detrás de nosotros, la Witzlaff y la Osslieb, Helga Paasch y Erika Nöttke. La Sra. Von Carnow había decidido que el camino era demasiado fatigoso y se había quedado en el hotel. Naturalmente, intenté entablar con el rodaballo un último diálogo. En cuanto las mujeres que iban delante y detrás de mí estuvieron suficientemente lejos, le susurré: «Di algo, rodaballo. Tus últimas palabras. ¿Ha terminado realmente todo entre nosotros? ¿Quieres aconsejar sólo a esas bobas de mujeres? ¿Qué voy a hacer yo, rodaballo? ¡Dime algo, di! Ya no comprendo al mundo». Pero el rodaballo se calló a placer. De manera que lo llevé, como si con su peso llevase a la tumba a mí mismo y a mi tempotránsito histórico, a la causa masculina. Delante y detrás de mí, las mujeres parloteaban alegremente. Airosamente y con grandes flores, sus vestidos se hinchaban con el suave viento. Un equipo de la televisión holandesa filmaba. Erika Nöttke cogió un ramillete de flores. La Paasch se guardó algunas piedras de tamaño apropiado como recuerdo, porque por todas partes había pedernales. Y Ulla Witzlaff, con su voz tonante, cantaba algún himno cristiano: «El día está lleno de júbilo &». La Osslieb cantaba con ella fraternalmente. Cuando llegamos al borde no protegido del acantilado y (como estaba prometido) pudimos ver a simple vista, porque el tiempo era espléndido, los acantilados gredosos de la isla de Rügen, tuve la tentación de desatar en un santiamén al rodaballo en su caja especial de vidrio (mi muestrario) y precipitarlo desde arriba (ciento once metros) contra la playa de pedernales & No, más bien me sentí tentado de darme muerte a mí mismo saltando desde el abrupto acantilado ¡todo ha terminado!  con el rodaballo delante y gritando quizá «¡viva la causa masculina!», o bien yo solo, salvando al rodaballo y el futuro, o arrastrando conmigo, si no a la Osslieb, sí a Ulla: amorosamente unidos en la muerte. Pero ya estaba a mi lado, tutelar, Erika Nöttke. «Me preocupa saber», dijo, «si el rodaballo sobrevivirá al brusco cambio. Durante nueve meses se le ha mantenido en agua fresca, se le ha dotado de oxígeno suficiente y se le ha alimentado con regularidad. Como ya no está expuesto a los efectos de la contaminación, el Báltico, muy contaminado y sobresaturado de algas, podría resultarle peligroso. Es cierto que en las últimas semanas hemos intentado hacer una compensación aproximada mediante aditivos químicos, pero el choque será grande, quizá demasiado grande. Al fin y al cabo su aspecto ha cambiado cada vez más durante la detención. Se ha vuelto pálido, transparente, casi vítreo. Espero que no se nos muera». También Helga Paasch estaba preocupada. Sin embargo, la Osslieb y la Witzlaff tranquilizaron a Erika Nöttke: eso no era nada para el rodaballo. Era un tipo duro. Resistiría hasta la próxima glaciación. Los residuos de alquitrán y el mercurio le hacían reír. Se adaptaría. En caso necesario, era capaz de vivir sólo por principio. «¡Mirad!», exclamó Ulla. «Está recuperando ya el color. ¡Pronto estará otra vez en forma!» Después de haber disfrutado todos durante un ratito de la espléndida vista y de haber complacido también a la televisión necesitaban insertos  comenzó el descenso por una garganta boscosa, hundida entre los acantilados de greda, a la que, para su utilización turística, se había dotado de una escalera natural de troncos de un metro de largo. Mientras sostenía mi mostrador por abajo con ambas manos, intenté evitar al rodaballo las sacudidas demasiado bruscas, de escalón en escalón, pero aun así el camino resultó áspero. Erika Nöttke, que me vio bañado en sudor, quiso relevarme. Yo me negué virilmente. (No me dejaré quitar el rodaballo. En otro tiempo fue mi rodaballo. Aguantaré hasta el final. Tengo que ser fiel a mi historia.) Llegados abajo, hubo poco tiempo para recuperar el aliento. Porque una mirada hacia lo alto de los acantilados de greda nos reveló nuestra posición peligrosa y cuál era la verdadera situación: arriba estaban las mujeres de la oposición radical. Agrupadas en torno a Griselde Dubertin y a Ruth Simoneit se apretaban las mujeres del consejo consultivo revolucionario. Reconocí a Elisabeth Güllen y a Beate Hagedorn. «¡Diablos!», gritó la Paasch. «¡La Huntscha está con ellas!» Cuando llovían ya desde arriba las primeras piedras, creí reconocer en la multitud de mujeres furiosas a la defensora de oficio del tribunal feminista. «¡Dios santo!», exclamé. «Se ha pasado al otro campo.» «¿Dónde está? ¿Dónde?», quiso saber la Osslieb. «¡Ahí!», grité yo. «¡Ahí!» Pero Bettina von Carnow no se dejó ver más. Y la granizada de piedras nos impidió comprobar exactamente su traición y quizá fotografiarla; porque en las muchas fotos de las periodistas autorizadas y en la panorámica de la televisión del equipo holandés se pudo distinguir luego a la Huntscha, la Hagedorn, el ama de casa Güllen y Griselde Dubertin, pero no a la Carnow. Sin embargo, yo la vi: furcia estúpida. La mayoría de las piedras no nos dieron. Sólo la pobre Erika Nöttke fue alcanzada de lleno y sangraba por la nuca. Arrojaban pedernales de los que se encontraban por todas partes en la isla de Møn. Además resultaron ligeramente heridas dos miembros de la delegación danesa, una periodista inglesa y la cámara del equipo holandés. Un pedernal alcanzó al recipiente especial del rodaballo, sin causar daños. Cuando trataba de esquivar una piedra del tamaño del puño (probablemente lanzada por Griselde Dubertin), tropecé en la pedregosa playa y me hice un corte en la rodilla izquierda, a través del pantalón. Gracias a Dios, poco antes había depositado en el suelo al rodaballo en su recipiente. Así caído y atontado por el dolor, encontré en el lecho de piedras un diminuto erizo de mar petrificado; con lo que quedó confirmada la tesis del rodaballo de que el Báltico fue, después de la última glaciación, un mar casi tropical. (Me guardé el hallazgo. Me traerá suerte y me protegerá de mi Ilsebill. Quién sabe lo que puede pasar aún.) Mientras que desde arriba gritaban probablemente «¡traición!», la Paasch y la Osslieb respondían desde abajo como pescaderas. Ulla Witzlaff, sin embargo, se quitó los zapatos y las medias, abrió con la llave especial que se le había confiado el recipiente especial del rodaballo, metió ambas manos por debajo del blanco vientre del pez plano, lo sacó de su recipiente, nos lo enseñó a nosotros, a las fotógrafas, a la cámara de televisión y a las mujeres que maldecían y tiraban piedras desde el acantilado gredoso, llevó al rodaballo paso a paso sobre las piedras de la orilla, hasta que el agua le llegó a las rodillas, y habló con voz alta y cantarina: «Queda ejecutada la sentencia de las mujeres contra el rodaballo. En el porvenir sólo será libre para nosotras. Lo llamaremos. ¡Lo llamaremos!». Entonces lo depositó en el mar y se hizo un silencio. Únicamente las fotógrafas autorizadas hicieron clic y la cámara de televisión ronroneó. Nadó inmediatamente mar adentro, dijo la Witzlaff. Luego tuvimos que ocuparnos de la herida Erika Nöttke. Entretanto, la oposición radical había abandonado el acantilado. La ascensión fue penosa, aunque la Nöttke no quiso que la llevásemos. Seguía sosteniendo su ramillete de flores. Helga Paasch tiró los pedernales que había reunido. En realidad, me hubiera gustado pasar con la Witzlaff unos días de vacaciones en Møn, pero cuando llegamos a nuestro hotel había un telegrama para mí. «Regreso indispensable. Nacimiento inminente. Nada de cuentos, por favor. Ilsebill.» Llegué a casa justamente a tiempo. Disputa En el primer mes no lo sabíamos muy bien sólo las trompas habían comprendido. En el segundo mes discutimos lo que habíamos querido, no querido, dicho o no dicho. En el tercer mes cambió el cuerpo palpable, pero las palabras sólo se repitieron. Cuando en el cuarto mes comenzó el Año Nuevo, lo único nuevo fue el año; las palabras siguieron siendo viejas. Agotados, pero teniendo aún razón, tachamos el quinto y el sexto mes: Se mueve, decíamos sin conmovernos. Cuando en el séptimo mes compramos vestidos amplios, seguimos siendo estrechos y nos peleamos por el tercer mes perdido. Sólo cuando el salto de un foso se convirtió en caída ¡No saltes! ¡No! Espera. No. ¡No saltes!  nos preocupamos: susurros y balbuceos. En el octavo mes estábamos tristes porque las palabras dichas en el segundo y el cuarto seguían contando. Cuando fuimos derrotados en el noveno mes y el niño nació sin darle importancia, nos habíamos quedado sin palabras. Nos felicitaban por teléfono. Lo que deseamos Ella o él. Si es una niña, se llamará como mi madre; si es un niño, recogerá como yo en los depósitos de basura plumas de las que pierde el cielo y las levantará con su aliento ligeramente, respirando apenas, soplando, con golpes de viento luego, haciéndolas flotar, caer, girar y adquirir nuevo impulso. ¡Vuela! ¡Vuela!, oiremos gritar a Emanuel & Una niña más ha recibido con el grito de las 10.15, apenas cortado el cordón umbilical, su nombre que nunca se discutió. Sexo, longitud, peso. Ya se parece, pronto será, deberá luego, como hija de Ilsebill pero diversa, andar más estirada, más conscientemente derecha y coger lo que hay, para que no queden deseos en el armario, sin ventilar, y se los coma la polilla. Una niña más con la raja que permaneció abierta cuando se nos cerró la hermosa vista. Al deseo expresado como reivindicación ante el Feminal «¡Por qué siempre nosotras! ¡Que los hombres se abran de piernas, conciban, gesten y paran!»  el rodaballo supo responder: «Señoras mías: hasta la luna se mira invertida en el estanque. ¿Cómo se puede evitarlo? ¿Cómo, pregunto, cómo?». Cuando Ilsebill dio a luz, su hija la decepcionó. Aquello era sólo la almeja, la vulva sólo, el objetivo de todos los hombres que, en su camino, se encuentran sin un techo y quieren librarse de sí mismos, una y otra vez y otra vez más. (La madre me silbó: «¡Sólo sabes hacer huchas!».) No todos los deseos de Ilsebill quieren realizarse. Como me dejaron estar presente en el nacimiento de nuestra hija, intenté (vestido de verde, con mascarilla y zapatos estériles) consolarla un poco: «De verdad, Ilsebill. Hoy las chicas lo pasan mucho mejor. Antes, cuando todavía, como un idiota, creía en el derecho hereditario, deseé siempre tener un niño. Pero Dorotea, Agnes, Amanda, Lena: todas me dieron sólo hijas; y hasta la monja Rusch no trajo al mundo más que a sus iguales. Sin embargo, cuando María Kuczorra, la cocinera de la cantina, dio a luz dos gemelas se llamaron Damroka-Mestwina  los trabajadores de los astilleros Lenin de Gdansk, como el Jan de María había muerto, le regalaron un cochecito de niño biplaza y dos orinales rosa, para que ningún complejo luego &». Normalmente hubiera sido un parto difícil, porque la presentación de nalgas supone complicaciones. Por eso nos decidimos por una cesárea, garantizadamente indolora porque se insensibiliza todo hasta el ombligo. Antes determinaron con ultrasonidos la posición y el tamaño del niño; sin embargo, en la foto de grano grueso no se distinguía el sexo. El médico hizo una incisión oblicua en el vientre de Ilsebill, allí donde se curvaba sobre el pubis rasurado, a través de la piel, el panículo adiposo, el tejido muscular y el peritoneo, lo que Ilsebill, cuya cabeza estaba lejos y oculta, no vio. Yo lo vi, porque los padres deben ver cómo, en el vientre abierto, aparece la matriz al alcance de la mano y es sajada con el escalpelo. Para vaciarla, el médico desgarró la bolsa de aguas. Sangre acuosa. Trapos absorbentes en las aberturas. Venas ligadas. Luego metió sus manos enguantadas y ahí venía ya nuestra hija al mundo, de nalgas, mostrando ¡aleluya!  su panecillo hendido, mientras en la sala de partos del hospital municipal una suave música, procedente de altavoces ocultos, lo hacía todo agradable, inofensivo, amable, recreativo y muy normal, porque el moderno director, abierto a toda novedad razonable, no quiere que los ayudantes (como no tienen nada que hacer) charlen privadamente con las practicantes coreanas durante la cesárea sobre coches-política-diversiones de fin de semana, privando así a la madre, que lo oye todo excepcionalmente bien porque no tiene dolores, de pequeñas experiencias importantes; por el contrario, salvo los instrumentos y las órdenes a media voz «Pinzas, por favor. Compresas, por favor»  sólo debe oírse la suave música. «Y eso, vea usted», dijo el médico a través de su mascarilla para mi ilustración, «es la trompa &». (Vi también qué amarilla, como grasa de pollo, es la grasa abdominal de Ilsebill. Hubiera podido, con el pedazo que se separó, hacerme un par de huevos al plato.) Después de haber sido mostrada a la madre, la hija, con su cordón umbilical cortado, lloraba a un lado, donde la pesaban, medían y hacían inconfundible con una etiqueta en el pie o en el brazo. Mi pequeñita, mi llorona, mi churumbel, carne de mi carne & Cuando la matriz de Ilsebill, que se encogió enseguida, y su vientre hubieron sido cosidos otra vez y se contaron en una mesita auxiliar bisturíes, pinzas y tampones y también las compresas, faltó una pinza metálica, de forma que estuvieron a punto de descoser lo cosido y rebuscar en las profundidades del vientre; sin embargo, la pinza apareció por suerte en el cubo de la placenta, donde no pintaba nada. Con todo, lo que yo, padre que miraba, quise poner en el vientre de Ilsebill, quedó allí, fue cosido dentro, pedruscos de los que no quiero hablar. ¡Mis secretos! Como si no hubiera cosas que yo deseara. Como si eso fuera todo: un cenador por el que trepase una calabaza apresurada o un sillón de orejas que me hiciera sordo al dolor del mundo. Como si mis nostalgias «Claro que sí, María. Voy. Voy enseguida &»  fueran sólo fáciles escapatorias, huecos que hubiera que condenar. Ay, cómo necesito calma, alejamiento, un nuevo decorado, un billete de avión para un tempotránsito mejor. Cómo echo de menos un siglo remoto. Y qué sed tengo de muerte y de eternidad. Pero mis deseos nunca han contado. Sólo tengo que cumplir deseos, ¡maldita sea! ¡Y ser responsable de todo, sí señor! ¡Y pagar, pagar facturas! Y sentirme culpable de todo y de nada. Qué puedo hacer (después de todo) si ha sido otra vez una niña. No soy una máquina que escupe según el botón que se aprieta. Al fin y al cabo, el día que mi hija nació se firmó un tratado entre los representantes de los dos Estados alemanes que garantizaba también en las aguas territoriales de la República Democrática Alemana los privilegios de los pescadores de Lübeck, reconocidos desde 1188 por Barbarroja, lo que era de desear desde hacía mucho tiempo. Mientras, en un bar cercano al hospital municipal, encargaba primero unos aguardientes para acompañar la cerveza y luego una y luego otra salchicha con pan y mostaza, en la televisión se jugaban los partidos de la semifinal: Polonia iba en cabeza. Chile había sido eliminado. Y seguía lloviendo. El campeonato del mundo de fútbol me convertía en un espectador entre otros espectadores masculinos, que como yo bebían aguardientes, untaban salchichas en mostaza, mordían, lo rociaban todo con cerveza, tenían la mirada perdida y eran, quizá, otros tantos padres preocupados por sus hijas. El dueño conocía bien a su clientela. La taberna se llamaba El padre feliz. Dijo: «¿Tampoco esta vez ha sido chico? No importa. Las chicas salen más baratas desde que no hay dotes. Hoy están todas emancipadas. Quieren otras cosas muy distintas». ¡Siseñorsí! Lo tendrás todo. Tu padre proveerá. Tu padre te resulta todavía un poco extraño porque no tiene matriz. Tienes que darle tiempo a tu padre, hasta que se haya sacudido unos lingotazos y haya pagado un par de rondas. Tu padre tiene la inquietud que mueve al mundo. Tu padre va detrás de algo. Tu padre tiene que marcharse por corto tiempo: al lugar de donde vino. Donde todo comenzó. Hay allí una María emparentada conmigo. Me regaló un trozo de ámbar con una mosca prisionera. No tengas miedo. Tu padre volverá. Volverá siempre a contarte cuentos en los que se soplan plumas y los niños que van a buscar setas se pierden felizmente y las moscas hibernan en el ámbar. Y también te hablaré del rodaballo, cuando vuelva otra vez & Machomacho Basta ya. Acaba de una vez. Estás acabado, macho, aunque sigas corriendo. Di otra vez: así se hará. Aprieta otra vez el botoncito y haz bailar las marionetas. Muestra otra vez tu firmeza y sus grietas. Da un puñetazo en la mesa y di: ése es el mío. Cuenta otra vez cuántas veces y de quién. Sé otra vez duro para que quede marcado. Pruébate una vez más tu grande, demostrada, tu eternotutela universal. Machomacho. Estás ahí y con tu traje entero. Los hombres no lloran, hombre. Tus sueños, típicamente masculinos, han sido todos filmados. Tus victorias fechadas y clasificadas. Tu progreso capturado y medido. Tus duelos y sus actores fatigan el programa. Has cambiado demasiado de chistes; radio macuto guarda silencio. Poderoso (todavía hoy), tu poder se deroga a sí mismo. Machomacho. Di otra vez yo. Piensa otra vez rigurosamente. Mira otra vez a través. Ten otra vez razón. Guarda un silencio profundo otra vez. Aguanta o derrúmbate una vez más. No hace falta que recojas; déjalo todo ahí. Has sido agotado por tus propias leyes, despedido de tu propia historia. Y sólo el niño mimado que hay en ti puede seguir jugando un ratito con sus construcciones. ¿Qué va a decir, machomacho, tu mujer? Tres veces puerco con col María cogió dos cucharas de estaño y una tartera llena cuando fuimos a Heubude en tranvía, para sentarnos en las dunas mirando al mar. Puede demostrarse que ya Amanda Woyke conocía el repollo blanco que, cortado, colocaba en barriles para hacer chucruta o, con patatas y costillas de cerdo, recocía los días de fiesta hasta obtener una pasta espesa que servía a la servidumbre. Como el repollo produce gases, Agnes Kurbiella no debió de servir al pintor Möller ni al poeta Opitz sopas de repollo, repollo guisado, repollo relleno ni cerdo con repollo, la fácilmente digerible coliflor no existía aún. Sólo llegó con el progreso. No puedo acordarme de si la monja Rusch preparaba nuestras variedades actuales de repollo, pero la col de China (pe-tsai) se importaba en su época de vez en cuando. A col de Milán y a berza, como llamábamos a la col, sólo olieron cocinas posteriores. Con colinabos y coles nos hacía Lena Stubbe pasar los inviernos. Como Dorotea de Montovia no conocía la col común, hoy corriente, cocía los miércoles de ceniza, con nada, variedades silvestres como la col rizada o la col marina. Y lo mismo que Dorotea guardaba la acedera en toneles, Amanda Woyke y Lena Stubbe troceaban con la cuchilla cogollos de berza, a los que habían cortado los tronchos, los colocaban en capas dentro de barriles cuyos fondos habían sido cubiertos con hojas de col, los salaban y los golpeaban con el mortero hasta que el jugo cubría las hojas, y entonces colocaba más hojas de col y lo tapaban todo con una tapa de madera; una piedra debía mantener la col dentro del barril. Así fermentaba con el tiempo, de manera que el puerco con col que María llevó en la tartera a las dunas no sólo podía cocinarse con repollo fresco, sino también, agridulce, con berza, comino y enebrinas. Las costillas de cerdo van muy bien, o un pedazo de morrillo de cerdo ahumado. Y una vez, cuando María se ocupaba ya de la compra en la cocina del astillero, comí con Jan Ludkowski, su novio, puerco con col en la cantina de los astilleros Lenin. Yo había conseguido autorización para visitar algunas naves, el dique seco, vacío, y un transbordador en construcción, todavía en estado de esqueleto. Me enseñaron lo que estaba fotografiado y se describía en varios idiomas en el folleto: no vale la pena contarlo. Los ruidos del trabajo en un astillero comunista no se distinguen del estrépito del trabajo en un astillero capitalista. Cortésmente tomé notas, que luego se quedaron sin utilizar en el Hotel Monopol, pero era interesante ver lo que habían hecho los polacos con los astilleros de Schichau, Danzig y Klawitter que, al terminar la guerra, habían sido destruidos o desmantelados por los soviéticos. Jan dijo: «Nuestros pedidos de Occidente & Eso, naturalmente, proporciona divisas & Evidentemente, tenemos que suministrar a la Unión Soviética a precio de amigo, por ejemplo, fábricas flotantes que elaboran los productos pesqueros en las mismas zonas de pesca, supermodernas &». En la cantina había terminado la pausa del mediodía. Un edificio plano de dos pisos, ante cuya fachada encristalada las gaviotas hacían acrobacia aérea. Sólo unos pocos empleados (con la bata blanca de la oficina de construcción) se sentaban a una distancia de dos o tres mesas. Para ellos y para nosotros quedaba el resto del puerco con col, preparado con col fresca y comino, patatas y costillas. Bebíamos leche cortada. Jan, que tenía que atender también otras veces a los visitantes de los astilleros, me hablaba como si yo fuera una delegación numerosa. Sin posibilidad de disuadirlo, acumulaba cifras de producción, se envanecía de los importantes pedidos suecos y, lo mismo que se mezcla el repollo con col blanca para fermentarlo, fermentaba su comunismo tecnocrático con ingredientes fatalistas: «Los polacos somos así & Sabemos de antemano que algo irá mal con el progreso & No se nos puede tratar a toque de corneta & Pero, sin embargo, funciona de alguna manera & Recordamos nuestra historia &». Y ya estaba Jan Ludkowski con su tema, mientras seguía mordisqueando las costillas. Como el transbordador (que yo podía visitar) tenía que ser bautizado con el nombre de algún rey polaco (Batory o Vladislao) y no con el de un príncipe tribal pomereliano (Sambor o Svantopolk), él había presentado inútilmente, como cachubo consciente, muchas reclamaciones; sin embargo, hubiera debido ser evidente que Mestuina o Damroka son bonitos nombres para un barco. Jan podía describir la Historia en todos sus detalles, como si hubiera estado presente. Y como yo también había tenido muchos tempotránsitos y me había olvidado algo en cada siglo, nos fue fácil, ante el puerco con col y la leche cuajarosa, librar una vez más aquella batalla decisiva en que el duque Svantopolk no sólo dio una paliza a los daneses, sino que, al vencer al general Fortimbrás, dio continuación al Hamlet de Shakespeare. Jan y yo estuvimos de acuerdo en hacer una obra de teatro sobre ello: en algún lugar, entre las charcas cachubas, los dos ejércitos se enfrentan. Svantopolk y Fortimbrás intercambian insultos: ¡Cerda cachuba! ¡Puerco danés! Entonces aparece entre los ejércitos el espíritu de Hamlet y habla en verso, oscura y ambiguamente, de todo lo que se discute: naturalmente, sobre Shakespeare y sus dobles. Naturalmente, sobre comunismo y capitalismo. Y se podría hacer una alusión al rodaballo: a cómo aconsejó de mala fe a ambos héroes, enviándolos a su perdición. «Sí», dijo Jan, «y después de la batalla, el espíritu de Hamlet, entre los muertos &». «Desde luego», dije yo, «pero ¿qué pasa después de la victoria?». «El victorioso Svantopolk», dijo Jan, «podría empezar a dudar de sí mismo. Vacila y titubea &». «Hasta que llegan los Caballeros Teutónicos», dije yo, «que no conocen la duda y hacen una liquidación, una liquidación por derribo». No pasamos del primer acto de la continuación del Hamlet. María salió de la cocina y dijo: «¿Otra vez diciendo chorradas?». Venía con tirabuzones, como Damroka, la hija de Mestuina. Y comprendí que Jan la quería en aquel tempotránsito histórico y en el actual. Él, rechoncho, cabezón y con tripa, se volvía esbelto al decir «Marysia». Pero cuando la cocinera de los astilleros Lenin de Gdansk no se estaba riendo (se reía ella sola, por nada), prefería hablar de precios y estrangulamiento de suministro. «Sólo falta que nos falte la berza. ¿Queréis más puerco con col? Hay cantidad.» Jan y yo queríamos más. María lo trajo y se fue. Y también la leche fresca se cuajaba en los vasos. Pero no se nos ocurrió nada más sobre Svantopolk y Fortimbrás. ¿Qué es eso, la Historia? No se puede decir con certeza cuándo nuestro repollo blanco (brassica oleracea), que fue una novedad tan importante como el alforfón, el mijo, las patatas y la rutabaga, fue cultivado por primera vez en gran escala; porque ya en la época de Mestuina los pomorscos recogían la variedad silvestre primitiva de la col blanca. Es verdad que el Despacho de Ems cambió muchas cosas, pero la remolacha cambió más. Si el príncipe Hamlet (su fantasma) hubiese invitado a Svantopolk y a Fortimbrás, los cachubos y los daneses a un flatulento puerco con col, la Historia hubiera sido muy distinta. Eso se lo dije a Jan. Y cuando al año siguiente, poco antes de Navidad, porque aumentaron en Polonia los precios de los alimentos básicos, estalló una huelga en toda la costa del Báltico, había suficiente puerco con col en la cantina de los astilleros Lenin, pero la Historia no tomó un rumbo diferente, sino el de siempre y en todas partes indeseable. Hirieron a Jan en el vientre. El 18 de diciembre de 1970 hirieron a Jan en su vientre lleno de puerco con col. La Milicia de la República Popular Polaca alcanzó, entre otros trabajadores, al ingeniero de construcciones navales y colaborador del servicio de publicidad miembro del sindicato y de la Liga Comunista, Jan Ludkowski, de treinta y cuatro años de edad, en el vientre lleno del puerco con col y comino que habían repartido al mediodía en la cantina de los astilleros Lenin a más de dos mil trabajadores en huelga. Muy a tiempo, antes de que el astillero fuera rodeado por la policía, María Kuczorra, que administraba las provisiones de la cantina, consiguió desviar hacia él un camión lleno de repollos, destinado al ejército. Había costillas de cerdo en el frigorífico. Y el comino nunca ha faltado en Polonia. Jan murió enseguida. Con Jan uno podía sentarse a hablar. De vasos de cristal soplado. De poesía. Hasta de árboles. Hablábamos de Gryphius y de Opitz, de cómo hubieran podido hablar de alguna cosa. De la pesadumbre de un tiempo malo. De que las cosas eran difíciles y, a veces, mejoraban un poco. De versos largos y rimas internas. También de política: grande y pequeña. Una vez, con el viejo Skoda de Jan, fuimos a la ondulada Cachubia y nos sentamos junto a una charca. Los cangrejos ermitaños huían entre las piedras de la orilla. Una mariposa cleopatra. Alondras sobre los campos. La calma era tan grande que Jan se asustó al decir «esperanzas, ya no tengo». Una vez fuimos al mar, a buscar ámbar. Encontramos algunas migajas. A veces venía también María. Era hermoso cuando nos molestaba. Naturalmente, los dos veíamos a María de un modo diferente. Yo la veía con mayor claridad. Fuimos los tres al cine. Yo le cogí a María la otra mano. En la película, la caballería polaca cargaba hacia la muerte contra los tanques. Un caballo se llamaba Lotna. María lloraba. Estaba embarazada cuando le dispararon a Jan en el vientre lleno de puerco con col. Y una vez, cuando le hablé del rodaballo era en marzo y el mar batía espuma con sus olas  Jan dijo en voz baja: «Lo conozco. Lo conozco muy bien &». Y Jan conocía también la historia de Ilsebill. ¡Ay rodaballo! ¿Adónde te has ido? Hay tanto silencio y nada está decidido. ¿Qué será de nosotros? Como estamos agotados, nuestra pelea duerme y habla únicamente en sueños. Quedan pequeñas palabras. Ruedan sobre la mesa manzanas de la discordia. Tú tienes. Tú eres. Yo quiero. Yo haré. Nuestro hijo hará. Tu hija ya. Lo que me corresponde. Lo que me falta. Mis necesidades. Tus intereses. Una segunda casa. Un seguro complementario. Folletos de viaje. Pide algo. Pídete eso. Por mí & Por mí, hace tiempo. Es caro, ¿eh? Sigue siendo caro. Lárgate, Lárgate de una vez. ¡Ay rodaballo! Tu cuento acaba mal. Tres meses después del nacimiento de nuestra hija, cuando sonreía ya «¡Mira, se ríe!»  y los arvejos florecían aún en la valla y el vientre de Ilsebill estaba otra vez sano y todas las cuentas estaban pagadas (y no se había vuelto a hablar del rodaballo), le dije a mi Ilsebill, que estaba delgada y llena de nuevas inquietudes: «¡Puerco con col! No lo comprendes. Sencillamente puerco con col. En el vientre lleno de puerco con col. Tengo que ir. Tengo que volver. Yo vengo de allí. Allí comenzó todo. Allí me cortaron el cordón umbilical. Vamos a hacer allí una película. No. Sin actores. Sólo un documental para la televisión. Sobre la reconstrucción. Sobre cómo han conseguido hacerla los polacos. Todas las calles e iglesias. Todos los cachivaches góticos. Más auténticos de lo que eran antes. Y lo que ha costado. ¡Nada de un viaje de placer! Naturalmente que quiero verla, desde luego. Al fin y al cabo somos parientes &». Y después de decirle eso (y más) a Ilsebill, que quería ir a otro sitio (las Pequeñas Antillas), cogí un avión de la Interflug en el Berlín oriental, que me llevó a Gdansk, sobre la Cachubia, donde el equipo de la televisión, Tercer Programa, localizaba ya exteriores, acumulaba insertos, había encontrado ya al conservador municipal, se había ocupado de pequeñas dificultades con la aduana (el material cinematográfico) y me esperaba con un viejo plano Pharus de la ciudad libre y hanseática de Danzig. La Orilla Derecha se llama ahora Glowne Miasto, el Mercado Largo, Dlugi Targ, la calle de los Puestos de Pan, Chlebnicka y su prolongación, la calle de Jopen, Piwna. Rodamos en la calle de los Buhoneros (Straganiarska) y en las ruinas de la iglesia de San Juan. Desde la isla del Almacén (Spichlerze) filmamos la hilera reconstruida de casas estrechas de techo y puertas de ladrillo que bordea el Motlava (Motlawa). Filmamos la calle Larga (Dluga) hacia arriba o hacia abajo, según la posición del sol. En el ayuntamiento de la Orilla Derecha filmamos el cuadro de Anton Möller El denario del César. El señor Chomicz, conservador, dio sus explicaciones, ahorrándose hablar de los costos. De repente se fue la electricidad. Mientras esperábamos al electricista, el príncipe Felipe de Inglaterra visitó el ayuntamiento de forma semioficial. Y otros incidentes. Y siempre con sol. Tiempo para rodar. Turistas. Y a veces, cuando hacíamos una pausa, me sentaba en las escalinatas del edificio gótico y con frontispicio de la Asociación de Escritores, en la umbría calle de Nuestra Señora, que ahora se llama Mariacka, porque allí me había sentado a menudo con Jan, hablando de esto y de aquello: por fin pasó María Kuczorra: con su bolso de compra de hule. Naturalmente, se ha vuelto más bella. Pero ya no se ríe. Y también se cortó, inmediatamente después de nacer sus hijas, los tirabuzones. Sigue trabajando activamente en la cantina de los astilleros Lenin. Está ahorrando para comprarse un coche. El viejo Skoda de Jan lo vendió. Con su pelo corto rizado, con vaqueros y jersey, pasó María cuando me sentaba en las escalinatas de la calle de Nuestra Señora, bebía mi tercer café con posos e (interiormente rico en figuras) esperaba a Agnes Kurbiella o temía que pasara Dorotea Swarze que, a esas horas (vísperas), tenía a menudo sus visiones en la iglesia de Santa María. La llamé «¡Marysia!» & como Jan la llamaba. No quiso tomar un café conmigo, sino andar, ir a otra parte. Yo pagué y recogí mis papeles: notas sobre Opitz. Lo que Hegge trajo de Wittenberg. Extractos del libro de himnos de Klug: «Mira, Dios de los cielos &». Extractos de la ordenanza gremial de los navegantes de Escania. Los nombres de los generales napoleónicos en la época del asedio de la República de Danzig por rusos y prusianos & Caminamos entre las escalinatas, por la Puerta de Nuestra Señora, hasta el Motlava. La calle de Nuestra Señora es una calle por la que se anda toda una vida. Me hubiera gustado comprarle a María, en uno de los muchos comercios de las escalinatas, un collar de ámbar. María dijo que ya no llevaba joyas. En una vieja gabarra amarrada al Puente Largo (Dlugie Pobrzeze) que, como freiduría de pescado, ofrecía comidas baratas para comer de pie, comimos en platos de cartón merluza frita. Yo quería saber algo más que los nombres de las hijas de Jan. Las niñas estaban con la madre de Jan. María tenía fotos. Cuando quiso saber cómo se llamaba mi hija, mentí y le dije que Agnes. Yo no llevaba fotos. María trajo servilletas de papel. Con la merluza frita nos habían dado un pegote de salsa de tomate. El Motlava olía más fuerte que la freiduría de pescado. Ni una palabra sobre Jan. Sólo cuando nos fuimos y quedamos citados para el día siguiente dijo María de pronto: «Venía de Varsovia. Se llamaba Kociolek. Fue él quien dio la orden. Entonces dispararon. Ahora está fuera. En Bélgica. A cargo de la Embajada». Al final se confirmó todo. Los cuentos de hadas sólo se interrumpen temporalmente o comienzan de nuevo cuando terminan. Son la verdad, contada cada vez de un modo distinto. Al día siguiente filmamos Santa Brígida, el Radauna, un riachuelo turbio, el Molino Grande y las cúpulas, colocadas sobre tacos, de la iglesia de Santa Catalina; pronto las instalarían. Durante cuarenta segundos dije frases para el final de la película. A última hora de la tarde recogí a María en la puerta del astillero. En su saco de hule llevaba una tartera llena de puerco con col. Dijo que estaba todavía caliente. También llevaba cucharas. Tintineaban. En la plaza de delante de la puerta del astillero no había nada que ver. Al pasar, María señaló un punto cualquiera del asfalto: «Ahí estaba, ahí». Cogimos el tranvía hasta Heubude, un pueblo de pescadores que hoy se llama Stogi y sigue siendo una playa popular, con instalaciones balnearias. Remontamos el barranco del Barrio del Suburbio, por el Viejo Motlava, la isla del Almacén, el Nuevo Motlava, a través del Barrio Bajo, torcimos a la izquierda después por la Puerta de la Isla, cruzamos el puente del Vístula Muerto y no dijimos palabra hasta llegar a Heubude. Naturalmente, no es verdad la frase: Heubude era la última parada. Caminamos por los bosques de la playa, por senderos arenosos. Era uno de los primeros días de septiembre, cuando la luz se hace ambigua. Íbamos uno al lado del otro, luego uno detrás del otro, yo detrás de María. Desde entonces su espalda: inamistosa, redonda. Detrás del bosque María se quitó los zapatos. Yo también los míos y los calcetines. Aquello lo conocía: andar descalzo por el limo arenario. Oíamos al mar chapotear débilmente. Hacia el oeste se veían las construcciones funcionales del nuevo puerto petrolero. En la última cresta de dunas, que descendía suavemente hacia la playa, María se quedó inmóvil. La playa estaba vacía, salvo algunas siluetas que se perdían en la distancia. María se dejó caer en una hondonada y se quitó los vaqueros y las bragas. Yo me bajé los pantalones. Ella me ayudó hasta que tuve el miembro en erección. No sé cuánto tiempo necesité ni si ella lo consiguió también. Ella no quería besos, sino sólo aquello, deprisa. Tan pronto como me vino, hizo que me quitara de encima y se puso otra vez las bragas y los vaqueros. Entretanto, las siluetas distantes de la playa se habían alejado aún más. Luego comimos con cucharas de estaño el puerco con col tibio de la tartera. María hablaba ahora de cosas sin importancia sobre sus hijas y sobre el coche que había empezado a pagar, un Fiat. El puerco con col hizo que me acordara. Cuando la tartera estuvo vacía, María se puso en pie de un salto y corrió por la playa hasta el mar: otra vez su espalda. El mar estaba en calma y lamía la playa. María se metió en él hasta las rodillas, con sus vaqueros. Se quedó quieta un momento y luego gritó tres veces una palabra cachuba, haciendo un hueco con sus brazos. Y entonces el rodaballo plano, vetusto, oscuro, pedregoso, no, no ya mi rodaballo, sino su rodaballo, saltó del mar, como nuevo, a sus brazos. Los oí hablar. Los oí hablar a los dos. Hablaron mucho tiempo, preguntando ella con altos agudos, aconsejándola paternalmente él. María se rió. Yo no entendía nada. Siempre el rodaballo. Sin embargo, adivinaba sus frases lapidarias. Ella, que nunca reía, se reía metida en el mar hasta las rodillas. Qué vacía estaba la playa. Qué lejos estaba yo sentado. Buena cosa que ella pudiera reírse de nuevo. ¿De qué, de quién? Yo estaba sentado junto a la tartera vacía. Caído fuera de la Historia. Tenía en la boca un regusto de puerco con col. Estaba ya oscureciendo cuando María terminó de hablar con el rodaballo. Y cuando lo devolvió al mar, el viento de la noche rizaba el Báltico. María se quedó inmóvil un momento, dándome la espalda. Luego, lentamente, volvió sobre sus propias huellas. Sin embargo, no era María quien volvía. Será Dorotea, pensé preocupado. Cuando, paso a paso, me fue aumentando de tamaño, confiaba ya en Agnes. No era la forma de andar de Sophie. ¿Será Billy, la pobre Sibylle? Era Ilsebill. No me miró, pasó por mi lado. Me había dejado ya atrás. Yo corrí tras ella. GÜNTER GRASS (Danzig, 1927-Lübeck, 2015) se hizo escritor después de haber recibido una sólida formación como escultor y dibujante. Su obra comprende poemas, dramas y, sobre todo, novelas. El tambor de hojalata, una de las cumbres de la literatura europea contemporánea, compone junto con Años de perro y El gato y el ratón la célebre «Trilogía de Danzig». Su fama se ha cimentado sobre estas y otras obras maestras como El rodaballo, Es cuento largo o A paso de cangrejo. Testigo de su época en permanente lucha contra el silenciamiento del pasado, entre su producción de carácter ensayístico y autobiográfico destacan Mi siglo, Del diario de un caracol, Cinco decenios, su controvertida obra autobiográfica Pelando la cebolla, La caja de los deseos, De Alemania a Alemania. Diario, 1990 y De la finitud, su libro póstumo. En 1999 recibió el Premio Nobel de Literatura y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Índice de contenido En el primer mes El tercer pecho Sobre qué escribo Nueve cocineras y más Aya De cómo fue capturado el rodaballo Trabajo dividido De cómo fue capturado el rodaballo por segunda vez Presoñado De cómo fue acusado el rodaballo por las Ilsebills Carne De dónde fue escondido, por corto tiempo, el fuego robado Lo que nos falta De horda en horda, hospitalariamente Dr. Cariño Satisfecho La reina de las remolachas Deméter Para qué sirve un cazo de hierro colado Cómo me veo Ay Ilsebill Al fin De lo que no quiero acordarme En el segundo mes De cómo nos urbanizamos Pelea Limpieza general Rebeca Jaqueca Libi-libi Lo mismo que mi Dorotea Como en el cine Arenques de Escania Dedicado a Ilsebill Estimado Dr. Stachnik Plusvalía En el tercer mes De cómo fue protegido el rodaballo de la violencia De cómo fui su pinche de cocina Vasco retorna Tres preguntas Demasiado Esaú dice El último festín Embreado y emplumado Greta la Gorda tenía un culo Aplazamiento De todo lo que se le ocurrió al rodaballo sobre la vida monjil Liebre a la pimienta Quien quiera cocinar como ella La cocinera besa En el cuarto mes Examinando las heces Vacío y solo La pesadumbre de un tiempo malo Remolachas y menudillos de ganso Por qué quiso el rodaballo encender de nuevo dos hornos fríos Tarde Hablando viscosamente de amor y de poesía Agnes recordada ante el pez cocido Al parecer se llamaba Axel Excremento en verso Sólo una fue quemada por bruja Inmortal En el quinto mes Para qué es buena la fécula de patata Contado mientras machacaban bellotas-desplumaban gansos-mondaban patatas Planto y plegaria de Amanda Woyke, cocinera de la servidumbre El Tío Fritz Hablando del tiempo De cómo se citaron cartas ante el tribunal Por qué la sopa de patata sabe a gloria celestial Comerse los codos de hambre De cómo el Gran Salto debe conducir a la alimentación mundial de tipo chino Carne de vaca y mijo histórico Los dos En el sexto mes Vestidos indios Sophie La otra verdad Tras las montañas A coger setas En busca de otras setas parecidas Escondidas bajo la acedera Para tener miedo Tres a la mesa Sólo niñas Procreación continua En el séptimo mes También con Ilsebill Lena reparte la sopa Una mujer sencilla Todas Soga y clavo Patatas fritas La visita de Bebel El viaje a Zúrich Dónde dejaban sus gafas A la memoria de Lena En el octavo mes Día del Padre En el noveno mes Lud Retrasado Hasta vomitar Algunas preocupaciones de vestuario, proporciones femeninas y últimas visiones El Feminal En la isla de Møn Disputa Lo que deseamos Machomacho Tres veces puerco con col Sobre el autor

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